Acababa de nacer y, aunque todavía no sabía dónde ni cómo era, se sentía feliz de haber nacido. No sabía cuánto tiempo había durado su sueño pero, desde luego, era ya tiempo de comenzar. Era su cuarta vez y se alegraba de formar parte de ese experimento, se alegraba de tener conciencia de su pasado en cada renacimiento. Eso, a veces, hacía las cosas más difíciles pero en las circunstancias verdaderamente graves resultaba muy confortador. El hecho de saber que, pasara lo que pasara, una vez muerto en este mundo
regresaría al suyo propio con toda su información, era también enormemente tranquilizador. Lo único que le molestaba era que nunca sabía a qué punto del gran Universo lo habían enviado en cada ocasión. No le importaba demasiado ni la forma física, ni la lengua, ni las costumbres de cada nuevo pueblo porque él nacía entre ellos, era parte de ellos y ellos le enseñarían todo lo que debía saber, pero siempre podía haber grandes sorpresas y no siempre resultaban agradables.
Estaba empezando a ponerse nervioso. Ya había pasado bastante tiempo desde que había adquirido conciencia de estar vivo en un nuevo entorno y nada había ocurrido desde entonces. Nadie le había dado la bienvenida o una indicación de lo que tenía que hacer. Se revolvió inquieto en la tibia oscuridad. Por lo menos no se hallaba privado de movimiento. No podía apartar de su mente el hecho de que nadie se hubiera comunicado con él: era realmente extraño. A menos que le hubieran hecho nacer en algún pueblo de primitivos y, en ese caso, no había forma de saber lo que podía ocurrir.