Tales of Mystery and Imagination

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Leopoldo Lugones: Cábala práctica

Leopoldo Lugones


—COMO EL ADMINISTRADOR del cementerio era conocido suyo, fácilmente se arregló todo. Mi amigo Eduardo quería completar su gabinete de historia natural con un esqueleto bien elegido. Ambos, hombres muy prácticos en semejantes cosas, buscaron minuciosamente entre los cadáveres depositados en el osario antes de incinerarlos (operación que se ejecutaba cada cinco años, según prescripción de los reglamentos municipales) la pieza requerida hasta dar con una que, en opinión de Eduardo, era verdaderamente maravillosa. «Un esqueleto de mujer joven», decía mi amigo con cierta fruición perversa, que solía traicionarse a veces, en la intimidad, bajo su exterior frío y correcto de dandy sabio.
Así me disponía a contar una noche, para distraer las melancolías de Carmen, el caso de mi amigo Eduardo, cuyo apellido me permitiréis disfrazar con la ene convencional, pues se trata de una historia y no quiero cometer inconveniencias.
Carmen era una de las amigas más hermosas que en mi vida haya tenido, pero padecía de caprichos melancólicos y de agresiva coque-tería, como todas las muchachas de veinte años cuyos ojos negros no han sido adorados suficientemente. Está de más decir que sus ojos negros eran admirables. Con frecuencia brillantes y profundos como las noches muy estrelladas, estaban, la de aquella de mi cuento, llenos de adorable languidez. ¿Cómo fue que nuestra conversación llegó al caso de Eduardo? No lo sé; pero Eduardo frecuentaba la casa de mi amiga, y por alguna coincidencia vulgar sería.
—¡Pero no es creíble! Eduardo, un hombre tan seco, tan despreocupado...
—Sin embargo, es la más pura verdad. Quiera escucharme un instante, y espero que si mi relato nada vale como historia, conseguirá, tal vez, interesarla como cuento.
Y mientras los otros charlaban en el espacioso salón, con el ruidoso desenfado de las gentes de confianza, yo empecé lo que, a despecho de los ojos incrédulos de Carmen, me atrevo a llamar por tercera vez historia, por más increíble que el hecho parezca a todos.




Mi amistad con el joven naturalista fue íntima casi desde su comienzo. Ambos éramos jóvenes, y la indispensable cola de paja de los cuarenta años no podía excitar aún nuestra mutua desconfianza. El recogía entonces los primeros ejemplares de sus colecciones; yo empezaba a redactar mis primeros versos. Ambos éramos también materialistas, no hay que decirlo. La adolescencia es pedante, y el primer ensayo de su ciencia consiste en negar a Dios y a las mujeres. Lo que todavía subsiste de niño en el hombre recién formado, le incomoda: entonces lee uno a Buchner y se vuelve ateo. El amor que invade carne y alma encuentra en la inseguridad de sus primeras empresas augurios de derrota: entonces escribe unos versos becquerianos. Los veinte años desconfían, sobre todo, del cura y de las mujeres. El despertamiento de la personalidad es terriblemente egoísta. Nunca es improbable que un joven de veinte años abandone la casa paterna.
Fue durante el primer período de nuestra amistad cuando Eduardo adquirió el esqueleto que, suspendido en luciente armario de cristales, daba el toque maestro a la fisonomía científica de su gabinete.
Ciertos ejemplares paleontológicos, algunas piedras raras, entre las cuales dos geodas uruguayas, preciosas, una redoma con lava pulverulenta del Vesubio, unas estalactitas de Cosquín y un trozo de concha de gliptodonte, sobre la cual hacíamos temerarias expediciones a las más remotas capas geológicas, componían el caudal científico de mi amigo. Aquel gabinetito, que solo se abría para mí, conocía nuestros más graves proyectos. De allí salió un ensayo sobre la selección natural que valió a Eduardo las felicitaciones de un alemán medio astrónomo, medio entomólogo, amigo de su padre, quien, como buen comerciante casi analfabeto que era, adquirió desde entonces enorme respeto por nuestra sabiduría; y un poema mío enalteciendo las «conquistas de la razón» sobre el fanatismo, causa que fue de grave escándalo para nuestro profesor de literatura.
Claro es que el esqueleto del armario, «esqueleto de mujer joven», según Eduardo, era tema frecuente de nuestras charlas, en honor de la verdad salpimentadas siempre de comentarios impíos. Las reminiscencias del Convidado de Piedra no escaseaban, como puede suponerse, para dar base a los alardes de nuestra incredulidad, científica hasta el exceso, naturalmente. Y aquí entro ya en la historia que ha requerido este prólogo, y cuya verídica relación es como sigue:
Una de las tantas noches en que nos reuníamos a tomar el café y leer los últimos versos de Francia en el gabinete de Eduardo, la conversación nos llevó a hablar del vampirismo y alucinaciones histéricas de los místicos y hechiceros. Acabábamos de leer una terrible obra de Eliphas Lévi, que entonces estábamos lejos de apreciar en su verdadera trascendencia. Y a propósito cada uno echó al tapete sus recuerdos literarios. Desde Poe hasta Verhaeren y Villiers de l'Isle-Adarn, se recitó cuantos versos, cuanta prosa mala o buena conocíamos sobre la materia; y a las once, poco más, me despedía de Eduardo, quien finalizó con la conocida poesía de Acuña aquella velada, cuya ironía fúnebre concluyó, francamente, por hacerme daño.
Lo que sigue es, como se comprenderá al fin de esta historia, relación de mi amigo.
Eduardo volvió a entrar en su gabinete para poner en orden los libros que habían quedado esparcidos sobre el escritorio. Su espíritu estaba sereno, su cabeza singularmente despejada (estos detalles tienen su importancia para el lector atento). Levantó la lámpara y, al pasar a la pieza contigua, donde dormía, se detuvo enfrente del esqueleto, hizo una gran reverencia, y, dirigiéndose a él:
—Mademoiselle Squelette, será usted víctima de un agradable atentado: descubriremos el homunculus de Alberto el Grande y resucitaremos su amable persona, a la cual tendré el honor de ofrecer mi mano.
Obraban en su ánimo, como se ve, las reminiscencias de Eliphas Lévi, pero sin la más mínima sombra de inquietud. Antes por el con-trario, chanceaba con lo que para él no era sino un despojo eternamente inanimado.
Media hora después, dormía.
De repente, sin saber cómo, se encontró sentado ante su mesa de trabajo. La lámpara, con la luz muy alta, alumbraba todo el aposento. Frente a frente de Eduardo, en la misma silla que yo había ocupado horas antes, una mujer joven, casi hermosa, muy triste, vestida con largo traje morado, le miraba. Instintivamente, Eduardo miró el armario del esqueleto. El esqueleto no estaba allí. Un frío brusco le latigueó las espaldas. Entonces la joven comenzó a hablarle con una voz tan musical, tan dulce, que se sintió instantáneamente confortado. Parecían quejas enviadas desde una prodigiosa distancia por la ternura suspirante de un alma. ¿Qué le dijo aquella melancólica aparición? Nunca ha podido recordarlo. Era una música semejante a la armonía de esos grandes y serenos pensamientos nocturnos que son como los ritmos del silencio. Así era aquel lenguaje. Y él sentía frío, pero un frío delicioso, una suavidad incomparable de nieve que se filtraba hasta sus huesos a medida que la aparición le hablaba.
Pero pasado el primer movimiento de estupor, la reflexión sobrevino. Estaba soñando, no había duda. Aproximó el dedo al tubo de la lámpara y hubo de retirarlo con viveza. Miró a su alrededor. Todo estaba como siempre; no había nada de fantástico, nada de esas extrañas decoraciones de los sueños. Hasta oyó que un reloj daba las tres de la mañana. La aparecida seguía hablándole, sin notar, al parecer, aquellas precauciones de su desconfianza. Seguía hablándole con aquella voz musical y dulce que parecía abrir al espíritu infinitas perspectivas sobre el estrellado azul de una noche inmensa. Luego, con una majestad impalpable de oración, fue levantándose, levantándose del asiento; tomó la lámpara con su mano diáfana y encaminóse al dormitorio de Eduardo. Él, sin saber lo que hacía, inconscientemente, la siguió. Colocó ella la lámpara sobre la veladora, dirigióse al lecho abierto con adorables elegancias de andar, y señalándolo a mi asombrado amigo con imperioso gesto, volvió misteriosamente al oscuro gabinete.
No sabe Eduardo cómo pudo obedecerla él sin espanto ninguno. Pero es el caso que al otro día, como volviera yo a eso de las diez para invitarlo a almorzar conmigo, le encontré en su cama durmiendo profundamente.
—¡Qué milagro! —exclamé al ver de par en par abierta la puerta del gabinete que mi amigo no dejaba nunca de cerrar. Entré.
—¡Vaya! Eduardo debe estar loco —me dije con sonrisa un tanto inquieta al ver tendido de espaldas sobre la silla que yo ocupaba en la noche anterior el esqueleto del armario de cristales.
Carmen intentó levantarse de su asiento sonriendo con su dura son-risa de costumbre, pero instantáneamente vi que sus labios se ponían blancos y que vacilaba próxima a caer. Un grito resonó en el salón. Todos los visitantes acudieron mientras yo la sostenía en mis brazos. Levantándola en peso, pues su desmayo era profundo, conseguimos
llevarla a la habitación contigua, donde una hora después recobró el sentido en medio de una terrible crisis nerviosa. Pero aquel contacto me dejó una impresión horrible que me perseguirá mientras viva. Sentí caer en mis brazos, en vez del esbelto cuerpo cuya elegancia había admirado tantas veces, una masa pesada y blanduzca, algo así como una almohada fofa, y, al apretar sus brazos para sostenerla mis dedos se hundieron en ellos sin encontrar resistencia.
El cuerpo no tenía coyunturas, se doblaba por todas partes; parecía una bolsa llena de agua. ¡Qué horrorosa impresión acababa de crispar mis nervios!
Creedlo, que así es la verdad: ¡aquella mujer no tenía huesos!

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