Tales of Mystery and Imagination

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Horacio Quiroga: El gerente

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¡Preso y en vísperas de ser fusilado!... ¡Bah! Siento, sí, y me duele en el alma este estúpido desenlace; pero juro ante Dios que haría saltar de nuevo el coche si el gerente estuviese dentro. ¡Qué caída! Salió como de una honda de la plataforma y se estrelló contra la victoria1. ¡Qué le costaba, digo yo, haber sido un poco más atento, nada más! Sobre todo, bien sabía que yo era algo más que un simple motorman, y esta sola consideración debiera haberle parecido de sobra.

Ya desde el primer día que entré noté que mi cara no le gustaba.

-¿Qué es usted? -me preguntó.

-Motorman -respondí sorprendido.

-No, no -agregó impaciente-, ya sé. Las tarjetas estas hablan de su instrucción: ¿qué es?

Le dije lo que era. Me examinó de nuevo, sobre todo mi ropa, bien vieja ya. Llamó al jefe de tráfico.

-Está bien; pase adentro y entérese.

¿Cómo es posible que desde ese día no le tuviera odio? ¡Mi ropa!... Pero tenía razón al fin y al cabo, y la vergüenza de mí mismo exageraba todavía esa falsa humillación.

Pasé el primer mes entregado a mi conmutador, lleno de una gran fiebre de trabajo, cuya inferioridad exaltaba mi propia honradez. Por eso estaba contento.

¡El gerente! Tengo todavía sus muecas en los ojos.

Una mañana a las 4 falté. Había pasado la noche enfermo, borracho, qué sé yo. Pero falté. A las 8, cuando fui llamado al escritorio, el gerente escribía: sintió bien que yo estaba allí, pero no hizo ningún movimiento. Al cabo de diez minutos me vio -¡cómo lo veo yo ahora!- y me reconoció.

-¿Qué desea? -comenzó extrañado. Pero tuvo vergüenza y continuó:- ¡Ah! sí, ya sé.

Bajó de nuevo la cabeza con sus cartas. Al rato me dijo tranquilamente:

-Merece una suspensión; pero como no nos gustan empleados como usted venga a las diez. Puede irse.

Volví a las diez y fui despedido. Alguna vez encontré al gerente y lo miré de tal modo, que a su vez me clavó los ojos, pero me conoció otra vez -¡maldito sea!-, y volvió la vista con indiferencia. ¿Qué era yo para él? Pero a su vez, ¿qué me hallaba en la cara para odiarme así?

Dan Simmons: Carrion Comfort

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Nina was going to take credit for the death of that Beatle, John. I thought that was in very bad taste. She had her scrapbook laid out on my mahogany coffee table, newspaper clippings neatly arranged in chronological order, the bald statements of death recording all of her Feedings. Nina Drayton's smile was radiant, but her pale-blue eyes showed no hint of warmth.
"We should wait for Willi," I said.
"Of course, Melanie. You're right, as always. How silly of me. I know the rules." Nina stood and began walking around the room, idly touching the furnishings or exclaiming softly over a ceramic statuette or piece of needlepoint. This part of the house had once been the conservatory, but now I used it as my sewing room. Green plants still caught the morning light. The light made it a warm, cozy place in the daytime, but now that winter had come the room was too chilly to use at night. Nor did I like the sense of darkness closing in against all those panes of glass.
"I love this house," said Nina.
She turned and smiled at me. "I can't tell you how much I look forward to coming back to Charleston. We should hold all of our reunions here."
I knew how much Nina loathed this city and this house.
"Willi would be hurt," I said. "You know how he likes to show off his place in Beverly Hills-and his new girlfriends."
"And boyfriends," Nina said, laughing. Of all the changes and darkenings in Nina, her laugh has been least affected. It was still the husky but childish laugh that I had first heard so long ago. It had drawn me to her then-one lonely, adolescent girl responding to the warmth of another as a moth to a flame. Now it served only to chill me and put me even more on guard. Enough moths had been drawn to Nina's flame over the many decades.
"I'll send for tea," I said.
Mr. Thorne brought the tea in my best Wedgwood china. Nina and I sat in the slowly moving squares of sunlight and spoke softly of nothing important: mutually ignorant comments on the economy, references-to books that the other had not gotten around to reading, and sympathetic murmurs about the low class of persons one meets while flying these days. Someone peering in from the garden might have thought he was seeing an aging but attractive niece visiting her favorite aunt. (I draw the line at suggesting that anyone would mistake us for mother and daughter.) People usually consider me a well-dressed if not stylish person. Heaven knows I have paid enough to have the wool skirts and silk blouses mailed from Scotland and France. But next to Nina I've always felt dowdy.
This day she wore an elegant, light-blue dress that must have cost several thousand dollars. The color made her complexion seem even more perfect than usual and brought
out the blue of her eyes. Her hair had gone as gray as mine, but somehow she managed to get away with wearing it long and tied back with a single barrette. It looked youthful and chic on Nina and made me feel.that my short, artificial curls were glowing with a blue rinse.
Few would suspect that I was four years younger than Nina. Time had been kind to her. And she had Fed more often.
She set down her cup and saucer and moved aimlessly around the room again. It was not like Nina to show such signs of nervousness. She stopped in front of the glass display case. Her gaze passed over the Hummels and the pewter pieces, and then stopped in surprise.
"Good heavens, Melanie. A pistol! What an odd place to put an old pistol."
"It's an heirloom," I said. "A Colt Peacemaker from right after the War Between the States. Quite expensive. And you're right, it is a silly place to keep it. But it's the only case I have in the house with a lock on it, and Mrs. Hodges often brings her grandchildren when she visits-"

José de la Colina: El tercero

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1

El ruido de las balas y las bombas se había quedado a sus espaldas, y ahora llenaba sus oídos un silencio acaso más terrible, porque en él iba uno escuchando lo que se decía por dentro. La hilera culebreaba sobre la hierba amarilla; cuando una parte de ella se atrasaba, parecía una serpiente partida en dos y agonizante. Los hombres vestían aún el uniforme de milicianos; los guiaba un ex maestro de escuela que había sido montañista en su mocedad. Acompañaba al silencio un jadeo persistente, al que se mezclaban el gemir de los heridos o las voces de los sedientos. El terreno ascendía, cada vez más ralo de hierba, duro y resbaladizo. Luego, recogida en alargados cuencos de tierra, apareció la nieve, limpia como no podía estarlo la que los hombres habían visto en sus ciudades. Recordaba uno la nieve que se amontonaba sobre las trincheras, aquella nieve manchada de sangre de los compañeros caídos.

El terreno se empinaba, y los hombres redoblaron sus esfuerzos. El frío comenzaba a hostigarlos: se le sentía insinuarse sobre la carne.

—Ánimo, muchachos —dijo el maestro de escuela, jadeante—, no os acordéis de cansaros, que Francia no está muy lejos.

Algunos alzaron la cabeza y le vieron con mal disimulado rencor; les irritaba la pedantería y el tono protector con que hablaba siempre. Un espacio de silencio más apretado seguía las palabras del maestro, algo como un poco más de frío.

De cuando en cuando las cantimploras eran desprendidas de la cintura de sus portadores, pasadas de una mano a otra y alzadas sobre las gargantas sedientas, donde dejaban caer un chorro de aguardiente, y luego desandaban el camino, otra vez de mano en mano, para quedar prendidas y oscilantes en los cinturones. Después, por el calor debido al aguardiente, un halo vaporoso rodeaba a cada hombre, dándole un aspecto fantasmal.

El sol brillaba poco; a veces se oscurecía completamente, borrando la hilera de sombras que calcaba sobre la nieve la marcha de los hombres. Y era como si nadie existiera, como si nadie caminara por allí...


2

La noche llegó sin anunciarse, sin haber asomado una sola estrella por algún rincón del cielo. Se pensaba que había estado allí desde siempre, que eran ellos los que habían entrado en su oscuridad. Acaso debieron haber pensado unas horas antes, cuando las sombras nacieron de las raíces de los pinos y se alargaron poco a poco hacia los cansados pies de los hombres, que la noche debía llegar. Hubiera sido mejor que lo pensaran así, y de este modo no los habría sorprendido. Porque, sí, los ha sorprendido, y los ha asustado; la noche es para ellos algo más que la noche: un olvido gigantesco donde ningún corazón late por ellos.

Jaume Cabré: Dansa negra

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—Us he portat una mica de vida —i deixà la colla de dukesellingtons tots apilotats damunt la taula que feia de caixa de música, de menjador, de despatx i —segons confidència de l'Albert— de tàlem ocasional. Tragué un dukeetc., de la funda (porta la gent enfundada?), i el col·locà al plat; l'Albert encara estava aprofitant les darreries del parell d'ous ferrats que s'havia cruspit aquella nit i netejava, enllepolit, el plat, «és per no haver de rentar-lo, saps?» i el duc començava a rodar, estripat per l'agulla i iniciava els seus compassos, curts, breus, com qui vol imitar el comte basie, «té, ara aquest ens surt amb un ciri trencat, mai no l'havia sentit d'entrada amb el piano i tanta estona», «xxxxit, que xerrant així ni ara no el sentiràs», el trombó sam perseguia el duc i ara la trompeta s'afegia a la fuga negra. I el fons de vents poderosos reafirmava la persecució. Però el piano se sentia molt àgil aquella nit, malgrat ser piano enllaunat i ni el trombó ni la cootie-trompeta no el podien haver. Fins que es deturà en sec i fou oblidat al límit de l'horitzó de les notes altes mentre els perseguidors reorganitzaven les forces i se sentien sorpresos per l'aparició a escena, sense previ avís, ho juro, del clariprocope, dolç, vellutat, insinuador fins l'infinit. «Ostres! A mi em posa la pell de gallina aquest instrument. És una trompeta?» «Ostiesostiesosties! Com si em preguntessis si els ous que t'has cruspit eren d'en Billie Strayhown, no et fot?»
—Humilment prego a sa sereníssima que em faci cinc cèntims sobre quina mena d'instr/
—Clarinet. Calla i deixa escoltar.
I la melodia anà concretant-se cap al clarinetcope en diàleg amb la trompeta ensordida, i el contrabaix, blanton, deia que sí, subratllant allà on els blancs no gosen fer-ho. Totes les canyes assistien, ritmades, a l'escena. I el dukepiano entrava oblidat en un racó d'aquell horitzó, de la mà del prococlarinet, en un swing impossible de frenar: ni que no hi hagués hagut bateria. I la dukefantasia s'enfilava, saltironejant, russellflanquejada pel clarinet, insinuador oriental, repetidor de la dukemelodia i inspirador d'altres tons. Els dos instruments s'encinglaven per una escala impossible de repetir, per senzilla i no buscada, que en altres moments hauria pogut restar només en l'aire i en el record dels pocs oïdors d'un capvespre a Harlem, però que ara, enllaunada en baquelita eterna, repetia, insaciable, els cops que hom volia, aquesta melodia; però el duc real era ja un altre duke, descobridor de nous tons i viatger d'altres móns; i quan tornava a interpretar aquella peça no era com a la llauna de baquelita: era tota una altra cosa, ara sí que irrepetible, dukúnica.
El claricope continuava jugant a fet i amagar amb l'eco i, quan quedaven pocs compassos per dir prou, entraren les canyes, vejam què passa, deien, i el, blanton, contrabaix, se sumava a la descripció final, demoníaca, dominada per una insistència melòdica del pianellington que, al capdavall, era el qui deia el darrer mot. I després, el silenci.

Charles Baudelaire: Chacun sa chimère

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Sous un grand ciel gris, dans une grande plaine poudreuse, sans chemins, sans gazon, sans un chardon, sans une ortie, je rencontrai plusieurs hommes qui marchaient courbés.
Chacun d'eux portait sur son dos une énorme Chimère, aussi lourde qu'un sac de farine ou de charbon, ou le fourniment d'un fantassin romain.
Mais la monstrueuse bête n'était pas un poids inerte; au contraire, elle enveloppait et opprimait l'homme de ses muscles élastiques et puissants; elle s'agrafait avec ses deux vastes griffes à la poitrine de sa monture; et sa tête fabuleuse surmontait le front de l'homme, comme un de ces casques horribles par lesquels les anciens guerriers espéraient ajouter à la terreur de l'ennemi. Je questionnai l'un de ces hommes, et je lui demandai où ils allaient ainsi. Il me répondit qu'il n'en savait rien, ni lui, ni les autres; mais qu'évidemment ils allaient quelque part, puisqu'ils étaient poussés par un invincible besoin de marcher.
Chose curieuse à noter: aucun de ces voyageurs n'avait l'air irrité contre la bête féroce suspendue à son cou et collée à son dos; on eût dit qu'il la considérait comme faisant partie de lui-même. Tous ces visages fatigués et sérieux ne témoignaient d'aucun désespoir; sous la coupole spleenétique du ciel, les pieds plongés dans la poussière d'un sol aussi désolé que ce ciel, ils cheminaient avec la physionomie résignée de ceux qui sont condamnés à espérer toujours.
Et le cortège passa à côté de moi et s'enfonça dans l'atmosphère de l'horizon, à l'endroit où la surface arrondie de la planète se dérobe à la curiosité du regard humain.
Et pendant quelques instants je m'obstinai à vouloir comprendre ce mystère; mais bientôt l'irrésistible Indifférence s'abattit sur moi, et j'en fus plus lourdement accablé qu'ils ne l'étaient eux-mêmes par leurs écrasantes Chimères.

Emiliano González: Rudisbroeck o los autómatas

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1
A los diez días de marcha hacia el Oeste, la ciudad del otoño perpetuo se recorta en el horizonte como un espejismo trémulo, como una alucinación difusa que va tomando el aspecto, conforme avanza el viajero, de un conglomerado de torres, agujas y murallones cubiertos de enredadera. Una vez que pisamos las márgenes del río que circula en torno a la ciudad y cuyas aguas hirvientes la vuelven inexpugnable, tenemos que aguardar, en el embarcadero desierto, a un ceñudo Caronte para cruzar al otro lado. Luego, durante la travesía, el barquero nos dice el nombre del río (Tang) y de la ciudad (Penumbria) y nos pregunta: “¿Cómo llegó hasta aquí? ¿Ha cruzado el pantano verdinegro? ¿Ha rasgado la cortina de zarzas? ¿Ha tomado el empalme de los gnomos?” Respondemos afirmativamente, aunque no sea cierto, por temor a su rostro pálido, a su mirada de gato. Cuando nos hallamos en tierra firme, nos parece abordar simplemente una barca más grande, que se balancea de modo imperceptible. También sentimos, pasado un rato, que la realidad tiene la textura, el color y la luz de un cuadro: la realidad es un cuadro y nosotros formamos parte de él. Después, nos enteramos de que el cielo es un tinte sepia surcado por nubes que prometen tormenta (sin cumplir nunca su promesa) y de que acaban de dar, para siempre, las cinco de la tarde: aún persiste el rumor de la última campanada, hecho al que tardamos un poco en acostumbrarnos. Cuando lo logramos, nuestros pensamientos tienen la misma resonancia de ese plañido, están como encantados por él, sólo se piensan pensamientos de las cinco de la tarde y quizá por eso los libros redactados en Penumbria son libros para leer en el ocaso. Pero, aunque la luz es la misma siempre, hay un sol y una luna que indican “ahora es de día” o “ahora es de noche”, que sirven para hablar del ayer, del hoy, en ocasiones del mañana, sin que haya el oscurecimiento ni la luminosidad correspondientes a la noche y al día, pues la ciudad irradia esa luz ambarina con el objeto de que sean, eternamente, las cinco de la tarde.
Penumbria conserva algunos ojos de agua, “restos de la lluvia de la noche anterior al día del encantamiento”, que no se evaporaron nunca. ¿Lugares de interés? Un cementerio, una iglesia, una plaza, una escuela religiosa para niñas y, sobre todo, la torre de Johan Rudisbroeck, tan alta que se pierde entre las nubes: nadie, hasta ahora, ha visto su cúspide. Sobre esa torre hay una leyenda, que narraré más tarde. Quisiera evocar, por el momento, la imagen de Penumbria tal y como se me apareció hace veinte años: radiante, del color de la miel, porosa; húmeda y cálida a la vez como un cadáver en descomposición, pero fascinante y bella como una hoguera.
Yo erré por sus callejuelas, expurgando cada rincón y cada esquina, deteniéndome a mirar aparadores, entrando en librerías polvosas, pateando una botella rota o silbando, con la cabeza en blanco. Me senté en las bancas de la plaza, deambulé por los muelles. Visité la tienda de antigüedades del perverso Mefisto, donde, bajo un techo del que cuelgan falos de trapo y en un ambiente cargado de porcelanas, prismas y baúles el cliente deja pasar el tiempo, sorpresa tras sorpresa, y donde, apenas halla lo que buscaba, una nueva maravilla le sale al paso. Mefisto, último vástago de una familia de aristócratas dedicados a la compraventa de objetos preciosos, es un hombre de pelo cano y rostro de bruja que al reír muestra una cadena de dientes ennegrecidos y una lengua blanca. Sus ojos fueron amarillos: ahora no tienen color. Una especie de mameluco gris rayado de arabescos envuelve sus formas femeninas, y cuando se nos acerca desde la trastienda, contoneándose, dudamos por un instante de su verdadero sexo. Con voz de pájaro nos pregunta qué puede hacer por nosotros y antes de que respondamos comienza a mostrarnos, como él dice, su “modesto repertorio de bizarrías”. Quiere actuar un poco: tomando una cajita de marfil ensalza sus virtudes, nos cuenta cómo la obtuvo y para qué sirve, agitando sus manos esqueléticas, rebosantes de anillos; se pone una diadema, ensaya una sonrisa cándida que resulta patética, nos dice que la diadema tiene cualidades mágicas y las enumera; nos invita a bajar al sótano, donde guarda sus verdaderas joyas, “sus tesoros”: un collar dé amatistas “para regalar a la esposa el día de su cumpleaños”, del que nadie puede desembarazarse una vez que ha ceñido el cuello y que va reduciendo su diámetro hasta estrangularnos; un reloj que da la hora sólo momentos antes de la muerte de su dueño; un retrato que cobra vida, se sale del cuadro y merodea por la tienda cuando Mefisto se va; un pequeño bailarín de cuerda que toma proporciones gigantescas mientras duerme el niño o la niña a quien lo obsequiaron; un huevo de jade que al ser agitado emite una risa diabólica; un caballito de carrusel que relincha, voltea la cabeza y se encabrita para horror del jinete; una llave de plata que, suspendida en el aire, busca el ojo de cerradura más arbitrario, ya sea el de la puerta que nos conduce al infierno o el de la que nos lleva al paraíso, y que nos obliga a seguir su curso hasta llegar a esa puerta y abrirla…
Estos y otros objetos desfilan ante nuestro reiterado asombro, como una troupe de fenómenos al compás de un pregonero delirante. Salimos del sótano agobiados, nos despedimos de Mefisto y, en la calle, nos damos cuenta de que no hemos comprado nada. Recuerdo que yo prometí no volver jamás, que anduve un buen rato por el malecón y que terminé, con el vago propósito de mitigar los nervios, en la primera taberna que se me puso enfrente: La mansión del Zu, donde, como el título indica, se bebe Zu, elíxir que suelta la lengua y predispone al ensueño. Los hombres de mar, los capitanes nostálgicos, los antiguos grumetes pendencieros frecuentan ese lugarejo, para soñar y recordar tempestades, para jugar a los dados y escuchar cuentos. Yo ocupé una mesa remota, con la intención de beber a solas, pero no pasó mucho tiempo antes de que un anciano medio borracho se sentara frente a mí y exigiera ser escuchado. Me habló de muchachas de ojos de gacela, me habló de planicies habitadas por gigantes, me habló de cuestiones marinas y terrestres con una voz que no era marina ni terrestre. Yo bebía y escuchaba, y al fin le pregunté por Rudisbroeck. Su cara se ensombreció. Dijo que no sabía nada y miró su copa vacía. Sin titubear pedí otra, advirtiendo: “Yo invito.” La bebió de un solo trago y guardó silencio. ¿Cuántas copas de Zu le soltarían la lengua? Ordené tres más, que bebió sin decir palabra. Cuando me disponía a invitar la última dijo que sería inútil: “De Rudisbroeck nadie habla ni hablará.” Entonces miré mi reloj. “Mire”, le dije. “El único reloj que anda en toda Penumbria.” Lo examinó, azorado. “Será suyo si me habla de Rudisbroeck.” Ordenó otra copa de Zu y, guardándose el reloj en un bolsillo de su deteriorado gabán, recitó:

Ambrose Bierce: The Secret of Macarger's Gulch

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North Westwardly from Indian Hill, about nine miles as the crow flies, is Macarger’s Gulch. It is not much of a gulch - a mere depression between two wooded ridges of inconsiderable height. From its mouth up to its head - for gulches, like rivers, have an anatomy of their own - the distance does not exceed two miles, and the width at bottom is at only one place more than a dozen yards; for most of the distance on either side of the little brook which drains it in winter, and goes dry in the early spring, there is no level ground at all; the steep slopes of the hills, covered with an almost impenetrable growth of manzanita and chemisal, are parted by nothing but the width of the water course. No one but an occasional enterprising hunter of the vicinity ever goes into Macarger’s Gulch, and five miles away it is unknown, even by name. Within that distance in any direction are far more conspicuous topographical features without names, and one might try in vain to ascertain by local inquiry the origin of the name of this one.

About midway between the head and the mouth of Macarger’s Gulch, the hill on the right as you ascend is cloven by another gulch, a short dry one, and at the junction of the two is a level space of two or three acres, and there a few years ago stood an old board house containing one small room. How the component parts of the house, few and simple as they were, had been assembled at that almost inaccessible point is a problem in the solution of which there would be greater satisfaction than advantage. Possibly the creek bed is a reformed road. It is certain that the gulch was at one time pretty thoroughly prospected by miners, who must have had some means of getting in with at least pack animals carrying tools and supplies; their profits, apparently, were not such as would have justified any considerable outlay to connect Macarger’s Gulch with any center of civilization enjoying the distinction of a sawmill. The house, however, was there, most of it. It lacked a door and a window frame, and the chimney of mud and stones had fallen into an unlovely heap, overgrown with rank weeds. Such humble furniture as there may once have been and much of the lower weatherboarding, had served as fuel in the camp fires of hunters; as had also, probably, the curbing of an old well, which at the time I write of existed in the form of a rather wide but not very deep depression near by.

One afternoon in the summer of 1874, I passed up Macarger’s Gulch from the narrow valley into which it opens, by following the dry bed of the brook. I was quail-shooting and had made a bag of about a dozen birds by the time I had reached the house described, of whose existence I was until then unaware. After rather carelessly inspecting the ruin I resumed my sport, and having fairly good success prolonged it until near sunset, when it occurred to me that I was a long way from any human habitation - too far to reach one by nightfall. But in my game bag was food, and the old house would afford shelter, if shelter were needed on a warm and dewless night in the foothills of the Sierra Nevada, where one may sleep in comfort on the pine needles, without covering. I am fond of solitude and love the night, so my resolution to “camp out” was soon taken, and by the time that it was dark I had made my bed of boughs and grasses in a corner of the room and was roasting a quail at a fire that I had kindled on the hearth. The smoke escaped out of the ruined chimney, the light illuminated the room with a kindly glow, and as I ate my simple meal of plain bird and drank the remains of a bottle of red wine which had served me all the afternoon in place of the water, which the region did not supply, I experienced a sense of comfort which better fare and accommodations do not always give.

Dino Buzzati: Ombra del Sud

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Tra le case pencolanti, le balconate a traforo marce di polvere, gli anditi fetidi, le pareti calcinate, gli aliti della sozzura annidata in ogni interstizio, sola in mezzo a una via io vidi a Porto Said una figura strana. Ai lati, lungo i piedi delle case, si muoveva la gente miserabile del quartiere; e benché a pensarci bene non fosse molta, pareva che la strada ne formicolasse, tanto il brulichìo era uniforme e continuo. Attraverso i veli della polvere e i riverberi abbacinanti del sole, non riuscivo a fermare l'attenzione su alcuna cosa, come succede nei sogni. Ma poi, proprio nel mezzo della via (una strada qualsiasi identica alle mille altre, che si perdeva a vista d'occhio in una prospettiva di baracche fastose e crollanti) proprio nel mezzo, immerso completamente nel sole, scorsi un uomo, un arabo forse, vestito di una larga palandrana bianca, in testa una specie di cappuccio - o così mi parve - ugualmente bianco. Camminava lentamente in mezzo alla strada, come dondolando, quasi stesse cercando qualcosa, o titubasse, o fosse anche un poco storno. Si andava allontanando tra le buche polverose sempre con quel suo passo d'orso, senza che nessuno gli badasse e l'insieme suo, in quella strada e in quell'ora, pareva concentrare in sé con straordinaria intensità tutto il mondo che lo contornava.
Furono pochi istanti. Solo dopo che ne ebbi tratto via gli sguardi mi accorsi che l'uomo, e specialmente il suo passo inconsueto mi erano di colpo entrati nell'animo senza che sapessi spiegarmene la ragione. "Guarda che buffo quello là in fondo!" dissi al compagno, e speravo da lui una parola banale che riportasse tutto alla normalità (perché sentivo essere nata in me certa inquietudine). Ciò dicendo diressi ancora gli sguardi in fondo alla strada per osservarlo.
"Chi buffo?" fece il mio compagno. Io risposi: "Ma sì, quell'uomo che traballa in mezzo alla strada".
Mentre dicevo così l'uomo disparve. Non so se fosse entrato in una casa, o in un vicolo, o inghiottito dal brulichìo che strisciava lungo le case, o addirittura fosse svanito nel nulla, bruciato dai riverberi meridiani. "Dove? dove?" disse il mio compagno e io risposi: "Era là, ma adesso è scomparso".
Poi risalimmo in macchina e si andò in giro benché fossero appena le due e facesse caldo. L'inquietudine non c'era più e si rideva facilmente per stupidaggini qualsiasi, fino a che si giunse ai confini del borgo indigeno dove i falansteri polverosi cessavano, cominciava la sabbia e al sole resistevano alcune baracche luride, che per pietà speravo fossero disabitate. Invece, guardando meglio, mi accorsi che un filo di fumo, quasi invisibile tra le vampate del sole, saliva su da uno di quei tuguri, alzandosi con fatica al cielo. Uomini dunque vivevano là dentro, pensai con rimorso, mentre rimuovevo un pezzetto di paglia da una manica del mio vestito bianco.
Stavo così gingillandomi con queste filantropie da turista quando mi mancò il respiro. "Che gente!" stavo dicendo al compagno. "Guarda quel ragazzetto con una terrina in mano, per esempio, che cosa spera di..." Non terminai perché gli sguardi, non potendo sostare per la luce su alcuna cosa e vagando irrequieti, si posarono su di un uomo vestito di una palanàrana bianca, che se n'andava dondolando al di là dei tuguri, in mezzo alla sabbia, verso la sponda di una laguna.

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