1
A los diez días de marcha hacia el Oeste, la ciudad del otoño perpetuo se recorta en el horizonte como un espejismo trémulo, como una alucinación difusa que va tomando el aspecto, conforme avanza el viajero, de un conglomerado de torres, agujas y murallones cubiertos de enredadera. Una vez que pisamos las márgenes del río que circula en torno a la ciudad y cuyas aguas hirvientes la vuelven inexpugnable, tenemos que aguardar, en el embarcadero desierto, a un ceñudo Caronte para cruzar al otro lado. Luego, durante la travesía, el barquero nos dice el nombre del río (Tang) y de la ciudad (Penumbria) y nos pregunta: “¿Cómo llegó hasta aquí? ¿Ha cruzado el pantano verdinegro? ¿Ha rasgado la cortina de zarzas? ¿Ha tomado el empalme de los gnomos?” Respondemos afirmativamente, aunque no sea cierto, por temor a su rostro pálido, a su mirada de gato. Cuando nos hallamos en tierra firme, nos parece abordar simplemente una barca más grande, que se balancea de modo imperceptible. También sentimos, pasado un rato, que la realidad tiene la textura, el color y la luz de un cuadro: la realidad es un cuadro y nosotros formamos parte de él. Después, nos enteramos de que el cielo es un tinte sepia surcado por nubes que prometen tormenta (sin cumplir nunca su promesa) y de que acaban de dar, para siempre, las cinco de la tarde: aún persiste el rumor de la última campanada, hecho al que tardamos un poco en acostumbrarnos. Cuando lo logramos, nuestros pensamientos tienen la misma resonancia de ese plañido, están como encantados por él, sólo se piensan pensamientos de las cinco de la tarde y quizá por eso los libros redactados en Penumbria son libros para leer en el ocaso. Pero, aunque la luz es la misma siempre, hay un sol y una luna que indican “ahora es de día” o “ahora es de noche”, que sirven para hablar del ayer, del hoy, en ocasiones del mañana, sin que haya el oscurecimiento ni la luminosidad correspondientes a la noche y al día, pues la ciudad irradia esa luz ambarina con el objeto de que sean, eternamente, las cinco de la tarde.
Penumbria conserva algunos ojos de agua, “restos de la lluvia de la noche anterior al día del encantamiento”, que no se evaporaron nunca. ¿Lugares de interés? Un cementerio, una iglesia, una plaza, una escuela religiosa para niñas y, sobre todo, la torre de Johan Rudisbroeck, tan alta que se pierde entre las nubes: nadie, hasta ahora, ha visto su cúspide. Sobre esa torre hay una leyenda, que narraré más tarde. Quisiera evocar, por el momento, la imagen de Penumbria tal y como se me apareció hace veinte años: radiante, del color de la miel, porosa; húmeda y cálida a la vez como un cadáver en descomposición, pero fascinante y bella como una hoguera.
Yo erré por sus callejuelas, expurgando cada rincón y cada esquina, deteniéndome a mirar aparadores, entrando en librerías polvosas, pateando una botella rota o silbando, con la cabeza en blanco. Me senté en las bancas de la plaza, deambulé por los muelles. Visité la tienda de antigüedades del perverso Mefisto, donde, bajo un techo del que cuelgan falos de trapo y en un ambiente cargado de porcelanas, prismas y baúles el cliente deja pasar el tiempo, sorpresa tras sorpresa, y donde, apenas halla lo que buscaba, una nueva maravilla le sale al paso. Mefisto, último vástago de una familia de aristócratas dedicados a la compraventa de objetos preciosos, es un hombre de pelo cano y rostro de bruja que al reír muestra una cadena de dientes ennegrecidos y una lengua blanca. Sus ojos fueron amarillos: ahora no tienen color. Una especie de mameluco gris rayado de arabescos envuelve sus formas femeninas, y cuando se nos acerca desde la trastienda, contoneándose, dudamos por un instante de su verdadero sexo. Con voz de pájaro nos pregunta qué puede hacer por nosotros y antes de que respondamos comienza a mostrarnos, como él dice, su “modesto repertorio de bizarrías”. Quiere actuar un poco: tomando una cajita de marfil ensalza sus virtudes, nos cuenta cómo la obtuvo y para qué sirve, agitando sus manos esqueléticas, rebosantes de anillos; se pone una diadema, ensaya una sonrisa cándida que resulta patética, nos dice que la diadema tiene cualidades mágicas y las enumera; nos invita a bajar al sótano, donde guarda sus verdaderas joyas, “sus tesoros”: un collar dé amatistas “para regalar a la esposa el día de su cumpleaños”, del que nadie puede desembarazarse una vez que ha ceñido el cuello y que va reduciendo su diámetro hasta estrangularnos; un reloj que da la hora sólo momentos antes de la muerte de su dueño; un retrato que cobra vida, se sale del cuadro y merodea por la tienda cuando Mefisto se va; un pequeño bailarín de cuerda que toma proporciones gigantescas mientras duerme el niño o la niña a quien lo obsequiaron; un huevo de jade que al ser agitado emite una risa diabólica; un caballito de carrusel que relincha, voltea la cabeza y se encabrita para horror del jinete; una llave de plata que, suspendida en el aire, busca el ojo de cerradura más arbitrario, ya sea el de la puerta que nos conduce al infierno o el de la que nos lleva al paraíso, y que nos obliga a seguir su curso hasta llegar a esa puerta y abrirla…
Estos y otros objetos desfilan ante nuestro reiterado asombro, como una troupe de fenómenos al compás de un pregonero delirante. Salimos del sótano agobiados, nos despedimos de Mefisto y, en la calle, nos damos cuenta de que no hemos comprado nada. Recuerdo que yo prometí no volver jamás, que anduve un buen rato por el malecón y que terminé, con el vago propósito de mitigar los nervios, en la primera taberna que se me puso enfrente: La mansión del Zu, donde, como el título indica, se bebe Zu, elíxir que suelta la lengua y predispone al ensueño. Los hombres de mar, los capitanes nostálgicos, los antiguos grumetes pendencieros frecuentan ese lugarejo, para soñar y recordar tempestades, para jugar a los dados y escuchar cuentos. Yo ocupé una mesa remota, con la intención de beber a solas, pero no pasó mucho tiempo antes de que un anciano medio borracho se sentara frente a mí y exigiera ser escuchado. Me habló de muchachas de ojos de gacela, me habló de planicies habitadas por gigantes, me habló de cuestiones marinas y terrestres con una voz que no era marina ni terrestre. Yo bebía y escuchaba, y al fin le pregunté por Rudisbroeck. Su cara se ensombreció. Dijo que no sabía nada y miró su copa vacía. Sin titubear pedí otra, advirtiendo: “Yo invito.” La bebió de un solo trago y guardó silencio. ¿Cuántas copas de Zu le soltarían la lengua? Ordené tres más, que bebió sin decir palabra. Cuando me disponía a invitar la última dijo que sería inútil: “De Rudisbroeck nadie habla ni hablará.” Entonces miré mi reloj. “Mire”, le dije. “El único reloj que anda en toda Penumbria.” Lo examinó, azorado. “Será suyo si me habla de Rudisbroeck.” Ordenó otra copa de Zu y, guardándose el reloj en un bolsillo de su deteriorado gabán, recitó:
“¿Ha visto la escuela religiosa de la calle Mommo? Pues bien… a ella acuden sólo las jovencitas más hermosas de Penumbria y permanecen internas varios años, aprendiendo a hilar en la rueca, a comportarse bien y a escribir sagas en estilo elegante. No ha estado usted ahí, seguramente. Yo trabajé de barrendero, hace mucho. Es un sitio melancólico, lleno de fuentes redondas y de sauces milenarios. Las niñas andan en cueros por el patio, juegan en cueros, trabajan en cueros. La idea es imponer un clima de libertad que haga soportables el encierro, el aburrimiento, las infinitas tareas: desnudez, juegos y el alivio ocasional de un chico aparentemente furtivo que en realidad sostiene tratos con Sor Orfila, la directora, o con cualquiera de las maestras. Ese día es la gloria para el muchacho, como podrá imaginarse. Además, sólo se le concede una vez en su vida… Una especie de iniciación por la que todos los hombres de Penumbria han pasado de jóvenes, excepto yo.” Señaló la región correspondiente a su ingle y murmuró: “La perdí en una invasión, hace doscientos años.”
2
Hubo un vacío entre nosotros, que mi amigo intentó llenar de Zu. Como no bastara con ello, las palabras fueron brotando… en orden riguroso, lo que me hizo pensar que no era la primera vez que contaba la historia:
“De los primeros jóvenes que probaron la tibia hospitalidad de Sor Orfila, el más singular fue Johan Rudisbroeck. En la torre que ahora lleva su nombre, Johan vivía entregado a grimorios, al opio, a la composición de sonetos eróticos y sobre todo a sus autómatas, a sus terribles muñecos inanimados, a sus maniquíes de pesadilla que, bajo las manos incansables de aquel artífice, parecían escuchar, mirar, oler con una intensidad mayor que la de los hombres. Algo sagrado, algo infernal desplazaba a esos robots por las escaleras de caracol y por el sombrío jardín interior de Rudisbroeck; los hacía hablar, cantar o reír con sus voces metálicas, los hacía bailar con sus piernas de hierro, fregar platos, barrer patios atestados de hojas muertas, desempolvar anaqueles…
“Ya era grande su fama cuando Rudisbroeck fue invitado por Sor Orfila, imprudentemente, a pasar una noche en su colegio con una chiquilla de apenas trece años, hija del entonces rey de Penumbria y de un hada oscura, tan oscura que de ella no pervive nada sino el testimonio de su cólera…
“La joven, llamada Glinda, respondió aquella noche a los embates de Johan como una verdadera amante, lo enardeció y apaciguó a capricho, le hizo perder la cabeza y recobrarla y perderla de nuevo. Al despuntar el alba, fatigados los dos, pactaron con sangre y urdieron un plan:
“Rudisbroeck, en la soledad propicia de su torre, fabricaría un androide rigurosamente idéntico a Glinda, su doble exacto, que tendría el deber de sustituirla en el colegio una vez que ambos amantes se hallaran juntos. Para Glinda, que conocía una puerta secreta ignorada por las monjas, escapar no era difícil: Johan transmitiría mentalmente a Glinda, llegada la noche, que la primera parte del plan había tenido éxito. Entonces, Glinda acudiría a la puerta secreta, dejaría pasar a su réplica y se fugaría con Rudisbroeck…
“No sonaba mal. A Johan y a Glinda les pareció muy fácil. Pero, tres meses después, ante la segunda versión mecánica de Glinda, Johan se percató de que el mágico soplo de vida (esa violenta coloración en las mejillas) que había insuflado a su muñeca ocultaría por tres años, cuando mucho, la estratagema: tenía que hacerla crecer, naturalmente, como todas las muchachas, envejecer y morir como todas las mujeres. Además, tenía que hablar como Glinda, guardar los recuerdos, el historial y las manías de su amada. El tejido de caucho imitaba fielmente la porosa textura de la carne de Glinda; los ojos azules, las manos con hoyuelos, la suave curva de la espalda, las nalgas prominentes y las piernas rollizas correspondían al modelo original. Su voz, al cabo del tiempo, fue adoptando las modulaciones apropiadas. También los recuerdos (en ese complicado mecanismo de relojería que es el cerebro de un robot) llegaron a ser los mismos: imágenes, pesadillas y fantasías que Johan escuchó por primera vez, en agotadoras sesiones de percepción extrasensorial, salidas de los labios de Glinda II. El movimiento de aquellos labios era turbador, pero Johan sabía que Glinda, su Glinda, palpitaba en cada palabra dicha por el androide, y que el androide aprendía en las mañanas y en las noches, siempre que Glinda le suministraba lentamente, desde su alcoba o desde los patios del colegio, la información indispensable, anotada por Rudisbroeck, apenas salía de los labios del dummy, en una libreta verde. Al finalizar cada sesión Johan y Glinda se comunicaban brevemente, ya sin el tamiz de Glinda II, para decirse ‘hasta mañana’ o ‘hasta la noche’, descansaban y dejaban descansar a la muñeca.
“Johan fue olvidándose de sus otros golems, de modo que éstos detuvieron sus faenas y quedaron inmóviles, oxidados por la lluvia. Glinda II era casi perfecta, era su obra maestra, su golpe final. Pero Glinda I había crecido, imperceptiblemente: pronto cumpliría los catorce años, mientras Glinda II permanecía instalada en los trece y ahí seguiría, impasible, a menos que Rudisbroeck ideara algo. Y ese algo no estaba en los ajados volúmenes de electricidad. ¿Estaría en los de magia.. ?
“Glinda no le dio tiempo de responder a esa pregunta. En una de tantas mañanas le ordenó: ‘Recógeme hoy en el colegio, a las cinco de la tarde. Las monjas rezan hasta pasadas las seis, y ya estoy harta’. Johan respondió: ‘¡Nos descubrirán..! La muñeca funciona indefinidamente, pero no envejece…’ Y Glinda: ‘Ya idearemos algo. Por favor, Johan… antes de que sea demasiado tarde…”
“Johan accedió: habiéndole indicado Glinda la correcta ubicación de la puerta secreta, se dirigió a ella seguido por el androide, que andaba como una verdadera princesa y que preguntaba constantemente: ‘¿Me veo bien? ¿Me veo bien?’; Johan respondía: ‘Tan bien como Glinda’, y reanudaban la marcha.”
3
Llegado a este punto, el viejo se detuvo. Elocuentemente: cayó al suelo, llevándose una botella consigo (desde hacía un rato su voz titubeaba). Un marinero se acercó para ayudarme a levantarlo. Quiso abrirle los ojos con golpecitos en la mejilla y le puso una copa entre los labios. El viejo negó con la cabeza y dijo: “Mañana, quizás… vuelva mañana.” Pensé que no podría dormir sin haber escuchado el final de la historia; que perdería algo mucho más valioso que mi reloj si me largaba en ese instante. Pero convencerlo era imposible: su memoria, o su inspiración, estaba embotada, y en pocos minutos comenzaría a delirar. “Mañana”, le dije, “volveré. Y quiero un final redondo.” Asintió con la cabeza. “Tendrá su final. Si así lo quiere, tendrá dos.” El marinero me tomó del brazo. “Venga conmigo”, dijo. “Es la hora de los comediantes.” Lo miré a la cara. No tenía nariz, era tuerto y la nuez de Adán le bailaba en la garganta. Escupió, insistiendo: “Es la hora de los comediantes. Venga conmigo.” Lo seguí. Había un amontonamiento a la salida de la taberna. Gente que gritaba. Rostros pintarrajeados. Entre la multitud, gesticulando, vi a Mefisto. “¡Queremos a los comediantes!”, era el grito más notable. Un merolico pregonaba obscenidades, juraba complacer a los espectadores con exóticas danzas y fenómenos curiosos de la naturaleza, con maravillas del mundo visible y del mundo invisible. “¡Queremos a los comediantes!”, respondía la multitud. El marinero, con aspecto de veterano, palmeaba en el hombro a los individuos que nos rodeaban. Ellos, mirándolo, sonreían. Luego, al mirarme a mí, reían a carcajadas. Alguien, por encima de mi hombro, susurró: “Forastero, ¿eh?.. Llega usted a tiempo.” Volví la cabeza. Una doble cadena de dientes afiladísimos y un par de luciérnagas ávidas fue todo lo que distinguí bajo aquella capucha. La multitud me arrastró, confusamente, al fondo de un teatro en tinieblas, en cuyo frontispicio alcancé a leer:
PAPÁ FRITZ Y SU GRAN GUIÑOL
VUELVEN A PENUMBRIA
OFRECIENDO NUEVOS
CAPRICHOS DE LA NATURALEZA
EN UN ESPECTÁCULO INOLVIDABLE
DE
PORNOGRAFÍA MÁGICA
4
No era un invernadero… a menos que pudiera evocarse la noción, levemente atroz, de un invernadero edificado sin el propósito de alojar plantas. Pero un olor a lirios descompuestos, un olor húmedo que se adhería a la ropa como pelusa, un olor irritante y maléfico llenaba el local. Aquella cueva de vidrio rematada por un tablado rústico sin decorados ni telón, iluminada por la luz mortecina que proyecta el alma sobre ciertos paisajes, ventilada por agujeros de noche y sueño, era un teatro ideal, el teatro que los Señores del Tang, en el comienzo de las edades, donaron a los otoñales habitantes de Penumbria. Éstos, como siempre debieron hacerlo, guardaban un respetuoso silencio que fue roto sólo momentos después, con las primeras escenas del primer acto de la primera obra, extrañamente llamada La Cristofagia o el Evangelio según San Judas (pieza en dos actos y una moraleja). Yo sospechaba que la función comenzaría cuando alguien tomara el altavoz que vislumbré en uno de los rincones del escenario, pero no fue así: nadie tomó el altavoz: éste se levantó solo, flotó en el aire y dejó salir una voz dulcísima, como de ángel caído, que pronunció lentamente las palabras de bienvenida y nombró el repertorio, los títulos de las obras, las virtudes supuestas de cada una de ellas y de sus actores. La multitud guardaba silencio. Entonces, lo que yo había tomado por escenario desapareció para verse suplantado por un cielo azul, azul como nunca se ve en Penumbria, un cielo azul en tres dimensiones, lleno de nubes blancas y de gaviotas. Una parvada de gaviotas enloquecidas invadió el recinto, gritando salvajemente, volvió al cielo azul y acabó posándose en las ramas de un olivo solitario enmedio de un campo de amapolas. Hacía calor, un calor sofocante. Y luego… brisas, también cálidas, vinieron a mí desde el… ¿escenario?
La imagen de las gaviotas posadas en el olivo fue borrándose paulatinamente, como si la cubriera el agua. Y una nueva imagen tomó su lugar: la de un hombre desnudo, muy delgado, clavado en una cruz, mirándonos con algo parecido al odio. La cruz dominaba, desde lo alto de una colina verdeante, paisajes de color y movimiento difusos: ora rojos, ora negros, ora llenos de gente, ora vacíos… Resultaba imposible distinguir escenas concretas o atrapar imágenes claras. El único elemento constante era el hombre de la cruz, en quien se reconocía ya, mudo y sangrante, al Cristo de los pintores y de los poetas, aunque sin Dimas ni Gestas ni romanos ni fieles. ¿De quién era la silueta, firme y a la vez trémula, que se acercaba por la derecha..? “¡San Pedro!”, dijo una voz, la de Papá Fritz acaso. Hubo un acercamiento a la cara curtida del viejo apóstol. Copiosas gotas de sudor se mezclaban con las gruesas gotas de saliva que resbalaban por su quijada. Tenía hambre, un hambre feroz. Voces andróginas llenaron el aire, murmurando: “Lo bajan de la cruz… Lo bajan de la cruz. ..” y el rostro de San Pedro se iluminó, cambió, pasó sucesivamente a ser el de una linda muchacha de labios rojos, el de un perro, el de un lobo, el de un monje con los dientes cariados y por último el del Cristo mismo… “Lo bajan de la cruz, insistían las voces, mientras la imagen (en aquel escenario fuera del tiempo y del espacio) proponía ahora un banquete caníbal, cuyos concurrentes fueron siendo nombrados: Mateo, Juan, Lucas, Marcos, Pedro…
Y del manjar, del divino manjar, pronto quedó sólo un montón de huesos y de vísceras que los buitres fueron disputándose ante mis ojos horrorizados…
El primer acto de la función terminó cuando, salido del tétrico festín, uno de los buitres dejó caer entre el público un muñón semidevorado y la voz, la inconcebible voz de Cristo, pronunció estas palabras:
” ¡Tomadme, tomadme si me amáis..! ¡No hay mejor hostia que mi sagrado cuerpo..!”
5
Como pasé media hora vomitando en las letrinas subterráneas del teatro —sin dejar de oír los gemidos del público, más alborozado que nunca— no pude asistir al segundo acto ni a la moraleja. Vomité ininterrumpidamente, sobre un piso de mosaicos rotos de vivos colores que se agrupaban formando peces y demonios, un piso… ¿de mosaicos realmente? Más bien se trataba de una superficie esponjosa que absorbía los productos líquidos de quien esto escribe y de los demás concurrentes que, dicho sea de paso, eyaculaban y orinaban en vez de vomitar. Los hombres desalojaban sus testículos y las mujeres sus vientres sobre aquel suelo engañosamente sólido y desaparecían tras los cortinajes de la salida que los conduciría de nuevo a la parte superior del teatro. En cosa de unos segundos satisfacían sus necesidades más apremiantes y, con la energía recobrada, se apuraban, corrían, volvían a subir.
El olor de las letrinas no era desagradable… un olor a musgo, a estanque de lotos.
Vi a una mujer descomunal —en molicie y en fealdad— que, inmóvil junto a una especie de guerrero negro, sudaba, sudaba, sudaba como no he visto sudar a nadie. Cerca de ella, un anciano enjuto con aspecto doctoral se quitó los quevedos para llorar… un verdadero torrente. Pero al llorar… sonreía. “No llora”, pensé. “Le sucede algo, pero no llora. La gente no llora así.” Luego: “Está enfermo. Estoy enfermo. Todos estamos enfermos. Nadie orina ni eyacula ni suda en realidad Lo que hacen, lo que hago, es alimentar al suelo: eso es todo… Dar de comer al suelo, al monstruo.”
Fue entonces cuando me percaté de que mis ganas de vomitar eran falsas y me retiré discretamente.
6
En el escenario habían puesto una guillotina con soportes de marfil y cuchilla de hierro, provista de un tablero de madera preciosa que contaba con dos huecos destinados a dos cabezas. El acto se llamaba, creo, Dos pájaros de un tiro. Por el lado derecho salió un pigmeo encapuchado arrastrando a una mujer desnuda que tenía —espanto supremo— dos cabezas, dos cabezas que rogaban piedad al unísono y hacían muecas horribles, gimoteando. El pigmeo tomó por los cabellos a una de las cabezas y la estrelló contra el suelo, haciéndola sangrar por las narices. “Así aprenderás a cerrar el pico”, dijo, “en ocasión tan solemne.” La otra cabeza miró a los espectadores con el rabillo del ojo izquierdo y escupió. Al ver eso el pigmeo hundió su dedo pulgar en el ojo culpable de la infortunada y lo vació de un solo impulso.? (1) “¡Sabes muy bien que no te está permitido mirar al público!”, sentenció, mientras colocaba a las hermanas siamesas en el tablero. La decapitación no se hizo esperar: ambas cabezas rodaron, seguidas por un doble chorro de sangre negra que salpicó a los espectadores de la primera fila, ya definitivamente extáticos. Lo que vino después sigue pareciéndome inexplicable: las cabezas rodaron en sentido inverso, colocáronse de nuevo en sus cuellos, la cuchilla ascendió tan violentamente como había descendido, el enano levantó a las hermanas siamesas, el ojo vaciado regresó a su cuenca y el hilo de sangre a las narices… los mismos actos, en suma, que había presenciado minutos antes, pero realizados al revés, contra el reloj y las leyes físicas…
7
A manera de intermedio, un tranquilo cuadro de Sir Lawrence Alma-Tadema (2) vino a sacarnos del profundo sopor en que nos había hundido la decapitación. Digo un cuadro, pero las figuras vivían, se estremecían los pinos, una espléndida luz lo llenaba todo, a lo lejos el mar rumiaba eternidades, la negra banderola del centro ondeaba y un plácido efebo comía una naranja, echado entre las piernas de una emperatriz. Diez minutos, quince… y una gigantesca mano invisible arrojó ácido corrosivo sobre la tela viviente, derritiendo las imágenes.
8
Sonia (ojos verdes, pieles opulentas, blancas, envolviendo un rostro más pálido aun) me dijo:
“Soy la virgen de las faldas alzadas. Actúo en una obra llamada La Espera, en el rol de monja. No digo nada, no respondo a las preguntas que me hacen, guardo silencio a lo largo de toda la obra.”
Sonia (mirada oblicua, lengua ardiente, vaga coloración en las mejillas) me dijo:
“Soy la que algunos llaman Glinda. Cualquier parecido con la bruja buena del Sur es pura coincidencia.”
Finalmente Sonia (vientre convexo, boca de fresas, nariz respingada, olor a Rusia) me dijo:
“Soy la asistente a una obra, que tuvo lugar el viernes, pasada la medianoche. No existo.”
Sonia (rasgos de otoño desfigurado por el ajenjo) me atrajo con violencia, envolviéndome en su piel de foca. Estornudé al posar mis labios en su cuello: lo habían espolvoreado con pimienta.
“No temas”, añadió. “Me verás actuar en pocos minutos. ¿Oyes cabalgar a Papá Fritz..? Los cascos de su caballo verde golpean el camino empedrado… Ya desmonta. Penumbria toda quiere ver La Espera. ¿Y tú?”
Sonia mordía un collar de perlas. “Mi rosario”, dijo. “Mi rosario sin cruz.” No sé cuándo apareció mi Sonia, mi difuso personaje tentador.
Porque Sonia era el diablo. “Me verás actuar en algunos minutos, en el rol de monja. ¿Quieres… besarme?”
Sonia era de humo, una muchacha perfumada con especias que apareció en algún instante, entre la presentación del cuadro viviente y La Espera, y que no volví a ver después. La monja de La Espera era distinta.
Sonia se parecía a las muchachas que agitan sus pañuelos en el muelle para despedir a sus muchachos, tocadas por un sombrero de paja con un lazo rojo. Sonia se parecía a las nanas que pasean a sus bebés por el parque a las seis de la tarde. Sonia se parecía a las rameras que ofrecen sus senos al paseante para que deje en ellos un mordisco o un beso. Sonia se parecía a mucha gente, pero no a la monja de La Espera. La monja de La Espera era una mujer gorda, entrada en años, de carnes repugnantemente rosadas. La Espera, obra larga y aburrida, de trama y diálogo escasos, pretendía embrujarnos con la reiteración de frases, de actitudes soñadoras, con el truco del misterio a ultranza: cinco personajes melancólicos (monja, oficial, prostituta, viejo astrólogo, poeta) esperan a alguien. La ventana del cuarto en que se hallan da a una ciudad muerta, más parecida a Brujas que a Penumbria. Ni una brizna de aire: un calor sofocante. Diálogos ambiguos. No se sabe a quién esperan. Hay alusiones a un trío de ciegos, al Mesías, al Anticristo, pero nada es claro. Mientras duermen, exhaustos, entra un cuervo por la ventana, o una paloma blanca, que deja un lirio entre las manos de la monja. En el segundo acto, muy corto, la monja ha desaparecido, aunque sus ropas están todavía ahí. El oficial lee un párrafo sobre mesmerismo… con lo cual la obra concluye. Telón: de pronto hubo telón en el escenario.
Aquel párrafo sobre mesmerismo daba la clave de la obra, sugería un algo espantoso que, luego de la caída del telón, seguía acechándonos desde algún punto situado más allá de la realidad visible. Yo no supe adivinar la naturaleza de ese algo, y creo que el resto de los espectadores tampoco.
9
De entre la multitud, un personaje de sexo indefinido me deslizó un folleto en papel satinado que la mortecina luz del teatro me permitió leer:
“Alguien ha dicho que la hipertricosis no tiene lugar de origen. Tratados de erotología y revistas como La Nature abundan en ejemplos del Cáucaso, del Congo, del Tirol. Krao, mitad mono, mitad niña, era de los confines del Indostán. El antropólogo que la examinó, un tal Keane, creía hallarse frente al ‘eslabón perdido’. Nada de eso: a pesar de sus facciones simiescas y de sus patas prensiles, Krao nació de hombre y mujer, también velludos, pero sin duda pertenecientes a la especie homo sapiens. Penumbria, tierra fecunda en prodigios, no podía ser una excepción. Braulio, llamado también ‘el hombre león’, ‘el hombre perro’ y ‘el hombre más feo del mundo’ nació en Penumbria, de padres normales, hace un par de siglos. Ha encanecido un poco. Dicen que se tiñe el pelo. Cuando Papá Fritz lo descubrió tenía doce años, y se alimentaba de carne cruda. Sus padres, temerosos del odio popular, lo encerraron en una bohardilla oscura… inútilmente, pues el rumor de que la casita de aspecto inofensivo alojaba a un monstruo se corrió desde el nacimiento de éste, y la gente rehuía el contacto físico con los desafortunados padres, movida por la superstición del contagio, por el horror sagrado que también irradia la lepra.
“Contra la hipertricosis, que puede ser parcial (mujeres barbudas) o general (Braulio y sus colegas) no hay medicinas ni embrujos eficientes. Los más antiguos casos, como Nabucodonosor, y los más modernos, como Julia Pastrana, ‘la mujer gorila’ exhibida en los circos europeos al declinar el siglo, coinciden en lo esencial: capilaridad monstruosa. Pelo aquí, pelo allá, pelo en todas partes. En la nariz, en las piernas, en las manos, en los pies, en la espalda. Hombres hirsutos, masas peludas. La desagradable sorpresa después del parto. Las bases reales de un mito legendario: la licantropía. Un hombre en cada millón padece hipertricosis. Extremadamente raro. Chocante, pero soportable… a menos que se tenga una sensibilidad muy delicada. Barnum registra, en su diario, el caso de una mujer que, después de asistir a una de sus famosas soirées, entró en pánico y murió loca, gritando:
“¡Me ha tocado la perruna! ¡Me han pegado la lupina!
“Braulio, sin embargo, es una excepción dentro de la excepción. Su amplia sabiduría, que por cierto no tomó de los libros, le permite responder con ingenio y verdad a las preguntas más complicadas. Como nadie ha podido averiguar de dónde proviene tal derroche de conocimientos, lo común es atribuirle un origen mágico. De todos los monstruos de Papá Fritz, Braulio es el más singular y constituye el ‘plato fuerte’ de su horrible menú. Domina quince idiomas y cuatro dialectos, conoce y discute artes y ciencias, recuerda incidentes antiguos con precisión de historiador, destaca como poeta ‘espontáneo’ (un oficio de gran prestigio y dignidad en Penumbria) y es un connoisseur en materia de hierbas venenosas y alucinógenas. Viste con buen gusto, aunque dramáticamente. Las joyas le fascinan. Usa sandalias negras con bordados de oro, chaquetillas de torero y pantalones de terciopelo muy ajustados. Aparece, con atuendos siempre distintos pero siempre magníficos, echado en un gran cojín de Samarcanda, fumando ganja en una pipa de marfil y cepillándose el pelo, esa cabellera global que lo cubre de la cabeza a los pies y que ahora lo enorgullece, pues hace de él una especie de ángel o de demonio ‘tocado por el dedo de la musa’, una de cuyas frases favoritas es:
Dios hizo a Braulio a su imagen y semejanza.”
10
La cosa que vieron mis ojos correspondía más que fielmente a la semblanza esbozada por el folleto: no faltaba ni un pelo… y sobraban muchos. Braulio reposaba en su cojín, alumbrado por una luz amarillenta, fumando su pipa, cepillándose el pelo y mirándonos, impasible, desde su bizarro universo. Pensé: “No somos menos mágicos que él. ¿Por qué sonríe?” Un hombre, tal vez el anciano de los quevedos que momentos antes había visto llorar en las letrinas, ascendió las gradas que llevaban al tablado y se arrodilló frente a Braulio, como un adorador frente al objeto de su culto. Braulio le alargó la pipa. El hombre la tomó y le dio tres hondas fumadas. Luego, la devolvió a Braulio, que fumó también. El hombre preguntó, con voz lo suficientemente alta como para que todos lo escucháramos: “¿Existe Dios?”
Braulio parecía meditar. La respuesta fue perceptible, a pesar de una ronquera leonina que entorpecía su voz:
“El Dios que creó al universo ha muerto, pero el dios que creó a Braulio vive.”
Un dilatado fragor de reverencias cundió entre los espectadores. El hombre que había preguntado besó la pata de Braulio y descendió los escalones. Una niña muy pequeña, de largo traje blanco y velo de novia, subió al escenario, se arrodilló ante Braulio, fumó de la pipa con él y preguntó:
“¿Cuál es el peor miedo de todos?”
“El miedo de tener miedo”, dijo Braulio.
“¿No tienes miedo?”, fue la segunda pregunta.
“No”, respondió el monstruo.
La niña guardó silencio. Luego, nuevamente, con altivez, interrogó:
“¿Qué es más difícil: entrar en el cielo o entrar en el infierno?”
Braulio advirtió un dejo humorístico en la cuestión, pues respondió sonriendo, con ternura:
“Entrar en el infierno es tan difícil como entrar en el cielo, pero los caminos que conducen a él no son los mismos.”
Emotivos aplausos activaron la vanidad de la pequeñuela, que bajó, contoneándose, después de haberle besado la pata al “hombre perro”. Yo pensé: “Si el monigote lo sabe todo, debe conocer sin duda el final de la historia de Rudisbroeck.” Me adelanté, con esa idea en la cabeza, y una vez en el escenario llevé a cabo mi versión de la ceremonia que había visto representada ya dos veces, a la que Braulio se prestó con el mismo desinterés. Había un destello en sus ojos, algo familiar…
“¿Cuál es, oh maestro, el final de la historia de Rudisbroeck?”
El público se deshizo en carcajadas. Yo reconsideré mi pregunta, sin encontrar nada gracioso en ella. Por lo visto, Braulio tampoco, pues levantando los brazos exigió silencio y, poniéndose de pie, me contestó:
“Lo verás con tus propios ojos. Ven conmigo.”
“Pero… ¿y la función?”
“La función continúa. Tus ojos son los ojos del espectador, de cualquier espectador. Todos verán lo que veas tú.”
Me condujo tras el telón de fondo. Bajamos a lo que parecía ser un sótano, por escaleras de fierro en espiral. Recorrimos pasillos y aposentos (Braulio se movía pesadamente) hasta llegar a una especie de invernáculo de paredes cubiertas por espejos que reflejaban plantas… pero no había plantas por ningún lado. La luz que iluminaba el cubículo era, como antes, la luz del alma, la luz de mi espíritu receloso. Sin decir nada, Braulio empujó uno de los espejos, que giró para dejarlo pasar. Me quedé solo. El sonido minucioso de un gotear distante alternaba con los latidos de mi corazón. Aguardé un buen rato. Por curiosidad, empujé el mismo espejo que había dejado pasar a Braulio: no logré moverlo ni un centímetro. Las plantas que los espejos reflejaban eran helechos, diminutas palmeras y lianas muy tupidas. Además, la vegetación crecía junto con mi examen de aquellos espacios ilusorios. Pronto no hubo más que selva a mi alrededor. La luz se, filtraba entre las hojas y los tallos: una luz verde, africana… “Meandros de pesadilla”, se me ocurrió pensar. De un puntapié hice polvo el espejo que había frente a mí. La abertura me mostró la perspectiva desierta de una calle de Penumbria: la calle que me llevaría a la torre de Rudisbroeck. No había más que un paso del cubículo a la calle, de manera que lo di. La torre, a lo lejos, parecía el mástil postrero de un buque hundiéndose. Me encaminé hacia ella. Pasé frente a la tienda de Mefisto y me asomé al aparador. Nuevos objetos (nada particularmente insólito) reposaban en sus estuches abiertos. ¿Cómo es que las baratijas y los instrumentos caseros podían suplantar a las refinadas máquinas de tortura y primeras ediciones lujosísimas que había visto antes? No me detuve a considerarlo demasiado. Una cosa me urgía: visitar y examinar la torre de Rudisbroeck. Además, la promesa de Braulio me daba vueltas: “Lo verás con tus propios ojos.”
Apresuré la marcha. La vereda arenosa declinó en un camino empedrado: era, por fin, la senda que conducía a la puerta. Corrí. Atravesé un jardín lleno de túmulos. “¿El panteón familiar?” Brumas espesas. Charcos. Llegué al umbral. Cuando abrí la gran puerta de roble claveteado, una tela de araña me acarició la frente.
11
Me encontraba en un recinto circular de radio muy escaso y altitud aparentemente infinita, con una escalera de caracol enmedio que ofrecía las promesas, nada tentadoras, de una bruma henchida de telarañas: muy lejos, muy arriba. Me atreví a subir tres o cuatro peldaños, con ligereza. La escalera tembló. ¿Demasiado frágil? Tuve que subir con más cuidado. Aun así, no pude advertir a tiempo que faltaba un peldaño y casi me mato. Quedé un momento en suspenso, con una mano aferrada al barandal y el resto de mi cuerpo en el vacío. Una rata enorme pasó junto a mí como una flecha y se destripó millas abajo. No sé cuántas horas ascendí helado de pavor, ni cómo de pronto llegué a mi destino, pero supongo que lo hice “fatalmente”. Mi destino era aquello, cualquier cosa, que hubiera detrás de la tuerta cerrada que me salió al paso. La empujé. Cedió. Tinieblas. ¿Realmente? No: muy oscuro. Una luz. A la derecha. ¡Cuidado! He tropezado con algo, una mesa, y he roto algo, una botella, sin fijarme. Avanzo. La luz proviene de una hendidura. ¿Otra puerta? Sí. La empujo. Cede. Una luz deslumbrante. ¿De veras? No. Una luz mortecina, la de siempre. Son mis ojos los que, hipnotizados por la oscuridad de un momento antes, resienten cada rayo luminoso. Las cosas van aclarándose. “¿Dónde estoy?”
12
¡Oh..! La imagen que me había formado del laboratorio se veía disminuida, empobrecida por la realidad: un techo elevado, cónico, del cual pendía una gran lámpara eléctrica de potencia dudosa; un librero empotrado con algunos volúmenes; una especie de mesa de operaciones cubierta por una sábana blanca o una mortaja; suciedad y polvo; matraces rotos; un gran crisol; una chimenea enorme; retortas verdes; extraños tubos caracoleantes de vidrio; bobinas, alambres y botones en máquinas incomprensibles. Yo esperaba algo más. “¿Qué, por ejemplo?”, dijo una voz, extrañamente familiar. Volví la cabeza. Nadie. “Vamos, responde. ¿Qué esperabas?” La voz se parecía a la de Braulio, a la de Mefisto, a la de…
“¡Por supuesto!”, añadió. “Has adivinado.”
Yo me preguntaba mentalmente algo y la voz contestaba. Una voz que era como… ¿la esencia del eco? Una voz…
“Telepatía”, dijo la voz. “Tú piensas, yo escucho. Soy veterano en la materia, como recuerdas.”
“¡Rudisbroeck!”, grité. “¡Quiero verlo! ¡No me basta su voz!”
“Ah… eres insaciable. ¿Cuántas veces me has visto ya? ¿Cuántas veces has oído mi voz?”
No quise decir nada: esas palabras y ese tono me confundían.
“La primera vez que oíste mi voz fue en la tienda de antigüedades. ¿Recuerdas?”
“No puede ser. Mefisto…”
“Y no sólo Mefisto. ¿Quién te narró la leyenda, la leyenda inconclusa?”
“No. Aguarde. Un viejo…”
“El viejo soy yo.”
Del extremo izquierdo, hundido en tinieblas, brotó un hombre muy alto, de piel reseca y blanca, de ojos azules, de nariz aguileña, de pelo cano, de boca delgada y de pómulos hundidos. No sé por qué, me recordó a mi padre. Llevaba puesta una bata de médico, una bufanda y un monóculo.
Rudisbroeck.
“El viejo soy yo… en cierto sentido. Todo creador es, también, sus creaciones.”
“No es tiempo de bromas”, dije. “Puede guardarse sus bromas. Las bromas…”
“Basta. Querías verme y aquí estoy. ¿No quieres oír el final de la historia?”
Clavaba en mí su mirada azul. Decidí seguirle la corriente:
“Me prometió dos finales”, dije.
“Y los tendrás, muchacho. Uno narrado y otro vivido. ¿Cuál quieres primero?”
“No entiendo.”
“Mira. Estás en Penumbria por amor al misterio. Saldrás de Penumbria por odio al misterio.”
“Sigo sin entender.”
“Calla y escucha. Hemos convenido en algo. Tú me regalaste un reloj. Lo aprecio. Tú me pagaste unas copas. Lo aprecio. ¿Recuerdas que prometí narrarte el final de la historia a la mañana siguiente?”
“Recuerdo.”
“Pues bien. Hemos firmado un pacto, simbólicamente. Debemos, pues, llenar las condiciones del pacto. Mira…”
Sacó mi antiguo reloj del bolsillo de su bata.
“Son las siete de la noche. Ha pasado un día… según el horario de tu país. Tú sabes… aquí son siempre las cinco de la tarde.”
“Lo he notado, sí.”
“Bien. Lo estipulado dice que, en este instante, deberíamos hallarnos en la taberna, frente a dos copas de Zu.”
“Tiene razón. ¿Qué quiere que haga?”
“Oh, sólo beber un poco.”
“¿Beber? ¿Beber qué?”
Del mismo bolsillo, Rudisbroeck extrajo una botella de cristal llena de un líquido verde. La acercó a mis narices.
“¡Uf!”, exclamé. “Huele a podrido.”
“Esencia de tiburón de Poltarnees”, informó, sonriente. “Bebe un sorbo, no temas.”
“¿Esencia..?”
“O agua del olvido, del sueño. La utilizo en experimentos, para desplazar cuerpos sólidos a largas distancias… Bebe. Yo beberé después.”
Obedecí. Me asaltaron náuseas; la imagen de Rudisbroeck se desvaneció en pocos segundos; me hundí en un sueño espeso como el fango…
13
¡Qué distinto es el sueño de todos los días al negro sopor que inducen los narcóticos! La sustancia verdosa que Rudisbroeck me hizo beber provocó en mí efectos similares a los que, según los entendidos, provoca el opio: ante mis ojos desfilaron interminables hileras de columnas basálticas, grandes extensiones de agua, remolinos de caras, jardines de metal, hombres de humo, laberintos de carne, pájaros blancos y negros… imágenes sincopadas, imprecisas, que se tornasolaban, alargaban, cambiaban…
14
Desperté, muy mareado, en la misma mesa remota de La mansión del Zu, con el viejo narrador de leyendas frente a mí. Tardé un poco en espabilarme. Apenas lo hice, me incorporé y, fulminando al viejo con la mirada, le dije:
“¿No va a narrar de una buena vez el final de su maldita historia?”
El viejo dejó de sonreír.
“Un trato es un trato”, dijo. “¿En dónde nos quedamos?”
“Oh… cuando Rudisbroeck y la réplica de Glinda se encaminan al colegio. Ella pregunta: ‘¿Cómo me veo’ y él responde: ‘Tan bien como Glinda’, y reanudan la marcha.”
“Reanudan la marcha y llegan ante la puerta del colegio. Sí. Rudisbroeck golpea la puerta. Son tres golpes muy fuertes. Glinda no responde. Rudisbroeck…”
“Aguarde. Va muy rápido. No ha descrito la tarde, los muros del colegio, la tensión.”
“Una tarde… pesada. Es casi de noche. ¿Los muros del colegio? Roñosos, húmedos. Verdosidades. Podredumbre. Orín de murciélagos en el aire…”
“¿Y el espíritu de Rudisbroeck?”
“Tenso como un lince que vigila a su presa.”
“Continúe.”
“Glinda, su amada Glinda, no acude ni responde a sus llamados. Comienza a impacientarse. Aparece la luna, entre un desgarrón de nubes…”
“Caen gotas de lluvia.”
“Sí. Caen gotas de lluvia de repente, que lo obligan a arrebujarse dentro de su gabán. Tiene frío. Se siente desvalido. Mira a Glinda II con incertidumbre. Glinda II lo abraza y pregunta: ‘¿No quieres que yo la busque?’ Rudisbroeck accede: no hay más remedio. Glinda II entra en el colegio.”
“¿Cómo? ¿Forzando la cerradura?”
“No hay necesidad. La puerta ha estado abierta todo el tiempo. Recuerda: es una puerta que las monjas no conocen.”
“Por supuesto.”
“Rudisbroeck espera cinco, diez minutos, media hora… y nada; Cae la noche. La lluvia se convierte en aguacero, y el aguacero en diluvio. Relámpagos violetas estremecen el cielo. Los muros del colegio se iluminan de pronto y vuelven a hundirse en la noche. Rudisbroeck decide guarecerse en el colegio. Empuja la puerta. Un bulto pesado le cae encima.”
“¿Glinda?”
“Eres tú quien se apresura. Un relámpago, esta vez amarillo, le permite identificar al bulto. Es, en efecto, Glinda.”
“¿Cuál de las dos?”
“La original: Glinda de carne y hueso.”
“No comprendo.”
“Su amada Glinda tiene un cuchillo clavado en la espalda. Su amada Glinda ha sido acuchillada. Está muerta.”
“¡Dios! ¿Y quiénes son los asesinos?”
“Femenino del singular, por favor. Glinda II, que aparece entonces con las manos manchadas de sangre, se confiesa culpable, cierra los ojos y declara, llorando, su amor a Rudisbroeck. Luego… cuéntame el resto.”
“Bueno… supongo que Rudisbroeck, en un súbito arranque de furia, reduce a un montón de fierros y de poleas a su fatal muñeca…”
“Oh, no. Eso implicaría un final lleno de moralejas, una suerte de fábula… No. La reacción de Rudisbroeck es distinta. Es comprensiva. Triste y solemne, pero comprensiva. Mientras la lluvia acribilla el rostro de su antigua amada, que ahora yace en el fango; mientras un torrente de sangre brota de la espalda de la hermosa Glinda I y se mezcla con el agua mugrienta en el quicio de la puerta, Rudisbroeck se aleja con un brazo alrededor de los hombros de Glinda II y, dominándose, la consuela, le promete un amor incorruptible…”
“Qué final tan espantoso. Me defrauda…”
“Todavía no llegamos al final. Amanece. Las cosas son visibles ahora, el crimen es visible para las monjas, para la ciudad, para el rey de Penumbria y, sobre todo, para el hada oscura, madre de Glinda, cuyo nombre no ha resistido al paso del tiempo…”
“Eso es absurdo siendo, como es, un personaje clave.”
“Tienes razón. Pero escucha… El hada oscura, enferma de pena y de venganza, interroga a su espejo mágico…”
“¿Dónde vive este singular personaje?”
“En el palacio del rey, muy cerca del colegio religioso. Es… era una construcción gótica bastante notable, de la que ya no queda nada. Ocurrió hace tanto tiempo…”
“Claro. Prosiga.”
“La madre de Glinda interroga a su espejo mágico, un espejo redondo con marco dorado y diseños vegetales. El espejo responde con imágenes. Las mismas, cruentas imágenes que te he narrado; la llegada, la espera, la lluvia, el bulto, la identificación del bulto, el cuchillo clavado en la espalda, la confesión, la declaración de amor… Todo.”
“¿Y luego?”
“Trama su venganza. Pero no la reduce a Rudisbroek y al sosías de Glinda: en su desesperación, extiende su dolor por toda Penumbria, para siempre.”
“¿Cómo?”
“Fabricando un monumento simbólico: una tarde perpetua. Para eternizar aquel crimen, elige la hora ambigua que lo precedió, una hora en sombras que en Penumbria anuncia la llegada de la noche: las cinco de la tarde… y dilata, valiéndose de sus poderes, esa hora para siempre. ¿Qué mejor venganza, la de suprimir las mañanas prometiendo eternamente una noche que nunca llega?”
Miré al viejo. Estaba cansado. Pedí unas copas de Zu. El mesero, un joven de aspecto hindú, puso las copas en la mesa. Le deslicé tres grammas (moneda de Penumbria) en la mano. Luego alcé mi copa, invitando al viejo a brindar. Lo hicimos.
“¿Por quién?”, pregunté.
“Por ti. Por un feliz regreso a casa.”
Dudé antes de beber el sorbo, Me pareció un brindis trivial. Hubo un silencio incómodo. Me apresuré a calificar:
“Una bella historia. Muy hermosa, de veras. Gracias.”
“No hay porqué darlas. Pero la historia es falsa. Todos la creen verdadera, pero es falsa. La verdadera historia es otra.”
“¿Cómo?”
“Sí. Glinda nunca ha existido, ni tampoco el rey, ni el hada oscura. Sólo Rudisbroeck es real. Y Penumbria.”
“Pero… ¿de dónde proviene entonces el nombre de la ciudad?”
“Penumbria siempre ha sido Penumbria. Creí que ya lo sabías.”
“No. Yo pensé que la historia era simplemente una justificación del nombre de la ciudad…”
“Y así lo es. Por mágica que sea, la historia nos tranquiliza a todos.”
“Entonces, ¿cuál es la verdadera historia?”
“Ve a la torre de Rudisbroeck y convéncete por ti mismo.”
Enarqué las cejas. Ir de nuevo a la torre de Rudisbroeck, sin “esencia de tiburón” de por medio, era una idea fatigosa. Además, no podía saber si lo que encontraría allí sería agradable, con tantos hechos confusos. La verdad es que temía sinceramente volver a la torre de Rudisbroeck, y así se lo hice saber al viejo.
“No puedes negarte ahora. Si has comenzado algo, termínalo de una vez. ¿Tienes miedo de saber la verdad?”
Eso era un reto. Me levanté con decisión y extendí la mano:
“Ha sido un gusto conocerlo. Tal vez no volvamos a vernos. .”
“Tal vez. Hasta pronto.”
Extendió su mano y estrechó la mía. En la puerta, volví la cabeza y dije:
“Adiós.”
“Hasta pronto”, insistió el viejo, clavando en mí su mirada azul.
* * *
NOTAS
(1) Todos estos acontecimientos ocurrieron durante una especie de delirio cruel en el que todo era posible y nada sorprendía a nadie. [regresar]
(2) El secreto de Sir Lawrence Alma-Tadema no reside en la combinación de colores palpitantes (las túnicas verdes y moradas de las niñas locas de Heliogábalo, nadando entre rosas) ni en el suntuoso motivo romano, sino en el realismo, insultantemente fotográfico, de sus cuadros al óleo, que nos ofrecen estampas de calidad onírica en donde el Todo ha sido sacrificado a las partes, como frecuentemente ocurre en los sueños. [regresar]
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