Tales of Mystery and Imagination

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Juan Ramón Biedma: El escombral






Sólo sé que cambiaré de pisos y ciudades,
siempre con recibos de la luz pendientes,
con viejas botellas de vodka en los rincones,
periódicos sin fecha, libros gastados, húmedos,
palabras de una lengua ausente...
Siempre sin fe, aguardando, sin esperanza, atentos.

                                                 Luis Antonio de Villena, Martas cibelinas


Estaba tan oscuro que no podría distinguir el dolor.
Acariciaba la vía con la punta de la bota. Llegaban ya las luces del ferrocarril, pronto traerían su inconfundible sonido que le impediría también oír sus propios gritos, el plan era perfecto, llevaba muchos de sus veinticuatro años contemplando una solución como aquella. La enorme ventaja de apoyar la cintura y no el cuello sobre el raíl era que, además, podría curiosear desde la posición más privilegiada cada detalle del tren hasta el último momento. El inconveniente sería que su eterno dolor de cabeza iba a tardar una fracción adicional de segundo en desaparecer.
Iba a tardar más que eso.

Olalla llevaba toda la tarde pensando en que si se quitaba la vida esta noche, los pocos que la conocían iban a pensar que el bizco cabrón que la había despedido de la cafetería era el res­ponsable de su suicidio. Que había hecho aquello por un pues­to de camarera.
No separa aún el pie de la vía.



Cuando el tipo se corrió, durante un instante estuvo segura de que había cometido un grave error la noche anterior al no ten­derse sobre la vía.
No había cerrado los ojos ni un solo momento, ni antes ni mientras; desde su perspectiva, acuclillada ante él, supo que quería algo más por la forma en la que dibujaba con la punta del dedo sobre las sábanas e inmediatamente después por la mano que dejó caer sobre su hombro.
Se lo había tropezado como media hora antes, cazador y silencioso, menos viejo de lo que aparentaba por el traje que no se quitó en ningún momento y su maletín lleno de libros, segu­ramente buscando a las putas que rondaban un par de rotondas más allá, al final del polígono industrial de las afueras de Cáceres donde se encontraba el hostal en el que Olalla se aloja­ba desde hacía tres meses.
El individuo tenía buen ojo. Le bastó coincidir con ella tres segundos en un semáforo para etiquetarla como carne de cañón callejero, el polígono desierto a primera hora de la mañana, un murmullo de euros y mamadas. Se lo llevó a la habitación que tenía alquilada para no despilfarrar ni un céntimo y porque allí nadie se extrañaba de ver entrar y salir parejas absurdas. No se hable una palabra más. Hasta ahora.
—Otros cincuenta —observándola muy fijamente, calibrando el experimento, señala el reguero de semen derramado en el suelo—, si lo recoges. Con la lengua.
Lo peor de estar allí es que ni siquiera habían dado las diez de la mañana y no iba a saber cómo cargar con el dolor de cabe­za el resto del día; el recuerdo de lo que estaba a punto de hacer podría durar mucho más, pero no era tan importante.
Apoyándose en manos y rodillas se sitúa sobre el líquido blancuzco.
El suelo no sabe a nada.


El sujeto se marchó mientras Olalla se lavaba los dientes asoma­da a la ventana del cuarto de baño. Consideró la posibilidad de tirar el cepillo a la papelera, pero no consistía en eso el lujo que quería obsequiarse con el dinero que había ganado; el hachís era de los pocos remedios que continuaban siendo efectivos para su dolor.
Los vio cruzar el patio camino de las habitaciones.
Aunque el día estaba nublado, la luz grisácea le acribillaba el centro de donde surgían los estallidos de su cabeza como con un juego de cuchillos recién estrenados; entró al dormitorio para recoger las gafas de sol y volvió a asomarse a la ventana.
Parecían una partida de indigentes o de hippies tras pasar por una condena de veinte años en una prisión tailandesa. Andaban despacio, muy cansados o muy enfermos, apenas podían tirar de sus mochilas, aunque la mayoría no parecían demasiado viejos. Entre dos, un hombre y una mujer calva, ayudaban a otro bastante mayor que ellos, con escasos mechones de cabello, como islotes, extremadamente delgado, que se apoyaba en sus hombros para caminar.


-Son Gitanos Nucleares —le dijo Ramira, señalándolos, que acababa de sentarse junto a ella en el borde del pilón ya inútil que hacía las veces de banco en el patio del hostal.
—¿Nucleares? —Olalla toma otro trago de su botellín—. Y parecen gitanos.
Pueden verlos, mientras comen bocadillos, tan vencidos orno cuando cruzaron el patio con sus mochilas, a través de los ventanales del salón de celebraciones donde nunca nadie ha celebrado nada, anexo a la desvencijada cafetería del hostal, que los huéspedes han adoptado como una especie de zona de reuniones.
—Los llaman Gitanos Nucleares porque recorren Europa limpiando centrales nucleares.
—Eso suena peligroso.
—Me han dado a entender que es más que eso —Ramira le agarra el brazo y baja el tono de voz pero aumenta la intensi­dad—. Por eso sólo contratan a vagabundos y a gente que no tiene nada que perder.
Aunque es su única amiga, Olalla mira con aprensión la mano sobre su muñeca; no puede olvidar que Ramira lleva tatuadas las letras de la palabra Satán en el interior de sus cinco dedos con el fin de poner al prójimo en contacto con el demo­nio siempre que se le presenta una oportunidad. Parece muy excitada, como cada vez que cree encontrar algún suceso anor­mal o paranormal, que para ella muchas veces son lo mismo; además del trabajo de limpiadora que ha tenido que abandonar a sus casi nueve meses de embarazo, dedica su vida a buscar en tarots, psicofonías, ouijas, sectas y videntes salidos algo que le hizo abandonar su casa a los quince años y que no ha dejado de llamarla desde entonces.
—¿Y por qué no se quedan en una? ¿Por qué van de central en central? —Olalla.
—Eso mismo les pregunté yo. Dicen que porque existen leyes que prohíben recibir más de determinada cantidad de radiación al año; cuando ya la han recibido, los echan. Pero nada impide que los vuelvan a contratar en otra empresa.


Había algo en aquella gente que no le gustaba, pero aunque había intentado pasar la tarde sola en una esquina del salón de celebraciones, parapetándose tras sus gafas de sol del dolor de cabeza que amenaza con reagudizarse en cualquier momento, Ramira, que llegaba con uno de los Gitanos Nucleares al que le presentó como Andoni, se había sentado rápidamente a su lado.
El muchacho, que se arrancaba los pellejos de los dedos con la misma saña que dedicaría al violador de su madre, parecía muy prendido de algo que encontraba dentro de sí mismo, pero no ponía reparos para regresar amablemente cada vez que Ramira le hablaba.
—Nos dirigimos a la Central de Almaraz como todos los años por estas fechas —respondió a una de sus preguntas—. Tenemos que estar allí dentro de tres días.
Olalla pensó fugazmente que eran los mismos que faltaban para recoger los resultados de las pruebas que explicarían su dolor de cabeza, aunque se libró rápidamente del tema, ya había decidido no ir a recogerlas.
—¿Os quedáis aquí cada año?
—No, ésta es la primera vez. Antes nos quedábamos en un camping de Saucedilla, al lado de Almaraz, en el parque de Arrocampo.
No explica por qué no lo han hecho este año, vuelve dentro. Olalla no deja de pensar en qué clase de gente será aquella que se pasa la vida en la carretera para dejarse matar un poco más por las radiaciones de la siguiente central.
—Tienes malilla cara —le dice a Ramira, con una gran sonrisa.
—No he podido dormir, me he pasado la noche soñando con marcianos de dos cabezas —mira directamente a Olalla—, muje­res cortadas por la mitad en las vías del tren y tortugas ciegas.
Olalla se quita las gafas de sol, está segura de que la alusión a la mujer cortada por la mitad iba a dirigida a ella pero no sabe qué pensar o responder
La chica calva de la partida entra en el salón, localiza a Andoni y avanza rápidamente hacia el grupo.
—Johan —le dice a Andoni— está cagando mucha sangre.
—Hay que llevarle al hospital.


Aunque se había fumado la mayor parte de la bola de hachís, buscando con ansia la anestesia del humo y del frío nocturno, el dolor seguía en el mismo lugar que siempre, con los contor­nos algo menos definidos pero igual de denso y con un volu­men comparable, según su intensidad, en los momentos en que estaba segura de que llevaba un tumor en el cerebro, al tamaño de un dedal, de una manzana, del monitor de un ordenador o de una cabina telefónica.
Entró en el hostal sin saludar al cerdo del recepcionista de noche, cruzó el patio despacio aunque empezaba a lloviznar y se dirigió a su cuarto.
Llegó frente a la puerta abierta del dormitorio del tal Johan, el gitano nuclear que habían tenido que llevar al hospital. Pasó de largo. Regresó. No tenía ninguna razón para entrar.
Una vez dentro, apartó velozmente la mirada del maloliente barro rojizo que cubría las sábanas. La mochila abierta seguía tirada en el suelo.
Sobre la mesita de noche, con la cartera como sujetapapeles, una foto; los blancos y los negros idos, muy antigua, los bordes ondulados y amarillentos. El mismo grupo de gitanos nuclea­res, igual de rendido que ahora, el mismo. Con la misma edad a pesar de los años de la foto. El mismo grupo.


Quién le iba a decir a Olalla que aquel hostal asqueroso se iba a convertir en un albergue o en un club social.
Al momento de sentarse en el salón de celebraciones, llega­ron los Gitanos Nucleares junto a Ramira, que nunca se sepa­raba de ellos; conectaron el televisor, sacaron bebidas y latas de conserva, encendieron su cháchara en distintos focos, justo lo que precisaba su dolor de cabeza.
Por suerte, el nómada que se sentó a su lado, un pelirrojo que apenas parecía poder sostener el peso de su grueso bigote ana­ranjado, estaba dispuesto a prescindir de la conversación y de la comida, completamente absorto en un cuaderno de dibujo.
Olalla, tras el telón de sus gafas ahumadas, se dispuso a soportar los comentarios acerca de las noticias del telediario que intercambiaban los comensales en diversos idiomas, haciendo un poco de tiempo para marcharse de allí sin resultar demasia­do descortés. El presentador de las telenoticias comentaba que un cohete fabricado en Costa Rica revolucionará el espacio. Al pare­cer, la nave llamada Vasimir podría llegar a Marte en treinta y nueve días. En la pantalla surgió un complicadísimo diagrama del cohete, con una especie de aspa sobre los propulsores.
El gitano que dibuja junto a ella lanza una carcajada. Se pone de pie y levanta su cuaderno y todos lo vitorean. Muestra un diagrama exactamente igual que el que todavía sigue en la pantalla del televisor. Es imposible que haya tenido tiempo de copiarlo.


Olalla y Ramira, en el baño de la planta baja del hostal.
Una entra y la otra sale. Se hablan cautelosas, con gran mira­miento, como si su suerte dependiera de que nadie descubra su conversación.
—¿Te has dado cuenta de lo del dibujo? —Ramira. —Lo tenía al lado.
—Hay algo muy raro en esta gente —con un brillo. —Ya te contaré.


-Gitanos Nucleares —el puerco hijo de puta del recepcionis­ta que sale cada media hora para fumar a la puerta del hostal sorprende a Olalla recuperándose de una de esas punzadas que le taladran el cerebro desintegrándole en el recorrido dos o tres meses de recuerdos—. Los nuevos —insiste ante la falta de reacción de ella—. Los llaman Gitanos Nucleares.
—Ya.
—No son los primeros que conozco. Morralla.

Fuma unos segundos en silencio y después arranca a hablar como si nunca se hubiera interrumpido la animada conversa­ción que ha mantenido viva dentro de sí.
—Las empresas los recogen del basurero donde estén, les prometen un pastón por dos días de trabajo, se los llevan a una central nuclear, les dan un traje protector de mierda que enci­ma se tienen que quitar para no asfixiarse y los ponen a limpiar reactores con los medidores de seguridad inutilizados. —Se asoma para asegurarse de que no hay nadie esperándole en el mostrador de recepción y enciende un segundo cigarro con la colilla del anterior.— A las cuarenta y ocho horas los sueltan con la radioactividad saliéndoles por las orejas —un gesto de garganta cortada.

—Aunque la mayor parte ya lo tenía todo perdido antes de entrar. Por eso escogen a quien escogen. Los que no se mueren de cáncer a los dos días, se morirán a los dos años, así que no les importa buscarse otra central para hacer lo mismo. Por lo menos tienen para medio vivir mientras tanto.


El hachís ya apenas le quita del dolor, sólo la tranquiliza un poco, le permite dar la espalda por un rato al terror que le produce saber que dentro de dos días le darán los resultados de las prue­bas; a veces ni eso. La decisión de no ir a recogerlas la ha ayuda­do durante muy poco tiempo. Ahora se lo está replanteando.
Escucha risas, voces, carreras a lo lejos. Un ladrido. Se detie­ne, extrañada. Excepto en la zona donde paran las putas, aque­llas calles sin nombre suelen estar desiertas por la noche, por eso le gusta pasear entre las naves abandonadas de aquel polí­gono industrial de mala muerte.
Continúa caminando.
Necesita silencio, frío y oscuridad para mantener a raya los fulminantes que se desencadenan dentro de su cabeza, nadie entiende a los vampiros mejor que ella.
Su padre murió de un tumor cerebral después de una ago­nía larga, espeluznante, enloquecedora para todos. Olalla tiene exactamente los mismos síntomas que él describía cuando debu­tó la enfermedad.
Al doblar una esquina ve aparecer a lo lejos, en sentido con­trario, a los Gitanos Nucleares; tiene el tiempo justo de ocultar­se tras una verja.
Vienen a la carrera por la avenida, aclamándose o maldiciéndose entre sí, abiertos en abanico, persiguiendo a un perro, ape­nas un cachorro, sin collar, muy asustado, que intenta huir con todas sus fuerzas de la demencial partida de caza.
Cuando pasan de largo sin verla, tiene la sensación de haber­se librado de un gran peligro.


Sólo regresa a su cuarto cuando el cansancio no le permite dar un paso más.
En cuanto se mete en la cama escucha los aullidos del cacho­rro en una de las habitaciones próximas. Tiene la certeza de que lo están sometiendo a la más asquerosa de las torturas. Los lamentos del perro se le meten dentro, hasta lugares donde sólo le llega el dolor. Querría levantarse, investigar, impedirlo, pero no puede consigo misma.
Empieza a llorar pero hasta ese esfuerzo aumenta su dolor.
Su padre, que era médico, decía, cuando aún podía hablar, que a partir de los sesenta el cuerpo humano es un escombral abandonado.
Olalla todavía no ha cumplido los veinticinco.


El barrigón de Ramira desencadena una atracción gravitatoria horizontal contra la que resulta imposible resistirse.
—Te estaba esperando —sale de la destartalada cafetería para interceptar a Olalla, que cruzaba el vestíbulo muy tempra­no en dirección a la calle—. Todavía no me he acostado.
—Qué burra eres.
—He pasado la noche con Andoni —la agarra por el brazo para poder hablarle al oído—. Acaba de irse a su cuarto a cua­tro patas. No creía que nadie pudiera beber tanto.
—... —Olalla se quita y se pone las gafas de sol por si es necesario reajustar la realidad; no logra olvidar que su padre sufría elaboradísimas alucinaciones.
—Tienes que hacerme un favor. He llegado a un acuerdo con ellos, un trato: esta noche haremos una sesión espiritista —radiante, espera en la otra una reacción que no se produce—. Tienes que acompañarme.
—Ramira, eso...
—Andoni me ha dicho cosas. En el interior del reactor nuclear se oyen voces. Hay algo allí dentro. Algo que los trans­forma. Estoy dispuesta a hacer cualquier cosa por averiguar cuál es el secreto de esta gente.

—No me dejarás sola en la sesión, ¿verdad? Olalla termina negando con la cabeza.
Y la otra la besa y se va sin darle tiempo a decirle que ya se ha arrepentido, sin contarle cuál es su parte en el pacto que ha alcanzado con ellos.


Se había propuesto evitar a cualquier precio otra de aquellas comidas del salón de celebraciones en torno al viejo televisor, pero fuera no dejaba de llover; Olalla no quiere pasarse los días dentro de su habitación, no quiere llegar a eso, todavía no.
Johan, el tipo del pelo a islotes que ingresaron en el hospital el día de su llegada, irrumpe sonriente y se queda tambaleándo­se en la puerta para que todos lo ovacionen. No lo admitirían ni como sustituto de los extras en una película de muertos vivientes. Para corresponder al aplauso, se arranca uno de los pocos dientes delanteros que le quedan, lo muestra mientras la sangre gotea en las baldosas y lo arroja por la ventana ante el regocijo común.
Cuando se sienta, vuelve el silencio; hoy parecen muy con­centrados en el televisor, como si esperaran algo.
Tampoco tiene un buen día Andoni; derrumbado en una de las sillas de plástico, se devora la piel de las manos como si estu­viera finalizando el trabajo de toda una vida.
De pronto, todos se miran entre sí. Una mirada triunfal. En la pantalla, el presentador detalla la noticia que acaba de avan­zar en titulares: se confirman al menos cuatro víctimas mortales en Saucedilla, Cáceres, concretamente en el camping del Parque Ornitológico de Arrocampo, a causa de la inundación provocada por las fuertes lluvias que...
Olalla procura no manifestar ninguna emoción, pero recuerda perfectamente que ése era el camping en el que se alo­jaban siempre los Gitanos Nucleares, el que habían evitado este año.


A media tarde está empapada, tiene que volver al hostal para cambiarse de ropa, no quiere pensar en las horas que le quedan para la sesión espiritista a la que nunca debió comprometerse; ha pasado muchas horas dando vueltas por el polígono indus­trial, ha vomitado dos veces, el dolor no es muy fuerte pero no es un decir que no puede ni con su alma; se siente tan mal que hasta empieza a pensar con cierta normalidad en la cita con el puto neurólogo al día siguiente, sea cual sea el resultado de las pruebas; no le van a quitar nada que le quede.
De la puerta del hostal sale una ambulancia a toda velocidad.
Ramira, que la ha visto llegar, la espera con una sonrisa.
—Se llevan a Andoni —explica—. Pero la sesión sigue. Ya lo tengo hablado. A las doce menos cinco.
—¿Qué le ha pasado?
—Ha intentado suicidarse.
El mamón del recepcionista rodea el mostrador para unirse a ellas.
—Se lo ha hecho él mismo —confirma—, no creo que salga de ésta. Se ha estado masticando las venas de la muñeca en su cuarto hasta quedarse prácticamente sin sangre.


Agarrándose a las paredes, ha tardado casi cinco minutos en atravesar el laberinto de pasillos del hostal, una distancia que normalmente recorre en unos segundos.
Cuando llega al patio que debe cruzar para llegar al salón de celebraciones, donde tendrá lugar la sesión espiritista, deja súbitamente de llover, como para facilitarle la llegada, lo cual contribuye a aumentar su ansiedad.
Hace un rato ha sentido como si algo se le desgarrara en lo más profundo de su cabeza; nunca ha notado algo semejante.
Son las doce menos diez.
Una décima antes de llegar al salón, se abre la puerta y apa­rece Ramira para recibirla, una mano en el picaporte y la otra intentando abarcarse la panza que no deja de crecer; nunca la había visto tan solemne.
Detrás, sentados en semicírculo alrededor de una mesa ilu­minada con velas, los Gitanos Nucleares, más que para convo­car a un espíritu, parecen haberse reunido para constituir un tribunal.
—No puedo quedarme —le susurra Olalla a su amiga. —No me hagas esto —con la voz rota por la mitad.
No puedo, iba a quedarme, venía con la intención de quedar­me, lo juro, en ningún momento me he planteado no estar conti­go, pero es que no puedo..., piensa Olalla mientras se da la vuelta.


En cuanto lleva un cuarto de hora en la cama, vuelve a levan­tarse. Por una vez no es el dolor sino el miedo hacia aquella gente lo que le dificulta cada paso. Tiene la sensación de que algo irreparable va a ocurrirle a su amiga si no está a su lado.
Abre la puerta del cuarto para volver al salón pero no llega a cerrarla. La luz mortecina se refleja en la interminable proce­sión de cucarachas que cubre por completo el suelo del pasillo, una sola entidad que se agita como si no dejara de reproducir­se en su interior.
Uno de los insectos se separa de la matriz y se cuela en el dormitorio.
Al pisarla, un estruendo metálico resuena dentro de su cabe­za dejándola sin respiración, un crujido, como si un portaviones se quebrara por la mitad encima de ella.
Ciega, logra cerrar la puerta.


La noche ha sido una cosa negra, informe, que debe de haber pasado ya, porque Olalla está de nuevo en pie, incluso ha reu­nido fuerzas con las que asearse un poco y vestirse para mar­charse a la cita con el médico, pero antes debe pasar por la habitación de Ramira.
No hay rastros de las cucarachas en el pasillo.
La luz es una niebla sucia del color de los algodones empa­pados de alcohol que pueden verse en el suelo de los hospitales.
Un desacostumbrado alboroto se escucha en la zona de recepción.
Nadie responde cuando llama a la puerta pero ésta cede al empujarla.
—Acabo de acostarme hace un rato —la corta la voz de Ramira antes de abrir del todo. —Tengo que hablar contigo. —Ahora no puedo. —Voy al médico.

—Vendré luego. ¿Tú estás bien? —Muy bien.

No hay duda de que se siente así.
Ha permanecido casi completamente a oscuras en todo momento. Cuando Olalla cierra la puerta, cree haber visto que su amiga ya no estaba embarazada, no ha percibido ningún ras­tro de la barriga entre las mantas. Pero ha estado allí muy poco tiempo y la luz apenas lograba penetrar en la habitación.


No recordaba otra ocasión en la que la recepción del hostal estuviera tan repleta.
Por suerte casi todos los Gitanos Nucleares habían liquida­do sus cuentas ya y estaban saliendo a la calle cargados con sus mochilas.
Estaban todos allí, más alegres y enérgicos que nunca; hasta Andoni, con las muñecas vendadas, que debía de haber recibi­do el alta esa misma noche.
El último en salir fue Johan, el tipo con el pelo a islotes. Olalla hubiera jurado que al abrir la boca en su sonrisa de despedida volvía a tener todos los dientes delanteros.


Cuando la enfermera la llamó, estuvo a punto de decirle que no reñía ninguna prisa, que podía esperar, aunque tampoco quería quedarse por más tiempo en la sala de espera.
Ahora llevaba casi cinco minutos en la consulta, el tiempo que el médico había dedicado a leer con todo detenimiento su histo­rial clínico y a efectuar numerosas consultas en el ordenador.
Olalla no levantaba la vista.
Más de una vez estuvo a punto de preguntar si se habían recibido ya los resultados de sus pruebas.

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