Sólo sé que cambiaré de
pisos y ciudades,
siempre con recibos de
la luz pendientes,
con viejas botellas de
vodka en los rincones,
periódicos sin fecha,
libros gastados, húmedos,
palabras de una lengua
ausente...
Siempre sin fe,
aguardando, sin esperanza, atentos.
Luis Antonio
de Villena, Martas cibelinas
Estaba tan oscuro que no podría distinguir el
dolor.
Acariciaba la vía con la punta de la
bota. Llegaban ya las luces del ferrocarril, pronto traerían su inconfundible
sonido que le impediría también oír sus propios gritos, el plan
era perfecto, llevaba muchos
de sus veinticuatro años contemplando una solución como aquella. La enorme
ventaja de apoyar la cintura y no el cuello sobre el raíl era que, además,
podría curiosear desde la posición más privilegiada cada detalle del tren
hasta el último momento. El inconveniente sería que su eterno dolor de cabeza
iba a tardar una fracción adicional de segundo
en desaparecer.
Iba a tardar más que eso.
Olalla llevaba toda la tarde pensando en que si se quitaba la vida
esta noche, los pocos que la conocían iban a pensar que el bizco cabrón que la
había despedido de la cafetería era el responsable de su suicidio. Que había
hecho aquello por un puesto de camarera.
No separa aún el pie de la vía.
Cuando el tipo se corrió, durante un
instante estuvo segura de que había cometido un grave error la noche anterior
al no tenderse sobre la vía.
No había cerrado los ojos ni un solo momento, ni antes ni mientras;
desde su perspectiva, acuclillada ante él, supo que quería algo más por la
forma en la que dibujaba con la punta del dedo sobre las sábanas e
inmediatamente después por la mano que dejó caer sobre su hombro.
Se lo había tropezado como media hora antes, cazador y silencioso,
menos viejo de lo que aparentaba por el traje que no se quitó en ningún momento
y su maletín lleno de libros, seguramente buscando a las putas que rondaban un
par de rotondas más allá, al final del polígono industrial de las afueras de
Cáceres donde se encontraba el hostal en el que Olalla se alojaba desde hacía
tres meses.
El individuo tenía buen ojo. Le bastó coincidir con ella tres segundos
en un semáforo para etiquetarla como carne de cañón callejero, el polígono
desierto a primera hora de la mañana, un murmullo de euros y mamadas. Se lo
llevó a la habitación que tenía alquilada para no despilfarrar ni un céntimo y
porque allí nadie se extrañaba de ver entrar y salir parejas absurdas. No
se hable una palabra más. Hasta ahora.
—Otros cincuenta —observándola muy fijamente, calibrando el
experimento, señala el reguero de semen derramado en el suelo—, si lo recoges.
Con la lengua.
Lo peor de estar allí es que ni siquiera habían dado las diez de la
mañana y no iba a saber cómo cargar con el dolor de cabeza el resto del día;
el recuerdo de lo que estaba a punto de hacer podría durar mucho más, pero no
era tan importante.
Apoyándose en manos y rodillas se sitúa
sobre el líquido blancuzco.
El
suelo no sabe a nada.
El sujeto se marchó mientras Olalla se
lavaba los dientes asomada a la ventana del cuarto de baño. Consideró la
posibilidad de tirar el cepillo a la papelera, pero no consistía en eso el lujo
que quería obsequiarse con el dinero que había ganado; el hachís era de los
pocos remedios que continuaban siendo efectivos para su dolor.
Los vio cruzar el patio camino de las
habitaciones.
Aunque el día estaba nublado, la luz
grisácea le acribillaba el centro de donde surgían los estallidos de su cabeza
como con un juego de cuchillos recién estrenados; entró al dormitorio para recoger
las gafas de sol y volvió a asomarse a la ventana.
Parecían una partida de indigentes o de hippies
tras pasar por una
condena de veinte años en una prisión tailandesa. Andaban despacio, muy
cansados o muy enfermos, apenas podían tirar de sus mochilas, aunque la mayoría
no parecían demasiado viejos. Entre dos, un hombre y una mujer calva, ayudaban
a otro bastante mayor que ellos, con escasos mechones de cabello, como islotes,
extremadamente delgado, que se apoyaba en sus hombros para caminar.
-Son Gitanos Nucleares —le dijo Ramira, señalándolos, que acababa de
sentarse junto a ella en el borde del pilón ya inútil que hacía las veces de
banco en el patio del hostal.
—¿Nucleares? —Olalla toma otro trago de su botellín—. Y parecen
gitanos.
Pueden verlos, mientras comen bocadillos,
tan vencidos orno cuando cruzaron el patio con sus mochilas, a través de los
ventanales del salón de celebraciones donde nunca nadie ha celebrado nada,
anexo a la desvencijada cafetería del hostal, que los huéspedes han adoptado
como una especie de zona de reuniones.
—Los llaman Gitanos Nucleares porque recorren Europa limpiando
centrales nucleares.
—Eso suena peligroso.
—Me han dado a entender que es más que eso —Ramira le agarra el brazo
y baja el tono de voz pero aumenta la intensidad—. Por eso sólo contratan a
vagabundos y a gente que no tiene nada que perder.
Aunque es su única amiga, Olalla mira con aprensión la mano sobre su
muñeca; no puede olvidar que Ramira lleva tatuadas las letras de la palabra
Satán en el interior de sus cinco dedos con el fin de poner al prójimo en
contacto con el demonio siempre que se le presenta una oportunidad. Parece muy
excitada, como cada vez que cree encontrar algún suceso anormal o paranormal,
que para ella muchas veces son lo mismo; además del trabajo de limpiadora que
ha tenido que abandonar a sus casi nueve meses de embarazo, dedica su vida a
buscar en tarots, psicofonías, ouijas, sectas y videntes salidos algo que le
hizo abandonar su casa a los quince años y que no ha dejado de llamarla desde
entonces.
—¿Y por qué no se quedan en una? ¿Por qué van de central en central?
—Olalla.
—Eso mismo les pregunté yo. Dicen que porque existen leyes que prohíben
recibir más de determinada cantidad de radiación al año; cuando ya la han
recibido, los echan. Pero nada impide que los vuelvan a contratar en otra
empresa.
Había algo en aquella gente que no le
gustaba, pero aunque había intentado pasar la tarde sola en una esquina del
salón de celebraciones, parapetándose tras sus gafas de sol del dolor de cabeza
que amenaza con reagudizarse en cualquier momento, Ramira, que llegaba con uno
de los Gitanos Nucleares al que le presentó como Andoni, se había sentado
rápidamente a su lado.
El muchacho, que se arrancaba los pellejos de los dedos con la misma
saña que dedicaría al violador de su madre, parecía muy prendido de algo que
encontraba dentro de sí mismo, pero no ponía reparos para regresar amablemente
cada vez que Ramira le hablaba.
—Nos dirigimos a la Central de Almaraz como
todos los años por estas fechas —respondió a una de sus preguntas—. Tenemos que
estar allí dentro de tres días.
Olalla pensó fugazmente que eran los mismos que faltaban para recoger
los resultados de las pruebas que explicarían su dolor de cabeza, aunque se
libró rápidamente del tema, ya había decidido no ir a recogerlas.
—¿Os quedáis aquí cada año?
—No, ésta es la primera vez. Antes nos quedábamos en un camping de
Saucedilla, al lado de Almaraz, en el parque de Arrocampo.
No explica por qué no lo han hecho este año, vuelve dentro. Olalla no
deja de pensar en qué clase de gente será aquella que se pasa la vida en la
carretera para dejarse matar un poco más por las radiaciones de la siguiente
central.
—Tienes malilla cara —le dice a Ramira, con una gran sonrisa.
—No he podido dormir, me he pasado la noche soñando con marcianos de
dos cabezas —mira directamente a Olalla—, mujeres cortadas por la mitad en las
vías del tren y tortugas ciegas.
Olalla se quita las gafas de sol, está segura de que la alusión a la
mujer cortada por la mitad iba a dirigida a ella pero no sabe qué pensar o
responder
La chica calva de la partida entra en el salón, localiza a Andoni y
avanza rápidamente hacia el grupo.
—Johan —le dice a Andoni— está cagando
mucha sangre.
—Hay que llevarle al hospital.
Aunque se había fumado la mayor parte de
la bola de hachís, buscando con ansia la anestesia del humo y del frío
nocturno, el dolor seguía en el mismo lugar que siempre, con los contornos
algo menos definidos pero igual de denso y con un volumen comparable, según su
intensidad, en los momentos en que estaba segura de que llevaba un tumor en el
cerebro, al tamaño de un dedal, de una manzana, del monitor de un ordenador o
de una cabina telefónica.
Entró en el hostal sin saludar al cerdo del recepcionista de noche,
cruzó el patio despacio aunque empezaba a lloviznar y se dirigió a su cuarto.
Llegó frente a la puerta abierta del dormitorio del tal Johan, el
gitano nuclear que habían tenido que llevar al hospital. Pasó de largo.
Regresó. No tenía ninguna razón para entrar.
Una vez dentro, apartó velozmente la mirada del maloliente barro
rojizo que cubría las sábanas. La mochila abierta seguía tirada en el suelo.
Sobre la mesita de noche, con la cartera como sujetapapeles, una foto;
los blancos y los negros idos, muy antigua, los bordes ondulados y
amarillentos. El mismo grupo de gitanos nucleares, igual de rendido que ahora,
el mismo. Con la misma edad a pesar de los años de la foto. El mismo grupo.
Quién le iba a decir a Olalla que aquel
hostal asqueroso se iba a convertir en un albergue o en un club social.
Al momento de sentarse en el salón de celebraciones, llegaron los
Gitanos Nucleares junto a Ramira, que nunca se separaba de ellos; conectaron el
televisor, sacaron bebidas y latas de conserva, encendieron su cháchara en
distintos focos, justo lo que precisaba su dolor de cabeza.
Por suerte, el nómada que se sentó a su lado, un pelirrojo que apenas
parecía poder sostener el peso de su grueso bigote anaranjado, estaba
dispuesto a prescindir de la conversación y de la comida, completamente absorto
en un cuaderno de dibujo.
Olalla, tras el telón de sus gafas ahumadas, se dispuso a soportar los
comentarios acerca de las noticias del telediario que intercambiaban los
comensales en diversos idiomas, haciendo un poco de tiempo para marcharse de
allí sin resultar demasiado descortés. El presentador de las telenoticias
comentaba que un cohete fabricado en Costa Rica
revolucionará el espacio. Al parecer, la nave llamada Vasimir podría llegar a Marte en treinta
y nueve días. En la pantalla surgió un complicadísimo diagrama del cohete, con
una especie de aspa sobre los propulsores.
El gitano que dibuja junto a ella lanza una carcajada. Se pone de pie
y levanta su cuaderno y todos lo vitorean. Muestra un diagrama exactamente
igual que el que todavía sigue en la pantalla del televisor. Es imposible que
haya tenido tiempo de copiarlo.
Olalla y Ramira, en el baño de la planta
baja del hostal.
Una entra y la otra sale. Se hablan cautelosas, con gran miramiento,
como si su suerte dependiera de que nadie descubra su conversación.
—¿Te has dado cuenta de lo del dibujo? —Ramira. —Lo tenía al lado.
—Hay algo muy raro en
esta gente —con un brillo. —Ya te contaré.
-Gitanos Nucleares —el puerco hijo de
puta del recepcionista que sale cada media hora para fumar a la puerta del
hostal sorprende a Olalla recuperándose de una de esas punzadas que le taladran
el cerebro desintegrándole en el recorrido dos o tres meses de recuerdos—. Los
nuevos —insiste ante la falta de reacción de ella—. Los llaman Gitanos
Nucleares.
—Ya.
—No
son los primeros que conozco. Morralla.
Fuma unos segundos en silencio y después
arranca a hablar como si nunca se hubiera interrumpido la animada conversación
que ha mantenido viva dentro de sí.
—Las empresas los recogen del basurero donde estén, les prometen un
pastón por dos días de trabajo, se los llevan a una central nuclear, les dan un
traje protector de mierda que encima se tienen que quitar para no asfixiarse y
los ponen a limpiar reactores con los medidores de seguridad inutilizados. —Se
asoma para asegurarse de que no hay nadie esperándole en el mostrador de
recepción y enciende un segundo cigarro con la colilla del anterior.— A las
cuarenta y ocho horas los sueltan con la radioactividad saliéndoles por las
orejas —un gesto de garganta cortada.
—Aunque la mayor parte ya lo tenía todo
perdido antes de entrar. Por eso escogen a quien escogen. Los que no se mueren
de cáncer a los dos días, se morirán a los dos años, así que no les importa
buscarse otra central para hacer lo mismo. Por lo menos tienen para medio vivir
mientras tanto.
El hachís ya apenas le quita del dolor,
sólo la tranquiliza un poco, le permite dar la espalda por un rato al terror
que le produce saber que dentro de dos días le darán los resultados de las pruebas;
a veces ni eso. La decisión de no ir a recogerlas la ha ayudado durante muy
poco tiempo. Ahora se lo está replanteando.
Escucha risas, voces, carreras a lo
lejos. Un ladrido. Se detiene, extrañada. Excepto en la zona donde paran las
putas, aquellas calles sin nombre suelen estar desiertas por la noche, por eso
le gusta pasear entre las naves abandonadas de aquel polígono industrial de
mala muerte.
Continúa caminando.
Necesita silencio, frío y oscuridad para mantener a raya los
fulminantes que se desencadenan dentro de su cabeza, nadie entiende a los
vampiros mejor que ella.
Su padre murió de un tumor cerebral después de una agonía larga, espeluznante,
enloquecedora para todos. Olalla tiene exactamente los mismos síntomas que él
describía cuando debutó la enfermedad.
Al doblar una esquina ve aparecer a lo
lejos, en sentido contrario, a los Gitanos Nucleares; tiene el tiempo justo de
ocultarse tras una verja.
Vienen a la carrera por la avenida,
aclamándose o maldiciéndose entre sí, abiertos en abanico, persiguiendo a un
perro, apenas un cachorro, sin collar, muy asustado, que intenta huir con
todas sus fuerzas de la demencial partida de caza.
Cuando pasan de largo sin verla, tiene la
sensación de haberse librado de un gran peligro.
Sólo regresa a su cuarto cuando el
cansancio no le permite dar un paso más.
En cuanto se mete en la cama escucha los
aullidos del cachorro en una de las habitaciones próximas. Tiene la certeza de
que lo están sometiendo a la más asquerosa de las torturas. Los lamentos del
perro se le meten dentro, hasta lugares donde sólo le llega el dolor. Querría
levantarse, investigar, impedirlo, pero no puede consigo misma.
Empieza a llorar pero hasta ese esfuerzo
aumenta su dolor.
Su padre, que era médico, decía, cuando aún podía hablar, que a
partir de los sesenta el cuerpo humano es un escombral abandonado.
Olalla todavía no ha cumplido los
veinticinco.
El barrigón de Ramira desencadena una
atracción gravitatoria horizontal contra la que resulta imposible resistirse.
—Te estaba esperando —sale de la destartalada cafetería para
interceptar a Olalla, que cruzaba el vestíbulo muy temprano en dirección a la
calle—. Todavía no me he acostado.
—Qué burra eres.
—He pasado la noche con Andoni —la agarra por el brazo para poder
hablarle al oído—. Acaba de irse a su cuarto a cuatro patas. No creía que
nadie pudiera beber tanto.
—... —Olalla se quita y se pone las gafas de sol por si es necesario
reajustar la realidad; no logra olvidar que su padre sufría elaboradísimas
alucinaciones.
—Tienes que hacerme un favor. He llegado a un acuerdo con ellos, un
trato: esta noche haremos una sesión espiritista —radiante, espera en la otra
una reacción que no se produce—. Tienes que acompañarme.
—Ramira, eso...
—Andoni me ha dicho cosas. En el interior del reactor nuclear se oyen
voces. Hay algo allí dentro. Algo que los transforma. Estoy dispuesta a hacer
cualquier cosa por averiguar cuál es el secreto de esta gente.
—No me dejarás sola en la sesión, ¿verdad? Olalla termina negando con
la cabeza.
Y la otra la besa y se va sin darle tiempo a decirle que ya se ha
arrepentido, sin contarle cuál es su parte en el pacto que ha alcanzado con
ellos.
Se había propuesto evitar a cualquier
precio otra de aquellas comidas del salón de celebraciones en torno al viejo
televisor, pero fuera no dejaba de llover; Olalla no quiere pasarse los días
dentro de su habitación, no quiere llegar a eso, todavía no.
Johan, el tipo del pelo a islotes que
ingresaron en el hospital el día de su llegada, irrumpe sonriente y se queda
tambaleándose en la puerta para que todos lo ovacionen. No lo admitirían ni
como sustituto de los extras en una película de muertos vivientes. Para
corresponder al aplauso, se arranca uno de los pocos dientes delanteros que le
quedan, lo muestra mientras la sangre gotea en las baldosas y lo arroja por la
ventana ante el regocijo común.
Cuando se sienta, vuelve el silencio; hoy parecen muy concentrados en
el televisor, como si esperaran algo.
Tampoco tiene un buen día Andoni; derrumbado en una de las sillas de
plástico, se devora la piel de las manos como si estuviera finalizando el
trabajo de toda una vida.
De pronto, todos se miran entre sí. Una
mirada triunfal. En la pantalla, el presentador detalla la noticia que acaba de
avanzar en titulares: se confirman al menos
cuatro víctimas mortales en Saucedilla, Cáceres, concretamente en el camping
del Parque Ornitológico de Arrocampo, a causa de la inundación provocada por
las fuertes lluvias que...
Olalla procura no manifestar ninguna emoción, pero recuerda
perfectamente que ése era el camping en el que se alojaban siempre los Gitanos
Nucleares, el que habían evitado este año.
A media tarde está empapada, tiene que
volver al hostal para cambiarse de ropa, no quiere pensar en las horas que le
quedan para la sesión espiritista a la que nunca debió comprometerse; ha pasado
muchas horas dando vueltas por el polígono industrial, ha vomitado dos veces,
el dolor no es muy fuerte pero no es un decir que no puede ni con su alma; se
siente tan mal que hasta empieza a pensar con cierta normalidad en la cita con
el puto neurólogo al día siguiente, sea cual sea el resultado de las pruebas;
no le van a quitar nada que le quede.
De la puerta del hostal sale una
ambulancia a toda velocidad.
Ramira, que la ha visto llegar, la espera
con una sonrisa.
—Se llevan a Andoni —explica—. Pero la sesión sigue. Ya lo tengo
hablado. A las doce menos cinco.
—¿Qué le ha pasado?
—Ha
intentado suicidarse.
El mamón del recepcionista rodea el mostrador para unirse a ellas.
—Se lo ha hecho él mismo —confirma—, no creo que salga de ésta. Se ha
estado masticando las venas de la muñeca en su cuarto hasta quedarse
prácticamente sin sangre.
Agarrándose a las paredes, ha tardado
casi cinco minutos en atravesar el laberinto de pasillos del hostal, una
distancia que normalmente recorre en unos segundos.
Cuando llega al patio que debe cruzar para llegar al salón de
celebraciones, donde tendrá lugar la sesión espiritista, deja súbitamente de
llover, como para facilitarle la llegada, lo cual contribuye a aumentar su
ansiedad.
Hace un rato ha sentido como si algo se le desgarrara en lo más
profundo de su cabeza; nunca ha notado algo semejante.
Son las doce menos diez.
Una décima antes de llegar al salón, se abre la puerta y aparece
Ramira para recibirla, una mano en el picaporte y la otra intentando abarcarse
la panza que no deja de crecer; nunca la había visto tan solemne.
Detrás, sentados en semicírculo alrededor de una mesa iluminada con
velas, los Gitanos Nucleares, más que para convocar a un espíritu, parecen
haberse reunido para constituir un tribunal.
—No puedo quedarme —le susurra Olalla a su amiga. —No me hagas esto
—con la voz rota por la mitad.
No puedo, iba a quedarme, venía con la
intención de quedarme, lo juro, en ningún momento me he planteado no estar
contigo, pero es que no puedo..., piensa Olalla mientras se da la vuelta.
En cuanto lleva un cuarto de hora en la
cama, vuelve a levantarse. Por una vez no es el dolor sino el miedo hacia
aquella gente lo que le dificulta cada paso. Tiene la sensación de que algo
irreparable va a ocurrirle a su amiga si no está a su lado.
Abre la puerta del cuarto para volver al salón pero no llega a
cerrarla. La luz mortecina se refleja en la interminable procesión de
cucarachas que cubre por completo el suelo del pasillo, una sola entidad que se
agita como si no dejara de reproducirse en su interior.
Uno de los insectos se separa de la
matriz y se cuela en el dormitorio.
Al pisarla, un estruendo metálico resuena
dentro de su cabeza dejándola sin respiración, un crujido, como si un portaviones
se quebrara por la mitad encima de ella.
Ciega, logra cerrar la puerta.
La noche ha sido una cosa negra, informe,
que debe de haber pasado ya, porque Olalla está de nuevo en pie, incluso ha reunido
fuerzas con las que asearse un poco y vestirse para marcharse a la cita con el
médico, pero antes debe pasar por la habitación de Ramira.
No hay rastros de las cucarachas en el
pasillo.
La luz es una niebla sucia del color de los algodones empapados de
alcohol que pueden verse en el suelo de los hospitales.
Un desacostumbrado alboroto se escucha en la zona de recepción.
Nadie responde cuando llama a la puerta
pero ésta cede al empujarla.
—Acabo de acostarme hace un rato —la
corta la voz de Ramira antes de abrir del todo. —Tengo que hablar contigo.
—Ahora no puedo. —Voy al médico.
—Vendré luego. ¿Tú estás bien? —Muy bien.
No
hay duda de que se siente así.
Ha permanecido casi completamente a oscuras en todo momento. Cuando
Olalla cierra la puerta, cree haber visto que su amiga ya no estaba embarazada,
no ha percibido ningún rastro de la barriga entre las mantas. Pero ha estado
allí muy poco tiempo y la luz apenas lograba penetrar en la habitación.
No recordaba otra ocasión en la que la
recepción del hostal estuviera tan repleta.
Por suerte casi todos los Gitanos Nucleares habían liquidado sus
cuentas ya y estaban saliendo a la calle cargados con sus mochilas.
Estaban todos allí, más alegres y
enérgicos que nunca; hasta Andoni, con las muñecas vendadas, que debía de haber
recibido el alta esa misma noche.
El último en salir fue Johan, el tipo con el pelo a islotes. Olalla
hubiera jurado que al abrir la boca en su sonrisa de despedida volvía a tener
todos los dientes delanteros.
Cuando la enfermera la llamó, estuvo a
punto de decirle que no reñía ninguna prisa, que podía esperar, aunque tampoco
quería quedarse por más tiempo en la sala de espera.
Ahora llevaba casi cinco minutos en la consulta, el tiempo que el
médico había dedicado a leer con todo detenimiento su historial clínico y a
efectuar numerosas consultas en el ordenador.
Olalla no levantaba la vista.
Más de una vez estuvo a punto de preguntar si se habían recibido ya
los resultados de sus pruebas.
No comments:
Post a Comment