Ph´nglui mglw´nafh Cthulhu R´lyeh wgah´nagl fhtagn (“En la ciudad de R´lyeh, el difunto Cthulhu, espera soñando”). H. P. Lovecraft, La llamada de Cthulhu.
En efecto ha leído cosas espeluznantes sobre la Deep Web. No esas chorradas de monstruos que se introducen en casa a través de la pantalla del ordenador, obviamente; sino amenazas muy reales sobre tipos que consiguen tus datos y te raptan y te cortan una oreja ‒o incluso peor‒ para cobrar rescate en una moneda virtual imposible de rastrear y, en el mejor de los casos, te sueltan en un descampado con una mano delante y otra detrás ‒lo único que te queda para el resto de tu vida‒. No se considera idiota, es un tipo juicioso: nunca se le ocurriría entrar en ese submundo de traficantes, pederastas, asesinos y todo tipo de indeseables. Nunca se le habría ocurrido de no ser porque su editor ‒siempre tan original‒ exigía un relato sobre ese infierno. Así que el tipo juicioso, salvando su natural reticencia, se descarga un programa para, al menos, no dejar pistas y tener las espaldas cubiertas. Y se sumerge en ese turbador universo. Para su sorpresa, no descubre nada sórdido: información muy trivial que, por un motivo u otro, no encuentran los buscadores. Si de verdad es un paraíso para los maleantes, estos saben esconderse muy bien o utilizan un lenguaje en clave que él no detecta. Así, el hombre precavido comienza a bajar la guardia. Tras unas cuantas sesiones, incluso le coge el gusto. Y curiosea, husmea y fisgonea por todos lados. Cada día ahonda más. Cada día, más descarado e imprudente. Hasta que, durante una de esas sesiones, escucha una voz recóndita. Juraría, en su cabeza.
¿Cómo te atreves a despertarme? Era muy profundo mi sueño, piensa. Y se resiste al principio. Pero el extraño llama insensatamente a su enorme cabeza de pulpo.
En el nivel más profundo, ése al que nadie ha bajado desde el principio de los tiempos, algo oscuro y gelatinoso se agita. Molesto al principio; intrigado después. Una vez desvelado, tras tantos siglos aguardando su momento ‒el de la reconquista‒, comprende que está hambriento. Hambriento de experiencias nuevas; de un cerebro humano al que sólo ha accedido, a distancia, a través de ese ingenio. Hambriento de carne fresca con la que reanimar sus tentáculos, anquilosados durante milenios.