En mi pueblo, a causa del clima pluvioso se hizo costumbre el uso de paraguas, especialmente en agosto, mes abundante de lluvias. Por su función ocular, ahora, son imprescindibles en todas las épocas del año.
Mi abuelo era paragüero, el más viejo y famoso en su oficio. Nadie ha podido igualar su destreza y la calidad de su trabajo al que se dedico casi todo el tiempo, incluso dejó de dormir para entregarse de lleno a su obsesionante faena.
Su taller, ubicado en lo alto de la casa, es un sitio desvencijado a punto de desmoronarse. El reclinado ventanal tiene todos los cristales rotos, de manera que siempre entran los chifones. De día o de noche, mi abuelo trabajaba con viento. Después de muchos años de plegarias, hubo conseguido que siete ánimas en pena se apiadaran de él, encargándose de cuidar los siete cirios que durante las horas nocturnas alumbraban su obraje. Guardianas fieles impedían que las ráfagas apagaran las velas. Así, junto con el silbar de las galernas y los lamentos de las ánimas, el abuelo encontró la música de su inspiración.
En los meses de febrero y marzo el viejo se debatía en una cruenta batalla contra los ventarrones. Las sedas negras, inmensas mariposas de mal presagio, se levantaban movilizándose por toda la estancia. Volátiles subían y bajaban, de aquí para al´á, perseguidas por los gritos y las manos del ansiando obrero. Cuando esto sucedía me gustaba espiarlo, porque las imágenes me recordaban los cuentos de mi abuela que decía que durante las tormentas las velas de los barcos se vuelven negras y fúnebres. Los lienzos al aire me hacían pensar en aquellos veleros de sus relatos, oscurantados por la cerrazón de las tempestades, debatiéndose en altamar. Mi abuelo, relacionado con esas metáforas, me parecía un eterno naufrago.
El viento rasgaba y deshilachaba las sedas, y a causa de ello, los paraguas confeccionados en febrero y marzo tenían un acaba o en jirones. En la temporada del viento cruel, una larga hilera de mendigos se formaba en la puerta de la casa para adquirirlos como regalo, y aunque bajo ellos no estarían protegidos de la lluvia, les servirían de complementos decorativo para su harapienta vestidura, y sobre todo los librara de la ceguera.
En una ocasión marzo fue más violento que nunca, trajo consigo toda la reciedumbre de las galernas y ni siquiera tuvo misericordia de las ánimas en pena, aferradas a la tierra para llorar sus culpas y lamentaciones. El viento retozó con los siete espectros revolcándonos en el espacio y les dijo que las voces de los muertos deben buscar su cielo o su infierno. Cuatro de las ánimas vagarosas fueron ardidas por las llamas de los cirios; quizá cayeron al averno o lograron su purificación. A partir de entonces mi abuelo tuvo que trabajar sólo con la luz de tres cirios cuidados por las ánimas que se escaparon de los vientos y llamas para seguir apegadas a los quehaceres terrenos.