«A veces me suceden cosas raras», dijo y se acomodó en el único sillón de mi despacho.
Suspiré. Me disgustaba la desenvoltura de aquella mujer mimada por la fama. Irrumpía en la editorial a las horas más peregrinas, saludaba a unos y a otros con la irritante simpatía de quien se cree superior, y me sometía a largos y tediosos discursos sobre las esclavitudes que conlleva el éxito. Aquel día, además, su físico me resultó repelente. Tenía el rimmel corrido, el carmín concentrado en el labio inferior y a uno de sus zapatos de piel de serpiente le faltaba un tacón. Si no fuera porque conocía a Clara desde hacía muchos años la hubiera tomado por una prostituta de la más baja estofa. Dije: «Lo siento», y me disponía a enumerar con todo detalle el trabajo pendiente, cuando reparé en que una gruesa lágrima negra bailoteaba en la comisura de sus labios. Le tendí un pañuelo.
-Gracias -balbuceó-. En el fondo, eres mi mejor amigo.
Estaba acostumbrado a confesiones de este calibre. Clara acudía a mí en los momentos en que el mundo se le venía abajo, cuando se sentía sola o a los pocos minutos de sufrir una decepción amorosa. Me armé de paciencia. Sí, en el fondo, éramos buenos amigos.
-A veces me suceden cosas -repitió.
Le ofrecí un cigarrillo que ella encendió por el filtro. Rió de su propia torpeza y prosiguió:
-O, para ser exacta, me suceden sólo cuando escribo.
Corrí mi silla junto al sillón y eché una discreta mirada a su reloj de pulsera. Clara, instintivamente, se bajó las mangas del abrigo.
-A menudo, cuando escribo, me embarga una sensación difícil de definir. Tecleo a una velocidad asombrosa, me olvido de comer y de dormir, el mundo desaparece de mi vista y sólo quedamos yo, el papel, el sonido de la máquina... y ella ¿Entiendes?
Negué con la cabeza. Su tono me había parecido más cercano a un recitado que a una confesión. Preferí no interrumpirla.
-Ella es la Voz. Surge de dentro, aunque, en alguna ocasión, la he sentido cerca de mí, revoloteando por la habitación, conminándome a permanecer en la misma postura durante horas y horas. No se inmuta ante mis gestos de fatiga. Me obliga a escribir sin parar, alejando de mi pensamiento cualquier imagen que pueda entorpecer sus órdenes. Pero, en estos últimos días, me dicta muy rápido. Demasiado. Mis dedos se han revelado incapaces de seguir su ritmo. He probado con un magnetofón, pero es inútil. Ella tiene prisa, mucha prisa.