Tales of Mystery and Imagination

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Fredric Brown: The Nightmare in Yellow



He awoke when the alarm clock rang, but lay in bed a while after he’d shut it off, going a final time over the plans he’d made for embezzlement that day and for murder that evening.

Every little detail had been worked out, but this was the final check. Tonight at forty-six minutes after eight he’d be free, in every way. He’d picked that moment because this was his fortieth birthday and that was the exact time of day, of the evening rather, when he had been born. His mother had been a bug on astrology, which was why the moment of this birth had been impressed on him so exactly. He wasn’t superstitious himself, but it had struck his sense of humour to have his new life begin at forty, to the minute.

Time was running out on him, in any case. As a lawyer who specialized in handling estates, a lot of money passed through his hands – and some of it had passed into them. A year ago he’d “borrowed” five thousand dollars to put into something that looked like a sure-fire way to double or triple the money, but he’d lost it instead. Then he “borrowed” more to gamble with, in one way or another, to try to recoup the first loss. Now he was behind to the tune of over thirty thousand; the shortage couldn’t be hidden more than another few months and there wasn’t a hope that he could replace the missing money by that time. So he had been raising all the cash he could without arousing suspicion, by carefully liquidating assets, and by this afternoon
he’d have running away money to the tune of well over a hundred thousand dollars, enough to last him the rest of his life.

And they’d never catch him. He’d planned every detail of his trip, his destination, his new identity, and it was fool proof. He’d been working on it for months.

Álvaro Mutis: La Mansión de Araucaima




El guardián / El dueño / El piloto / La Machiche / Sueño de la Machiche / El fraile / Sueño del Fraile / La muchacha / Sueño de la muchacha / El sirviente / La mansión / Los hechos / Funeral



El guardián

Había sido antaño soldado de fortuna, mercenario a sueldo de gobiernos y gentes harto dudosas. Frecuentador de bares en donde se enrolaban voluntarios de guerras coloniales, hombres de armas que sometían a pueblos jóvenes e incultos que creían luchar por su libertad y sólo conseguían una ligera fluctuación en las bulliciosas salas de la Bolsa.

Le faltaba un brazo y hablaba correctamente cinco idiomas. Olía a esas plantas dulceamargas de la selva que, cuando se cortan, esparcen un aroma de herida vegetal.

Al llegar no habló con nadie. Fue a refugiarse en un cuarto de los patios interiores. Allí descargó ruidosamente su mochila de soldado, ordenó sus pertenencias, según un orden muy personal, alrededor de su saco de dormir, prendió su pipa y se puso a fumar en silencio. Pasados algunos días alguien le descubrió, mientras se bañaba en el río, un tatuaje debajo de la axila derecha con un numero y un sexo de mujer cuidadosamente dibujado. Todos le temían con excepción del dueño, a quien le era indiferente, y del fraile que sentía por él una cierta adusta simpatía. Sus maneras eran bruscas, exactas, medidas y en cierta forma un tanto caballerescas y pasadas de moda.

Desde cuando llegó le fueron confiadas ciertas tareas que suponían una labor de control sobre las entradas y salidas de los demás habitantes de la mansión. Todas las llaves de cuartos, cuadras e instalaciones de beneficio estaban a su cuidado. A él había que acudir cada vez que se necesitaba una herramienta o había que sacar los frutos a vender. Nunca se supo que negara a nadie lo que le solicitaba, pero nadie tomaba algo sin comunicárselo a él, ni siquiera el dueño. De su brazo ausente, de cierta manera rígida de volver a mirar cuando se le hablaba y del timbre de su voz emanaban una autoridad y una fuerza indiscutibles.

Frank Miller: I say good-bye




With bloody hands, I say good-bye.


Wenceslao Fernández Flórez: La fría mano del misterio




Después del casamiento, mi mujer me arrastró rápidamente hasta el coche. A la puerta de la iglesia, en pie sobre las losas que cubrían las tumbas de los feligreses, los padres de Osvina lloraban. Mi suegro era alto, delgadísimo, de corva nariz, y tenía los ojos redondos; su mujer era enjuta también, enlutada, triste. No hablaron; sacudían sus manos como manojos de raíces. Apenas había amanecido y la lámpara del altar se veía en la oscuridad de la iglesia como un ojo de fuego parpadeante. Llovía. Cuando arrancaron los caballos, mi mujer alzó las ventanillas y se acercó a mí temblando, con una inquieta mirada de temor.

Puedo jurar que soy un buen creyente. El cura de San Eleuterio puede decir cómo todas las tardes, al toque del Ángelus, entraba yo a rezar largamente en la iglesia. Pero yo tengo el espíritu enfermo, muy enfermo.. . Yo he querido alejarme de supersticiones y de brujerías, y ellas me han cercado y perseguido siempre: alguna puertecilla estaba abierta en mi alma, por la que ellas venían. Creo estar en pecado mortal. Rezaba y rezaba, y el Espíritu Malo reía tras de mí. Una vez, en la iglesia de San Eleuterío, he visto alzarse la losa del sepulcro del conde de Gincio y, por la abertura, curiosear unas cuencas vacías. Otra vez, también después del Ángelus, cuando todo el templo estaba solitario y tranquilo, vi con mis tristes ojos al difunto abad de Racemil atravesar la nave y entrar en el confesionario donde en vida se sentaba para oír los pecados de las devotas.

Cuando me casé, Osvina me quiso explicar estos misterios. Ella sabía hablar con los espíritus; la había enseñado padre. En la sala grande y pobre de su caserón, alguna noche había visto yo a mi suegro alzarse de pronto, con los ojos redondos, brillantes y agrandados, y extender sus manos sarmentosas hacia las tinieblas. Entonces pasaban unas tenues sombras por el círculo de luz que el quinqué proyectaba en el techo, y yo huía, amedrentado.

Ambrose Bierce: Staley Fleming's Hallucination

Ambrose Bierce


Of two men who were talking one was a physician.

'I sent for you, Doctor,' said the other, 'but I don't think you can do me any good. Maybe you can recommend a specialist in psychopathy. I fancy I'm a bit loony.'

'You look all right,' the physician said.

'You shall judge -- I have hallucinations. I wake every night and see in my room, intently watching me, a big black Newfoundland dog with a white forefoot.'

'You say you wake; are you sure about that? "Hallucinations" are sometimes only dreams.'

'Oh, I wake all right. Sometimes I lie still a long time, looking at the dog as earnestly as the dog looks at me -- I always leave the light going. When I can't endure it any longer I sit up in bed -- and nothing is there!

''M, 'm -- what is the beast's expression?'

'It seems to me sinister. Of course I know that, except in art, an animal's face in repose has always the same expression. But this is not a real animal. Newfoundland dogs are pretty mild looking, you know; what's the matter with this one?"

Domingo Arena: Vida loca



Fermín había sido siempre de carácter raro. Se le veía en silencio vagar largas horas por el campo, solo y sin objeto, de día o de noche, lo mismo a pie que a caballo. Si lo detenía alguien para preguntarle qué hacía, lo miraba sorprendido como si despertara de repente sin haber oído, y después de repetírsele la pregunta, contestaba invariablemente:
—Nada; tomo el fresquito.
Y a veces hacía un sol que achicharraba.
Una tarde de un día de esquila, varios peones dormían la siesta debajo de un galpón, y entre ellos estaba Fermín, tendido sobre una carona, recibiendo todo el sol que le caía a plomo, haciéndolo sudar a mares como si lo derritiera. Enfrente del galpón estaba la casa: un rancho inclinado que parecía quererse echar a la sombra de los álamos, cuyas ramas se doblaban agobiadas por el calor, y un poco más allá, se veía el ancho y bajo corral lleno de ovejas, que, ansiosas de sombra, se apiñaban en grupos jadeantes y embrutecidas.
Temprano había empezado la tarea. Las ovejas agarradas y maneadas en el corral, eran llevadas al galpón y colocadas sobre cueros tendidos expresamente; y allí los paisanos, casi todos trayendo chiripá de merino o arpillera, inclinados sobre el animal, en cuclillas unos y otros arrodillados, manejaban hábilmente la tijera de esquilar, quitando el vellón, que entero y limpio otros ataban con un hilo.
Eran quince los que trabajaban, y sólo bromas livianas y el resoplido de cansancio que lanzaban los animales por las móviles narices de su apretado hocico, resaltaban sobre el áspero e incesante chirriar de las tijeras. De cuando en cuando alguien concluía, y una oveja era soltada, saliendo del galpón a tropezones, entumida por las ligaduras, extrañada de ver a sus compañeras tan feas y sentirse desnuda, sin el vestido que hacía un año no mudaba.

David H. Keller: Tiger-cat




The man tried his best to sell me the house. He was confident that I would like it. Repeatedly he called my attention to the view.

There was something in what he said about the view. The villa on the top of a mountain commanded a vision of the valley, vine-clad and cottage-studded. It was an irregular bowl of green, dotted with stone houses which were whitewashed to almost painful brilliancy.

The valley was three and a third miles at its greatest width. Standing at the front door of the house, an expert marksman with telescopic sight could have placed a rifle bullet in each of the white marks of cottages. They nestled like little pearls amid a sea of green grape-vines.

"A wonderful view, Signor," the real-estate agent repeated. "That scene, at any time of the year, is worth twice what I am asking for the villa."

"But I can see all this without buying," I argued.

"Not without trespassing."

"But the place is old. It has no running water."

"Wrong!" and he smiled expansively, showing a row of gold-filled teeth. "Listen."

We were silent.

There came to us the sound of bubbling water. Turning, I traced the sound. I found a marble Cupid spurting water in a most peculiar way into a wall basin. I smiled and commented.

Carlos Abraham: La guardia nocturna

Carlos Abraham


El anciano se acodó contra el mostrador de la pulpería. Tras pitar una vez más el cigarro reblandecido por la saliva, paseó la vista por las paredes de ladrillos cimentados con barro. Pocos lugares había en ella que no estuvieran cubiertos con estampitas mohosas, telas indias del norte y manojos de plumas de ñandú. Dos raídos velones restaban fuerza al brillo de la luna, haciendo bailotear sombras sobre algunos nichos que albergaban codiciadas botellas de jerez fronterizo.

-Ustedes perdonarán la insistencia, señores -dijo-, pero yo me voy a hacer de vuelta la señal e’la cruz antes de seguir hablando. A veces es suficiente con mentar al Malo para que aparezca. No los quiero perjudicar, y menos a vos que tenés dos gurisitos en edad de atender. Sería pavo llamar a la desgracia.

-Siga nomás, que estamos todos cristianados -dijo la mujer aludida, una mestiza de dieciséis años con una larga cicatriz en la mejilla derecha.

-Hace varias noches que esto me quita el sueño. Y nadie puede decir que soy flojo. ¿De donde saca la vieja los angelitos? -preguntó, señalando una pequeña momia que se sostenía sobre un anaquel tapizado con pasto seco.

Los angelitos de pulpería eran una costumbre de todos los locales de buen tono incluso desde antes que hubiera estancias en la llanura. Como los bebés muertos después del bautismo estaban limpios de todo pecado, se consideraba de buen augurio colocarlos a la entrada de las pulperías para que con su influjo benéfico evitaran las riñas, las trampas en las apuestas, los robos y las enfermedades en los dueños y en los parroquianos. Esto era mientras quedara carne o piel; cuando los gusanos y vinchucas dejaban los huesos pelados, el niño era enterrado entre llantos y no faltaba alguien que improvisara un cielito triste para la ocasión. Su precio variaba, lógicamente, según la ley de la oferta y la demanda. Como los últimos años estuvieron libres de plagas (y por lo tanto de bebés muertos) y como el número de pulperías había aumentado a medida que se corría la frontera, el valor de un angelito estaba por las nubes.

Ben Bova: To save humankind

Ben Bova


To save humankind he died again.


Carlos Abraham: La biblioteca de Alejandría




1
El ruido de los niños del pueblo y de los carruajes se había apagado a medida que el sol se ocultaba tras los montes que aureolaban San Salvador del Valle de Jujuy, quedando redu­cido a un murmullo sordo, como hormigas atrapadas en un paño o un caracol de mar llevado al oído. Las luces de la tarde aún entraban a través de los postigos entreabiertos, ilu­minando el piso de mosaicos carmesíes y las paredes de estuco pintado a la cal amarilla. Poco podían iluminar de las paredes, sin embargo, ya que éstas estaban cubiertas por lar­gos y serpenteantes anaqueles cargados con libros.
En el fondo de la sala, tras un escritorio de madera negra, don Francisco Joseph Pellicer y Lastanosa trazaba, con una leve sonrisa en los labios, las últimas líneas de su traducción de la Hieroglyphica. de Pierio Valeriano, por encargo del gobernador Herrera. Trabajo fortuito (aunque lucrativo), hecho para un autoproclamado degustador de la mitología clásica que ni siquiera dominaba el latín y el griego. Sin per­der su sonrisa, puso a secar la tinta del manuscrito sobre un atril y sacó del polvo de un cajón un infolio mucho más grueso. La carátula, que en laberínticas y luminosas letras góticas decía Notas para un Inventario de la Biblioteca de Alejandría, custodiaba páginas en distintos tonos de amari­llo: ocres las primeras, aún blancas las últimas.
Antes de comenzar, encendió la lámpara de aceite y fue a cerrar la ventana. Miró por el balcón enrejado; abajo, en la estrecha calle de tierra, pasaban dos hombres montados en lentos y sudados potrillos overos. Observó con reprobación esos ridículos atuendos que se habían comenzado a utilizar pocos años atrás entre las gentes del campo: el chiripá, las bombachas, la rastra... Prendas tan bárbaras como su len­guaje, mezcla de expresiones castizas, indias y portuguesas, notorias éstas últimas en el uso del «vos» en reemplazo del «tú». No en vano los prohombres del pueblo los llamaban gauderios, guasos o gauchos, cuando no magos perdidos.

Fitz-James O'Brien: Diamond lens

Fitz-James O'Brien

THE BENDING OF THE TWIG.

From a very early period of my life the entire bent of my inclinations had been towards microscopic investigations. When I was not more than ten years old, a distant relative of our family, hoping to astonish my inexperience, constructed a simple microscope for me, by drilling in a disk of copper a small hole, in which a drop of pure water was sustained by capillary attraction. This very primitive apparatus, magnifying some fifty diameters, presented, it is true, only indistinct and imperfect forms, but still sufficiently wonderful to work up my imagination to a preternatural state of excitement.

Seeing me so interested in this rude instrument, my cousin explained to me all that he knew about the principles of the microscope, related to me a few of the wonders which had been accomplished through its agency, and ended by promising to send me one regularly constructed, immediately on his return to the city. I counted the days, the hours, the minutes, that intervened between that promise and his departure.

Meantime I was not idle. Every transparent substance that bore the remotest semblance to a lens I eagerly seized upon and employed in vain attempts to realize that instrument, the theory of whose construction I as yet only vaguely comprehended. All panes of glass containing those oblate spheroidal knots familiarly known as "bull's eyes" were ruthlessly destroyed, in the hope of obtaining lenses of marvellous power. I even went so far as to extract the crystalline humor from the eyes of fishes and animals, and endeavored to press it into the microscopic service. I plead guilty to having stolen the glasses from my Aunt Agatha's spectacles, with a dim idea of grinding them into lenses of wondrous magnifying properties -- in which attempt it is scarcely necessary to say that I totally failed.

Dalton Trevisan: Três tiros na tarde




Primeiro ela deitou uma droga no licor de ovo – a garganta em fogo, João correu para a cozinha e tomou bastante leite. Depois ela misturou soda cáustica na loção de cabelo, que lhe queimou as mãos. O vidro moído no caldo de feijão rangia-lhe os dentes – e rolava no chão do banheiro, as entranhas fervendo.

Chaveados no guarda-roupa o creme de barba, o talco, o perfume, João decidiu só comer na companhia dos filhos – e se, para matá-lo, envenenasse Maria também os filhos?

Ele dormia, cansado da viagem de negócio. Maria abriu o gás do aquecedor. Salvo pelo menino, que bateu na porta:

– Pai, acorde. Que cheiro é esse pai?

– Esqueci o cigarro aceso.

Já dormia em quarto separado. Ela recebia flores de antigos noivos. Fim de semana viajou sozinha para aborto de um filho que não era dele.

– Os dias que passei longe – anunciou para uma amiga – foram os melhores de minha vida.

O pai de João foi procurá-lo no escritório:

– Meu filho, o que está esperando? Você quer morrer – é isso?

Sem coragem de abandonar os meninos com aquela doida. Ou quem sabe amava a doida?

Na poltrona da sala, o copo de uísque na mão, lia os programas dos cinemas:

– Que filme gostaria de ver, Maria?

Um dos guris brincando a seus pés no tapete.

– Para você, querido.

Voltou-se e recebeu os três tiros no rosto.

César Vallejo: Sin título

César Vallejo



Mi madre me ajusta el cuello del abrigo, no porque empieza a nevar, sino para que empiece a nevar.


Robert E. Howard: Sea Curse

Robert E. Howard



And some return by the failing light
And some in the waking dream.
For she hears the heels of the dripping ghosts
That ride the rough roofbeam.
--Kipling


They were the brawlers and braggarts, the loud boasters and hard drinkers, of Faring town, John Kulrek and his crony Lie-lip Canool.
Many a time have I, a tousle-haired lad, stolen to the tavern door to listen to their curses, their profane arguments and wild sea songs; half fearful and half in admiration of these wild rovers. Aye, all the people of Faring town gazed on them with fear and admiration, for they were not like the rest of the Faring men; they were not content to ply their trade along the coasts and among the shark-teeth shoals. No yawls, no skiffs for them! They fared far, farther than any other man in the village, for they shipped on the great sailing-ships that went out on the white tides to brave the restless grey ocean and make ports in strange lands.

Ah, I mind it was swift times in the little sea-coast village of Faring when John Kulrek came home, with the furtive Lie-lip at his side, swaggering down the gang-plank, in his tarry sea-clothes, and the broad leather belt that held his ever-ready dagger; shouting condescending greeting to some favored acquaintance, kissing some maiden who ventured too near; then up the street, roaring some scarcely decent song of the sea. How the cringers and the idlers, the hangers-on, would swarm about the two desperate heroes, flattering and smirking, guffawing hilariously at each nasty jest. For to the tavern loafers and to some of the weaker among the straightforward villagers, these men with their wild talk and their brutal deeds, their tales of the Seven Seas and the far countries, these men, I say, were valiant knights, nature's noblemen who dared to be men of blood and brawn.

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