Tales of Mystery and Imagination

Tales of Mystery and Imagination

" Tales of Mystery and Imagination es un blog sin ánimo de lucro cuyo único fin consiste en rendir justo homenaje a los escritores de terror, ciencia-ficción y fantasía del mundo. Los derechos de los textos que aquí aparecen pertenecen a cada autor.

Las imágenes han sido obtenidas de la red y son de dominio público. No obstante, si alguien tiene derecho reservado sobre alguna de ellas y se siente perjudicado por su publicación, por favor, no dude en comunicárnoslo.

Max Aub: La gabardina

Max Aub por Genaro Lahuerta


A mi novia, que me lo contó.

Todavía existía el carnaval. Es decir: hace muchos años. No importa: de todos modos no me van a creer. Se llamaba Arturo, Arturo Gómez Landeiro. No era mal parecido, solo una gran nariz le molestaba para andar por el mundo. No era nariz descollante pero si una nariz un poco mayor de lo normal. Por ella pensó hacerse marino. Pero su madre no le dejó. Lo más sorprendente: que esto que cuento le sucediera a él; a veces me he preguntado el porqué sin atinar la contestación. Por lo visto las cosas extraordinarias le suceden a cualquiera; lo importante es cómo se enfrenta uno con la sorpresa. Si Arturo Gómez hubiese sido hombre excepcional no escribiría esto: se hubiera encargado él de referirlo, o hubiese seguido adelante. Pero se asustó y no me queda más remedio que contarlo, porque no me sé callar las cosas.


Aquello empezó el 28 de febrero de 19... Arturo cumplía aquel día -mejor dicho, aquella noche- veintitrés años, cuatro meses y unos cuantos días.

Que no se me olvide decir que era huérfano de padre, que su mamá le esperaba cada noche para verle regresar, entrar en su cuarto, meterse en la cama antes de acostarse a su vez; lo cual redundaba en cierta timidez que irradiaba del joven y hacía que sus amigos le tuvieran en poco y no contaran con él sino de tarde en tarde para sus honestas francachelas. Leía poco, primero porque, según la señora viuda de Gómez, aquello “estropeaba los ojos”; después porque el difunto ―buen gallego― le había dado bastante quehacer con los libros, a los que fue aficionadísimo, con detrimento de otras obligaciones; burlón y amigo de cosas que quedaban en el aire (frases con sentido que no explicaba, repentinos accesos de alegría sin base a la vista, caprichos anómalos: quedarse todo el domingo en la cama fumando su pipa o ―lo que era peor― desaparecer para reintegrarse al cristiano hogar diez o quince días más tarde, sin explicaciones decorosas). Doña Clotilde había tenido muy buen cuidado de preservar a su hijo de tan peregrinos antecedentes. Don Arturo, el desaparecido, aparentó no tomarlo en cuenta. Se murió un buen día, tranquilamente, sin despedirse de los suyos, lo cual pareció a su digna esposa un postrer desacato; además del susto que se llevó al despertar cerca del cadáver.

Alexandre Dumas: Les tombeaux de Saint-Denis



Eh bien ! qu'est-ce que cela prouve, docteur ? demanda M. Ledru.
—Cela prouve que les organes qui transmettent au cerveau les perceptions qu'ils reçoivent peuvent se déranger par suite de certaines causes, au point d'offrir à l'esprit un miroir infidèle, et qu'en pareil cas on voit des objets et on entend des sons qui n'existent pas. Voilà tout.
—Cependant, dit le chevalier Lenoir avec la timidité d'un savant de bonne foi, cependant il arrive certaines choses qui laissent une trace, certaines prophéties qui ont un accomplissement. Comment expliquerez-vous, docteur, que des coups donnés par des spectres ont pu faire naître des places noires sur le corps de celui qui les a reçus ? comment expliquerez-vous qu'une vision ait pu, dix, vingt, trente ans auparavant, révéler l'avenir ? Ce qui n'existe pas peut-il meurtrir ce qui est ou annoncer ce qui sera ?
—Ah ! dit le docteur, vous voulez parler de la vision du roi de Suède.
—Non, je veux parler de ce que j'ai vu moi-même.
—Vous !
—Moi.
—Où cela ?
—A Saint-Denis.
—Quand cela ?
—En 1794, lors de la profanation des tombes.
—Ah ! oui, écoutez cela, docteur, dit M. Ledru.
—Quoi ? qu'avez-vous vu ? dites.
—Voici. En 1793 j'avais été nommé directeur du Musée des monuments français, et, comme tel, je fus présent à l'exhumation des cadavres de l'abbaye de Saint-Denis, dont les patriotes éclairés avaient changé le nom en celui de Franciade.
Je puis, après quarante ans, vous raconter les choses étranges qui ont signalé cette profanation.
La haine que l'on était parvenu à inspirer au peuple pour le roi Louis XVI, et que n'avait pu assouvir l'échafaud du 21 janvier, avait remonté aux rois de sa race : on voulut poursuivre la monarchie jusqu'à sa source, les monarques jusque dans leur tombe, jeter au vent la cendre de soixante rois.
Puis aussi peut-être eut-on la curiosité de voir si les grands trésors que l'on prétendait enfermés dans quelques-uns de ces tombeaux s'étaient conservés aussi intacts qu'on le disait.

Alejandro Jodorowsky: Calidad y cantidad

Alejandro Jodorowsky



No se enamoró de ella, sino de su sombra. La iba a visitar al alba, cuando su amada era más larga.



Steve Rasnic Tem: Vintage Domestic



She used to tell him that they'd have the house forever. One day their children would live there. When Jack grew too old to walk, or to feed himself, she would take care of him in this house. She would feed him right from her own mouth, with a kiss. He'd always counted on her keeping this promise.

But as her condition worsened, as the changes accelerated, he realized that this was a promise she could not keep. The roles were to be reversed, and it was to be he who fed his lifetime lover with a kiss full of raw meat and blood. Sweet, domestic vintage.

Early in their marriage his wife had told him that there was this history of depression in her family. That's the way members of the family always talked about it: the sadness, the melancholy, the long slow condition. Before he understood what this meant he hadn't taken it that seriously, because at the time she never seemed depressed. Once their two oldest reached the teen years, however, she became sad, and slow to move, her eyes dark stones in the clay mask of her face, and she stopped telling him about her family's history of depression. When he asked her about the old story, she acted as if she didn't know what he was talking about.

At some point during her rapid deterioration someone had labeled his family "possibly dysfunctional." Follow-up visits from teachers and social workers had removed "possibly" from his family's thickening file. Studies and follow-up studies had been completed, detailed reports and addenda analyzing his children's behavior and the family dynamics. He had fought them all the way, and perhaps they had tired of the issue, because they finally gave up on their investigations. His family had weathered their accusations. He had protected his wife and children, fulfilled his obligations. Finally people left them alone, but they could not see that something sacred was occurring in this house.

The house grew old quickly. But not as quickly as his wife and children.

"You're so damned cheerful all the time," she said to him. "It makes me sick."

At one time that might have been a joke. Looking into her gray eyes at this moment, he knew it was not. "I'm maintaining," he said. "That's all." He thought maybe her vision was failing her. He was sure it had been months since he'd last smiled. He bent over her with the tea, then passed her a cracker. She stretched her neck and tried to catch his lips in her teeth. He expected a laugh but it didn't come.

Juan Miguel Aguilera: Todo lo que nadie pueda imaginar



De acuerdo con la hora fijada, me presenté en la residen­cia situada en el número uno de la Rué Charles Dubois. Era una casa grande, pero modesta, con pesadas ventanas de madera pintada de azul. Justo delante de la casa discurría un pedazo de la vía férrea que cruzaba Amiens. Los sones de la banda del regimiento local que tocaba en una plaza de la ciudad me llegaron confundidos con el pitido de un tren que anunciaba su salida. Pensé que esa combinación de sonidos, el estrépito de la máquina y el romance de la música, le iba muy bien al hombre que habitaba desde hacía muchos años la casa que ahora tenía enfrente: el escritor Julio Verne.
Le dije a la anciana empleada que abrió la puerta que había concertado una cita con el señor Verne. Ella asintió, dándome a entender que ya me estaban esperando, y me condujo a través de un patio pavimentado que atravesaba el jardín de la casa. Estábamos a finales del verano y las hayas cobijaban con su sombra grandes extensiones de un césped bien cuidado, donde no se veía ni una sola hoja caída.
Una escalera en forma de espiral, con los barrotes pintados de rojo, nos condujo a las habitaciones del piso superior. Comprendí que habíamos llegado a los dominios privados del autor, donde había permanecido encerrado una gran parte de su vida y donde escribió muchos de sus famosísimos libros. Cruzamos por un pasillo alfombrado, cuyas paredes estaban decoradas con mapas antiguos, y nos detuvimos frente a una sólida puerta de madera de roble situada al final de éste.
La criada llamó un par de veces con los nudillos y abrió sin esperar repuesta.
—El señor De Chardin —dijo.
Escuché la voz de Verne invitándome a pasar. Así lo hice, y la criada cerró la puerta detrás de mí.
¿Cómo describir el primer encuentro con una persona a la que has admirado desde hace tanto tiempo, cuyos libros has devorado desde que eras un niño, intentando imaginar cómo sería el gigante de la imaginación capaz de crear tales obras?

Bruce Sterling: Staying human



It cost too much staying human.


Alda Teodorani: E Roma piange



La sera, Roma piange. È stata questa la prima impressione che ho avuto della città quando sono arrivato, tre anni fa, profugo da un piccolo paese di provincia della Calabria.
All'inizio, era inverno, e il cielo, la sera, si tingeva di rosso. Un rosso acceso. Avevo già sentito parlare dei famosi tramonti di Roma, ma pensavo fosse una leggenda per attirare i turisti. E invece è vero: la sera, tutte le sere, Roma, al tramonto, si tinge di rosso. A volte anche quando sta piovendo. I tetti, le strade, i palazzi, le antenne TV (quante antenne!), tutto riflette il rosso di quel sangue improvviso.
Appena arrivato avevo faticato parecchio per trovare un lavoro. Vendevo fazzolettini di carta e deodoranti per auto ai semafori, e bastava appena per pagarmi la pensione dove dormivo e i pasti in qualche bettola a Trastevere. Poi, improvvisamente, anche le bettole sono diventate di moda, e mi sono accorto che i prezzi aumentavano e la gente che ci mangiava era sempre più elegante. Un giorno, il cameriere tunisino mi ha portato il menu: pasta e fagioli, quindicimila lire. Allora ho capito che Trastevere non faceva più per me e mi sono trasferito a Termini.
La stazione centrale di Roma è un grosso ragno che inghiotte tutto, questa era stata la prima impressione. Avevo cominciato a mangiare a un centro di carità, a pochi passi da Termini, e a vivere insieme a loro, i barboni. Non si sarebbe detto che ce ne fossero tanti, ed erano tutti ammassati là. Si piazzavano davanti alla libreria della stazione, davanti alla farmacia, e importunavano la gente. Conoscevano tutti i negozianti e si facevano regalare i gelati dai ragazzi del negozio di caramelle. Nessuno diceva niente. Ma questa, dovevo impararlo in seguito, è una caratteristica della città.
Finché non sono arrivato io, almeno.
I controllori dei cancelli all'inizio mi facevano entrare senza biglietto. Poi avevano cominciato a fare storie. Comunque, potevo stazionare nell'atrio quanto volevo.
Un giorno, mi si era avvicinato un signore anziano. Me ne stavo in giro a vendere gli accendini.
- Sei italiano ? - mi aveva chiesto.
- Sono di Polistena, in Calabria, - anche se non era del tutto vero, perché abitavo a Rosarno.
- Non ti fa schifo tutto questo marciume ? - aveva continuato.
- Ma quale marciume... Dai, nonno, non rompere le palle.
- Non hai bisogno di soldi, non vuoi dormire in un albergo decente ?
Quel vecchio mi aveva proprio scassato il cazzo. Vuole che lo prenda in culo da lui, è un frodo travestito da signore, avevo pensato.

Leopoldo Lugones: Un fenómeno inexplicable



Hace de esto once años. Viajaba por la región agrícola que se dividen las provincias de Córdoba y de Santa Fe, provisto de las recomendaciones indispensables para escapar a las horribles posadas de aquellas colonias en formación. Mi estómago, derrotado por los invariables salpicones con hinojo y las fatales nueces del postre, exigía fundamentales refacciones. Mi última peregrinación debía efectuarse bajo los peores auspicios. Nadie sabía indicarme un albergue en la población hacia donde iba a dirigirme. Sin embargo, las circunstancias apremiaban, cuando el juez de paz que me profesaba cierta simpatía, vino en mi auxilio.

—Conozco allá, me dijo, un señor inglés viudo y solo. Posee una casa, lo mejor de la colonia, y varios terrenos de no escaso valor. Algunos servicios que mi cargo me puso en situación de prestarle, serán buen pretexto para la recomendación que usted desea, y que si es eficaz le proporcionará excelente hospedaje. Digo si es eficaz, pues mi hombre, no obstante sus buenas cualidades, suele tener su luna en ciertas ocasiones, siendo, además, extraordinariamente reservado. Nadie ha podido penetrar en su casa más allá del dormitorio donde instala a sus huéspedes, muy escasos por otra parte. Todo esto quiere decir que va usted en condiciones nada ventajosas, pero es cuanto puedo suministrarle. El éxito es puramente casual. Con todo, si usted quiere una carta de recomendación. . .

Acepté y emprendí acto continuo mi viaje, llegando al punto de destino horas después.

Nada tenía de atrayente el lugar. La estación con su techo de tejas coloradas; su andén crujiente de carbonilla; su semáforo a la derecha, su pozo a la izquierda. En la doble vía del frente, media docena de vagones que aguardaban la cosecha. Más allá el galpón, bloqueado por bolsas de trigo. A raíz del terraplén, la pampa con su color amarillento como un pañuelo de yerbas; casitas sin revoque diseminadas a lo lejos, cada una con su parva al costado; sobre el horizonte el festón de humo del tren en marcha, y un silencio de pacífica enormidad entonando el color rural del paisaje.

Edgar Allan Poe: The Mystery of Marie Roget

Edgar Allan Poe




There are ideal series of events which run parallel with the real
ones. They rarely coincide. Men and circumstances generally modify the
ideal train of events, so that it seems imperfect, and its
consequences are equally imperfect. Thus with the Reformation; instead
of Protestantism came Lutheranism.

                                            Novalis. Moral Ansichten.

THERE ARE few persons, even among the calmest thinkers, who have not occasionally been startled into a vague yet thrilling half-credence in the supernatural, by coincidences of so seemingly marvellous a character that, as mere coincidences, the intellect has been unable to receive them. Such sentiments- for the half-credences of which I speak have never the full force of thought- such sentiments are seldom thoroughly stifled unless by reference to the doctrine of chance, or, as it is technically termed, the Calculus of Probabilities. Now this Calculus is, in its essence, purely mathematical; and thus we have the anomaly of the most rigidly exact in science applied to the shadow and spirituality of the most intangible in speculation.
The extraordinary details which I am now called upon to make public, will be found to form, as regards sequence of time, the primary branch of a series of scarcely intelligible coincidences, whose secondary or concluding branch will be recognized by all readers in the late murder of MARY CECILIA ROGERS, at New York.
When, in an article entitled "The Murders in the Rue Morgue," I endeavored, about a year ago, to depict some very remarkable features in the mental character of my friend, the Chevalier C. Auguste Dupin, it did not occur to me that I should ever resume the subject. This depicting of character constituted my design; and this design was thoroughly fulfilled in the wild train of circumstances brought to instance Dupin's idiosyncrasy. I might have adduced other examples, but I should have proven no more. Late events, however, in their surprising development, have startled me into some farther details, which will carry with them the air of extorted confession. Hearing what I have lately heard, it would be indeed strange should I remain silent in regard to what I both heard and saw so long ago.
Upon the winding up of the tragedy involved in the deaths of Madame L'Espanaye and her daughter, the Chevalier dismissed the affair at once from his attention, and relapsed into his old habits of moody revery. Prone, at all times, to abstraction, I readily fell in with his humor; and continuing to occupy our chambers in the Faubourg Saint Germain, we gave the Future to the winds, and slumbered tranquilly in the Present, weaving the dull world around us into dreams.

Norberto Luis Romero: La bruja

Norberto Luis Romero


Ahíta después de comerse a Hansel y Gretel, abandonó a toda prisa la casita de chocolate para acudir al palacio de una bella princesa y entregarle un huso que la dejó dormida, de allí a la casa de una tal Caperucita donde le informaron que llegaba tarde y habían puesto a un lobo, corriendo acudió al bosque para ver a Blancanieves y darle una manzana emponzoñada… En su casa, se quitó los pesados zapatos, y mientras descansaba en la mecedora rogó a dios que llegase pronto el realismo.

Leopoldo María Panero: La substancia de la muerte



«¡Me cago en Dios y en la madre de Cristo!», tronó un camionero fornido. Él y otro compartían el vino y la vida de Má­ximo, el loco de la ciudad de Astorga.
«¡Me cago en San Juan y en los ojos de la Virgen
«¡La Virgen no tenía ojos!», balbuceó el loco.
«Calla, so mamón», articuló uno de los camioneros, «todos los santos tienen ojos! Y, ¿sabes dónde los tienen, Máximo?»
Máximo no respondió.
«Pues en el culo, hombre, el ojo del culo, eso sí ¡que es santo!»
«La Luz.»
«¿O tú no ves la luz cuando te dan por culo? Di algo, ma-moncillo, di algo».
«No. Cuando me dan por culo veo el gato del cementerio», acertó a decir el tarado.
«¡Me cago en tus muertos!, ¿qué gato es ese?», expectoró el recio camionero. Y le pagaron otra copa de vino. Máximo bebió con pánico.
«¡Me cago en la sangre de Cristo!», volvió a gritar el mismo
camionero.
Y Máximo: «el gato que lleva un collar hecho de los dientes de los muertos», aventuró tn (nulamente el loco; el camionero más brutal le castigó con una palmada en el hombro, que casi lo tira al suelo.
«¡Háblanos del gato, del gato ese!»
«Sale a las doce campanadas, y habla con el guardián del ce­menterio.»
«Contigo no habla ni la tierra, cuando te mueras», le inte­rrumpió, de nuevo, el camionero más abyecto. Máximo apenas se atrevía a hablar. Por fin, ayudado por el vino, dijo:
«Yo lo he visto dos veces, y las dos con la Luna enfrente, al gato del cementerio.»
«Tú le das demasiado a la priva; eso es tu gato del cementerio, ¡cabrón!», le atajó el camionero, más feliz en la blasfemia.
Y, después de oírlo, me fui: estaba harto del juego aquel, cu­yas reglas conocía de antemano. Me dio como vergüenza, como miedo, al salir a la calle y a la luz, el hecho de ser español: incluso Dios debe tener pánico en esta tierra, decididamente no 61 un lugar para el espíritu. Ante mi sorpresa, en plena carretela, vi el cadáver de un gato, que empezaban a amar las moscas.

Santiago Dabove: El tren

Santiago Dabove



El tren era el de todos los días a la tardecita, pero venía moroso, como sensible al paisaje.
Yo iba a comprar algo por encargo de mi madre.
Era suave el momento, como si el rodar fuera cariño en los lúbricos rieles. Subí, y me puse a atrapar el recuerdo más antiguo, el primero de mi vida. El tren se retardaba tanto que encontré en mi memoria un olor maternal: leche calentada, alcohol encendido. Esto hasta la primera parada: Haedo. Después recordé mis juegos pueriles y ya iba hacia la adolescencia, cuando Ramos mejía me ofreció un acalle sombrosa y romántica, con su niña dispuesta al noviazgo. Allí mismo me casé, después de conocer y visitar a sus padres y al patio de su casa, casi andaluz. Ya salíamos de la iglesia del pueblo, cuando oí tocar la campana; el tren proseguía el viaje. Me despedí y, como soy muy ágil, lo alcancé. Fui a dar a Ciudadela, donde mis esfuerzos querían horadar un pasado quizá imposible de resucitar en el recuerdo.
El jefe de estación, que era amigo, acudió para decirme que aguardara buenas nuevas, pues mi esposa me enviaba un telegrama anunciándolas. Yo pugnaba por encontrar un terror infantil (pues los tuve), que fuera anterior al recuerdo de la leche calentada y del alcohol. En eso llegamos a Liniers. Allí, en esa parada tan abundante en tiempo presente, que ofrece el ferrocarril Oeste, pude ser alcanzado por mi esposa que traía los mellizos vestidos con ropas caseras. Bajamos y, en una de las resplandecientes tiendas que tiene Liniers, los proveímos de ropas standard pero elegantes, y también de buenas carteras de escolares y libros. En seguida alcanzamos el mismo tren en que íbamos y que se había demorado mucho, porque antes había otro tren descargando leche. Mi mujer se quedó en Liniers, pero, ya en el tren, gustaba de ver a mis hijos tan floridos y robustos hablando de foot-ball y haciendo los chistes que la juventud cree inaugurar.

Grant Allen ( J. Arbuthnot Wilson ): My new year's eve among the mummies

Grant Allen



I have been a wanderer and a vagabond on the face of the earth for a good many years now, and I have certainly had some odd adventures in my time; but I can assure you, I never spent twenty-four queerer hours than those which I passed some twelve months since in the great unopened Pyramid of Abu Yilla.

The way I got there was itself a very strange one. I had come to Egypt for a winter tour with the Fitz-Simkinses, to whose daughter Editha I was at that precise moment engaged. You will probably remember that old Fitz-Simkins belonged originally to the wealthy firm of Simkinson and Stokoe, worshipful vintners; but when the senior partner retired from the business and got his knighthood, the College of Heralds opportunely discovered that his ancestors had changed their fine old Norman name for its English equivalent some time about the reign of King Richard I; and they immediately authorized the old gentleman to resume the patronymic and the armorial bearings of his distinguished forefathers. It's really quite astonishing how often these curious coincidences crop up at the College of Heralds.

Of course it was a great catch for a landless and briefless barrister like myself — dependent on a small fortune in South American securities, and my precarious earnings as a writer of burlesque — to secure such a valuable prospective property as Editha Fitz-Simkins. To be sure, the girl was undeniably plain; but I have known plainer girls than she was, whom forty thousand pounds converted into My Ladies: and if Editha hadn't really fallen over head and ears in love with me, I suppose old Fitz-Simkins would never have consented to such a match. As it was, however, we had flirted so openly and so desperately during the Scarborough season, that it would have been difficult for Sir Peter to break it off: and so I had come to Egypt on a tour of insurance to secure my prize, following in the wake of my future mother-in-law, whose lungs were supposed to require a genial climate though in my private opinion they were really as creditable a pair of pulmonary appendages as ever drew breath.

Nevertheless, the course of true love did not run so smoothly as might have been expected. Editha found me less ardent than a devoted squire should be; and on the very last night of the old year she got up a regulation lovers' quarrel, because I had sneaked away from the boat that afternoon under the guidance of our dragoman, to witness the seductive performances of some fair Ghaw zi, the dancing girls of a neighbouring town. How she found it out heaven only knows, for I gave that rascal Dimitri five piastres to hold his tongue: but she did find it out somehow, and chose to regard it as an offence of the first magnitude: a mortal sin only to be expiated by three days of penance and humiliation.

Carlos Briones: La otra orilla

Carlos Briones


Un hombre sueña: una esquina, una calle, y en el fondo de la calle, una casa. Sabe que sueña. Avanza, entre neblinas, por unos gastados piedrones negros y lustrosos. Entra en la casa. Después de la puerta de calle, un amplio corredor le ofrece posibilidades diversas. Abre una puerta interior. En una habitación amplia y en penumbras, un hombre, en un sillón dormita. Un hombre de unos cuarenta años, que no parece cansado ni preocupado.

El recién llegado lo observa. En una mesa cerca del sillón hay un libro. Siete Noches, es su título. El recién llegado se acerca al dormido. Primero con curiosidad, luego con estupor. Reconoce los rasgos de la cara, el abundante pelo negro, el rictus de los labios en descanso y la manera de dormitar con la cabeza apoyada en el pecho, las manos cruzadas y abandonadas. Estos detalles le son familiares, más que familiares, le son íntimos. El que está sentado se inclina, toma una hoja de papel y un bolígrafo, y comienza a escribir rápidamente. Al recién llegado le incomoda esta indiferencia.

Transcurre un instante, unos segundos, una suma de segundos.

El que escribe, sigue concentrado en su quehacer. El otro no sale de su asombro. Observa con curiosidad y con inquietud controlada, reprimida. La letra del que escribe comienza a deformarse. Y sin interrumpirse le dice al recién llegado:

Tales of Mystery and Imagination