Todavía existía el carnaval. Es decir: hace muchos años. No importa: de todos modos no me van a creer. Se llamaba Arturo, Arturo Gómez Landeiro. No era mal parecido, solo una gran nariz le molestaba para andar por el mundo. No era nariz descollante pero si una nariz un poco mayor de lo normal. Por ella pensó hacerse marino. Pero su madre no le dejó. Lo más sorprendente: que esto que cuento le sucediera a él; a veces me he preguntado el porqué sin atinar la contestación. Por lo visto las cosas extraordinarias le suceden a cualquiera; lo importante es cómo se enfrenta uno con la sorpresa. Si Arturo Gómez hubiese sido hombre excepcional no escribiría esto: se hubiera encargado él de referirlo, o hubiese seguido adelante. Pero se asustó y no me queda más remedio que contarlo, porque no me sé callar las cosas.
Aquello empezó el 28 de febrero de 19... Arturo cumplía aquel día -mejor dicho, aquella noche- veintitrés años, cuatro meses y unos cuantos días.
Que no se me olvide decir que era huérfano de padre, que su mamá le esperaba cada noche para verle regresar, entrar en su cuarto, meterse en la cama antes de acostarse a su vez; lo cual redundaba en cierta timidez que irradiaba del joven y hacía que sus amigos le tuvieran en poco y no contaran con él sino de tarde en tarde para sus honestas francachelas. Leía poco, primero porque, según la señora viuda de Gómez, aquello “estropeaba los ojos”; después porque el difunto ―buen gallego― le había dado bastante quehacer con los libros, a los que fue aficionadísimo, con detrimento de otras obligaciones; burlón y amigo de cosas que quedaban en el aire (frases con sentido que no explicaba, repentinos accesos de alegría sin base a la vista, caprichos anómalos: quedarse todo el domingo en la cama fumando su pipa o ―lo que era peor― desaparecer para reintegrarse al cristiano hogar diez o quince días más tarde, sin explicaciones decorosas). Doña Clotilde había tenido muy buen cuidado de preservar a su hijo de tan peregrinos antecedentes. Don Arturo, el desaparecido, aparentó no tomarlo en cuenta. Se murió un buen día, tranquilamente, sin despedirse de los suyos, lo cual pareció a su digna esposa un postrer desacato; además del susto que se llevó al despertar cerca del cadáver.