Tales of Mystery and Imagination

Tales of Mystery and Imagination

" Tales of Mystery and Imagination es un blog sin ánimo de lucro cuyo único fin consiste en rendir justo homenaje a los escritores de terror, ciencia-ficción y fantasía del mundo. Los derechos de los textos que aquí aparecen pertenecen a cada autor.

Las imágenes han sido obtenidas de la red y son de dominio público. No obstante, si alguien tiene derecho reservado sobre alguna de ellas y se siente perjudicado por su publicación, por favor, no dude en comunicárnoslo.

Clark Ashton Smith: The Ice-Demon



Quanga the huntsman, with Hoom Feethos and Eibur Tsanth, two of the most enterprising jewelers of Iqqua, had crossed the borders of a region into which men went but seldom — and wherefrom they returned even more rarely. Travelling north from Iqqua, they had passed into desolate Mhu Thulan, where the great glacier of Polarion had rolled like a frozen sea upon wealthy and far-famed cities, covering the broad isthmus from shore to shore beneath fathoms of perpetual ice.

The shell-shaped domes of Cerngoth, it was fabled, could still be seen deep down in the glaciation; and the high, keen spires of Oggon-Zhai were embedded therein, together with fern-palm and mammoth and the square black temples of the god Tsathoggua. All this had occurred many centuries ago; and still the ice, a mighty, glittering rampart, was moving south upon deserted lands.

Now, in the path of the embattled glacier, Quanga led his companions on a bold quest. Their object was nothing less than the retrieval of the rubies of King Haalor, who, with the wizard Ommum-Vog and many full-caparisoned soldiers, had gone out five decades before to make war upon the polar ice. From this fantastic expedition, neither Haalor nor OmmumVog had come back; and the sorry, ragged remnant of their men-at-arms, returning to Iqqua, after two moons, had told a dire tale.

Víctor M. Ánchel: Más rápido que nunca jamás



Deslizó la pierna por encima de la balaustrada, quedando por completo sobre la diminuta cornisa que rodeaba la azotea del edificio. El viento hacía jirones la realidad con violencia y estruendo, evitando que el murmullo eterno de los coches y sus quejidos artificiales llegasen a lo más alto del rascacielos; el vaivén al que le sometía a bandazos el aire frío de febrero, irregular y peligroso, no le asustaba. Más bien al contrario: Peter se sentía liberado. Casi cien años de huida se acababan hoy. Aquí y ahora.
Al principio todo había sido más fácil; cuando vivía feliz. Mis enemigos eran materiales, físicos, predecibles y maicillos. Pero ¿cómo luchar contra eso? ¿Cómo luchar contra lo único que podía hacerle daño de verdad? Cuando descubrió que le seguía no le dio importancia, y al principio parecía que no la tenía; eso nunca se acercaba lo suficien­te, aun después de abandonarlo todo y a todos para tratar de entender al mundo. Pero cuanto más aprendía Peter, más Inerte se hacía eso; más fuerte, más listo y, sobre todo, más atrevido. Ahora lo sabía allí abajo, en algún lugar de la oscura ciudad isleña, al refugio de la luz. Aguardando.
Al refugio de la luz.
El también lo estaba, por supuesto. Sabía que eso podía intuirlo con tanta facilidad... un solo descuido y apenas lo vería llegar. Tenía que ser preciso y muy cauto, sin bañarse jamás en la luz que tanto amaba. En pleno siglo XXI resul­taba difícil evitarla, incluso más durante aquellas nuevas noches de brillos y vida. Las huidas apresuradas, tan agota­doras, se multiplicaban día a día: eso vivía en un mundo de negruras, pero para Peter resultaba tan difícil esquivar la luz como dejar de respirar.

Juan José Arreola: Del I´Osservatore

 Juan José Arreola


A principios de nuestra Era, las llaves de San Pedro se perdieron en los suburbios del Imperio Romano. Se suplica a la persona que las encuentre, tenga la bondad de devolverlas inmediatamente al Papa reinante, ya que desde hace más de quince siglos las puertas del Reino de los Cielos no han podido ser forzadas con ganzúas.

Dino Buzzati: La Giacca Stregata



Benché io apprezzi l’eleganza nel vestire, non bado, di solito, alla perfezione o meno con cui sono tagliati gli abiti dei miei simili. Una sera tuttavia, durante un ricevimento in una casa di Milano conobbi un uomo, dall’apparente età di quarant’anni, il quale letteralmente risplendeva per la bellezza, definitiva e pura, del vestito. Non so chi fosse, lo incontravo per la prima volta, e alla presentazione, come succede sempre, capire il suo nome fu impossibile. Ma a un certo punto della sera mi trovai vicino a lui, e si cominciò a discorrere. Sembrava un uomo garbato e civile, tuttavia con un alone di tristezza. Forse con esagerata confidenza – Dio me ne avesse distolto – gli feci i complimenti per la sua eleganza; e osai perfino chiedergli chi fosse il suo sarto. L’uomo ebbe un sorrisetto curioso, quasi che si fosse aspettato la domanda.
«Quasi nessuno lo conosce» disse «però è un gran maestro. E lavora solo quando gli gira. Per pochi iniziati.»
«Dimodoché io… ?»
«Oh, provi, provi. Si chiama Corticella, Alfonso Corticella, via Ferrara 17.»
«Sarà caro, immagino.»
«Lo presumo, ma giuro che non lo so. Quest’abito me l’ha fatto da tre anni e il conto non me l’ha ancora mandato.»
«Corticella? Via Ferrara 17, ha detto?»
«Esattamente» rispose lo sconosciuto. E mi lasciò per unirsi ad un altro gruppo.In via Ferrara 17 trovai una casa come tante altre e come quella di tanti altri sarti era l’abitazione di Alfonso Corticella. Fu lui che venne ad aprirmi. Era un vecchietto, coi capelli neri, però sicuramente tinti.

Gabriel García Márquez: El mar del tiempo perdido



Hacia el final de enero el mar se iba volviendo áspero, empezaba a vaciar sobre el pueblo una basura espesa, y pocas semanas después todo estaba contaminado de su humor insoportable. Desde entonces el mundo no valía la pena, al menos hasta el otro diciembre, y nadie se quedaba despierto después de las ocho. Pero el año en que vino el señor Herbert el mar no se alteró, ni siquiera en febrero. Al contrario, se hizo cada vez más liso y fosforescente, y en las primeras noches de marzo exhaló una fragancia de rosas.

Tobías la sintió. Tenía la sangre dulce para los cangrejos y se pasaba la mayor parte de la noche espantándolos de la cama, hasta que volteaba la brisa y conseguía dormir. En sus largos insomnios había aprendido a distinguir todo cambio del aire. De modo que cuando sintió un olor de rosas no tuvo que abrir la puerta para saber que era un olor del mar.

Se levantó tarde. Clotilde estaba prendiendo fuego en el patio. La brisa era fresca y todas las estrellas estaban en su puesto, pero costaba trabajo contarlas hasta el horizonte a causa de las luces del mar. Después de tomar café, Tobías sintió un rastro de la noche en el paladar.

—Anoche —recordó— sucedió algo muy raro.

Simon Clark - John B. Ford: The Derelict of Death



Strange things happen at sea. Aye, and some are more sinister than the darkest imaginings of any man. Now my life draws towards its close, the remaining days I am to look upon are few — Death advances stealthily. Death has stifled my voice, and in so doing hopes to prevent the horrific memories of my brain being known by others. But still I have the ability to write down that which I witnessed in my youth, and may God give me the energy to deliver a warning — of what I have looked upon — of what is to come again. And so write I must, for there is a danger I must tell of before it is too late.

***

I remember the time clearly. I was eldest ‘prentice aboard the Jenny Rose, and with this I was pleased and very proud, for I had a penchant for the old windjammers, and here was one of the few still to see service. We were engaged in salvage work, picking this and that from the seabed — anything that would turn a sovereign or two: old canon, a bit of pewter, copper bottoms from sailing vessels that foundered a century or more before.

Our diver was a wiry man by the name of Dodgson who seemed more at home in the water than out of it. Normally he worked alone but on occasions I was sent down in the second Siebe and Gorman suit when there was particularly heavy lifting to be done. I can’t say I liked the sensation of waves above me rather than below, but I was a dutiful sailor and obeyed orders. Still, what a diver sees on the seabed can rattle a man’s nerves. On one of the later dives we entered the hulk of a slaver lying ten fathoms deep. There in the hold were the bones of more than a hundred African men, women and children who’d gone to the bottom still chained to the timbers, poor devils.

Lygia Fagundes Telles: Seminário dos ratos



Que século, meu Deus! - exclamaram os Ratos e começaram a roer o edifício.
Carlos Drummond de Andrade

O Chefe das Relações Públicas, um jovem de baixa estatura, atarracado, sorriso e olhos extremamente brilhantes, ajeitou o nó da gravata vermelha e bateu de leve na porta do Secretário do Bem-Estar Público e Privado:
- Excelência?
O Secretário do Bem-Estar Público e Privado pousou o copo de leite na mesa e fez girar a poltrona de couro. Suspirou. Era um homem descorado e flácido, de calva úmida e mãos acetinadas. Lançou um olhar comprido para os próprios pés, o direito calçado, o esquerdo metido num grosso chinelo de lã com debrum de pelúcia.
- Pode entrar - disse ao Chefe das Relações Públicas que já espiava pela fresta da porta. Entrelaçou as mãos na altura do peito. - Então? Correu bem o coquetel?
Tinha a voz branda, com um leve acento lamurioso. O jovem empertigou-se. Um ligeiro rubor cobriu-lhe o rosto bem escanhoado.
- Tudo perfeito, Excelência. Perfeito. Foi no Salão Azul, que é menor, Vossa Excelência sabe. Poucas pessoas, só a cúpula, ficou uma reunião assim aconchegante, íntima, mas muito agradável. Fiz as apresentações, bebericou-se e - consultou o relógio - veja, Excelência, nem seis horas e já se dispersaram. O Assessor da Presidência da RATESP está instalado na ala norte, vizinho do Diretor das Classes Conservadoras Armadas e Desarmadas, que está ocupando a suíte cinzenta. Já a Delegação Americana achei conveniente instalar na ala sul. Por sinal, deixei-os há pouco na piscina, o crepúsculo está deslumbrante, Excelência, deslumbrante!

Sergio Gaut vel Hartman: Receta: hombre frito




—Cuando termines de contar —me dijo uno de los extraterrestres— encenderemos esta sartén y empezaremos a freírte, ¿de acuerdo?
Por alguna razón el tono de la frase me causó risa y eso hizo que olvidara dónde estaba, de lo fría y dura que se sentía la plancha en mi espalda y de lo precario de la situación.
—Hasta diez —dijo otro, con un tono que pretendía ser amenazador.
Era ridículo, absurdo, pero no tenía escapatoria y conté. Al llegar a "siete", el más pequeño de los extraterrestres —de por sí pequeños; ninguno medía más de sesenta centímetros— trepó por mis piernas y hamacándose en el cinturón alcanzó el pecho y se aferró con sus garras del abundante vello. Parecía una mezcla de zarigüeya y gorgojo, con ese hocico picudo y las pinzas chasqueando como castañuelas.
—Serás nuestra cena, te lo digo por si no lo advertiste —dijo el primer extraterrestre con esa voz melíflua y profunda de los naturales del Bajo Jockland.
—Soy duro y desabrido —dije interrumpiendo el conteo y tratando de conservar la calma; la situación no daba para más. Todavía no lograba explicarme de dónde había salido esa peste, aunque lo cierto era que me habían atado a la placa principal de la rampa de disparo de sondas; la desprendieron del puente con excesiva facilidad; tendría que presentar una queja formal a los fabricantes de la nave. Sabía que el frío en mi espalda duraría lo que tardaran en encender el fuego y que la dureza que sentía dejaría de serlo en cuanto el material —duroplas moldeado al circonio— se fundiera como cera.

Max Aub: Esa hormiga




Esa hormiga odiaba al león. Tardó diez mil años pero se lo comió todo, poco a poco, sin que él se diera cuenta.

Rudyard Kipling: They



One view called me to another; one hill top to its fellow, half across the county, and since I could answer at no more trouble than the snapping forward of a lever, I let the county flow under my wheels. The orchid-studded flats of the East gave way to the thyme, ilex, and grey grass of the Downs; these again to the rich cornland and fig-trees of the lower coast, where you carry the beat of the tide on your left hand for fifteen level miles; and when at last I turned inland through a huddle of rounded hills and woods I had run myself clean out of my known marks. Beyond that precise hamlet which stands godmother to the capital of the United States, I found hidden villages where bees, the only things awake, boomed in eighty-foot lindens that overhung grey Norman churches; miraculous brooks diving under stone bridges built for heavier traffic than would ever vex them again; tithe-barns larger than their churches, and an old smithy that cried out aloud how it had once been a hall of the Knights of the Temple. Gipsies I found on a common where the gorse, bracken, and heath fought it out together up a mile of Roman road; and a little further on I disturbed a red fox rolling dog-fashion in the naked sunlight.

As the wooded hills closed about me I stood up in the car to take the bearings of that great Down whose ringed head is a landmark for fifty miles across the low countries. I judged that the lie of the country would bring me across some westward running road that went to his feet, but I did not allow for the confusing veils of the woods. A quick turn plunged me first into a green cutting brimful of liquid sunshine, next into a gloomy tunnel where last year's dead leaves whispered and scuffled about my tyres. The strong hazel stuff meeting overhead had not been cut for a couple of generations at least, nor had any axe helped the moss-cankered oak and beech to spring above them. Here the road changed frankly into a carpeted ride on whose brown velvet spent primrose-clumps showed like jade, and a few sickly, white-stalked blue-bells nodded together. As the slope favoured I shut off the power and slid over the whirled leaves, expecting every moment to meet a keeper; but I only heard a jay, far off, arguing against the silence under the twilight of the trees.

Émile Zola: Une victime de la réclame



J’ai connu un brave garçon qui est mort l’année dernière, et dont la vie a été un long martyre.
Claude, dès l’âge de raison, s’était tenu ce raisonnement : « Le plan de mon existence est tout tracé. Je n’ai qu’à accepter aveuglément les bienfaits de mon âge. Pour marcher avec le progrès et vivre parfaitement heureux, il me suffira de lire les journaux et les affiches, matin et soir, et de faire exactement ce que ces souverains guides me conseilleront. Là est la véritable sagesse, la seule félicité possible. » À partir de ce jour, Claude prit les réclames des journaux et des affiches pour code de sa vie. Elles devinrent le guide infaillible qui le décidait en toutes choses ; il n’acheta rien, n’entreprit rien qui ne lui fût recommandé par la grande voix de la publicité.
C’est ainsi que le malheureux a vécu dans un véritable enfer.
Claude avait acquis un terrain fait de terres rapportées, où il ne put bâtir que sur pilotis. La maison, construite selon un système nouveau, tremblait au vent et s’émiettait sous les pluies d’orage.
À l’intérieur, les cheminées, garnies de fumivores ingénieux, fumaient à asphyxier les gens ; les sonnettes électriques s’obstinaient à garder le silence ; les cabinets d’aisances, établis sur un modèle excellent, étaient devenus d’horribles cloaques ; les meubles, qui devaient obéir à des mécanismes particuliers, refusaient de s’ouvrir et de se fermer.

Salomé Guadalupe Ingelmo: Las espinas de Paracelso / The thorns of Paracelsus

Salomé Guadalupe Ingelmo, escritora madrileña, escritora española, escritora de microficción, concurso literario internacional ángel ganivet, terror español, miNatura



En el laboratorio: el atanor, crisoles, redomas, retortas, manuscritos y libros, muchos libros con los que interpretar el universo. Nada es lo que parece.
−Veremos. La vía es larga y estrecha, de estudio y perseverancia. La vocación se revelará tu recompensa. “Si el oro te importa, no serás nunca mi discípulo”.
−Acéptame −insistió. Y mintió. Únicamente importaba su propósito; todo valía.
En él no hay fe ni pasión. No ha sufrido transformación espiritual alguna. Sencillamente fingió ver la rosa donde sólo había ceniza. Y el maestro le creyó. O quiso creerle. Había estado tan solo… Le legó sus conocimientos, el fruto de toda una vida. Y aun así, una vez tras otra, sólo plomo en lugar de oro. Sin embargo un día, tras haber probado todas las combinaciones posibles, del alambique hinchado surge el prodigio.
Entonces comprende finalmente su advertencia: “El camino es la Piedra”... Por primera vez explora sinceramente su interior y descubre que ha pervertido el mensaje y banalizado la búsqueda; que ha tomado por vil metal el más alto objetivo. Ha perseguido siempre un falso brillo. Mientras el maestro se consagraba en cuerpo y alma a su disciplina, a penetrar la materia y el espíritu, él sólo ha repetido palabras aprendidas mecánicamente. Nunca ha buscado la perfección sino él éxito, la panacea: un elixir adulterado, una ficticia vida eterna. Ni un sólo paso ha dado en ese camino desde la ignorancia a la iluminación. Demasiado arrogante. No existe la fórmula, ahora lo sabe; nunca más volverá a concebir una obra perfecta.

Jorge Luis Borges: El puñal

Jorge Luis Borges, alejandro cabeza, Retrato de Jorge Luis Borges, Salomé Guadalupe Ingelmo, Ángel Ganivet, Concurso Literario Internacional Ángel Ganivet, Concurso Literario Ángel Ganivet, Concurso Ángel Ganivet, Premio Ángel Ganivet, Certamen Ángel Ganivet, Ángel Olgoso


En un cajón hay un puñal.

Fue forjado en Toledo, a fines del siglo pasado; Luis Melián Lafinur se lo dio a mi padre, que lo trajo del Uruguay; Evaristo Carriego lo tuvo alguna vez en la mano.

Quienes lo ven tienen que jugar un rato con él; se advierte que hace mucho que lo buscaban; la mano se apresura a apretar la empuñadura que la espera; la hoja obediente y poderosa juega con precisión en la vaina.

Otra cosa quiere el puñal.

Es más que una estructura hecha de metales; los hombres lo pensaron y lo formaron para un fin muy preciso; es, de algún modo eterno, el puñal que anoche mató un hombre en Tacuarembó y los puñales que mataron a César. Quiere matar, quiere derramar brusca sangre.

En un cajón del escritorio, entre borradores y cartas, interminablemente sueña el puñal con su sencillo sueño de tigre, y la mano se anima cuando lo rige porque el metal se anima, el metal que presiente en cada contacto al homicida para quien lo crearon los hombres.

A veces me da lástima. Tanta dureza, tanta fe, tan apacible o inocente soberbia, y los años pasan, inútiles.

Charlotte Brontë: Napoleon and the Spectre




Well, as I was saying, the Emperor got into bed.

"Chevalier," says he to his valet, "let down those window-curtains, and shut the casement before you leave the room."

Chevalier did as he was told, and then, taking up his candlestick, departed.

In a few minutes the Emperor felt his pillow becoming rather hard, and he got up to shake it. As he did so a slight rustling noise was heard near the bed-head. His Majesty listened, but all was silent as he lay down again.

Scarcely had he settled into a peaceful attitude of repose, when he was disturbed by a sensation of thirst. Lifting himself on his elbow, he took a glass of lemonade from the small stand which was placed beside him. He refreshed himself by a deep draught. As he returned the goblet to its station a deep groan burst from a kind of closet in one corner of the apartment.

"Who's there?" cried the Emperor, seizing his pistols. "Speak, or I'll blow your brains out."

Tales of Mystery and Imagination