Tales of Mystery and Imagination
Tales of Mystery and Imagination
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Jack London: A Thousand Deaths
I had been in the water about an hour, and cold, exhausted, with a terrible cramp in my right calf, it seemed as though my hour had come. Fruitlessly struggling against the strong ebb tide, I had beheld the maddening procession of the water-front lights slip by, but now a gave up attempting to breast the stream and contended myself with the bitter thoughts of a wasted career, now drawing to a close.
It had been my luck to come of good, English stock, but of parents whose account with the bankers far exceeded their knowledge of child-nature and the rearing of children. While born with a silver spoon in my mouth, the blessed atmosphere of the home circle was to me unknown. My father, a very learned man and a celebrated antiquarian, gave no thought to his family, being constantly lost in the abstractions of his study; while my mother, noted far more for her good looks than her good sense, sated herself with the adulation of the society in which she was perpetually plunged. I went through the regular school and college routine of a boy of the English bourgeoisie, and as the years brought me increasing strength and passions, my parents suddenly became aware that I was possessed of an immortal soul, and endeavoured to draw the curb. But it was too late; I perpetrated the wildest and most audacious folly, and was disowned by my people, ostracised by the society I had so long outraged, and with the thousand pounds my father gave me, with the declaration that he would neither see me again nor give me more, I took a first-class passage to Australia.
Since then my life had been one long peregrination--from the Orient to the Occident, from the Arctic to the Antarctic--to find myself at last, an able seaman at thirty, in the full vigour of my manhood, drowning in San Francisco bay because of a disastrously successful attempt to desert my ship.
Pablo Brescia: Fidelidad
Desde lo alto de la colina podía ver el cementerio. Los ataúdes resucitaban desde la entraña de la tierra, ascendían y luego comenzaban a moverse como un magma. Los primeros se atascaban en el cauce estrecho, pero la fuerza de los últimos se imponía y creaba un nuevo camino. Era cuestión de tiempo hasta que las aguas nos taparan.
Bajaron con rapidez y quebraron las altas puertas de hierro oxidado. Y luego se transformaron en una ola enorme y lenta que avanzaba sin pausa. De pronto, me pareció ver algo que se movía junto a los ataúdes. Pensé que estaba alucinando. Pensé que asistía a una venganza apocalíptica. Pero no. Efectivamente, había algo. Eran perros. Nadaban con destreza, acompañando. ¿Acompañando qué? Y entonces comprendí: todas las cosas volvían a su origen; los perros a sus amos, los amos a sus perros.
Sentí un ruido, como si tocaran a la puerta. Cuando me di vuelta y miré hacia las escaleras, hubiera jurado que mi perro me sonrió.....
Will McIntosh: Followed
She came wandering down the sidewalk like any other corpse, her herky-jerky walk unmistakable among the fluid strides of the living. She was six or seven, Southeast Asian, maybe Indian, her ragged clothes caked in dried mud. Pedestrians cut a wide berth around her without noticing her at all.
I thought nothing of her, figured the person she followed had ditched her in a car, and she was catching up in that relentless way that corpses do. I was downtown, sitting outside Jittery Joe's Coffee Shop on a summer afternoon. There were still a few weeks before fall semester, so I was relaxed, in no hurry to get anywhere.
I returned to the manuscript I was reading, and didn't think another thing of the corpse until I noticed her in my peripheral vision, standing right in front of my table. I glanced up at her, turned, looked over my shoulder, then back at her. Then I realized. She was looking at me with that unfocused stare, with those big, lifeless brown eyes. As if she was claiming me. But that couldn't be. I waited for her to move on, but she just stood. I lifted my coffee halfway to my mouth, set it back down shakily.
Juan Rulfo: Macario
Estoy sentado junto a la alcantarilla aguardando a que salgan las ranas. Anoche, mientras estábamos cenando, comenzaron a armar el gran alboroto y no pararon de cantar hasta que amaneció. Mi madrina también dice eso: que la gritería de las ranas le espantó el sueño. Y ahora ella bien quisiera dormir. Por eso me mandó a que me sentara aquí, junto a la alcantarilla, y me pusiera con una tabla en la mano para que cuanta rana saliera a pegar de brincos afuera, la apalcuachara a tablazos... Las ranas son verdes de todo a todo, menos en la panza. Los sapos son negros. También los ojos de mi madrina son negros. Las ranas son buenas para hacer de comer con ellas. Los sapos no se comen; pero yo me los he comido también, aunque no se coman, y saben igual que las ranas. Felipa es la que dice que es malo comer sapos. Felipa tiene los ojos verdes como los ojos de los gatos. Ella es la que me da de comer en la cocina cada vez que me toca comer. Ella no quiere que yo perjudique a las ranas. Pero, a todo esto, es mi madrina la que me manda a hacer las cosas... Yo quiero más a Felipa que a mi madrina. Pero es mi madrina la que saca el dinero de su bolsa para que Felipa compre todo lo de la comedera. Felipa sólo se está en la cocina arreglando la comida de los tres. No hace otra cosa desde que yo la conozco. Lo de lavar los trastes a mí me toca. Lo de acarrear leña para prender el fogón también a mí me toca. Luego es mi madrina la que nos reparte la comida. Después de comer ella, hace con sus manos dos montoncitos, uno para Felipa y otro para mí. Pero a veces Felipa no tiene ganas de comer y entonces son para mí los dos montoncitos. Por eso quiero yo a Felipa, porque yo siempre tengo hambre y no me lleno nunca, ni aun comiéndome la comida de ella. Aunque digan que uno se llena comiendo, yo sé bien que no me lleno por más que coma todo lo que me den. Y Felipa también sabe eso...
Dorin Mera: Morții sunt morți
Negru şi imens, ca un petic lipit pe un balon văzut din interior, hubloul crea o senzaţie de fragil,
singurătate şi nimicnicie.
Frigul interstelar se transforma într-un şuvoi acvatic, imersând pilotul într-un ocean – oceanul primordial – care îi trezea false amintiri neplăcute. Zona din spaţiu pe care nava o traversa era tulburată de meteoriţi, care se aprindeau în fluxul de gaz, injectat de scuturi cu sute de kilornetri înaintea navei, cei mai mari apropiindu-se mult, ca un peşte invizibil şi răbdător. Pilotul îşi întoarse capul şi privi atent pupitrul lung, acoperit de butoane pe care le putea apăsa numai gândindu-se la ele : culorile nu mai erau violente ca la începutul schimbului, le dispăruse strălucirea, semn că obosise.
– Am început să obosesc, ii spuse colegului
– Bine.
– Cred că o să ne schimbe cineva, nu?
În zece secunde vei fi schimbat.
Decuplarea de sisternul de comandă era lăsarea nopţii absolute : toată senzaţia de lumină, hubloul, pupitrul erau simplă butaforie, un mod prietenos al sistemului de comandă al navei de a reprezenta în mintea pilotului toate datele pe care le strângea de la senzorii externi, date pe care sistentul le transplanta în reprezentări accesibile minţii umane: butoane, grafice, semnale de avertizare luminoase şi acustice. În realitate era întuneric. Pilotul se lăsă pe vine şi atinse podeaua, răsuflînd uşurat: contactul cu suprafaţa netedă îi elimină senzaţia că plutea în vid. Vechile obişnuinţe, mascate pînă atunci în procesul de conducere al navei, îi reapărură. Dibui cu mâna stângă butonul de start al AMC-ului şi îl apăsă: „Mai ai zece secunde şi poți să aprinzi lampa”. Pilotul se gândi că cifra zece se repetase de două ori într-un interval de timp foarte scurt şi că asta trebuie să însemne ceva, dar nu-şi aduse aminte ce şi nici n-avea senzaţia că există ceva în memorie care să explice repetiţia. Aprinse lampa.
– Stinge-o, te rog, mă dor ochii de mă ucid !
– Iartă-rnă, la mine e pe dos, în primul moment, în intuneric, am avut impresa că m-au ejectat în spațiu la sfârşitul schimbului, a trebuit să pun mâna jos şi să pipăi podeaua. Stinse lampa.
– Ei, na, de ce să te arunce?
Cum de ce, conceptul e vechi, foloseşte şi aruncă… Pilotul tăcu, gluma nu i se părea reuşită, celălalt o luase în serios. Scuzabil, era epuizat.
– Nu m-au decuplat la timp, zise celălalt şi tăcu.
– Cine? Ah, da, sistemul de comandă !
– Nu, nu sistemul, ei, ei sunt de vină, m-au ţinut în plus, peste capacitatea mea de rezistenţă…
Pilar Pedraza: Mascarilla
Me metí en la cama a las cuatro de la madrugada, pero no importaba:
podía levantarme cuando quisiera; tenía por delante dos días libres. Tal vez
debería haberme quedado a dormir con él.
¡Había insistido tanto! Pero no quería ponérselo fácil; a fin de cuentas, desvió la conversación cuando
le insinué lo del contrato con su agencia de publicidad.
Lo mucho que habíamos bebido me tenía desvelada. Dudé si tomarme un
somnífero, pero lo dejé: con tanto whisky en el estómago, podía pasarme lo que
a Ester. De todos modos, no lardé en dormirme.
Me despertaron unos timbrazos. El maldito
teléfono. Me di la vuelta y no hice caso, pero el cabrón que llamaba parecía
dispuesto a batir su propio récord. Insistía, insistía, taladrándome la
cabeza. Miré el reloj: las ocho y media. Mierda. Me senté en la cama y
descolgué con la insensata esperanza de que fuera Rene, que tal vez hubiera
reflexionado sobre lo del contrato. Pero no, claro. Una voz afeminada que
conocía muy bien me saludó, llenándome de arrullos que no presagiaban nada
bueno.
—¿Cómo estás, bonita? ¿Te despierto? ¡No
sabes cómo lo siento, cariño, pero es importante!
Jorge Luis Borges: La intrusa
Dicen (lo cual es improbable) que la historia fue referida por Eduardo, el menor de los Nelson, en el velorio de Cristián, el mayor, que falleció de muerte natural, hacia mil ochocientos noventa y tantos, en el partido de Morón. Lo cierto es que alguien la oyó de alguien, en el decurso de esa larga noche perdida, entre mate y mate, y la repitió a Santiago Dabove, por quien la supe. Años después, volvieron a contármela en Turdera, donde había acontecido. La segunda versión, algo más prolija, confirmaba en suma la de Santiago, con las pequeñas variaciones y divergencias que son del caso. La escribo ahora porque en ella se cifra, si no me engaño, un breve y trágico cristal de la índole de los orilleros antiguos. Lo haré con probidad, pero ya preveo que cederé a la tentación literaria de acentuar o agregar algún pormenor.
En Turdera los llamaban los Nilsen. El párroco me dijo que su predecesor recordaba, no sin sorpresa, haber visto en la casa de esa gente una gastada Biblia de tapas negras, con caracteres góticos; en las últimas páginas entrevió nombres y fechas manuscritas. Era el único libro que había en la casa. La azarosa crónica de los Nilsen, perdida como todo se perderá. El caserón, que ya no existe, era de ladrillo sin revocar; desde el zaguán se divisaban un patio de baldosa colorada y otro de tierra. Pocos, por lo demás, entraron ahí; los Nilsen defendían su soledad. En las habitaciones desmanteladas dormían en catres; sus lujos eran el caballo, el apero, la daga de hojas corta, el atuendo rumboso de los sábados y el alcohol pendenciero. Sé que eran altos, de melena rojiza. Dinamarca o Irlanda, de las que nunca oirían hablar, andaban por la sangre de esos dos criollos. El barrio los temía a los Colorados; no es imposible que debieran alguna muerte. Hombro a hombro pelearon una vez a la policía. Se dice que el menor tuvo un altercado con Juan Iberra, en el que no llevó la peor parte, lo cual, según los entendidos, es mucho. Fueron troperos, cuarteadores, cuatreros y alguna vez tahúres. Tenían fama de avaros, salvo cuando la bebida y el juego los volvían generosos. De sus deudos nada se sabe y ni de dónde vinieron. Eran dueños de una carreta y una yunta de bueyes.
Robert Louis Stevenson: Olalla
'Now,' said the doctor, 'my part is done, and, I may say, with some vanity, well done. It remains only to get you out of this cold and poisonous city, and to give you two months of a pure air and an easy conscience. The last is your affair. To the first I think I can help you. It fells indeed rather oddly; it was but the other day the Padre came in from the country; and as he and I are old friends, although of contrary professions, he applied to me in a matter of distress among some of his parishioners. This was a family--but you are ignorant of Spain, and even the names of our grandees are hardly known to you; suffice it, then, that they were once great people, and are now fallen to the brink of destitution. Nothing now belongs to them but the residencia, and certain leagues of desert mountain, in the greater part of which not even a goat could support life. But the house is a fine old place, and stands at a great height among the hills, and most salubriously; and I had no sooner heard my friend's tale, than I remembered you. I told him I had a wounded officer, wounded in the good cause, who was now able to make a change; and I proposed that his friends should take you for a lodger. Instantly the Padre's face grew dark, as I had maliciously foreseen it would. It was out of the question, he said. Then let them starve, said I, for I have no sympathy with tatterdemalion pride. There-upon we separated, not very content with one another; but yesterday, to my wonder, the Padre returned and made a submission: the difficulty, he said, he had found upon enquiry to be less than he had feared; or, in other words, these proud people had put their pride in their pocket. I closed with the offer; and, subject to your approval, I have taken rooms for you in the residencia. The air of these mountains will renew your blood; and the quiet in which you will there live is worth all the medicines in the world.'
'Doctor,' said I, 'you have been throughout my good angel, and your advice is a command. But tell me, if you please, something of the family with which I am to reside.'
'I am coming to that,' replied my friend; 'and, indeed, there is a difficulty in the way. These beggars are, as I have said, of very high descent and swollen with the most baseless vanity; they have lived for some generations in a growing isolation, drawing away, on either hand, from the rich who had now become too high for them, and from the poor, whom they still regarded as too low; and even to-day, when poverty forces them to unfasten their door to a guest, they cannot do so without a most ungracious stipulation. You are to remain, they say, a stranger; they will give you attendance, but they refuse from the first the idea of the smallest intimacy.'
José de Espronceda: La pata de palo
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José de Espronceda by Manuel Arroyo y Lorenzo |
Voy a contar el caso mas espantable y prodigioso que buenamente imaginarse puede, caso que hará erizar el cabello, horripilarse las carnes, pasmar el ánimo y acobardar el corazón más intrépido, mientras dure su memoria entre los hombres y pase de generación en generación su fama con la eterna desgracia del infeliz a quien cupo tan mala y tan desventurada suerte. ¡Oh cojos!, escarmentad en pierna ajena y leed con atención esta historia, que tiene tanto de cierta como de lastimosa; con vosotros hablo, y mejor diré con todos, puesto que no hay en el mundo nadie, a no carecer de piernas, que no se halle expuesto a perderlas.
Érase que en Londres vivían, no ha medio siglo, un comerciante y un artífice de piernas de palo, famosos ambos: el primero, por sus riquezas, y el segundo, por su rara habilidad en su oficio. Y basta decir que ésta era tal, que aun los de piernas más ágiles y ligeras envidiaban las que solía hacer de madera, hasta el punto de haberse hecho de moda las piernas de palo, con grave perjuicio de las naturales. Acertó en este tiempo nuestro comerciante a romperse una de las suyas, con tal perfección, que los cirujanos no hallaron otro remedio más que cortársela, y aunque el dolor de la operación le tuvo a pique de expirar, luego que se encontró sin pierna, no dejó de alegrarse pensando en el artífice, que con una de palo le habría de librar para siempre de semejantes percances. Mandó llamar a Mr Wood al momento (que éste era el nombre del estupendo maestro pernero), y como suele decirse, no se le cocía el pan, imaginándose ya con su bien arreglada y prodigiosa pierna que, aunque hombre grave, gordo y de más de cuarenta años, el deseo de experimentar en sí mismo la habilidad del artífice le tenía fuera de sus casillas.
Richard Matheson: The funeral
MORTON SILKLINE WAS IN HIS OFFICE musing over floral arrangements for the Fenton obsequies when the chiming strains of “I Am Crossing o’er the Bar to Join the Choir Invisible” announced an entrant into Clooney’s Cut-Rate Catafalque.
Blinking meditation from his liver-colored eyes, Silkline knit his fingers to a placid clasp, then settled back against the sable leather of his chair, a smile of funereal welcome on his lips. Out in the stillness of the hallway, footsteps sounded on the muffling carpet, moving with a leisured pace and, just before the tall man entered, the desk clock buzzed a curt acknowledgment to 7:30.
Rising as if caught in the midst of a tête-à-tête with death’s bright angel. Morton Silkline circled the glossy desk on whispering feet and extended one flaccid-fingered hand.
“Ah, good evening, sir,” he dulceted, his smile a precise compendium of sympathy and welcome, his voice a calculated drip of obeisance.
The man’s handshake was cool and bone-cracking but Silkline managed to repress reaction to a momentary flicker of agony in his cinnamon eyes.
Guy de Maupassant: Apparition
On parlait de séquestration à propos d'un procès récent. C'était à la fin d'une soirée intime, rue de Grenelle, dans un ancien hôtel, et chacun avait son histoire, une histoire qu'il affirmait vraie.
Alors le vieux marquis de la Tour-Samuel, âgé de quatre-vingt-deux ans, se leva et vint s'appuyer à la cheminée. Il dit de sa voix un peu tremblante :
- Moi aussi, je sais une chose étrange, tellement étrange, qu'elle a été l'obsession de ma vie. Voici maintenant cinquante-six ans que cette aventure m'est arrivée, et il ne se passe pas un mois sans que je la revoie en rêve. Il m'est demeuré de ce jour-là une marque, une empreinte de peur, me comprenez-vous ? Oui, j'ai subi l'horrible épouvante, pendant dix minutes, d'une telle façon que depuis cette heure une sorte de terreur constante m'est restée dans l'âme. Les bruits inattendus me font tressaillir jusqu'au cœur ; les objets que je distingue mal dans l'ombre du soir me donnent une envie folle de me sauver. J'ai peur la nuit, enfin.
Oh ! je n'aurais pas avoué cela avant d'être arrivé à l'âge où je suis. Maintenant je peux tout dire. Il est permis de n'être pas brave devant les dangers imaginaires, quand on a quatre-vingt-deux ans. Devant les dangers véritables, je n'ai jamais reculé, Mesdames.
Cette histoire m'a tellement bouleversé l'esprit, a jeté en moi un trouble si profond, si mystérieux, si épouvantable, que je ne l'ai même jamais racontée. Je l'ai gardée dans le fond intime de moi, dans ce fond où l'on cache les secrets pénibles, les secrets honteux, toutes les inavouables faiblesses que nous avons dans notre existence.
Víctor Montoya: La loca
1
Mi madre contaba que mi abuela era loca, loca de amarrar. Que se perdía abandonando a sus hijos de pecho, mientras mi abuelo, montado en su caballo, la buscaba cuesta arriba y cuesta abajo, revólver al cinto y látigo en mano.
Cuando mi abuela volvía a casa, después de varios días y varias noches, tenía la ropa en jirones, los pies descalzos y las trenzas desatadas por el viento. Y aunque no lloraba ni se quejaba, cargaba heridas en el cuerpo y en el alma.
2
Mi madre contaba que mi abuela era loca, loca de temer. Aullaba como una loba mirando la luna y trepaba por las paredes como mujer araña. Abría los ojos grandes, muy grandes, y enseñaba las uñas y los dientes en actitud de ataque.
Dino Buzzati: Il corridoio del grande albergo
Rientrato nella mia camera d’albergo a tarda ora, mi ero già mezzo spogliato quando ebbi bisogno di andare alla toilette.
La mia camera era quasi in fondo a un corridoio interminabile e poco illuminato; circa ogni venti metri tenui lampade violacee proiettavano fasci di luce sul tappeto rosso. Giusto a metà, in corrispondenza di una di queste lampadine, c’erano da una parte la scala, dall’altra la doppia porta a vetri del locale.
Indossata una vestaglia, uscii nel corridoio ch’era deserto. Ed ero quasi giunto alla toilette quando mi trovai di fronte a un uomo pure in vestaglia che, sbucato dall’ombra, veniva dalla parte opposta. Era un signore alto e grosso con una tonda barba alla Edoardo VII. Aveva la mia stessa meta? Come succede, entrambi si ebbe un istante di imbarazzo, per poco non ci urtammo. Fatto è che io, chissà come, mi vergognai di entrare al gabinetto sotto i suoi sguardi e proseguii, come se mi dirigessi altrove. E lui fece lo stesso.
Ma, dopo pochi passi, mi resi conto della stupidaggine commessa. Infatti, che potevo fare? Le eventualità erano due: o proseguire fino in fondo al corridoio e poi tornare indietro, sperando che il signore con la barba nel frattempo se ne fosse andato. Ma non era detto che costui dovesse entrare in una stanza e lasciare così libero il campo; forse anch’egli voleva andare alla toilette e, incontrandomi, si era vergognato, esattamente come avevo fatto io; e ora si trovava nella stessa mia imbarazzante situazione. Perciò, tornando sui miei passi, rischiavo d’incontrarlo un’altra volta e di fare ancora di più la figura del cretino.
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