A principios del verano, cuando las clases y los exámenes habían
acabado y ya se respiraba en la Facultad un franco ambiente de
vacaciones, el profesor Fabio Mur recibió una inesperada invitación a
participar en un simposio en la ciudad de X.
El curso había sido
duro y Mur se hallaba al borde del agotamiento nervioso, de modo que
pensó que un cambio de ambiente le vendría bien. Se sentía deprimido por
problemas personales, atascado en sus investigaciones y, en suma,
molesto con cuanto le rodeaba. El simposio le proporcionó una excusa
para huir, cosa que de otro modo no hubiera hecho, porque el hastío y el
cansancio mismo le tenían inmovilizado, amenazando con hundirle en un
marasmo estival funesto para su cuerpo y para su espíritu. Se
dispuso, pues, a partir con cierto alivio y con la euforia de quien se
prepara para una pequeña aventura.
El hecho de ser incapaz de
conducir un vehículo no constituía problema alguno en su vida cotidiana:
vivía cerca de la Universidad y de la Biblioteca Nacional, y había
logrado memorizar los números de los autobuses que podían llevarle a una
y otra parte. Pero cuando se veía obligado a viajar, las cosas se
complicaban extraordinariamente. Como odiaba realizar cualquier tipo de
trasbordo, dilapidaba pequeñas fortunas en aviones de línea regular o
trenes que le condujeran exactamente a su destino.
Desgraciadamente,
eso era imposible en el caso del simposio, cuyos organizadores habían
elegido la pintoresca X. con criterio cultural, artístico e incluso
paisajístico, sin preocuparse de su lejanía de las vías de
comunicación de primer orden. Yendo en autobús, había que hacer tres
molestos trasbordos; en tren, sólo dos. Mur optó por el tren, no sin
temblar al recordar que, en una ocasión semejante, hizo un cambio en
Zúrich para ir a Munich y fue a parar a Hannover. Durante la aventura
había perdido un valioso neceser de piel, regalo de su difunta hermana
Cornelia.
Esta vez, tomó el tren en su ciudad y bajó en la estación de Z.,
donde debía trasbordar. Faltaban aún tres cuartos de hora, así que se
dirigió a la cantina y aplacó sus nervios con una copa de coñac. Luego,
acuciado por una necesidad perentoria, se introdujo en el lavabo de
caballeros, cargado con su portafolios y su pequeña maleta, que pesaba
bastante por contener varios libros.
Cuando se disponía a salir,
notó con espanto que el pestillo del retrete se había atascado. Forcejeó
un momento, sudoroso y mirando el reloj a cada segundo, como si
temiera que las manecillas fueran a saltar. Faltaban todavía diez
minutos, pero el profesor Mur nunca confió en la marcha regular del
tiempo, del que en general tenía mala opinión.