Años atrás le había dicho:
_Si desea usted algo no tiene más que llamar al timbre; yo acudiré enseguida.
No lo había dicho con esa carencia de tono de quien se halla habituado una y otra vez a la misma fórmula; sin duda no sólo contaba con pocos clientes sino que quiso dar a la frase una intención que entonces no supo adivinar, ansioso por llegar a la cama y demasiado ocupado por la sensación de malestar que le produjo el sujeto.
Fue una noche en que se perdió en un cruce de carreteras, se adentró por una de montaña en lamentable estado y solamente al cabo de un par de horas pudo llegar a otra asfaltada donde aún existía un poste de fundición de principios de siglo, cuyas indicaciones estaban tan borradas que no pudo descifrarlas al resplandor de los faros. Sin lograr orientarse en el mapa tomó al azar un sentido y al cabo de bastantes kilómetros dio con un pueblo desierto y apagado _una docena de casas de adobe a ambos lados de la carretera y una sola bombilla que se balanceaba en el aire colgada del cable, tan mortecina que ni siquiera llegaba a iluminar la calzada_, de suerte que, a pesar del cansancio y lo avanzado de la hora, no tuvo otra opción que seguir adelante, en la dirección de una señal que decía: «A Región 23 km.» Así que cuando poco después, a la salida de una fuerte curva, se topó con un caserón al pie de la carretera con un melancólico luminoso que escuetamente decía «Camas» no lo pensó dos veces.