Tales of Mystery and Imagination

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Howard Phillips Lovecraft: He



I saw him on a sleepless night when I was walking desperately to save my soul and my vision. My coming to New York had been a mistake; for whereas I had looked for poignant wonder and inspiration in the teeming labyrinths of ancient streets that twist endlessly from forgotten courts and squares and waterfronts to courts and squares and waterfronts equally forgotten, and in the Cyclopean modern towers and pinnacles that rise blackly Babylonian under waning moons, I had found instead only a sense of horror and oppression which threatened to master, paralyze, and annihilate me.

The disillusion had been gradual. Coming for the first time upon the town, I had seen it in the sunset from a bridge, majestic above its waters, its incredible peaks and pyramids rising flowerlike and delicate from pools of violet mist to play with the flaming clouds and the first stars of evening. Then it had lighted up window by window above the shimmering tides where lanterns nodded and glided and deep horns bayed weird harmonies, and had itself become a starry firmament of dream, redolent of faery music, and one with the marvels of Carcassonne and Samarcand and El Dorado and all glorious and half-fabulous cities. Shortly afterward I was taken through those antique ways so dear to my fancy—narrow, curving alleys and passages where rows of red Georgian brick blinked with small-paned dormers above pillared doorways that had looked on gilded sedans and paneled coaches—and in the first flush of realization of these long-wished things I thought I had indeed achieved such treasures as would make me in time a poet.

Juan José Arreola: Un pacto con el diablo



Aunque me di prisa y llegué al cine corriendo, la película había comenzado. En el salón oscuro traté de encontrar un sitio. Quedé junto a un hombre de aspecto distinguido.

-Perdone usted -le dije-, ¿no podría contarme brevemente lo que ha ocurrido en la pantalla?

-Sí. Daniel Brown, a quien ve usted allí, ha hecho un pacto con el diablo.

-Gracias. Ahora quiero saber las condiciones del pacto: ¿podría explicármelas?

-Con mucho gusto. El diablo se compromete a proporcionar la riqueza a Daniel Brown durante siete años. Naturalmente, a cambio de su alma.

-¿Siete nomás?

-El contrato puede renovarse. No hace mucho, Daniel Brown lo firmó con un poco de sangre.

Ángel Olgoso: Los bajíos



Se untan con pomadas para cicatrizar las terribles grietas que deja en su piel la humedad constante y reblandecedora. Frotan sin piedad sus uñas con estropajos y perfuman su cuerpo con artemisa y lavanda para enmascarar el hedor a pescado. Toman infusiones con miel para suavizar sus destrozadas cuerdas vocales. Pero el efecto es poco duradero: ningún emplasto las libra del dolor de garganta, de las profundas estrías, del sabor submarino a algas que prevalece sobre cualquier empeño. Y, rendidas, vuelven disciplinadamente a su ocupación, como bestias uncidas al yugo, como esos niños con las orejas clavadas al banco de trabajo en la fábrica, regresan a su puesto en esta isla rocosa sin discutir la índole de su tarea, doce horas con el agua hasta la cintura, absortas entre las piedras infestadas de minúsculos cangrejos, percebes y pulgas de mar, en compañía de los cormoranes, de las flagelaciones de espuma, de la rutinaria pesadilla de las tormentas, del gemido agónico de los ahogados, siempre ojo avizor tras cualquier barco que cabotea cerca o hace ondear las velas, las grímpolas y las flámulas, llorando en silencio, soñando con subir a bordo y escapar lejos de estos bajíos, surcar las aguas crestadas de blanco hacia no importa qué país, perderse tierra adentro en un bosque de hayas, en un desierto quemado por el sol salvaje, en una atronadora ciudad, en las herbosas laderas de una montaña. Mientras tanto, la sombría marea baja les absorbe la vitalidad y sienten que su piel se va apagando como la de un lagarto que acabase de morir, ya no es más que un manchón de plata, con largos cabellos apresados en salitre y esa pronunciación de escamas abajo. Sin embargo, a pesar de todo, aún cantan con exquisita dulzura, quizá lo hagan al dictado de arcaicas servidumbres, pero cantan sin parar, aún cautivan, aún entonan promesas que atraerán irresistiblemente a marinos incautos.

Félix J. Palma: El muchaho dulce


Cuando Luz cumplió dieciocho años, su abuela Alba colocó en la puerta de la casa un cartelito que rezaba: se necesita novio. Tras múltiples retoques, el anuncio resultó ser un sencillo pañito de terciopelo azul con el aviso a los pretendientes en onduladas letras de hilo plateado. Desde que sus padres aceptaron el puesto vacante de pareja voladora en un circo que se detuvo unas semanas en el pueblo, entre otras cosas para celebrar un funeral imprevisto por sus dos trapecistas, Alba pasó a ocuparse de la pequeña Luz. En un principio, aquella custodia debía corresponderse tan sólo con los cinco meses del contrato, pero el espectáculo de los Amantes Alados, con sus besos de amor a treinta metros del suelo, se convirtió en el número estrella del repertorio circense, desplazando incluso al domador de peces, y una y otra vez Luz recibía postales de ciudades enormes y extrañas que nadie sabía encontrar en los mapas, en las que la letra saltarina de su madre le aseguraba encarecidamente que sólo seguirían en el circo hasta la próxima escala. Pero cuando Luz le pidió a su abuela un nuevo álbum para las postales, Alba comprendió que sus cuidados no iban a ser tan provisionales como parecían en un principio, y supo que de sus débiles manos y no de otras debía salir la fuerza necesaria para enderezar a su nieta y que ésta creciera lo más derecha posible. Alba asumió la empresa con entusiasmo, no sólo porque la distraía de pensar en el nicho que ya tenía reservado en el cementerio, sino porque aquello le daba la oportunidad de plagiar los mejores momentos de su vida y de volver a exponer su carne entumecida a ese regalo de lumbre alegre y tumultuosa que emiten sin querer los adolescentes.

Luigi Capuana: Delitto ideale



—E la giustizia?—esclamò Lastrucci.
—Quale?—replicò Morani.—Di quella del mondo di là, nessuno sa niente; la nostra, l'umana, è cosa talmente rozza, superficiale, barbarica, da non meritar punto di essere chiamata giustizia. Condanna o assolve alla cieca, per fatti esteriori, su testimonianze che affermano soltanto l'azione materiale, quel che meno importa in un delitto. Il vero delitto, lo spirituale, resultato del pensiero e della coscienza, le sfugge quasi sempre; e così essa spessissimo condanna quando dovrebbe assolvere e assolve, pur troppo! quando dovrebbe condannare.
—Ecco i tuoi soliti paradossi! La giustizia umana fa quel che può.
Vorresti dunque punire fin le intenzioni nascoste?
—Certamente. Un omicidio pensato, maturato con lunga riflessione in tutti i suoi minimi particolari e poi non eseguito perchè l'energia dell'individuo si è già esaurita nell'idearlo e prepararlo, è forse delitto meno grave d'un omicidio realmente compiuto?
—Tu foggi un caso strano, eccezionale.
—Più comune di quanto immagini. Ed io ho conosciuto un uomo, degno veramente di questo nome, il quale si è giudicato da sè per un delitto di tal genere, e si è punito come se avesse proprio commesso l'omicidio soltanto fantasticato e progettato.

Robert E. Howard: In the Forest of Villefére



The sun had set. The great shadows came striding over the forest. In the weird twilight of a late summer day, I saw the path ahead glide on among the mighty trees and disappear. And I shuddered and glanced fearfully over my shoulder. Miles behind lay the nearest village--miles ahead the next.

I looked to left and to right as I strode on, and anon I looked behind me. And anon I stopped short, grasping my rapier, as a breaking twig betokened the going of some small beast. Or was it a beast?

But the path led on and I followed, because, forsooth, I had naught else to do.

As I went I bethought me, "My own thoughts will route me, if I be not aware. What is there in this forest, except perhaps the creatures that roam it, deer and the like? Tush, the foolish legends of those villagers!"

And so I went and the twilight faded into dusk. Stars began to blink and the leaves of the trees murmured in the faint breeze. And then I stopped short, my sword leaping to my hand, for just ahead, around a curve of the path, someone was singing. The words I could not distinguish, but the accent was strange, almost barbaric.

I stepped behind a great tree, and the cold sweat beaded my forehead. Then the singer came in sight, a tall, thin man, vague in the twilight. I shrugged my shoulders. A man I did not fear. I sprang out, my point raised.

"Stand!"

Gabriel García Márquez: La otra costilla



Sin saber por qué, despertó sobresaltado. Un acre olor a violeta y a formaldehído venía, robusto y ancho, desde la otra habitación a confundirse con el aroma de flores recién abiertas que mandaba el jardín amaneciente. Trató de serenarse, de recobrar ese ánimo que bruscamente había perdido en el sueño. Debía de ser ya la madrugada porque afuera, en el huerto, había empezado a cantar el chorro entre las legumbres y el cielo era azul por la ventana abierta. Repasó la sombría habitación tratando de explicarse aquel despertar brusco, inesperado. Tenía la impresión, la certidumbre física de que alguien había entrado mientras él dormía. Sin embargo estaba solo, y la puerta, cerrada por dentro, no daba muestra alguna de violencia. Sobre el aire de la ventana despertaba un lucero. Quedó quieto un momento como tratando de aflojar la tensión nerviosa que lo había empujado hacia la superficie del sueño, y cerrando los ojos, bocarriba, empezó a buscar nuevamente el hilo de la serenidad. La sangre, arracimada, se le desgajó en la garganta en tanto que más allá, en el pecho, se le desesperaba el corazón robustamente marcando, marcando un ritmo acentuado y ligero como si viniera de una carrera desbocada. Repasó mentalmente los minutos anteriores. Tal vez tuvo un sueño extraño. Pudo ser una pesadilla. No. No había nada de particular, ningún motivo de sobresalto en “eso”.

Iba en un tren (ahora puedo recordarlo) a través de un paisaje (este sueño lo he tenido frecuentemente) de naturalezas muertas, sembrado de árboles artificiales, falsos, frutecidos de navajas, tijeras y otros diversos (ahora recuerdo que debo hacerme arreglar el cabello) instrumentos de barbería. Este sueño lo había tenido frecuentemente pero nunca le produjo ese sobresalto. Detrás de un árbol estaba su hermano, el otro, su gemelo, el que había sido enterrado aquella tarde, gesticulando (esto me ha sucedido alguna vez en la vida real) para que hiciera detener el tren. Convencido de la inutilidad de su mensaje comenzó a correr detrás del vagón hasta cuando se derrumbó, jadeante, con la boca llena de espuma. Ciertamente era su sueño absurdo, irracional, pero que no motivaba en modo alguno ese despertar desasosegado. Cerró los ojos nuevamente con las sienes golpeadas aún por la corriente de sangre que le subía firme como un puño cerrado. El tren penetró a una geografía árida, estéril, aburrida, y un dolor que sintió en la pierna izquierda le hizo desviar la atención del paisaje. Observó que tenía (no debo seguir usando estos zapatos apretados) un tumor en el dedo central del pie. De manera natural, y como si estuviera acostumbrado a ello, sacó del bolsillo un destornillador con el que extrajo la cabeza del tumor. La depositó cuidadosamente en una cajita azul (¿se ven los colores en el sueño?) y por la cicatriz vio asomarse el extremo de un cordón grasiento y amarillo. Sin alterarse, como si hubiera esperado la presencia de ese cordón, tiró de él lentamente, con cuidadosa exactitud. Fue una cinta larga, larguísima, que surgía espontáneamente, sin molestias ni dolor. Un segundo después levantó la vista y vio que el vagón había sido desocupado y que solo, en otro compartimiento del tren, estaba su hermano vestido de mujer frente a un espejo, tratando de extraerse el ojo izquierdo con unas tijeras.

Patricia Highsmith: Something the cat dragged in



A few seconds of pondering silence in the Scrabble game was interrupted by a rustle of plastic at the cat door: Portland Bill was coming in again. Nobody paid any atten­tion. Michael and Gladys Herbert were ahead, Gladys doing a bit better than her husband. The Herberts played Scrabble often and were quite sharp at it. Colonel Edward Phelps-a neighbor and a good friend—was limping along, and his American niece Phyllis, aged nineteen, had been doing well but had lost interest in the last ten minutes. It would soon be teatime. The Colonel was sleepy and looked it.
'Quack,' said the Colonel thoughtfully, pushing a fore­finger against his Kipling-style mustache. 'Pity-I was thinking of earthquake.'
'If you've got quack, Uncle Eddie,' said Phyllis, 'how could you get quake out of it?'
The cat made another more sustained noise at his door, and now with black tail and brindle hindquarters in the house, he moved backwards and pulled something through the plastic oval. What he had dragged in looked whitish and about six inches long.
'Caught another bird,' said Michael, impatient for Eddie to make his move so he could make a brilliant move before somebody grabbed it.
'Looks like another goose foot,' said Gladys, glancing. 'Ugh.'
The Colonel at last moved, adding a P to SUM.

Augusto Roa Bastos: La excavación



El primer desprendimiento de tierra se produjo a unos tres metros, a sus espaldas. No le pareció al principio nada alarmante. Sería solamente una veta blanda del terreno de arriba. Las tinieblas apenas se pusieron un poco más densas en el angosto agujero por el que únicamente arrastrándose sobre el vientre un hombre podía avanzar o retroceder. No podía detenerse ahora. Siguió avanzando con el plato de hojalata que le servía de perforador. La creciente humedad que iba impregnando la tosca dura lo alentaba. La barranca ya no estaría lejos; a lo sumo, unos cuatro o cinco metros, lo que representaba unos veinticinco días más de trabajo hasta el boquete liberador sobre el río.
Alternándose en turnos seguidos de cuatro horas, seis presos hacían avanzar la excavación veinte centímetros diariamente. Hubieran podido avanzar más rápido, pero la capacidad de trabajo estaba limitada por la posibilidad de desalojar la tierra en el tacho de desperdicios sin que fuera notada. Se habían abstenido de orinar en la lata que entraba y salía dos veces al día. Lo hacían en los rincones de la celda húmeda y agrietada, con lo que si bien aumentaban el hedor siniestro de la reclusión, ganaban también unos cuantos centímetros más de "bodega" para el contrabando de la tierra excavada.

Edward Lucas White: Lukundoo



“It stands to reason,” said Twombly, “that a man must accept the evidence of his own eyes, and when eyes and ears agree, there can be no doubt. He has to believe what he has both seen and heard.”

“Not always,” put in Singleton, softly.

Every man turned toward Singleton. Twombly was standing on the hearth-rug, his back to the grate, his legs spread out, with his habitual air of dominating the room. Singleton, as usual, was as much as possible effaced in a corner. But when Singleton spoke he said something. We faced him in that flattering spontaneity of expectant silence which invites utterance.

I was thinking,” he said, after an interval, “of something I both saw and heard in Africa.” Now, if there was one thing we had found impossible it had been to elicit from Singleton anything definite about his African experiences. As with the Alpinist in the story, who could tell only that he went up and came down, the sum of Singleton's revelations had been that he went there and came away. His words now riveted our attention at once. Twombly faded from the hearth-rug, but not one of us could ever recall having seen him go. The room readjusted itself, focused on Singleton, and there was some hasty and furtive lighting of fresh cigars. Singleton lit one also, but it went out immediately, and he never relit it.

Leopoldo Lugones: Los caballos de Abdera

Leopoldo Lugones


Abdera, la ciudad tracia del Egeo, que actualmente es Balastra y que no debe ser confundida con su tocaya bética, era célebre por sus caballos.

Descollar en Tracia por sus caballos, no era poco; y ella descollaba hasta ser única. Los habitantes todos tenían a gala la educación de tan noble animal, y esta pasión cultivada a porfía durante largos años, hasta formar parte de las tradiciones fundamentales, había producido efectos maravillosos. Los caballos de Abdera gozaban de fama excepcional, y todas las poblaciones tracias, desde los cicones hasta los bisaltos, eran tributarios en esto de los bistones, pobladores de la mencionada ciudad. Debe añadirse que semejante industria, uniendo el provecho a la satisfacción, ocupaba desde el rey hasta el último ciudadano.

Robert W. Chambers: The Demoiselle d'Ys



"There be three things which are too wonderful for me, yea, four which I know not:
"The way of an eagle in the air; the way of a serpent upon a rock; the way of a ship in the midst of the sea; and the way of a man with a maid."

I

The utter desolation of the scene began to have its effect; I sat down to face the situation and, if possible, recall to mind some landmark which might aid me in extricating myself from my present position. If I could only find the ocean again all would clear, for I knew one could see the island of Groix from the cliffs.

I laid down my gun, and kneeling behind a rock lighted a pipe. Then I looked at my watch. It was nearly four o'clock. I might have wandered from Kerselec since day-break.

Standing the day before on the cliffs below Kerselec with Goulven, looking out over the sombre moors among which I had now lost my way, those downs had appeared to me level as a meadow, stretching to the horizon, and although I knew how deceptive is distance, I could not realize that what from Kerselec seemed to be more grassy hollows were great valleys covered with gorse and heather, and what looked like scattered boulders were in reality enormous cliffs of granite.

Juan Pedro Aparicio: Promesa rota



Carmela estaba tan enamorada de Marcelo que aceptó que su perro Tobi, un alegre labrador de color canela, viviera con ellos.
A los pocos meses, Marcelo enfermó de gravedad y, en el lecho de dolor, le suplicó a Carmela que no abandonara a Tobi, que lo mantuviera con ella tras su muerte; ella con lágrimas en los ojos así lo prometió.
Pero, una vez sola, se sintió incapaz de convivir con el juguetón y alegre Tobi, tan hiperactivo, y lo llevó a sacrificar. A los pocos meses Carmela dio a luz a un niño. Era sano y hermoso. Cuando el médico le golpeó en la espalda para abrir sus pulmones con un arranque de llanto, el bebé aulló, un aullido de perro.

Carmen Lyra: La suegra del diablo



Había una vez una viuda de buen pasar, que tenía una hija. La muchacha era hermosa y la madre quería casarla con un hombre bien rico. Se presentaron algunos pretendientes, todos hombres honrados, trabajadores y acomodados, pero la viuda los despedía con su música a otra parte porque no eran riquísimos.

Una tarde se asomó la muchacha a la ventana, bien compuesta y de pelo suelto. (Por cierto que el pelo le llegaba a las corvas y lo tenía muy arrepentido). No hacía mucho rato que estaba allí, cuando pasó un señor a caballo. Era un hombre muy galán, muy bien vestido, con un sombrero de pita finísimo, moreno, de ojos negros y unos grandes bigotes con las puntas para arriba. El caballo era un hermoso animal con los cascos de plata y los arneses de oro y plata. Saludó con una gran reverencia a la niña, y le echó un perico. La niña advirtió que el caballero tenía todos los dientes de oro. El caballo al pasar se volvió una pura pirueta. Desde la esquina, el jinete volvió a saludar a la muchacha, que se metió corriendo a contar a su madre lo ocurrido.

A la tarde siguiente, madre e hija bien alicoreadas, se situaron en la ventana. Volvió a pasar el caballero en otro caballo negro, más negro que un pecado mortal, con los cascos de oro, frenos de oro, riendas de seda y oro y la montura sembrada de clavitos de oro. La viuda advirtió que en la pechera, en la cadena del reloj y en el dedito chiquito de la mano izquierda, le chispeaban brillantes. Se convenció de que era cierto que tenía toda la dentadura de oro. Las dos mujeres se volvieron una miel para contestar el saludo del caballero.

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