Tales of Mystery and Imagination

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Francis Scott Fitzgerald: The Curious Case of Benjamin Button


Chapter I

As long ago as 1860 it was the proper thing to be born at home. At present, so I am told, the high gods of medicine have decreed that the first cries of the young shall be uttered upon the anaesthetic air of a hospital, preferably a fashionable one. So young Mr. and Mrs. Roger Button were fifty years ahead of style when they decided, one day in the summer of 1860, that their first baby should be born in a hospital. Whether this anachronism had any bearing upon the astonishing history I am about to set down will never be known.

I shall tell you what occurred, and let you judge for yourself. The Roger Buttons held an enviable position, both social and financial, in ante-bellum Baltimore. They were related to the This Family and the That Family, which, as every Southerner knew, entitled them to membership in that enormous peerage which largely populated the Confederacy. This was their first experience with the charming old custom of having babies--Mr. Button was naturally nervous. He hoped it would be a boy so that he could be sent to Yale College in Connecticut, at which institution Mr. Button himself had been known for four years by the somewhat obvious nickname of "Cuff."

On the September morning consecrated to the enormous event he arose nervously at six o'clock dressed himself, adjusted an impeccable stock, and hurried forth through the streets of Baltimore to the hospital, to determine whether the darkness of the night had borne in new life upon its bosom.

When he was approximately a hundred yards from the Maryland Private Hospital for Ladies and Gentlemen he saw Doctor Keene, the family physician, descending the front steps, rubbing his hands together with a washing movement--as all doctors are required to do by the unwritten ethics of their profession.

Pablo De Santis: Una de terror



Tengo una caja de cartón a la que llamo “la caja de los tesoros”. Seguramente a nadie le podrían parecer tesoros más que a mí. Hay un soldado de plomo del ejército napoleónico al que le falta un brazo, un yo­yo “profesional” Russell, un cortaplumas roto, una brú­jula con el cristal astillado, una figurita de El Zorro (la única que me quedó de las miles que junté cuando era chico) y una postal que me envió una novia desde algu­na playa. En la postal solamente se ve una ola, y nada más, y en el reverso ella me escribió: “¿Viste alguna vez una postal más estúpida que ésta?” Si cualquier persona se asomara a esa caja (desde luego, ese acto se­ría castigado con la pena de muerte) no podría advertir cuál es el objeto más extraño de todos, y quizás el más precioso: un pedacito de papel viejo, quebradizo, casi quemado, encerrado en un sobre. En el papel no puede leerse casi nada. Es apenas una huella.

Cuando tenía doce años empecé a dibujar his­torietas. En ese momento la mayoría de los chicos leían las revistas mexicanas de Batman, Superman, Fanto­mas, La Pequeña Lulú, y las chicas Susy, Secretos del corazón; a mí me gustaban, en cambio, las de terror. Era difícil conseguirlas, no estaban en todos los quios­cos sino en ferias de plazas o en viejas librerías. Había dos: Doctor Tetrick y Doctor Mortis. En una de ellas vi una página —en la revista decía que era la única que se conservaba— de un dibujante llamado Ashton Forbes. A partir de ahí empecé a seguir los pasos de Forbes y pude conocer su historia, aunque de poco me sirvió.

En una minúscula revista de historietas que publicaban (bueno, fotocopiaban en realidad) unos ami­gos, puse un aviso llamando a los interesados en Ash­ton Forbes. A pesar de que la revista debía tener una venta que rara vez superaba los treinta ejemplares, al­guien me contestó. La carta que me mandó estaba fir­mada sólo con unas iniciales: L.M. Jamás hubiera ima­ginado que la “L” era de Lucía.

José Carlos Somoza: La dama número trece


La sombra se deslizaba entre los árboles. La maleza y la noche le otorgaban el aspecto de una figura incorpórea, pero era un hombre joven, de cabello largo, vestido informalmente. Al llegar al límite de la espesura se detuvo. Tras una pausa, como para asegurarse de que el camino se hallaba libre, atravesó el jardín en dirección a la casa. Era grande, con una galería de columnas blancas en la fachada a modo de peristilo. El hombre subió las escalinatas de la galería, penetró en la casa con tranquila sencillez, recorrió la planta baja sin encender una sola luz y se paró frente a la puerta cerrada del primer dormitorio. Entonces sacó del bolsillo uno de los objetos que llevaba. La puerta se abrió sin ruido. Había una cama, un bulto bajo las sábanas; se oía una respiración. El hombre entró como la niebla, más leve que una pesadilla, se acercó al lecho y vio la mano, la mejilla, los ojos cerrados de la muchacha dormida. Apartó con delicadeza la mano y, segundos antes de que despertara, levantó su pequeño mentón descubriendo el cuello desnudo, un punteado de lunares, la vida latiendo bajo la piel; apoyó la punta del objeto cerca de la nuez y ejerció una ligera y exacta presión. Un rastro como de pétalos
rojos lo acompañó hasta el segundo dormitorio, donde se hallaba la mujer obesa. Cuando salió de este último, sus manos estaban más húmedas, pero no las secó. Regresó por donde había venido en busca de las escaleras que llevaban a la planta superior. Sabía que arriba se encontraba su verdadera víctima.
Las escaleras desembocaban en un pasillo. Era largo, estaba alfombrado y se adornaba de bustos clásicos colocados sobre pedestales. La sombra del hombre eclipsaba los bustos conforme pasaba frente a ellos: Homero, Virgilio, Dante, Petrarca, Shakespeare..., silenciosos y muertos dentro de la piedra, inexpresivos como cabezas decapitadas. Llegó al final del corredor y cruzó una antecámara
mágicamente revelada por la intensa luz verde de un acuario sobre un pedestal de madera. Era un objeto llamativo, pero el hombre no se detuvo a contemplarlo. Abrió una puerta de doble hoja junto al acuario, y, con una linterna, convocó las formas de una lámpara de araña, varias butacas y una cama con dosel. Sobre la cama, una figura imprecisa. El brusco tirón de las sábanas la despertó.
Era una mujer joven, de cabello muy corto y anatomía delgada, casi frágil.
Estaba desnuda, y al incorporarse, los pezones de sus pequeños senos apuntaron hacia la linterna. La luz cegaba sus ojos azules.

Care Santos: Círculo Polar Ártico



Son unos pájaros de expresión triste. Su plumaje es negro, tie­nen las patas y el pico de un vistoso color rojo y la cara como si llevaran una máscara blanca. Los islandeses los llaman lundis. I os ingleses, puffins. En español se les conoce como frailecillos. Emigran a finales de abril, y realizan un alto en su camino en una isla perdida en mitad del Atlántico Norte por la que atra­viesa el Círculo Polar Ártico, llamada Grimsey. De la noche a la mañana, los solitarios acantilados de ese lugar remoto se pue­blan de miles de pájaros tristes. Permanecen allí alrededor de tres meses, el tiempo suficiente para que los polluelos nazcan y prendan a volar. Levantan el vuelo durante la última quince­na de agosto, dicen que nunca más tarde del día veinte. Dejan tras de sí la negra desnudez de los acantilados huérfanos y un vaticinio de catástrofe en el aire.
En lugares como Grimsey, la llegada del invierno siempre es una catástrofe.
Llegué a la isla un diecinueve de agosto, con la cámara al hom­bro y una consigna de mi redactor jefe:
—Atrapa a esos bichos justo en el momento en que se lar­guen y habrás sido el primero.
Alguno de mis compañeros me compadeció por tener que viajar a un lugar como aquél. Yo, en cambio, bendije mi suer­te. Grimsey era el destino ideal para alguien que desea olvidar todo cuanto le rodea. En las últimas semanas, había llegado al límite de mi aguante, tanto físico como moral. La muerte de mi hermana, tan precipitada, tan injusta, sin tiempo ni para el últi­mo adiós, había sido lo peor que me había ocurrido. Luego estaban las rarezas de Susana, sus silencios, todo aquello tan intangible que iba mal entre nosotros. Por si fuera poco, tenía que soportar el ambiente enrarecido de la redacción a raíz de los rumores de compra por parte del gigante editorial, las sospe­chas de que se estaban orquestando despidos en masa: «Hay dos maneras de vender una empresa: o la aligeras echando primero a los que más cobran o los que llegan se encargan de purgar la plantilla. Ya veremos qué modalidad eligen», dijo el redactor jefe. Todo el mundo estaba muy preocupado. Pero yo tenía otros quebraderos de cabeza.

Poppy Z. Brite: Self-Made Man



part 1

Justin had read Dandelion Wine seventeen times now, but he still hated to see it end. He always hated endings.

He turned the last page of the book and sat for several minutes in the shadows of his bedroom,cradling the old thumbed paperback, marvelling at the world he held in his hands. The hot sprawl of the city outside was forgotten; he was still lost in the cool green Byzantium of 1928.

Within these tattered covers, dawning realization of his own mortality might turn a boy into a poet, not a dark machine of destruction. People only died after saying to each other all the things that needed to be said, and the summer never truly ended so long as those bottles gleamed down cellar, full of the distillate memory.

For Justin, the distillate of memory was a bitter vintage. The summer of 1928 seemed impossibly long ago, beyond imagining, forty years before blasted sperm met cursed egg to make him. When he put the book aside and looked at the dried blood under his fingernails, it seemed even longer.

An artist who doesn't read is no artist at all, he had scribbled in a notebook he once tried to keep, but abandoned after a few weeks, sick of his own thoughts. Books are the key to other minds, sure as bodies are the key to other souls. Reading a good book is a lot like sinking your fingers up to the second knuckle in someone's brain.

Vicente Huidobro: El jardinero del castillo de medianoche



Al oír un grito desesperado, los vecinos corrieron a la casa vecina. La puerta y las ventanas estaban cerradas. La puerta fue violentada, y al pasar el umbral los vecinos quedaron petrificados por el horrible cuadro que apareció ante sus ojos. Un cadáver estaba allí tendido con la boca abierta y los brazos más abiertos aún. Debido a su pequeño acento de sale étranger se podía adivinar que la víctima era un suizo.
A fuerza de largas investigaciones, se llegó a la conclusión de que el cadáver presente no había muerto de muerte natural, sino que había sido asesinado por un ser misterioso. Se veía sobre la punta de su lengua la extraña picadura de un animal o de un insecto, tal vez un escorpión hipnotizado por el inmundo criminal.
No era difícil percibir en la habitación las señales de una lucha evidente. En el techo se veían clavadas las obras completas de Racine, Corneille y Moliére. El tintero estaba lleno de sangre; en la mano derecha de la víctima, crispada por la muerte, se encontraba una larga barba recién arrancada, y en la mano izquierda, una carta de visita con el nombre de Félix Potin, escrito dentro de un triángulo rojo.
Los vecinos corrieron en busca de la policía. Al volver acompañados de dos jueces, cinco detectives y catorce policías, encontraron el departamento en perfecto orden y arrendado al señor Charles Dupont, honrado representante viajero del Depot Nicolás.
Los policías estaban desconcertados, cuando de pronto uno de los dos detectives aficionados mostró a los tres detectives profesionales la silueta de un hermoso yate que pasaba flotando, como a la deriva, sobre el Támesis.
El yate llevaba entre sus labios una magnífica pipa, que todos reconocieron en el acto como la pipa del célebre detective Alfonso Trece.
Como el lector debe haber comprendido, Jorge Quinto acababa de ser asesinado. ¿Quién le había asesinado?
Eran acaso los boy scouts ingleses? ¿Era la mano negra de carbón de los carbonarios italianos? ¿Era tal vez la Legión de Honor polonesa? Pero ¿cómo asegurarlo? Se necesitaba aclarar el misterio antes de lanzar a los cuatro vientos semejante acusación?
El perro lobo, consciente de su deber, se puso una barba y sus anteojos de carey, cogió su pipa y un violín que había servido en otras ocasiones al célebre pinto Ingres. Así disfrazado, se lanzó en busca del asesino.

José María Merino: La prima Rosa

José María Merino

Mi prima metió la llave en la cerradura y se ayudó con ambas manos para hacerla girar. Empujó la puerta, que se abrió con resistencia chirriante. La negrura, abalanzada de pronto sobre nosotros, se detuvo en el mismo quicio y quedó entreverada por súbitos flecos de claridad.
—Hala, pasa —me dijo.
Por dentro, la casa era también de piedra sin enlucir. En la penumbra, en mitad de la estancia, reposaba la gran masa de la muela. Salía de ella con suave ronquido el rumor de la corriente, dándole una apariencia misteriosa de bulto vivo.
La estancia estaba iluminada sólo por un ventanuco de vidrios polvorientos. Subían al desván unas escaleras hechas de losas de piedra que embutían un extremo en el muro y apoyaban el otro en una larga viga de madera oblicua sostenida sobre tres pies verticales, también de madera.
De modo brusco, sin rellano, la escalera terminaba delante de una puerta que mi prima abrió. Ante el armazón desnudo del tejado a dos aguas, que descendía a lo largo de la habitación y cuyas vigas longitudinales soportaban el entablado, imaginé penetrar en alguna cabaña muy alejada, en el tiempo y en el espacio, de aquella realidad: el pueblo de mis tíos, la tarde de junio, mi prima mostrándome mi lugar de trabajo. En el muro del fondo, una ventana abierta dejaba ver el río, el arbolado de la ribera, el monte lleno de violentos claroscuros.
En el centro de la habitación había una mesa casi negra y junto a ella una silla de anea.
—Aquí no te molestará nadie —dijo mi prima.
Al tiempo de poner los pies en el suelo —tambaleante, casi mareado tras el largo traqueteo en aquella baca llena de bancos de madera apretados donde nos apiñábamos pasajeros, paquetes y gallinas bajo el sol de la tarde— yo había comprendido que la tutela de mi prima iba a ser inflexible. Me había dado los besos rituales pero me dijo, antes que cualquier otra cosa:
—No te habrás olvidado los libros.

Roberto Saviano: L'anello



La prima volta che portai una ragazza del Nord nel mio paese mi facevano male le mani. Andai a prenderla alla stazione. Mentre aspettavo, avevo come un formicolio, uno di quelli che possono esser placati solo con uno schiaffo. Continuavo a grattarmi i palmi, alternando le mani. Sarà stato il nervosismo. Forse solo quello. Quando scese dal treno la caricai sulla Vespa e cercai di portarla via velocemente, senza lasciarle il tempo di accorgersi dov'era scesa. Non credo di essermi mai vergognato del posto dove sono cresciuto, ma a volte l'adolescenza pretende di poter prescegliere persino i luoghi, e poi dei particolari spazi di questi luoghi, e in quegli spazi particolari persino i momenti da assaporare e quelli da non provare mai.

Avrei voluto raggiungere subito i posti che consideravo degni di esser visti, ammirati, vissuti. Il lungomare dando le spalle al cemento e lo sguardo al largo, senza girarsi. I vitelli di bufala che nascono prima dell'estate facendo muggire le madri di un muggito che assomiglia a una bestemmia per il dolore. E il vitello che quando ha la pelle bagnata di placenta sembra portare sulla carne un mantello, uno di quelli che nelle fiabe coprono i maghi e sotto cui ti immagini di sparire in una notte di altri mondi. Tutto quello che poteva sembrare bello erano angoli, momenti, cose che potevi cogliere solo se ti concentravi e riuscivi a ignorare tutto il resto.

Howard Pyle: The Talisman Of Solomon



There was once upon a time a man whom other men called Aben Hassen the Wise. He had read a thousand books of magic, and knew all that the ancients or moderns had to tell of the hidden arts.

The King of the Demons of the Earth, a great and hideous monster, named Zadok, was his servant, and came and went as Aben Hassen the Wise ordered, and did as he bade. After Aben Hassen learned all that it was possible for man to know, he said to himself, "Now I will take my ease and enjoy my life." So he called the Demon Zadok to him, and said to the monster, "I have read in my books that there is a treasure that was one time hidden by the ancient kings of Egypt--a treasure such as the eyes of man never saw before or since their day. Is that true?"

"It is true," said the Demon.

"Then I command thee to take me to that treasure and to show it to me," said Aben Hassen the Wise.

"It shall be done," said the Demon; and thereupon he caught up the Wise Man and transported him across mountain and valley, across land and sea, until he brought him to a country known as the "Land of the Black Isles," where the treasure of the ancient kings was hidden. The Demon showed the Magician the treasure, and it was a sight such as man had never looked upon before or since the days that the dark, ancient ones hid it. With his treasure Aben Hassen built himself palaces and gardens and paradises such as the world never saw before. He lived like an emperor, and the fame of his doings rang through all the four corners of the earth.

Oscar Wilde: Lord Arthur Savile's Crime



A Study of Duty

I

It was Lady Windermere's last reception before Easter, and Bentinck House was even more crowded than usual. Six Cabinet Ministers had come on from the Speaker's Levee in their stars and ribands, all the pretty women wore their smartest dresses, and at the end of the picture-gallery stood the Princess Sophia of Carlsruhe, a heavy Tartar-looking lady, with tiny black eyes and wonderful emeralds, talking bad French at the top of her voice, and laughing immoderately at everything that was said to her. It was certainly a wonderful medley of people. Gorgeous peeresses chatted affably to violent Radicals, popular preachers brushed coat-tails with eminent sceptics, a perfect bevy of bishops kept following a stout prima-donna from room to room, on the staircase stood several Royal Academicians, disguised as artists, and it was said that at one time the supper-room was absolutely crammed with geniuses. In fact, it was one of Lady Windermere's best nights, and the Princess stayed till nearly half-past eleven.

     As soon as she had gone, Lady Windermere returned to the picture-gallery, where a celebrated political economist was solemnly explaining the scientific theory of music to an indignant virtuoso from Hungary, and began to talk to the Duchess of Paisley. She looked wonderfully beautiful with her grand ivory throat, her large blue forget-me-not eyes, and her heavy coils of golden hair. Or pur they were - not that pale straw colour that nowadays usurps the gracious name of gold, but such gold as is woven into sunbeams or hidden in strange amber; and gave to her face something of the frame of a saint, with not a little of the fascination of a sinner. She was a curious psychological study. Early in life she had discovered the important truth that nothing looks so like innocence as an indiscretion; and by a series of reckless escapades, half of them quite harmless, she had acquired all the privileges of a personality. She had more than once changed her husband; indeed, Debrett credits her with three marriages; but as she had never changed her lover, the world had long ago ceased to talk scandal about her. She was now forty years of age, childless, and with that inordinate passion for pleasure which is the secret of remaining young.

Juan Rodolfo Wilcock: Los donguis




I

Suspendida verticalmente del gris como esas cortinas de cadenitas que impiden la entrada de las moscas en las lecherías sin cerrar el paso al aire que las sustenta ni a las personas, la lluvia se elevaba entre la Cordillera y yo cuando llegué a Mendoza, impidiéndome ver la montaña aunque presentía su presencia en las acequias que parecían bajar todas de la misma pirámide.

Al día siguiente por la mañana subí a la terraza del hotel y comprobé que efectivamente las cumbres eran blancas bajo las aberturas del cielo entre las nubes nómades. No me asombraron en parte por culpa de una tarjeta postal con una vista banal de Puente del Inca comprada al azar en un bazar que luego resultó ser distinta de la realidad; como a muchos viajeros de lejos me parecieron las montañas de Suiza.

El día del traslado me levanté antes de la aurora y me pertreché en la humedad con luz de eclipse. Partimos a las siete en automóvil; me acompañaban dos ingenieros, Balsa y Balsocci, realmente incapaces de distinguir un anagrama de un saludo. En los arrabales el alba empezaba a alumbrar cactos deformes sobre montículos informes: crucé el río Mendoza, que en esta época del año se destaca más que nada por su estruendo bajo el rayo azul que enfocan hacia el fondo del valle las luces nítidas de verano, sin mirarlo, y luego penetramos en la montaña.

Kevin J. Anderson: Much at Stake



Bela Lugosi stepped off the movie set, listening to his shoes thump on the papier-m^ach'e flagstones of Castle Dracula. He swept his cape behind him, practicing the liquid, spectral movement that always evoked shrieks from his live audiences.

The film's director, Tod Browning, had called an end to shooting for the day after yet another bitter argument with Karl Freund, the cinematographer. The egos of both director and cameraman made for frequent clashes during the intense seven weeks that Universal had allotted for the filming of

Dracula. They seemed to forget that Lugosi was the star, and he could bring fear to the screen no matter what camera angles Karl Freund used.

With all the klieg lights shut down, the enormous set for Castle Dracula loomed dark and imposing. Universal Studios had never been known for its lavish productions, but they had outdone themselves here. Propmen had found exotic old furniture around Hollywood, and masons built a spooky fireplace big enough for a man to stand in. One of the most creative technicians had spun an eighteen-foot rubber-cement spiderweb from a rotary gun. It now dangled like a net in the dim light of the closed-down set.

On aching legs, Lugosi walked toward his private dressing room. He never spoke much to the others, not his costars, not the director, not the technicians. He had too much difficulty with his English to enjoy chitchat, and he had too many troubling thoughts on his mind to seek out company.

Norberto Luis Romero: El banquete del señorito



El hombre obeso se enjuga el sudor de la frente y exige a sus criadas que lo abaniquen con más ímpetu: ¡Inútiles!, les recrimina. ¡No servís para nada!
Adormecido en la hamaca, bebe sorbetes helados de limón y resopla. Su espíritu mezquino le señala que no debe olvidar decirle a la gobernanta que él y su venerable madre están antojados de cenar niño una de estas noches.
La gobernanta se desvive cumpliendo su deber, lleva cuarenta y cinco años sirviendo en la casa; desde que el señorito era un niño que gateaba. Ya entonces era una criatura rolliza que señalaba las alacenas con un dedo en alto y se enrabietaba si no satisfacían sus caprichos. Suspira por su señorito, pero también tiene conciencia de que ya no es como antes, que ella ha perdido las fuerzas y el ímpetu de la juventud, y conformar los deseos del señorito se le hace cada día más cuesta arriba, sobre
todo desde que falleció la señora madre.
La gobernanta se sorprende esta vez del antojo, pero oculta su confusión y se limita a obedecer. Baja a las cocinas y ordena a dos de los criados más fuertes que acudan a la ciudad a buscar un niño para la cena, y procuren que no sea hijo de campesinos ni estibadores, porque la carne de los que trabajan
duro con los músculos es correosa, imposible de ablandar.
A los criados se les ilumina el rostro cada vez que la gobernanta les pide un espécimen humano. Los de buena familia son los mejores porque son tiernos y bien alimentados, y fáciles de cazar pues tienen costumbres disipadas y nocturnas, además frecuentan los arrabales donde no hay vigilancia ni policías. Es sencillo embaucarlos y abatirlos cuando van borrachos y hartos de sexo, basta un golpe seco en
la nuca con un mazo y meterlos en el carro cubiertos de heno, pero esta vez ella ha dicho un niño, y nunca antes han dado caza a un niño.

Manuel Longares: Livingstone



El dependiente asentó la pieza de carne en el tajo, afiló el cuchillo y, desplazándolo por el borde que sus dedos oprimían, rebanó una loncha alargada y sin nervios que depositó en la báscula del mostrador. Solía pesar cien gramos el filete de aguja de ternera que el chico se llevaba diariamente de la carnicería cercana al Instituto. Compraba al salir de clase, con el dinero que le daba su madre cada semana, y al llegar a casa se hacía la comida después de haber comprobado, en un recorrido por las diferentes habitaciones, que nadie le acompañaría a la mesa. Sobre la plancha de la cocina ponía el trozo de carne, cuando rezumaba la primera sangre lo metía en la barra desmigada y, ya en su cuarto, sentado en el secreter o tumbado en la cama, tomaba el bocadillo mientras leía el As y escuchaba a Bruce Springsteen.
A esa hora, invariablemente, le telefoneaba su madre desde algún restaurante próximo a la agencia de publicidad donde trabajaba. A la madre le preocupaba que el chico siempre comiera lo mismo y mucho más que le gustara poco hecho el filete, pues, según las revistas nor-teamericanas que se recibían en la agencia, el abuso de carne cruda produce cáncer de recto. Pero el chico se oponía a que una asistenta interviniera en su menú y la madre no pensaba suprimir su habitual almuerzo con clientes o compañeros para preparar a su niño un plato macrobiótico. Desde que se separó de su marido andaba tan ocupada que con frecuencia anunciaba al chico que no iría a cenar con él, ni quizá a dormir. Esas noches, el chico freía una hamburguesa y cuando terminaba el programa de la tele pasaba por las habitaciones como un vigilante, encendiendo luces y mirando debajo de las camas. Luego tardaba en dormirse y se despertaba cada dos por tres, creyendo haber oído la puerta. 

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