El dependiente asentó la pieza de carne en el tajo, afiló el cuchillo
y, desplazándolo por el borde que sus dedos oprimían, rebanó una loncha
alargada y sin nervios que depositó en la báscula del mostrador. Solía
pesar cien gramos el filete de aguja de ternera que el chico se llevaba
diariamente de la carnicería cercana al Instituto. Compraba al salir de
clase, con el dinero que le daba su madre cada semana, y al llegar a
casa se hacía la comida después de haber comprobado, en un recorrido por
las diferentes habitaciones, que nadie le acompañaría a la mesa. Sobre
la plancha de la cocina ponía el trozo de carne, cuando rezumaba la
primera sangre lo metía en la barra desmigada y, ya en su cuarto,
sentado en el secreter o tumbado en la cama, tomaba el bocadillo
mientras leía el As y escuchaba a Bruce Springsteen.
A esa hora,
invariablemente, le telefoneaba su madre desde algún restaurante próximo
a la agencia de publicidad donde trabajaba. A la madre le preocupaba
que el chico siempre comiera lo mismo y mucho más que le gustara poco
hecho el filete, pues, según las revistas nor-teamericanas que se
recibían en la agencia, el abuso de carne cruda produce cáncer de recto.
Pero el chico se oponía a que una asistenta interviniera en su menú y
la madre no pensaba suprimir su habitual almuerzo con clientes o compañeros para preparar a su niño un plato macrobiótico.
Desde que se separó de su marido andaba tan ocupada que con frecuencia
anunciaba al chico que no iría a cenar con él, ni quizá a dormir. Esas
noches, el chico freía una hamburguesa y cuando terminaba el programa de
la tele pasaba por las habitaciones como un vigilante, encendiendo
luces y mirando debajo de las camas. Luego tardaba en dormirse y se
despertaba cada dos por tres, creyendo haber oído la puerta.
Paulatinamente,
el chico se acostumbró a soportar el miedo, pero no la soledad. Para no
aburrirse en las interminables tardes de invierno se demoraba en
concluir los deberes, picaba en el ordenador o fatigaba el vídeo. Nada
sin embargo le hacía olvidar la ausencia de su madre. En domingos y
festivos ella no se movía de su lado si no le surgía un viaje de
negocios. Pero tampoco compartían la comida porque ella guardaba dieta, y
convivían a regañadientes, ya que él interpretaba como un recorte a su
independencia los intentos de comunicación que ella iniciaba. Así,
siendo todavía un crío, fue desarrollando un temperamento huraño,
temeroso de la fraternidad y de la higiene. Salvaje de modales, adán de
vestimenta y exquisitamente suspicaz, mostraba además tan escasa
aplicación en los estudios que se exponía a suspender. Para remediarlo,
la tutora del curso citó a la madre en el instituto al comenzar el
segundo trimestre. La madre acudió angustiada de que se le plantearan
nuevos problemas. La tutora, sonriente, espetó a la madre en cuanto la
saludó: «A su hijo le llaman Stanley y le diré por qué».
Enrique
Morton Stanley —leyó la madre en el Espasa que había en la agencia—,
periodista y explorador nor-teamericano, de origen inglés. Su verdadero
nombre era Jacobo Rowland, pero usó siempre el del norteamericano que lo
prohijó. La tutora había referido a los chicos que Stanley fue una
figura eminente entre los conquistadores occidentales de África, en el
siglo pasado. Stanley destacó por sus expediciones científicas a
Abisinia y el
Congo, pero la que más popular le hizo no tenía ese
carácter, ni con ella pretendía alcanzar la gloria. Aspiraba
simplemente a encontrar a un colega, Livingstone, del que no tenía
noticias desde que le dejó, hace años, explorando las fuentes del Nilo.
Marginando cometidos más rentables, de segura notoriedad en Europa,
Stanley peregrinó en busca de Livingstone, sin saber dónde estaba ni si
vivía y no cejó en su empresa hasta que la remató felizmente. «¿Por qué
obró así?», interpeló la tutora a su auditorio. Del somnoliento conjunto
destacó la vibrante contestación del chico: «Porque eran amigos».
«¿Cómo lo sabes», indicó la tutora. El chico respondió atropelladamente:
«Si yo tuviera un amigo y se encontrara en peligro, le ayudaría».
«¿Aunque corrieras peligro?», indagó la tutora. «Aunque corriera peligro
— confirmó el chico — , porque un amigo es lo mejor de la vida». A la
tutora le temblaba la voz al terminar el relato. Sentimental, atribuía a
la pertinaz soledad del muchacho esa indiferencia por la comida, los
estudios y su atuendo. «Es como Stanley —explicó a la madre — , le falta
Livingstone».
Cuando la madre supo por el Espasa de la agencia
quién era Livingstone, se confesó incapaz de desempeñar ese papel. Ella
se sentía más cerca de Stanley, pues desde que se separó buscaba el
compañero que había perdido. Prefirió sin embargo sacrificarse a que le
agobiaran los remordimientos y por hacer compañía al chico renunció a
sus salidas nocturnas. Llegaba a casa cuando el segundo telediario,
cocinaba unos congelados para el chico y se sentaba con él en el sofá
del salón mientras la televisión o el vídeo proyectaban películas de
risa, misterio o vaqueros. La madre le agarraba de la mano en los
momentos emocionantes pero no hacía comentarios ni le ayudaba a repasar
las lecciones porque se reconocía burra e insegura y también para no
discutir.
La tutora enseguida advirtió que el chico se interesaba
por ella. La buscaba en el recreo para preguntar, sobre estudios y
profesiones y aceptaba encantado consejos sobre alimentación y cocina.
Ya no encendía la plancha porque usaba sartén para dorar el filete y se
permitía alternar en el menú la aguja de ternera con la espaldilla. Su
madre le veía salir por la mañana ostentosamente peinado, chorreando
colonia y desodorante, más seguro en andares y mirada, y se felicitaba
en silencio de que los domingos ordenara su cuarto. Alguien le había
impuesto esa transformación, secreteó a la tutora. Esta, que con la
llegada de la primavera había cambiado de aspecto, vestía conjuntos
alegres y se pintaba los labios, contestó, ruborizándose: «Livingstone,
supongo».
Era la respuesta consabida en las conversaciones entre
ella y el chico desde que fueron, con el curso, al Planetario. Sentado
junto a ella bajo el firmamento imponente, el chico le propuso realizar
un viaje a África por la ruta de Stanley. La tutora le invitó a discutir
el plan en su casa. La tutora vivía con una hermana viuda y una gata
preñada. «Tendrás quien te acompañe al Kiliman-jaro», le prometió la
tutora. Y a los pocos días, la madre entraba en casa con una cesta para
el chico. Dentro de la cesta dormía un descendiente agrisado de la gata
de la tutora. El chico leyó la tarjeta anudada al cuello del animal:
«Haz como Stanley»; y, sonriente, susurró: «Mister Livingstone,
supongo».
Aquella mañana el dependiente asentó la pieza de carne
en el tajo, afiló el cuchillo y, deslizándolo por el borde que sus dedos
oprimían, cobró un filete de añojo de unos cien gramos de peso. Antes
de consignar el importe, el dependiente preguntó al chico si compraba
comida para el gato, pero ese día el gato estaba a dieta porque iban a
castrarlo. El chico tropezó con él cuando llegó a casa, el gato estaba
aguardándole detrás de la puerta, en el mismo lugar donde le había dicho
adiós, frotándose la cabeza con las patas. Mimoso y consentido, el
animal no replicó a quien le saludaba desenfadadamente remedando su
idioma, pero le siguió por las habitaciones como un escolta y entró con
él en la cocina. Muy atento observó sus manejos con la sartén, intrigado
por algún olor se acercó a husmear en la pila y sólo cejó en su
investigación cuando el muchacho, de un grito, le impulsó hasta la parte
superior del frigorífico. Era un gato indiscreto, tan curioso como los
exploradores africanos, se extasiaba ante los cuadros y las imágenes de
la televisión y disfrutaba contemplando desde la ventana el bullicio de
la gente en la boca del metro.
Por ese mismo espíritu analítico
bajó desde las alturas del frigorífico para ser testigo del almuerzo del
muchacho, penetró con él en la habitación y se tumbó en el suelo cuando
el chico lo hizo en la cama. Pronto cerró los ojos como si deseara
dormirse y el chico suspiró aliviado pues no sabía cómo distraerle hasta
la hora de la operación. Mas cuando el chico abandonó la habitación
quitándose las migas de la camisa —limpieza insólita hace unos meses — ,
el gato sacudió la modorra y galvanizado le persiguió por la casa
sigiloso y tenaz, lo mismo que los policías de los telefilmes. Así que
al pisar la alfombra del salón, el chico, en un giro brusco del cuerpo
que desconcertó al animal, no le dio cuartel, cayendo sobre él le atrapó
por las patas, resistió sus ademanes de fuga, acariciándole el lomo y
la cabeza le amansó y cuando le creyó a su merced declaró en su oreja en
voz alta, porque nadie podía escucharlo, que le quería mucho, mucho,
tanto como la trucha al trucho.
Aparentando fiereza estuvieron
revolcándose en la al-fombra hasta que el reloj sonó. El chico sacó del
armario del pasillo la cesta en que su madre había transportado al gato
desde la casa de la tutora y en ella le desplazó a la clínica. Le liberó
del encierro en la sala de espera y con él en brazos pasó al despacho
del veterinario. Sobre la mesa de operaciones acostó al gato y se retiró
a una esquina cuando el veterinario avanzó con la inyección. Una
enfermera agarró al animal por
la cabeza y las patas delanteras,
el veterinario aferró las traseras. Fue al clavarle la aguja cuando el
gato chilló con una desesperación que al chico le traspasó de espanto.
Para no marearse salió del despacho mientras el gato, dimitiendo de
LIVINGSTONE
su
instinto investigador, se rendía a la anestesia. «No le gustó nada»,
comentó el chico en la sala de espera. Veinte minutos después se abría
la puerta del despacho, la enfermera le invitaba a pasar y el chico se
desmoronaba ante el animal inconsciente. El veterinario señaló con el
estilete dos bolitas violáceas. «Las gónadas», indicó. Preguntó luego si
el muchacho quería conservarlas y como éste lo negara las arrojó a la
basura. Costó cinco mil pesetas la intervención.
El chico pagó
con el dinero de su madre, acunó al animal durante el trayecto hasta
casa y lo depositó encima de una sábana antigua que extendió sobre la
alfombra del salón, escenario de sus juegos. Sonó entretanto el teléfono
sin que el chico pudiera atender la llamada, ocupado en que el gato
reviviera, y cuando el teléfono tornó a repicar y descolgó, una mano
dulce le acarició el pecho. Era la voz preciosa de la tutora que al
principio no le reconocía: O mucho había cambiado o no se encontraba
bien. No quiso el chico aclarar su estado de ánimo ni quizá se lo
permitió la tutora, pues enseguida informó que llamaba para despedirse
de la madre del chico porque se marchaba a un curso de verano. Al otro
lado del auricular sintió el muchacho que la imagen her-mosa se
desvanecía bruscamente y después de un silencio de siglos —en el que
ella preguntaba ansiosa ¿me oyes? — , se atrevió a recordarle la promesa
que le hizo en el Planetario de aventurarse juntos por la ruta de
Stanley. Callaba ahora la tutora mientras el chico —desencajado por la
defección de sus esperanzas— insistía en pedir explicaciones que la
tutora intempestivamente desvió interesándose por el gato. El chico
empezó a describir la operación y la tutora no consintió que el muchacho
le transmitiera su horror: la castración, afirmó con su tono didáctico
habitual, era aconsejable porque en épocas de celo los gatos se volvían
imposibles.
El chico colgó el teléfono. La sofocante angustia de
la primavera en sazón traspasaba la ventana. Llegaba el verano, la
profesora partía sola de vacaciones y para compensarle de su ausencia le
había dejado un gato que no podía incorporarse. Aturdido por el
silencio de la casa vacía, el chico entró en la cocina, afiló el
cuchillo, regresó al salón, se arrodilló junto al gato, examinó el
cuerpo sin resistencia del animal y tendido en el suelo sobre la gastada
sábana se mantuvo hasta que su madre lo encontró esa noche con ojos
inexpresivos y el pantalón desgarrado en un charco de sangre seca.
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