Los lunes, la ciudad tiene un despertar cansado de perra recién parida. Eliseo Barroso siempre asiste al remiso advenimiento del día tenso bajo las mantas, imaginando que su parsimonia se debe a los problemas de la luz para asirse a un mundo que la noche abandonó húmedo, como si la claridad resbalara continuamente de las lentejuelas de rocío derramadas sobre la hierba del jardín. A veces, consume un largo rato contemplando a Verónica, que duerme separada de él por esa distancia que la rutina matrimonial impone en el lecho. Y entonces siente una mezcla de piedad y envidia al oír el significativo ronroneo con que ella anuncia la perfección de su descanso. Por su postura confiada, Eliseo deduce que Verónica cree ocupar el espacio que le corresponde, su exacto lugar en el mundo. Incluso se atrevería a decir que ha dejado que la vida la arrastre sin resistirse hacia este momento de vulgar plenitud, convencida de que yacer cada noche junto a él es lo correcto.
Eliseo, sin embargo, apenas logra adentrarse en el sueño, como esos ancianos que no pasan de mojarse los pies en la puntita del mar. Hace casi tres años que le atormenta la idea de habitar una madriguera errónea, de encontrarse en el colchón equivocado. Por eso, en las honduras de la madrugada, se escurre del lecho y se encierra en el baño. Allí, sentado sobre el inodoro, realiza siempre el mismo ritual. Abre su cartera y, con dedos de cirujano, le extrae el corazón: el recorte de periódico que le confirma que toda su vida es un error monumental, un despropósito en el que nadie repara. Ajado y amarillento, el recorte muestra la fotografía de una mujer que dedica a la cámara una mirada entre aturdida y furiosa. En el pie de foto puede leerse: Laura Cerviño Frías, una de las víctimas del equívoco. Sobre la crónica, hay una entradilla donde se nos informa de que, debido a un error del hospital, una mujer tuvo que velar durante diez horas el cadáver de una desconocida. El titular reza: Confusión macabra.
Cuando la primera cuchillada de luz hiende la cortina del dormitorio, Eliseo dedica al despertador el alzamiento de cejas que lo hace sonar. Verónica, como si el timbre la arrancara siempre de entre los brazos de Errol Flynn, suelta invariablemente un gruñido hosco. Comienza entonces la torpe representación de la higiene personal, los tropiezos en la angostura del baño y el rezongar del niño, una coreografía doméstica con aires de danza sagrada que acaba desembocando milagrosamente en la pastoril escena del desayuno: Verónica perfumada hasta la médula, vestida de profesora de instituto; el niño repeinado, practicando la lectura con las esquelas del periódico; y él amortajado en gris sucio para la oficina. Todos alrededor del plato de tostadas que ha brotado como por arte de magia durante el ceremonial.