Tales of Mystery and Imagination

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Verónica Murguía: El ángel de Nicolás

Verónica Murguía



(Y Jacob llamó aquél lugar Panuel o sea
Cara de Dios, pues dijo:"He visto a Dios
cara a cara y aún estoy vivo."
(Génesis 32,31)

Mi vida ha sido agitada. Fui testigo de cómo el cielo de Constantinopla se oscureció a mediodía cuando la madre del emperador, Irene la ateniense, ordenó cegarlo en la habitación misma en la que lo había parido. El sol se ocultó entonces en un súbito anochecer. En la ciudad se escuchó un grande y amargo clamor. Hombres y mujeres se postraron y mientras se desgarraban las ropas y se arrancaban los cabellos, suplicaban llorando al Señor que tuviera piedad de Constantinopla. Tal vez esas mismas palabras pronunciaba en ese momento el emperador en su palacio, mientras de hinojos, rogaba a su madre que no le pusiera la espada ardiente sobre los párpados.
En los cuarteles los soldados encendieron las antorchas con manos trémulas; en los templos los monjes oraban de bruces en el suelo y observaban de reojo los cirios para ver de cuántas horas de luz disponían. Pero la oscuridad duró poco.
Las campanas de la iglesia de los Santos Apóstoles repicaron agradecidas cuando el sol salió de nuevo. El emperador Constantino no volvió a ver la luz.
Hay quien dice que ese día las naves de todas las naciones equivocaron su rumbo; el Mármara se convirtió —mientras duró esa noche breve y terrible—en una charca descomunal de pez negra. Creo que es verdad, y que Irene, confundida por las turbias razones que el eunuco Estoraquio derramaba en su oído, creyó que la suma de su eunuco y ella misma igualarían la fuerza de un hombre y adoptó el título de basileus.
Si Estoraquio no hubiese sido un eunuco, los soldados lo habríamos seguido hasta el trono.
Luché al lado de sus hombres en Macedonia, y demostró ser un general valeroso y despiadado.
Pero era incompleto.
En la Pascua del año del gracia de 799, fui a buscar a una siciliana de la que me había encaprichado a un burdel cercano al palacio. Habíamos bebido muchas copas de vino especiado y el ruido del cortejo nos despertó apenas. Como en un sueño me asomé a la ventana y vi, iluminada por la luz azul de alba, a la madre del emperador en un carro de oro cuyas ruedas opacaba el polvo amarillo que los cascos de su cuadriga levantaba. La seguían sus soldados, los hombres de Estoraquio y una multitud que gritaba y lloraba. Ella misma conducía la cuadriga imperial, formada por caballos blancos. Salí a mirarla, incrédulo. Irene cumplía con el rito imperial como si hubiera nacido varón en lugar de mujer: vestía de púrpura y arrojaba las monedas de oro adornadas con su perfil a los pobres.


¡Una moneda adornada con el perfil de una mujer! Ya el dulce rostro de Jesucristo, que antes
santificaba el dinero, había sido reemplazado por el rostro del emperador; Su efigie había sido
arrancada de la Puerta de Bronce para ser sustituida por la cruz. Los bizantinos nos alejábamos de
Dios y nos gobernaba Irene. A pesar de esto, la Virgen María acostumbraba a aparecer de noche
sobre las murallas, y eso nos envalentonaba.
Con una de esas monedas compré el caballo que montaba la noche que vi a Nicéforo— el
logoteta que derrocó a Irene y la envió a morir a Lesbos— caer bajo la espada del Kan Krum. Hay
quien dice que esto ocurrió porque Nicéforo no tenía sangre imperial en las venas, pues Nicéforo,
antes de ser ministro del palacio, había vestido el hábito negro de los monjes.
A veces, cuando las campanas llaman a maitines abro los ojos en la noche y mi corazón late de
prisa, inmerso en el recuerdo de la batalla contra los búlgaros, a quienes Lucifer ha otorgado
tantas victorias. Envuelto por el tiempo lentísimo de este claustro, en el que cualquier recuerdo
me obliga a examinarlo, me pregunto si la sangre imperial de Irene —madre crudelísima— sería
más digna que la del logoteta del Tesoro.
Me alisté en el ejército de Nicéforo cuando Bardanes Turco trató de conquistar el trono. Gracias
a la monedas de Irene pude comprar además una espada romana. Ahí comenzó la carrera fulgurante de Nicéforo: derrotó a Turco y a Arsaber, y los soldados
vencidos desfilaron por las calles de la ciudad con la cabeza rapada y cubierta de ceniza. Algunos
habían sido cegados, y los agujeros donde habían estado sus ojos parecían mirar las altas murallas
cuando los prisioneros volvían los rostros hacia el cielo. Pero eran armenios y no tenían lazo
alguno que los ligara a Nicéforo: cegarlos no le pareció excesivo.
A Constantinopla llegaban los ecos de las incursiones de los árabes contra Atenas, y en las
refriegas contra los búlgaros y jázaros ingratos que se agazapaban en los pantanos del Danubio se
apagaban centenares de vidas griegas. Los monjes predicaban por las calles: decían que se
avecinaba el fin de los tiempos y fue en esos días cuando se reanudó la costumbre de dar la
comunión a los cadáveres antes de enterrarlos. Nicéforo probó su valor contra las naves árabes, y
los infieles fueron muertos, ardiendo sobre las aguas del mar dentro de nubes de fuego griego,
que incendia la espuma de las olas.
Quise ser soldado desde niño. Nací fuera de las murallas, cobijada mi orfandad miserable por la
sombra majestuosa de la puerta de San Romano. Desde siempre supe que el único poder
verdadero, aún más elocuente que el oro o las palabras de Nuestro Señor, es la espada. Vi todo
aquello que los hombres hacen de noche, o al abrigo de la oscuridad: la muerte y la violencia, la
corrupción, el engaño y el estupro. Vi un golpe de espada destruir la belleza, acabar con la vida,
quebrar lo urdido con astucia. Nada que no fuera otra espada podía oponerse a una espada en la
mano de un hombre. Aún niño, robé una espada a un comerciante franco.
Cuando compré mi espada italiana, llevaba años sin separarme de la robada. Dormía con ella, y
prefería escuchar misa desde la puerta de la iglesia a separarme de mi arma. Matar o morir. La
vida era eso para mí, y lo veía cumplirse en los barcos de los piratas, en los burdeles, en el templo,
cuando los pecadores pedían al Cordero que muriera por ellos y seguían pecando, en el palacio
cuando la madre cegaba al hijo, en el placer bermejo de la caza, en la vida de los santos muertos
casi siempre sin más razón que la maldad, y en los días de los soldados como yo. La fe era inútil
ante el hierro. Dios cerraba Sus divinos ojos ante la crueldad infinita de sus criaturas. Muchas
plegarias que escuché fueron interrumpidas por un golpe de espada.
Era huérfano y no tomé esposa; preferí el cuartel y la batalla, amanecer en tierras desconocidas
y enemigas, las mujeres cuyas lenguas no hablaba y el fuego del saqueo que —sentía— alejaba a
mi muerte, como si ésta fuera un lobo. En el ejército me encontré en los demás. Mis crueldades y los pecados que yo llamaba hazañas,
eran también los de otros. Ya había estado en varias campañas cuando me alisté en las filas del
ejército del logoteta. Bajo sus órdenes, un vasto ejército compuesto en su mayoría de soldados
griegos y algunos mercenarios venecianos y francos, dejamos atrás las murallas de Constantinopla.
Nos dirigimos al norte, más allá de Tracia, a los pantanos brumosos de las riberas del Danubio.
Todos odiábamos a los búlgaros, esos salvajes de ojos rasgados que nacían a lomos de sus
caballos —se decía que defecaban y copulaban a caballo y ciertamente los vi morir y los cuerpos
permanecían sobre las monturas: los dedos entretejidos con las crines, inextricablemente, para
siempre— que podían disparar más flechas en un Ave María que seis arqueros griegos. Nicéforo
había sido monje y los despreciaba, pues conocía a sus ídolos y sabía que eran detestables.
Usaban cascos puntiagudos de hierro sobre sus gorros de piel y sus rostros morenos eran
semejantes a los de los zorros. Sus mujeres tenían labios anchos y bien dibujados, narices
pequeñas y cuerpos menudos. Todos ellos tenían las piernas curvas, modeladas por el lomo de sus
caballos.
Siempre los acompañaba un adivino, un hombre devoto de sus ídolos, cubierto de campanillas y
cascabeles como un leproso y tocado con cornamentas de ciervos que lo hacían verse como un
diablo. Hacía más de cien años que el kan Asparuc se había convertido en súbdito del emperador.
Ahora Krum, su descendiente, se rebelaba.
Avanzamos hacia su capital en medio de emboscadas y peste. Cayeron tormentas y nuestras
monturas se hundían en el lodo. Llovían las flechas búlgaras, siseando como las gotas de un
chaparrón desde las copas de los árboles. Los hombres del kan nos atacaban en las noches,
desjarretaban a las mulas y se dispersaban antes de que pudiéramos verlos.
Sus caballos eran fantasmas veloces y huidizos entre la maleza. A veces un ojo, negro y brillante
como una almendra de tinta, reflejaba la llama de las antorchas. Les envolvían los cascos con
paños de lana y no los oíamos. Los griegos que tomaban prisioneros los encontrábamos después.
A la vista de sus cuerpos martirizados, el pavor y el deseo de venganza se peleaban por nuestros
corazones. Krum, y su hijo Omurtag envenenaron los pozos.
Sólo Nicéforo guardaba calma. Dábamos sepultura a nuestros hombres, mientras él oraba por
sus almas después de ungirlos con aceite bendito. Velaba por nosotros mientras rezábamos,
montado sobre su cabalgadura negra y vestido con una capa oscura, tan larga que le cubría las
botas. El logoteta llevaba la santa hostia en sus alforjas, y no temía. Cada día éramos menos, y cada día nos volvíamos más crueles. Tuve una mujer búlgara, que
tomé prisionera después de quemar una aldea. Me gustaba, pero la maté, porque las burlas de un
compañero que la encontraba fea me irritaban.
Acicateados por el miedo y acatando la ley que creíamos que regía la vida —matar o morir—
tomamos la extraña ciudad de los búlgaros: Plisca. Semejante a una costra de arcilla, manchaba
con su tosca arquitectura la hierba grisácea de esa tierra. Los soldados griegos, acostumbrados a
los esplendores de Constantinopla y Salónica se burlaron de esa gran aldea rodeada de un muro
de ladrillo pardo. Nicéforo ordenó que varias columnas avanzaran con las escalas y los escudos
enganchados sobre sus cabezas, mientras los demás armábamos las torres de asalto y la catapulta.
Algunos búlgaros asomaban los arcos sobre el muro y disparaban ciegamente. Por fin el enemigo
estaba frente a nosotros. Arrojamos flechas incendiarias y los techos de paja ardieron. Era tanto
nuestro ímpetu, que al principio no nos dimos cuenta que la ciudad apenas se defendía.
El muro era más bajo que los muros de los fuertes que habíamos quemado en el camino;
entramos a Plisca como un río atronador. Un grupo de adolescentes nos hizo frente armados con
lanzas. Nicéforo cabalgó entre ellos con la espada en la diestra y los jóvenes búlgaros cayeron
como mieses. Comenzó el saqueo.
No encontramos un solo soldado. Con un ariete destruimos el templo dedicado a los caballos.
Quemamos el burdo palacio del kan, degollamos a los niños que encontramos ocultos en bodegas
y a las ancianas en sus yacijas, desventramos a las yeguas y sus relinchos se mezclaron con el llanto
de las mujeres y los gritos de los hombres; los búlgaros que defendían los establos, armados con
palos endurecidos en la hoguera eran demasiado jóvenes o demasiado viejos para pelear.
Me aparté de mis compañeros porque la escritura que cubría las paredes de templo de los
caballos me inquietaba: nadie sabía que decía, a nadie le importaba.
El kan Krum había escapado. Nicéforo de vuelta en el campamento griego, rezaba dando gracias
a Dios por la victoria, arrodillado en un claro. La luz sangrienta de la ciudad incendiada le
coloreaba las pálidas mejillas. Me acerqué a él, con la intención de pedirle que me oyera en
confesión, pues el corazón me pesaba en el pecho.

De lo que pasó después, recuerdo apenas lo que vi, pero lo que sentí me cambió para siempre.
Vi a una mujer salir del bosque. Pensé que era una joven búlgara que había escapado a la matanza,
pero cuando me acerqué, me pareció griega. Iba envuelta en un manto blanco y limpio. Su rostro
sonriente me recordó el de la siciliana que amé el verano que Irene arrojó el oro imperial al
populacho. Le hablé en griego y le hablé en mal latín. Ella sonreía. Me tendió la mano y limpió la
sangre de mi rostro con un gesto que me pareció familiar y que me hizo sentir tan cansado que mi
espada cayó de mis dedos empapados en sangre.
A lo lejos oía las voces de mis compañeros que me llamaban y alcancé a pensar que quizá había
caído en una trampa. Pero ella me sonrió otra vez y movió los labios y de su boca salieron claros
tañidos de campana en lugar de voz. Extendí la mano para tocarla. Y toqué su seno duro, pero en
lugar de inflamarme, recordé el pecho joven de mi madre, y vi el rostro de mi madre que me
sonreía cuando yo era un niño de meses. Mi mano cayó junto a mi costado.
Me sacudí como un perro que despierta, y la tomé de la nuca. Y rió —y el sonido fue el de un
arroyo, el de una copa que se llena— y dijo mi nombre de nuevo, y su voz fue la de una mujer que
me había regalado un vaso de vino una noche, cerca de Blanquerna, cuando los soldados
celebraban la victoria de Constantinopla sobre la flota musulmana.
Asustado, retrocedí. La mujer —que ahora parecía un muchacho, y en un parpadeo tuvo el
rostro de un león— levantó un brazo. Sostenía una espada llameante, de cuyo filo brotaba luz que
iluminaba el bosque: los árboles, las ramas, las hojas que hollaban sus pies blanquísimos. Nicéforo
seguía rezando, como si los resplandores que salían de la espada sólo fueran visibles para mí.
Reconocí la espada cuya punta señaló a nuestros padres Adán y Eva la salida del Paraíso. Me cubrí
el rostro y grité. Nimbada de suave luz, la aparición se me acercó y puso su mano derecha sobre
mi cabeza. El fuego se apagó y abrí los ojos.
Las visiones ocuparon todo el espacio del cielo y la tierra. Vi mi propio cuerpo y el trabajo de mis
órganos para que mi duro corazón siguiera latiendo: mi puño como un corazón, cerrado alrededor
del puño helado de mi espada; vi la mucha sangre derramada por el emperador, y los ojos ciegos
de Constantino, abiertos y ciegos en un antifaz de piel quemada y vi los labios de su madre sobre
ellos y el pelo fino que caía sobre su frente, porque también lo vi niño.

La mujer ahora roja como una llama, abrió su manto: en su cuerpo vi sucesivamente a las
mujeres con las que había yacido y grité porque vi a una pariendo un hijo mío. La mujer, ahora azul
como un cadáver, sacudió su pelo de agua, y no pude respirar y tuve sed y frío. Vi las simas del
Mármara, del color del cielo antes de que anochezca. Y vi al padre de la muchacha búlgara que
atravesé con mi espada, llorar como lloré yo niño, cuando mataron a mi padre. Dios no cerraba
Sus ojos, como yo creía. Caí de rodillas junto al ángel, y el ángel me mostró la venganza de Krum.
Permaneció a mi lado y me sostuvo la mano entre sus dedos que eran como hielo y marfil
mientras el ejército búlgaro rodeaba a los griegos como una nube de langostas. Plisca fue el cebo,
las endebles murallas una trampa sutil. Los griegos, entorpecidos por el vino y la sangre como por
un veneno, fueron sorprendidos por los soldados búlgaros en medio del saqueo.
Krum iba tocado con un casco metálico y las mangas acolchadas de su traje se mojaron de
sangre hasta los hombros. Su peto de cuero de yegua se erizaba con decenas de flechas griegas.
Los belfos de su caballo estaban cubiertos de espuma y sus hombres ululaban feroces, blandiendo
sus hachas de combate. Los griegos, sabiéndose perdidos, pelearon hasta la muerte: el recuerdo
de los cuerpos torturados de nuestros compañeros los volvió temerarios hasta la locura. Los
afortunados encontraron la muerte en la batalla cuando ofrecían sus pechos a las flechas de Krum,
pues todos preferían morir espada en mano a someterse al suplicio. Yo me lamentaba por ellos y
levantaba las manos al enrojecido cielo nocturno y el sudor y el llanto me mojaban las mejillas. Mi
voz se perdía entre los gritos de los heridos. No sé cuánto duró la batalla. Los cadáveres de griegos
y búlgaros, tendidos sobre un fango hecho de carne y sangre se amontonaban en una confusión
que los igualaba.
Agotado, me arrojé al suelo y me cubrí los ojos, pero con los ojos de mi mente vi cómo Krum
obligaba a Nicéforo a arrodillarse (y su alta figura cubierta de polvo y sangre, con las manos atadas
a la espalda, parecía pequeña y frágil) y lo decapitaba con una espada griega. La cabeza rodó por el
lodo y los ojos negros e inteligentes del logoteta se vaciaron de vida. Su tormento fue el mío. Sólo
la divina compasión del ángel impidió que el dolor me matara.
Krum vació el cráneo de Nicéforo y sentí cómo los pensamientos del griego, su inteligencia
ardua, su gusto por las matemáticas, sus hermosas reflexiones sobre los Evangelios, su deseo por
una muchacha llamada María y su amor por su hija Procopia, se desvanecían como un vapor.

Krum, risueño y bestial, levantó la cabeza de su enemigo y la mostró a sus tropas, sosteniéndola
por los pelos de la barba. Sus hombres dieron gritos de aprobación y levantaron sus lanzas al cielo
purpúreo en el que campeaba una luna amarilla e hinchada. Krum hundió el cráneo en una olla
donde hervía metal derretido. La carne se desprendió y el rostro exangüe de Nicéforo se disolvió
con un burbujeo argentino; su calavera quedó cubierta de plata.
El ángel me incorporó y puso sus labios blancos sobre mis párpados. Sentí que mis ojos ardían
como ardieron las pupilas del emperador el día que su madre lo cegó.
El ángel me besó en la frente. Mi corazón supo de la fiesta infame en la que Krum bebió del
cráneo de Nicéforo un vino rojo y espeso que era como la sangre fogosa del logoteta. Los
prisioneros griegos fueron quemados vivos en altas piras.
Yo ocultaba la cara en el pecho del ángel y era como acercar el rostro a una tea, como buscar
cobijo bajo las ramas de un árbol en llamas. Creí que había venido por mí y mi alma penaba,
agobiada por lo que había comprendido. El ángel murmuraba con su parla sin palabras en mi oído
y yo escuchaba llantos y oraciones, olas, órdenes de capitanes en alta mar, despedidas, los coros
del convento de Studia y mi propia voz blasfemando y maldiciendo al dulce Señor Jesús.
"Dios lo ve todo", murmuré, y me santigüé, dispuesto a expiar mis pecados en el infierno. Pero
el ángel movió los labios y escuché mi propia voz que decía "todavía no".
Es mi penitencia saber que la muerte por la espada sucede, que sucedió y que no se detendrá
mientras haya hijos de Adán en la tierra. Nunca más he vuelto a matar, ni a llorar, aunque cada
gota de sangre que se derrama me duele como si fuera una lágrima llorada con mis ojos.
Ahora, vestido con el schema —el hábito negro de los monjes—, siento desde mi celda los
estertores del mundo. Mi ángel me mostró que la vida no es sólo matar y morir. Pero no me reveló lo demás.

2 comments:

Unknown said...

Hola, gracias por compartir un cuento dela gran Verónica Murguía. Sólo que tengo una duda. Verás, yo tengo el libro "El Ángel de Nicolás" donde se incluye este relato. Sin embargo veo que ambos textos -el del libro y el de aquí- son diferentes. ¿Me podrías decir a qué se debe?

. said...

Ignoramos si es que fue objeto de correcciones o modificaciones en sucesivas ediciones. Saludos.

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