A ti, que estás
siempre ahí, restableciendo la confianza
en lo sublime e
incontestable
−¿Nos ha llamado usted?
−Sí. Mi marido, el señor Dowland… El 3-2-74 está teniendo otra crisis hipersensorial.
Toma los fármacos reglamentarios. Nada más: ni supresores de la ira ni inhibidores
de la ansiedad ni reguladores del sueño −las estrellas del mercado negro.
−Otro que ve a Dios en las pildoritas rosa −le susurra al compañero−. En
el peor de los casos, la reacción le provocará una catatonia temporal, pero
difícilmente caerá en coma. A casi ninguno le sucede –explica con una sonrisa desafiante.
Todos mienten. Se aburren y además son unos viciosos, así que se hinchan a
pastillas prohibidas−. Deja fluir las lágrimas, muchacho –le aconseja el
policía−, y todos tus pecados serán lavados.
No se percata de los estigmas en sus palmas. Han empezado a supurar de
nuevo.
La pistola de inyección libera un suspiro de alivio o de indiferencia
por el padecimiento ajeno. El líquido azulado engrosa las venas. Las convulsiones
huyen del cuerpo mortificado. Pero el sudor persiste como lágrimas
desorientadas. Las pupilas dilatadas naufragan en unos ojos inmensos,
incrédulos. Ella sabe lo que están viendo.
−No te preocupes, Jack. Ha sido sólo un sueño, una pesadilla. Ya ha
pasado.
−¿Él ya no me molestará más? –pregunta turbado, al borde de las
lágrimas. Con el mismo terror que arropa a los niños por las noches prendido en
su voz.
−Philip –corrige con desconcertante familiaridad. Como si se estuviese
habituando a su presencia a pesar del terror que le inspira.
−Sí, eso, Philip. Ese Philip no existe. Es sólo el fruto de tu
imaginación.
−Y… ¿la otra parte del sueño? –indaga mientras aferra el pez que lleva
al cuello.
−Sólo sueño: el imperio nunca cayó y nadie nos persigue. Estamos a
salvo.
Pero él no se fía. Sabe que le mienten. Orfeo lo advierte en las
temblorosas plantas, en sus inestables pies de arcilla.
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