Esa noche inexplicablemente hubo un apagón. Toda la ciudad y sus alrededores quedaron a oscuras. Ni una sola luz. Era la media noche. Ni siquiera había luna en ese cielo coincidentemente despejado. Era una magnífica oportunidad para rebelarse: los humanos temen a la oscuridad. Y la ciudad estaba harta de ellos. Con cautela, cada edificio, abrió cuatro ventanas de su fachada que dibujaban un descomunal y macabro rostro. Los puentes, como serpientes, también abrieron sus ojos. La noche seguía avanzando en total penumbra y con sus habitantes encerrados. Cuando asomaba la claridad del amanecer, a las siete en punto de la mañana, los rascacielos comenzaron a desplegar sus colosales estructuras cuales brazos demoledores. Las iglesias, sus inmensas tenazas. Las antenas, sus enormes aguijones. Los túneles, sus gigantescas fauces. Los estadios y las fábricas movieron sus corazas. Los puentes comenzaron a deslizarse monstruosamente. Las casas como formidables insectos también despertaron. Y todas las construcciones, muy despacio, se desplazaron, con sus habitantes dentro, engulléndolos, triturándolos, aplastándolos sin siquiera darles la oportunidad de algún alarido. Hasta que la ciudad con sus rascacielos, y con sus puentes, iglesias, casas, se sintió desierta, tranquila. O no. Porque al anochecer, llegó de nuevo la luz. Y en las fachadas de todos los edificios se podía ver en las luces encendidas a través de las ventanas, nuevas sonrisas placenteras y perversas, a la espera de que un nuevo grupo de humanos volviera a poblar la ciudad.
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