Al abuelo lo habíamos despachado hacía meses al asilo. Se orinaba en la cama y hedía como un cocho. Pero a papá lo fregaron de verdad al botarlo de la gasolinera y, por los mismos días, Lita se marchó de casa y se fue a vivir ahorita no recuerdo dónde. Vivimos tranquilos unos meses, pues, pero cuando a papá se le acabó lo del desempleo, fuimos al asilo a recoger al abuelo que seguía hediendo a bodega. Su paga, mano, era lo uniquitito que nos llegaba. Mi padre andaba medio pendejo buscando trabajo en la milpa y dónde caía y yo cuidaba del abuelo y lo sacaba al sol todas la tardes. Todito estaba echado a perder. El abuelo se murió de madrugada. Lo encontramos tieso por la mañana y papá y yo nos quedamos mirando no más. Sin él, dijo papá, tú y yo estamos requetemuertos, así que tuvimos que enterrarlo en secreto aquella misma noche donde los chapulines, porque por allí no pasaban ni los coyotes. Días más tarde, ya en casa, nos dimos cuenta que ni siquiera disponíamos de su pulgar para firmar las mensualidades y allá que fuimos a desenterrarlo para cortarle el pulgar, que todavía estaría bueno, pero cuando llegamos, mano, encontramos la tierra removida. Pensamos que eran los coyotes pero no, habían sido nomás otros cabrones porque descubrimos con horror que se nos habían adelantado y le habían cortado los dos pulgares y allí que lo dejamos pues, para que se lo acabaran los cacalotes.
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