Cuando Luz cumplió dieciocho años, su abuela Alba colocó en la puerta de la casa un cartelito que rezaba: se necesita novio. Tras múltiples retoques, el anuncio resultó ser un sencillo pañito de terciopelo azul con el aviso a los pretendientes en onduladas letras de hilo plateado. Desde que sus padres aceptaron el puesto vacante de pareja voladora en un circo que se detuvo unas semanas en el pueblo, entre otras cosas para celebrar un funeral imprevisto por sus dos trapecistas, Alba pasó a ocuparse de la pequeña Luz. En un principio, aquella custodia debía corresponderse tan sólo con los cinco meses del contrato, pero el espectáculo de los Amantes Alados, con sus besos de amor a treinta metros del suelo, se convirtió en el número estrella del repertorio circense, desplazando incluso al domador de peces, y una y otra vez Luz recibía postales de ciudades enormes y extrañas que nadie sabía encontrar en los mapas, en las que la letra saltarina de su madre le aseguraba encarecidamente que sólo seguirían en el circo hasta la próxima escala. Pero cuando Luz le pidió a su abuela un nuevo álbum para las postales, Alba comprendió que sus cuidados no iban a ser tan provisionales como parecían en un principio, y supo que de sus débiles manos y no de otras debía salir la fuerza necesaria para enderezar a su nieta y que ésta creciera lo más derecha posible. Alba asumió la empresa con entusiasmo, no sólo porque la distraía de pensar en el nicho que ya tenía reservado en el cementerio, sino porque aquello le daba la oportunidad de plagiar los mejores momentos de su vida y de volver a exponer su carne entumecida a ese regalo de lumbre alegre y tumultuosa que emiten sin querer los adolescentes.
Ver crecer a su nieta constituyó un placer para ella, y cuando el carrusel de las estaciones empezó a tironear de la mujer que se escondía como un polizón en su cuerpo de niña sin que el riego de postales disminuyera, Alba, con un alborozo del corazón, entendió que también a ella correspondían los preparativos de su noviazgo. Pronto se descubrió haciéndose ilusionadas conjeturas sobre el afortunado muchacho que disfrutaría de los tesoros de Luz. Viendo que los años habían cogido carrera, se puso de inmediato a bordar el anuncio, y a pesar de que día a día brotaban espontáneamente nuevos rasgos por dentro y por fuera de su nieta que la hacían reconsiderar los materiales empleados, a pesar de que a la mañana se le antojaba profundamente femenina y al atardecer ya la habían desbaratado trazas de muchacho trotamontes, a pesar de que Luz era soñadora, extravertida, recatada, alocada, melancólica, introvertida, alegre y descarada, su naturaleza pareció decidirse al filo de sus dieciocho años y Alba pudo acabar por fin su bordado y reconocer que tantas turbulencias interiores habían dado un resultado excelente: una joven increíblemente bella, de ojos con rima y maneras de cisne.
A la mañana siguiente de colocar el anuncio, una larga hilera de muchachos daba varias vueltas a la casa. Alba les iba ofreciendo limonada fresca a medida que alcanzaban el porche, mientras su nieta les entrevistaba en la cocina. En sus idas y venidas para reponer limonada, los encontraba muy tiesos en la silla, desnudando o enmascarando sus almas según lo orgullosos que estuvieran de ella, pero todos visiblemente impresionados por la hermosa joven del otro extremo de la mesa. Alba había dispuesto su silla estratégicamente, de forma que el cabello de su nieta diera asilo al festivo sol que provenía del patio. Sin embargo, a pesar del meticuloso montaje, la cosa no transcurría como ella esperaba. Luz dialogaba un rato con cada candidato antes de rechazarlo y dar paso al siguiente. Y ninguno despertaba en ella el más mínimo interés.
Así transcurrían los días, y Alba ya no sabía cómo animar a los jóvenes que abandonaban la casa con la mirada abatida ni como desanimar a los que aún hacían cola con los ojos encendidos de esperanza. Una noche subió al cuarto de su nieta, dispuesta a desvelar las causas de su apatía. Usó el método de cepillarle el cabello, que era el que siempre utilizaba cuando quería que Luz le respondiera algunas cosas sin que se notase interrogada. ¿Cómo quieres que sea el muchacho?, preguntó en mitad del cepillado, teniendo cuidado de que su voz apenas se distinguiera de la tenue brisa que se colaba por la ventana. En contra de lo que esperaba, Luz no la desanimó con una larga lista de virtudes indispensables, sino que resumió todo su deseo en una sola frase: quiero que sea un muchacho dulce. Alba asintió y continuó amansando el cabello de su nieta sin volver a importunar el silencio azulado de la habitación. Ella había observado aquel requisito en algunos de los jóvenes convocados, pero al parecer esa dulzura no resultaba suficiente para su nieta. Luz debía referirse a una dulzura más profunda aún.
A la mañana siguiente, Alba se levantó muy temprano, retiró el cartelito de la puerta y se fue al mercado. Luego cogió un libro de anatomía, que desde que su marido lo comprara con esa desesperada urgencia de saberse por dentro que arraiga con la vejez, vivía su vida de polvo y olvido en una repisita del salón, y se encerró en la cocina. Se sentía muy orgullosa del resultado que sus atenciones habían obrado en su nieta, y ahora que ya era mujer estaba decidida a firmar su esmerado trabajo haciéndole realidad los sueños. Se puso manos a la obra canturreando la canción de amor más hermosa de todas cuantas recordaba.
Ayudada por las clarificadoras transparencias del libro de anatomía y su pericia de cocinera, compuso su esqueleto con un crujiente entramado de barquillo, para que sus movimientos tuviesen la gracia liviana de los pájaros, y lo revistió todo de bizcocho de limón. Hizo la mayor parte de sus órganos internos con cacao y vainilla, y en el trono del pecho le acomodó una enorme pasta de té con forma de corazón empolvada de azúcar. Seleccionó las dos mejores pasas de la bolsa para fabricarle la mirada y con paciencia de orfebre y fruta escarchada consiguió darle a su boca una respetable sensualidad. Luego dejó caer por entre sus tersos labios unas gotitas de zumo de moras para que sus besos contaran con el respaldo de un aliento propicio y le abasteció las axilas con manojitos de canela para que en las exigencias del amor su sudor embriagara el cuerpo vecino con el olor de las quimeras. Por último, tratando de hacerlo lo más humano posible, utilizó almendras garrapiñadas para el acné y coco rallado para la caspa. Luego lo dejó en el horno un poco más de la cuenta, de modo que el llamativo dorado de su piel evocase el sol de otras tierras. Cuando terminó su tarea, subió al dormitorio de su nieta y la despertó con la noticia de que el muchacho más dulce que había visto nunca le esperaba en la cocina.
Alba la observó acudir a la cita arrastrando los pies, todavía apayasada de sueño, y sin la menor ilusión en la mirada. Pero le bastó con abrir la puerta de la cocina y recibir aquella inesperada vaharada de confitería para desempolvarse de tanto hastío y volver a recuperar la sonrisa perdida. Desde el pasillo, tan inmóvil y tan regia como el antiguo carillón, Alba interpretó el silencio posterior como un triunfo. Se los imaginó sentados y atónitos, incapaces de desenredar las miradas, presos para siempre el uno en el otro. Aguardó la primera palabra con su viejo corazón removido por una excitación de niño. Fue Luz quien rompió el silencio con su voz esmerilada, tratando de encontrarle el alma con preguntas aviesas, ansiosa por saber de su relleno. Les oyó conversar durante un rato hasta que le pareció que ya se amaban, y luego, escuchando la musiquilla de sus voces como un delicioso organillo de fondo, se puso a arreglar el salón. Tan distraída de felicidad estaba que incluso limpió el polvo a la mecedora de su marido, a los peces del acuario y a un hermoso jarrón de porcelana azul que pensaba comprar. Una agradable melancolía hizo que sus dedos sacaran de la repisa uno de los seis álbumes donde Luz guardaba las noticias de sus padres, a los que ya se les había quedado pequeño el mundo y empezaban a repetir postales, siempre rematadas por promesas que ya llegaban rotas mientras seguían abarrotando las gradas del circo con enamorados que necesitaban verles desplegar su amor en las crueles alturas para restar importancia a los pequeños obstáculos que se encontraban en sus romances. Fortalecida por su victoria, Alba examinó las terribles ciudades de las fotografías sin que se le espantara el alma. De repente, la vida se le antojaba sencilla y manejable, y tuvo la seguridad de que a partir de ahora sólo le pasaría lo que ella desease. Con esa certeza, se dejó doblegar por el sopor del verano.
Fue una larga siesta. Cuando despertó, ya casi era de noche. Vio a su nieta y al muchacho dulce salir de la cocina cogidos de la mano y subir las escaleras hacia el dormitorio. Ya habían agotado todas las palabras que conocían y les había llegado el turno de las caricias. Desde el pie de la escalera, Alba oyó el tintineo de monedas de sus risas, seguido del bufido marino del colchón al recibir un cuerpo de más. Hubo nuevas risas y el evocador aroma de la canela no tardó en impregnar toda la casa. Alba sonrió complacida, preguntándose si todos los sueños serían tan fáciles de hacer realidad como los de su nieta, sin saber que la respuesta a aquella pregunta cruzaba en ese mismo instante por entre sus zapatillas de felpa e iniciaba la subida de la escalera, en forma de voraces hormigas atraídas por el olor de tanto dulce.
2 comments:
increíble despliegue de imaginación, como siempre, Palma, dónde tejes con tantas "dulces" palabras este bello relato que desgraciadamente no he acertado a entender :(
Sin duda a destacar ( desde mi ) la palabra extravertida ( q desconocía como correcta ) y
ay! sii ese entrañable jarrón azul aún por comprar ¡que imaginación amigo Palma!
grazie
Estupendo. Me encantó la bella descripción de los amantes, de manera especial "los ojos con rima". Ojalá se pudieran encontrar tus publicaciones en México. Felicidades.
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