En la anochecida, cuando el extraño pasó a nuestro lado, le abrimos el cráneo con el grueso sarmiento que usamos en estas ocasiones. Un solo golpe, certero y sin rabia, nada más. El sombrero que el desconocido llevaba requintado en la cabeza rodó como a diez pasos. Mi hermano lo levantó del almagre y se lo puso en la suya. Sería un buen año aquel. Encendimos el candil. Su luz hizo rebrillar las palas. Nos remangamos y estudiamos con curiosidad el cuerpo durante unos segundos antes de enterrarlo al pie de una cepa, primorosamente, bien encamado en la hondura, como manda la tradición en vísperas de vendimia, para que su sangre retinte las uvas, para que su cecina nutra las raíces y rice los pámpanos, para que sus huesos den vigor a esta tierra requemada por la calígine y pongan a crecer el viñedo hasta que corran los jugos, nobles, únicos, virtuados por su secreto fermento.
Tales of Mystery and Imagination
Tales of Mystery and Imagination
" Tales of Mystery and Imagination es un blog sin ánimo de lucro cuyo único fin consiste en rendir justo homenaje a los escritores de terror, ciencia-ficción y fantasía del mundo. Los derechos de los textos que aquí aparecen pertenecen a cada autor.
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Clark Ashton Smith: The Weird of Avoosl Wuthoqquan
I
"Give, give, O magnanimous and liberal lord of the poor," cried the beggar.
Avoosl Wuthoqquan, the richest and most avaricious money-lender in all Commoriom, and, by that token, in the whole of Hyperborea, was startled from his train of reverie by the sharp, eerie, cicada-like voice. He eyed the supplicant with acidulous disfavor. His meditations, as he walked homeward that evening, had been splendidly replete with the shining of costly metals, with coins and ingots and gold-work and argentry, and the flaming or sparkling of many-tinted gems in rills, rivers and cascades, all flowing toward the coffers of Avoosl Wuthoqquan. Now the vision had flown; and this untimely and obstreporous voice was imploring for alms.
"I have nothing for you." His tones were like the grating of a shut clasp.
"Only two pazoors, O generous one, and I will prophesy."
Avoosl Wuthoqquan gave the beggar a second glance He had never seen so disreputable a specimen of the mendicant class in all his wayfarings through Commoriom. The man was preposterously old, and his mummy-brown skin, wherever visible, was webbed with wrinkles that were like the heavy weaving of some giant jungle-spider. His rags were no less than fabulous; and the beard that hung down and mingled with them was hoary as the moss of a primeval juniper.
"I do not require your prophecies."
"One pazoor then."
"No."
The eyes of the beggar became evil and malignant in their hollow sockets, like the heads of two poisonous little pit-vipers in their holes.
Seabury Quinn: Pledged to the Dead
The autumn dusk had stained the sky with shadows and orange oblongs traced the windows in my neighbors' homes as Jules de Grandin and I sat sipping kaiserschmarrn and coffee in the study after dinner. "Mon Dieu," the little Frenchman sighed, "I have the mal du pays, my friend. The little children run and play along the roadways at Saint Cloud, and on the Ile de France the pastry cooks set up their booths. Corbleu, it takes the strength of character not to stop and buy those cakes of so much taste and fancy! The Napoléons, they are crisp and fragile as a coquette's promise, the éclairs filled with cool, sweet cream, the cream-puffs all aglow with cherries. Just to see them is to love life better. They——"
The shrilling of the door-bell startled me. The pressure on the button must have been that of one who leant against it. "Doctor Trowbridge; I must see him right away!" a woman's voice demanded as Nora McGinnis, my household factotum, grudgingly responded to the hail.
"Th' docthor's offiss hours is over, ma'am," Nora answered frigidly. "Ha'f past nine ter eleven in th' marnin', an' two ter four in th' afthernoon is when he sees his patients. If it's an urgent case ye have there's lots o' good young docthors in th' neighborhood, but Docthor Trowbridge——"
"Is he here?" the visitor demanded sharply.
"He is, an' he's afther digestin' his dinner—an' an illigant dinner it wuz, though I do say so as shouldn't—an' he can't be disturbed——"
"He'll see me, all right. Tell him it's Nella Bentley, and I've got to talk to him!"
De Grandin raised an eyebrow eloquently. "The fish at the aquarium have greater privacy than we, my friend," he murmured, but broke off as the visitor came clacking down the hall on high French heels and rushed into the study half a dozen paces in advance of my thoroughly disapproving and more than semi-scandalized Nora.
Frank Belknap Long: The Space-Eaters
The cross is not a passive agent. It protects the pure of heart, and it has often appeared in the air above our sabbats, confusing and dispersing the powers of Darkness. —John Dee's Necronomicon
I
The horror came to Partridgeville in a blind fog.
All that afternoon thick vapors from the sea had swirled and eddied about the farm, and the room in which we sat swam with moisture. The fog ascended in spirals from beneath the door, and its long, moist fingers caressed my hair until it dripped. The square-paned windows were coated with a thick, dewlike moisture; the air was heavy and dank and unbelievably cold.
I stared gloomily at my friend. He had turned his back to the window and was writing furiously. He was a tall, slim man with a slight stoop and abnormally broad shoulders. In profile his face was impressive. He had an extremely broad forehead, long nose, and slightly protuberant chin—a strong, sensitive face which suggested a wildly imaginative nature held in restraint by a skeptical and truly extraordinary intellect.
My friend wrote short stories. He wrote to please himself, in defiance of contemporary taste, and his tales were unusual. They would have delighted Poe; they would have delighted Hawthorne, or Ambrose Bierce, or Villiers de l'Isle-Adam. They were studies of abnormal men, abnormal beasts, abnormal plants. He wrote of remote realms of imagination and horror, and the colors, sounds, and odors which he dared to evoke were never seen, heard, or smelt on the familiar side of the moon. He projected his creations against mind-chilling backgrounds. They stalked through tall and lonely forests, over ragged mountains, and slithered down the stairs of ancient houses, and between the piles of rotting black wharves.
Clemente Palma: La Granja Blanca
I
¿Realmente se vive o la Vida es una ilusión prolongada? ¿Somos seres autónomos e independientes en nuestra existencia? ¿Somos efectivamente viajeros en la jornada de la vida o somos tan sólo personajes que habitamos en el ensueño de alguien, entidades de mera forma aparente, sombras trágicas o grotescas que ilustramos las pesadillas o los sueños alegres de algún eterno durmiente? Y si es así, ¿por qué sufrimos y gozamos por cuenta nuestra? Debiéramos ser indiferentes e insensibles; el sufrimiento o el placer debieran corresponderle al soñador sempiterno, dentro de cuya imaginación representarnos nuestro papel de sombras, de creaciones fantásticas.
Siempre le exponía yo estas, ideas pirronianas, mi viejo maestros de filosofía, quien se reía de mis descarríos y censuraba cariñosamente mi constante tendencia a desviar las teorías filosóficas, haciéndolas encaminarse por senderos: puramente imaginativos.
Más de una vez me explicó el sentido verdadero del principio hegeliano: todo lo real es ideal, todo lo ideal es real, principio que, según mi maestro, yo glosaba e interpretaba inicuamente para aplicarlo a mí: conceptos ultrakantianos. El filósofo de Koenisberg afirmaba que el mundo, en nuestra representación, era una visión torcida, un reflejo inexacto, una sombra muy vaga de la realidad. Yo le sostenía a mi maestro que Kant estaba equivocado, puesto que admitía una realidad mal representada dentro de nuestro yo; no hay tal mundo real: el mundo es un estado intermedio del ser colocado entre la nada (que no existe), y la realidad (que tampoco existe); un simple acto de imaginación, un ensueño puro en el que los seres flotamos con apariencias de personalidad, porque así es necesario para divertir y hacer sentir más intensamente e. ese soñador eterno, o ese durmiente insaciable, dentro de cuya imaginación vivimos. En todo caso, Eles la única realidad posible...
Gabriel García Márquez: La tercera resignación
Allí estaba otra vez, ese ruido. Aquel ruido frío, cortante, vertical, que ya tanto conocía pero que ahora se le presentaba agudo y doloroso, como si de un día a otro se hubiera desacostumbrado a él.
Le giraba dentro del cráneo vacío, sordo y punzante. Un panal se había levantado en las cuatro paredes de su calavera. Se agrandaba cada vez más en espirales sucesivos, y le golpeaba por dentro haciendo vibrar su tallo de vértebras con una vibración destemplada, desentonada, con el ritmo seguro de su cuerpo. Algo se había desadaptado en su estructura material de hombre firme; algo que “las otras veces” había funcionado normalmente y que ahora le estaba martillando de cabeza por dentro con un golpe seco y duro dado por unos huesos de mano descarnada, esquelética, y le hacía recordar todas las sensaciones amargas de la vida. Tuvo el impulso animal de cerrar los puños y apretarse la sien brotada de arterias azules, moradas, con la firme presión de su dolor desesperado. Hubiera querido localizar entre las palmas de sus dos manos sensitivas el ruido que le estaba a punta de diamante. Un gesto de gato doméstico contrajo sus músculos cuando lo imaginó perseguido por los rincones atormentados de su cabeza caliente, desgarrada por la fiebre. Ya iba a alcanzarlo. No.
El ruido tenía la piel resbaladiza, intangible casi. Pero él estaba dispuesto a alcanzarlo con su estrategia bien aprendida y apretarlo larga y definitivamente con toda la fuerza de su desesperación. No permitiría que penetrara otra vez por su oído: que saliera por su boca, por cada uno de sus poros o por sus ojos que se desorbitarían a su paso y se quedarían ciegos mirando la huída del ruido desde el fondo de su desgarrada oscuridad. No permitiría que le estrujara más sus cristales molidos, sus estrellas de hielo, contra las paredes interiores del cráneo. Así era el ruido aquel:
Pero le era imposible apretarse las sienes. Sus brazos se habían reducido y eran ahora los brazos de un enano; unos brazos pequeños, regordetes, adiposos. Trató de sacudir la cabeza. La sacudió. El ruido apareció entonces con mayor fuerza dentro del cráneo que se había endurecido, agrandado y que se sentía atraído con mayor fuerza por la gravedad. Estaba pesado y duro aquel ruido. Tan pesado y duro que de haberlo alcanzado y destruido había tenido habría tenido la impresión de estar deshojando una flor de plomo.
Había sentido ese ruido “las otras veces”, con la misma insistencia. Lo había sentido, por ejemplo, el día en que murió por primera vez. Cuando –ante la vista de un cadáver– se dio cuenta de que era su propio cadáver. Lo miró y se palpó. Se sintió intangible, inespacial, inexistente. El era verdaderamente un cadáver y estaba sintiendo ya, sobre su cuerpo joven y enfermizo, el tránsito de la muerte. La atmósfera se había endurecido en toda la casa como si hubiera sido rellena de cemento, y en medio de aquel bosque –en el que había dejado los objetos como cuando era una atmósfera de aire– estaba él, cuidadosamente colocado dentro del ataúd de un cemento duro pero transparente. Aquella vez, en su cabeza estaba también “ese ruido”. Qué lejanas y qué frías sentía las plantas de sus pies; allá en el otro extremo del ataúd, donde habían puesto una almohada, porque la caja le quedaba aún demasiado grande y hubo que ajustarlo, adaptar el cuerpo muerto a su nuevo y último vestido. Lo cubrieron de blanco y alrededor de su mandíbula apretaron un pañuelo. Se sintió bello envuelto en su mortaja; mortalmente bello.
Greye La Spina: Old Mr. Wiley
"He just lies here tossing and moaning until he's so weak that he sinks into a kind of coma," said the boy's father huskily. "There doesn't seem anything particular the matter with him now but weakness. Only," he choked, "that he doesn't care much about getting well."
Miss Beaver kept her eyes on that thin little body outlined by the fine linen sheet. She caught her breath and bit her lower lip to check its trembling. So pitiful, that small scion of a long line of highly placed aristocratic and wealthy forebears, that her cool, capable hand went out involuntarily to soothe the fevered childish brow. She wanted suddenly to gather the little body into her warm arms, against her kind breast. Her emotion, she realized, was far from professional; Frank Wiley IV had somehow laid a finger on her heartstrings.
"If you can rouse him from this lethargy and help him find some interest in living," Frank Wiley III said thickly, "you won't find me unappreciative, Miss Beaver."
The nurse contemplated that small, apathetic patient in silence. Doctor Parris had warned her that unless the boy's interest could somehow be stimulated, the little fellow would die from sheer lack of incentive to live. Her emotion moistened her eyes and constricted her throat muscles. She had to clear her throat before she could speak.
"I can only promise to do my very best for this dear little boy," she said hurriedly. "No human being can do more than his best."
"Doctor Parris tells me you have been uniformly successful with the cases he's put you on. I hope," the young father entreated, "that you'll follow your usual precedent."
"The doctor is too kind," murmured Miss Beaver with slightly lifted brows. "I fear he gives me more credit than I deserve."
Edward Frederic Benson: A tale of an empty house
It had been a disastrous afternoon: rain had streamed incessantly from a low grey sky, and the road was of the vilest description. There were sections consisting of sharp flints, newly laid down and not yet rolled into amenity, and the stretches in between were worn into deep ruts and bouncing holes, so that it was impossible anywhere to travel at even a moderate speed. Twice we had punctured, and now, as the stormy dusk began to fall, something went wrong with the engine, and after crawling on for a hundred yards or so we stopped. My driver, after a short investigation, told me that there was a half-hour's tinkering to be done, and after that we might, with luck, trundle along in a leisurely manner, and hope eventually to arrive at Crowthorpe which was the proposed destination.
We had come, when this stoppage occurred, to a crossroad. Through the driving rain I could see on the right a great church, and in front a huddle of houses. A consultation of the map seemed to indicate that this was the village of Riddington. The guide-book added the information that Riddington possessed an hotel, and the sign-post at the corner endorsed them both. To the right along the main road, into which we had just struck, was Crowthorpe, fifteen miles away and straight in front of us, half a mile distant, was the hotel.
The decision was not difficult. There was no reason why I should get to Crowthorpe to-night instead of to-morrow, for the friend whom I was to meet there would not arrive until next afternoon and it was surely better to limp half a mile with a spasmodic engine than to attempt fifteen on this inclement evening.
"We'll spend the night here," I said to my chauffeur. "The road dips down hill, and it's only half a mile to the hotel. I daresay we shall get there without using the engine at all. Let's try, anyhow."
We hooted and crossed the main road, and began to slide very slowly down a narrow street. It was impossible to see much, but on either side there were little houses with lights gleaming through blinds, or with blinds still undrawn, revealing cosy interiors. Then the incline grew steeper, and close in front of us I saw masts against a sheet of water that appeared to stretch unbroken into the rain-shrouded gloom of the gathering night.
Niccolò Ammaniti: Il libro nero di Sanremo
Mango se ne stava accasciato sulla poltrona del suo camerino e rifletteva che nonostante fosse da molti considerato l'unica vera alternativa alla tradizione musicale italiana e racchiudesse in sé tutte le caratteristiche più personali di un grande compositore e di un grande interprete, di tutto ciò, detto a chiare parole, non gliene poteva fregare di meno.
Mancavano ormai poche ore all'inizio del festival più importante del mondo e si sentiva depresso come poche volte gli era capitato di essere nella vita. L'esistenza della popstar lo aveva stancato. E odiava Sanremo con tutto il cuore. Un laido baraccone dove da più di dieci anni inscenava la farsa del compositore latino che riesce a raggiungere un respiro internazionale rimanendo imbevuto dello spirito della sua cultura. Ma quale cultura e cultura. Non sopportava più quella settimana di apnea che si doveva sciroppare ogni anno. Una tassa necessaria per poter sopravvivere. I giornalisti sempre a criticarti, il pubblico che si comporta come una banderuola. Pronti a esaltarti, a dirti che sei il più grande di tutti e poi appena molli un attimo, appena hai una normale crisi creativa ti buttano via come uno straccio. E poi c'era sua madre. Mariapia Mango aveva settantaquattro anni e viveva a Lagonegro, in Basilicata. Che errore terribile aveva fatto a montarle in casa il Salvavita Beghelli. Ma lui che ne poteva sapere, che quello era un oggetto infernale, fatto apposta per farti saltare i nervi. Gli era arrivato a casa un pacco dono dalla Beghelli, lo sponsor del festival, e dentro c'era un Salvalavista TV, un Salvalavista Computer 626 e il dannatissimo Salvavita. Lo aveva dato a sua madre, che diceva di soffrire di coronarie e quella ci si era attaccata come fosse un telecomando della TV. Per tre volte Mango si era precipitato a Lagonegro per scoprire che sua madre stava benissimo, era solo in pena per quel figlio che conduceva quella vita zingara. L'ultima volta, in preda a una crisi isterica, lo aveva strappato dal telefono e lo aveva gettato dalla finestra. Ma la madre aveva spedito la garanzia e con una astuzia malvagia era riuscita a farsene rimandare uno nuovo.
Mango si attaccò alla bottiglia di Uliveto e poi si studiò allo specchio. Aveva le occhiaie. Aprì la bocca e tirò fuori una lingua che sembrava un calzino da tennis. Il nuovo look, capello corto, basetta alta e barba sfatta non lo convinceva. Oramai aveva una certa età, non poteva continuare a fare l'adolescente. Tutta colpa di quella cretina della sua parrucchiera.
In questo oceano di dolore aveva almeno una consolazione. Quest'anno cantava “Luce”, un pezzo d'ispirazione new-age, in duo con Zenima, giovane scoperta della canzone italiana di origine mediorientale, le cui doti vocali fuori dal comune ben si sposavano con la raffinata ricerca vocale da sempre al centro della sua esperienza artistica. Oltre che essere una grande interprete era anche una ragazza sensibile, non una delle migliaia di buzzicone che affollavano il palco dell'Ariston. Praticava lo yoga ed era una buona conoscitrice della cultura orientale. Amava l'architettura e il teatro giapponese, le poesie di Emily Dickinson e la musica romantica mitteleuropea. La loro fusione avrebbe potuto far emergere una nuova linea melodica, intimista e meditata, che non aveva niente a che spartire con la merda dei Jalisse.
Cristina Fernández Cubas: La ventana del jardín
El primer escrito que el hijo de los Albert deslizó disimuladamente en mi bolsillo me produjo la impresión de una broma incomprensible. Las palabras, escritas en círculos concéntricos, formaban las siguientes frases:
Cazuela airada,
Tiznes o visones. Cruces o lagartos. La
noche era acre aunque las cucarachas
llorasen. Más
Olla.
Pensé en el particular sentido del humor de Tomás Albert y olvidé el asunto. El niño, por otra parte, era un tanto especial; no acudía jamás a la escuela y vivía prácticamente recluido en una confortable habitación de paredes acolchadas. Sus padres, unos antiguos compañeros de colegio, debían sentirse bastante afectados por la debilidad de su único hijo, ya que, desde su nacimiento, habían abandonado la ciudad para instalarse en una granja abandonada a varios kilómetros de una aldea y, también desde entonces, rara vez se sabía de ellos. Por esta razón, o porque simplemente la granja me quedaba de camino, decidí aparecer por sorpresa. Habían pasado ya dos años desde nuestro encuentro anterior y durante el trayecto me pregunté con curiosidad si Josefina Albert habría conseguido cultivar sus aguacates en el huerto o si la cría de gallinas de José estaría dando buenos resultados. El autobús se detuvo en el pueblo y allí alquilé un coche público para que me llevara hasta la colina. Me interesaba también el estado de salud del pequeño Tomás. La primera y única vez que tuve ocasión de verle estaba jugueteando con cochecitos y muñecos en el suelo de su cuarto. Tendría entonces unos doce años pero su aspecto era bastante más aniñado. No pude hablar con él —el niño sufría una afección en los oídos— y nuestra breve entrevista se realizó en silencio, a través de una ventana entreabierta. Fue entonces cuando Tomás deslizó la carta en mi bolsillo.
Habíamos llegado a la granja y el taxista me señaló con un gesto la puerta principal. Recogí mi maletín de viaje, toqué el timbre y eché una mirada al terreno; en la huerta no crecían aguacates sino cebollas y en el corral no había rastros de gallinas pero sí unas veinte jaulas de metal con cuatro o cinco conejos cada una. Volví a llamar. El Ford años cuarenta se convertía ahora en un punto minúsculo al final del camino. Llamé por tercera vez. El amasijo de polvo y humo que levantaba el coche parecía un nimbo de lámina escolar. Golpeé con la aldaba.
Fritz Leiber: The Girl with the Hungry Eyes
All right, I’ll tell you why the Girl gives me the creeps. Why I can’t stand to go downtown and see the
mob slavering up at her on the tower, with that pop bottle or pack of cigarettes or whatever it is beside
her. Why I hate to look at magazines any more because I know she’ll turn up somewhere in a brassiere
or a bubble bath. Why I don’t like to think of millions of Americans drinking in that poisonous halfsmile.
It’s quite a story—more story than you’re expecting.
No, I haven’t suddenly developed any long-haired indignation at the evils of advertising and the national
glamour-girl complex. That’d be a laugh for a man in my racket, wouldn’t it? Though I think you’ll
agree there’s something a little perverted about trying to capitalize on sex that way. But it’s okay with
me. And I know we’ve had the Face and the Body and the Look and what not else, so why shouldn’t
someone come along who sums it all up so completely, that we have to call her the Girl and blazon her
on all the billboards from Times Square to Telegraph Hill?
But the Girl isn’t like any of the others. She’s unnatural. She’s morbid. She’s unholy.
Oh it’s 1948, is it, and the sort of thing I’m hinting at went out with witchcraft? But you see I’m not
altogether sure myself what I’m hinting at, beyond a certain point. There are vampires and vampires, and not all of them suck blood.
And there were the murders, if they were murders.
Besides, let me ask you this. Why, when America is obsessed with the Girl, don’t we find out more
about her? Why doesn’t she rate a Time cover with a droll biography inside? Why hasn’t there been a
feature in Life or the Post? A Profile in The New Yorker? Why hasn’t Charm or Mademoiselle done her career saga? Not ready for it? Nuts!
Robert E. Howard: The Children of the Night
There were, I remember, six of us in Conrad's bizarrely fashioned study, with its queer relics from all over the world and its long rows of books which ranged from the Mandrake Press edition of Boccaccio to a Missale Romanum, bound in clasped oak boards and printed in Venice, 1740. Clemants and Professor Kirowan had just engaged in a somewhat testy anthropological argument: Clemants upholding the theory of a separate, distinct Alpine race, while the professor maintained that this so-called race was merely a deviation from an original Aryan stock--possibly the result of an admixture between the southern or Mediterranean races and the Nordic people.
"And how," asked Clemants, "do you account for their brachycephalicism? The Mediterraneans were as long-headed as the Aryans: would admixture between these dolichocephalic peoples produce a broad-headed intermediate type?"
"Special conditions might bring about a change in an originally long-headed race," snapped Kirowan. "Boaz has demonstrated, for instance, that in the case of immigrants to America, skull formations often change in one generation. And Flinders Petrie has shown that the Lombards changed from a long-headed to a round-headed race in a few centuries."
"But what caused these changes?"
"Much is yet unknown to science," answered Kirowan, "and we need not be dogmatic. No one knows, as yet, why people of British and Irish ancestry tend to grow unusually tall in the Darling district of Australia--Cornstalks, as they are called--or why people of such descent generally have thinner jaw-structures after a few generations in New England. The universe is full of the unexplainable."
Alberto López Aroca: La mercancía
Al principio, yo quedé con mi contacto en que iba a ser lo de siempre,
que no íbamos a tener más complicaciones que las normales en esto. Porque como
se puede usted imaginar, complicaciones las tenemos a patadas, ¿eh? Pero a
patadas. Y yo no digo que sea una cosa poco honrada, que no lo es, porque a esa
pobre gente luego la putean mucho, pero eso lo hacen los empresarios, ¿sabe
usted? Los empresarios, que son los que buscan lo que buscan, o sea, mano de
obra y no barata, no, sino gratis. Y claro, gratis, gratis, lo que se dice gratis, pues
no puede ser, porque la vida está muy jodida, y no sólo por ahí, de donde
vienen todos éstos, no, sino también aquí. Y lo que yo digo, vamos, es que si
vienen es por algo, y es porque se piensan que esto va a ser la hostia, que se
van a hacer ricos, o vete tú a saber. Y este país puede ser cualquier cosa
menos Jauja. Yo, sin ir más lejos, estoy bien jodido. ¿Se cree usted que me gusta pegarme las palizas de camión que me pego yo, eh?
Mire, hasta cinco días sin dormir he estado yo en la carretera. Y claro, luego
vienen que si los accidentes, los ayayais y los madres mías. Y es que no puede
ser, coño, que para mantener a la familia uno tenga que hacer estas cosas. Pero
cuando no hay más cojones, no hay más cojones, y ya está.
A mí la
verdad es que me dan mucha lástima, qué quiere que le diga, pero también me da
mucha lástima ver a los chavales aquí, que se pegan media vida estudiando, se
sacan sus carrera y al final terminan de barrenderos. ¡Y eso con suerte, ojo!
Porque las cosas están así de mal, o peor. Y si encima te vienen yo qué sé la
de extranjeros de todas las partes del mundo, pues mira... Y es
que en parte la culpa la tienen los jóvenes, que no quieren
trabajar en las cosas de toda la vida. Dígale usted a uno de los
chiquillotes esos que se ven por la calle, borrachos del todo, que se vaya a
coger ajos. ¿Sabe qué le va a decir? Que unos cojones, que
vaya su puta madre, con perdón. Y es que no saben que nosotros, sus padres, nos
estamos partiendo el pecho por ellos. Y así va España.
No, no le pienso decir el nombre de mi
contacto, señor. ¿Usted qué se ha creído, que yo soy tonto o qué? Bastante tengo ya encima
con esto, como para encima buscarme más complicaciones. Que esta gente no se
anda con tonterías, oiga, que a las primeras
de cambio te pegan un tiro y se quedan más anchos que largos.
Pues sí, hombre, no faltaba nada más que eso.
Lo del tío
raro sí que se lo voy a contar, claro que sí.. Es que si no, ¿cómo se explica
esta mierda? La verdad es que yo no lo entiendo, y aún me tiemblan las manos,
para qué nos vamos a engañar. Me tomaría un cafelito, ¿sabe? Sí, con leche estaría1 bien. Y si tienen algo de comer... No, no se moleste, si con un bollo de esos que tienen en la máquina de ahí afuera me vale. Es que
la he visto cuando estaba en la sala de espera, sí. Muchas gracias, señor.
Pedro Ugarte: La curva de Flick
En resumen, la idea de adscribir recién nacidos africanos al cuidado de niñas europeas tuvo un éxito inmediato, un éxito del que sólo salieron perjudicados los fabricantes de muñecas y ositos de peluche, pero bien puede decirse que la economía occidental asumió con coraje este pequeño sacrificio ante los numerosos efectos benéficos que prodigó la humanitaria iniciativa. Nadie recuerda a ciencia cierta quién fue el promotor del proyecto, pero a principios del siglo XXI ya eran varias las oenegés que facilitaban esta práctica; hacia la tercera década del siglo, Unicef la consagró en varios documentos y después la ONU la confirmó definitivamente con una reglamentación internacional, ante la aplastante evidencia de que redimía del hambre a numerosos niños nacidos en los países más pobres del planeta.
Puede decirse que el hambre no quedó erradicada del Tercer Mundo, pero al menos evitó que padecieran ese horrible destino los más débiles: los recién nacidos. A mediados del siglo XXI, la ONU pudo declarar de forma solemne que el hambre ya no mataba a las criaturas de corta edad que nacían en depauperadas aldeas africanas.
Básicamente el sistema de adopción consistía en lo siguiente. Las niñas de los países desarrollados, en contra de lo que predijeron tantos grupos feministas, seguían sintiendo la irreprimible inclinación de jugar con muñecos y oficiar sobre ellos una suerte de primaria maternidad. A la vista del mantenimiento de este hábito (que nadie tuvo el atrevimiento de calificar como genético, pero sí como una enojosa herencia cultural) se pensó en trasladar a criaturas hambrientas del Tercer Mundo hasta los hogares europeos, donde las niñas podrían jugar, en vez de con muñecas, con auténticos bebés, a los que darían el biberón, acostarían en camitas y sacarían a pasear en encantadores carritos de juguete.
El sistema de acogimiento contaba con innumerables ventajas: eximía a los padres de los engorrosos procesos burocráticos de la adopción (De hecho, les eximía de toda responsabilidad en el proceso: la moda tomó el informal aspecto de encantadores regalos navideños), ayudaba a completar la formación de las niñas occidentales mediante la adquisición de obligaciones y responsabilidades y, por último, daba a los bebés africanos una razonable posibilidad de seguir vivos, una posibilidad, en todo caso, infinitamente mayor a la que podían esperar de seguir agonizando en aldeas subsaharianas quemadas por el sol.
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