Tales of Mystery and Imagination

Tales of Mystery and Imagination

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José Carlos Somoza: Womanbed

José Carlos Somoza


Hubo una vez una cama. Y una mujer dentro de ella.
No encima. Ni debajo. Dentro.
Es sabido que se trataba de un castigo muy frecuente para la adúltera en el Renacimiento. Quizás no tanto. Puede que sólo alguna que otra dama se haya visto sometida realmente a este difícil trance. Lo cierto es que Guido Farniessi refiere, en la edición in quarto de su célebre Opúsculo dedicado a la decoración florentina, que así fue ajusticiada la hermosa Verónica Vinebuolla, segunda esposa del noble Giuseppe Vinebuolla, uno de los hombres de confianza de los Médicis. Según este autor, no era para menos. Farniessi cuenta que la disoluta Verónica "pecó varias veces, en su propio lecho conyugal, con distintos amantes, por lo que merecía la pena capital" (sic).
Ser encamada viva es una muerte lenta y horrible como pocas, aunque, siempre según Farniessi, prime el detalle estético: la cama utilizada para tal fin era un modelo apropiadamente alto, de dosel decorado con la hermosa obsesión renacentista por las formas, cuyo cuerpo central, horadado, se adaptaba para recibir una caja paralepípeda en todo similar a un ataúd, aunque forrada con más primor para evitar que la podrida
conclusión en que terminamos de resumirnos infestara el dormitorio de hedores innecesarios. En esta caja se introducía a la culpable, sin vestidura alguna, tapiándose el acceso con lindas planchas de pino, roble o nogal. Su compleja disposición de espacios y agujeros impedía que la desdichada pudiera realizar otra actividad que no fuera respirar con suma dificultad. Por último, se colocaba encima el pesado ajuar de los grandes lechos de la época, y se invitaba al marido ultrajado a dormir en ella. Tal era el rito final de la sentencia: esa última noche (tan opuesta a la primera) que la condenada y su esposo pasaban juntos. Fácil resulta imaginar lo que Farniessi no cuenta: los gemidos, súplicas, gritos y jadeos de la víctima sobre los que se dormiría su cornudo cónyuge, esa canción de cuna que terminaría meciendo dulcemente a su venganza; un tormento adecuadamente terrorífico para el círculo del infierno quattrocentista. Según algunos, el castigo era absoluto, no dejaba resquicios de injusticia: ¿qué mayor pena que morir bajo el marido, para aquélla que ha gozado tanto bajo otros hombres? No en vano advierte Farniessi, con un repunte irónico deplorable, que el encamamiento era una ejecución homeopática: torturar con un terrible simulacro del delito.
Camas con mujeres dentro sobreviven pocas.

Émile Zola: Une cage de bêtes féroces

Émile Zola


I

Un matin, un Lion et une Hyène du Jardin des Plantes réussirent à ouvrir la porte de leur cage, fermée avec négligence.
La matinée était blanche et un clair soleil luisait gaiement au bord du ciel pâle. Il y avait, sous les grands marronniers, des fraîcheurs pénétrantes, les fraîcheurs tièdes du printemps naissant. Les deux honnêtes animaux, qui venaient de déjeuner copieusement, se promenèrent avec lenteur dans le Jardin, s’arrêtant de temps à autre, pour se lécher et jouir en braves gens des douceurs de la matinée. Ils se rencontrèrent au fond d’une allée, et, après les politesses d’usage, ils se mirent à marcher de compagnie, causant en toute bonne amitié. Le Jardin ne tarda pas à les ennuyer et à leur paraître bien petit. Alors ils se demandèrent à quels amusements ils pourraient consacrer leur journée.
- Ma foi, dit le Lion, j’ai bien envie de contenter un caprice qui me tient depuis longtemps. Voici des années que les hommes viennent, comme des imbéciles, me regarder dans ma cage, et je me suis toujours promis de saisir la première occasion qui se présenterait, pour aller les regarder dans la leur, quitte à paraître aussi bête qu’eux... Je vous propose un bout de promenade dans la cage des hommes.
À ce moment, Paris, qui s’éveillait, se mit à rugir d’une telle force que la Hyène s’arrêta court, écoutant avec inquiétude. La clameur de la ville montait, sourde et menaçante, et cette clameur, faite du bruit des voitures, des cris de la rue, de nos sanglots et de nos rires, ressemblait à des hurlements de fureur et à des râles d’agonie.

Manly Wade Wellman: Chastel

Manly Wade Wellman



"Then you won't let Count Dracula rest in his tomb?" inquired Lee Cobbett, his square face creasing with a grin.

Five of them sat in the parlor of Judge Keith Hilary Pursuivant's hotel suite on Central Park West. The Judge lounged in an armchair, a wineglass in his big old hand. On this, his eighty-seventh birthday, his blue eyes were clear, penetrating. His once tawny hair and mustache had gone blizzard-white, but both grew thick, and his square face showed rosy. In his tailored blue leisure suit, he still looked powerfully deep-chested and broad-shouldered.

Blocky Lee Cobbett wore jacket and slacks almost as brown as his face. Next to him sat Laurel ParcheV, small and young and cinnamon-haired. The others were natty Phil Drumm the summer theater producer, and Isobel Arlington from a wire press service. She was blond, expensively dressed, she smoked a dark cigarette with a white tip. Her pen scribbled swiftly.

"Dracula's as much alive as Sherlock Holmes," argued Drumm. "All the revivals of the play, all the films—"

"Your musical should wake the dead, anyway," said Cobbett, drinking. "What's your main number, Phil? 'Garlic Time?' 'Gory, Gory Hallelujah?'"

"Let's have Christian charity here, Lee," Pursuivant came to Drumm's rescue. "Anyway, Miss Arrington came to interview me. Pour her some wine and let me try to answer her questions."

"I'm interested in Mr Cobbett's remarks," said Isobel Arrington, her voice deliberately throaty. "He's an authority on the supernatural."

José Lezama Lima: Para un final presto



Una muchedumbre gnoseológica se precipitaba desembocando con un silencio lleno de agudezas, ocupa después el centro de la plaza pública. Su actitud, de lejos, presupone gritería, y de cerca, un paso y unos ojos de encapuchados. Eran transparentes jóvenes estoicos, discípulos de Galópanes de Numidia, que aportaban el más decidido contingente al suicidio colectivo, preconizado por la secta. Ese fervor lo había conseguido Galópanes abriendo las puertas de sus jardines a jóvenes de quince a veinte años; así logró aportar trescientos treinta y tres decididos jóvenes que se iban a precipitar en el suicidio colectivo al final de sus lecciones. La secta denominada El secuestro del tamboril por la luna menguante, tenía visibles influencias orientales, y por eso, muchos padres atenienses, que amaban más al eidos que al ideal de vida refinada, si mandaban a sus hijos a esos jardines era para permitirse el áureo dispendio, de que sus hijos, sin viajar, pudiesen hablar de exotismos.

La primera idea de fundar El secuestro del tamboril, había surgido en Galópanes de Numidia, al observar cómo el rey Kuk Lak, al verse en el trance de ejecutar a un grupo de conspiradores, había tenido que arrancarlos de la vida amenazadora que llevaban y lanzarlos con fuerza gomosa en la Moira o en Tártaro, según estuviesen más apegados a la religión que nacía o a la que moría. Al ver Galópanes los crispamientos y gestos desiguales e incorrectos de los jóvenes ajusticiados decidió idear nuevos planes de enseñanza. Un jardín de amistosas conversaciones, donde los jóvenes fuesen conspiradores o amigos, pero donde pudiesen irse preparando para entrar en la muerte, cuando se cumpliesen los deseos del Rey. Así una de las frases que había de seguir en la academia: un joven desmelenado, o que pasea perros o tortugas, es tan incorrecto o alucinante como el león que en la selva no ruge dos o tres veces al día. Con esos recursos los jóvenes iban conversando y preparándose para morir, mientras el Rey afinaba mejor sus ocios y buscaba con detenimiento las mejores cabezas.

Peter Watts: The Eyes of God

Peter Watts


I am not a criminal. I have done nothing wrong.
They’ve just caught a woman at the front of the line, mocha-skinned, mid-thirties, eyes wide and innocent beneath the brim of her La Senza beret. She dosed herself with oxytocin from the sound of it, tried to subvert the meat in the system—a smile, a wink, that extra chemical nudge that bypasses logic and whispers right to the brainstem: This one’s a friend, no need to put her through the machines…
But I guess she forgot: we’re all machines here, tweaked and tuned and retrofitted down to the molecules. The guards have been immunized against argument and aerosols. They lead her away, indifferent to her protests. I try to follow their example, harden myself against whatever awaits her on the other side of the white door. What was she thinking, to try a stunt like that? Whatever hides in her head must be more than mere inclination. They don’t yank paying passengers for evil fantasies, not yet anyway, not yet. She must have done something. She must have acted.
Half an hour before the plane boards. There are at least fifty law-abiding citizens ahead of me and they haven’t started processing us yet. The buzz box looms dormant at the front of the line like a great armored crab, newly installed, mouth agape. One of the guards in its shadow starts working her way up the line, spot-checking some passengers, bypassing others, feeling lucky after the first catch of the day. In a just universe I would have nothing to fear from her. I’m not a criminal, I have done nothing wrong. The words cycle in my head like a defensive affirmation.
I am not a criminal. I have done nothing wrong.
But I know that fucking machine is going to tag me anyway.

Salomé Guadalupe Ingelmo: Bajo la superficie

Salomé Guadalupe Ingelmo, escritora española, escritora de ciencia ficción, concurso literario internacional ángel ganivet, autora de microficción


Está absorto ante una vitrina del museo que contiene un primitivo aparato para reproducir audiolibros. Lo que llama su atención no es el extravagante artilugio, cuyo simple mecanismo conoce más que de sobra, ni él audiolibro “El origen de las especies” que reposa a su lado, cuyo banal contenido asimiló en la infancia.
En realidad no está pensando ni en el superado Darwin ni en la chatarra de la que se compone la vieja tecnología. Esa decadente visión simplemente le ha recordado que muy pronto necesitará un nuevo implante de ampliación de la memoria. Es esa reflexión la que le mantiene entretenido ante la familiar vitrina. Su ritmo de absorción de datos ha ido creciendo de forma exponencial en los últimos años, y esto le está obligando a recurrir cada vez más frecuentemente a nuevos implantes. No es que le preocupe su salud, pues jamás pondría en duda la pericia de los cirujanos. Simplemente espera que las autoridades no lo consideren un gasto superfluo.
Esa misma mañana tiene la ocasión de comprobar que sus temores son infundados. Efectivamente, el director del museo ha dado siempre muestras de considerarlo un joven prometedor, pero él es consciente de que su mente no resulta ser la única brillante. Por eso, cuando le ruega con una cierta solemnidad que le acompañe a su despacho, él nada sospecha. Supone que querrá hablar sobre el estado de alguna vieja pieza, comentarle lo que le ha parecido el último artículo que dejó sobre su mesa o algo así. Lo que no espera es que le comunique la decisión del Comité de nombrarle oficialmente su sucesor en la dirección del museo. No puede negar que ése parecía ser su destino natural, pero no pensaba poder alcanzarlo tan pronto.
–Por favor, toma asiento. Verás, el Comité ha seguido muy de cerca tus pasos. Yo mismo les enviaba puntualmente informes sobre tu persona. No les han pasado desapercibidos tus evidentes méritos y han decidido que ya estás preparado para sucederme en mi cargo.

Arthur C. Clarke: Cancel Program GENESIS




God said, 'Cancel Program GENESIS.' The universe ceased to exist.


Ana María Shua: 69



Despiértese, que es tarde, me grita desde la puerta un hombre extraño. Despiértese usted, que buena falta le hace, le contesto yo. Pero el muy obstinado me sigue soñando.


Mary Elizabeth Braddon: The Shadow in the Corner



Wildheath Grange stood a little way back from the road, with a barren stretch of heath behind it, and a few tall fir-trees, with straggling wind-tossed heads, for its only shelter. It was a lonely house on a lonely road, little better than a lane, leading across a desolate waste of sandy fields to the sea-shore; and it was a house that bore a bad name among the natives of the village of Holcroft, which was the nearest place where humanity might be found.

It was a good old house, nevertheless, substantially built in the days when there was no stint of stone and timber--a good old grey stone house with many gables, deep window-seats, and a wide staircase, long dark passages, hidden doors in queer corners, closets as large as some modern rooms, and cellars in which a company of soldiers might have lain perdu.

This spacious old mansion was given over to rats and mice, loneliness, echoes, and the occupation of three elderly people: Michael Bascom, whose forebears had been landowners of importance in the neighbourhood, and his two servants, Daniel Skegg and his wife, who had served the owner of that grim old house ever since he left the university, where he had lived fifteen years of his life--five as student, and ten as professor of natural science.

At three-and-thirty Michael Bascom had seemed a middle-aged man; at fifty-six he looked and moved and spoke like an old man. During that interval of twenty-three years he had lived alone in Wildheath Grange, and the country people told each other that the house had made him what he was. This was a fanciful and superstitious notion on their part, doubtless, yet it would not have been difficult to have traced a certain affinity between the dull grey building and the man who lived in it. Both seemed alike remote from the common cares and interests of humanity; both had an air of settled melancholy, engendered by perpetual solitude; both had the same faded complexion, the same look of slow decay.

Juan Ramón Jiménez: La niña



La niña llegó en el barco de carga. Tenía la naricilla gorda, hinchada, y los ojos de otro color que los suyos. En el pecho le habían puesto una tarjeta que decía: “Sabe hablar algunas palabras en español. Quizá alguien español la quiera”.
La quiso un español y se la llevó a su casa. Tenía mujer y seis hijos, tres nenas y tres niños.
—¿Y qué sabes decir en español, vamos a ver?
La niña miraba al suelo.
—¿Ser nice? —Y todos se reían—. Me custa el soco-late. —Y todos se burlaban.
La niña cayó enferma. “No tiene nada”, decía el médico. Pero se estaba muriendo. Una madrugada, cuando todos estaban dormidos y algunos roncando, la niña se sintió morir. Y dijo:
—Me muero. ¿Está bien dicho?
Pero nadie la oyó decir eso. Ni ninguna cosa más. Porque al amanecer la encontraron muda, muerta en español.

Algernon Blackwood: The Empty House



Certain houses, like certain persons, manage somehow to proclaim at once their character for evil. In the case of the latter, no particular feature need betray them; they may boast an open countenance and an ingenuous smile; and yet a little of their company leaves the unalterable conviction that there is something radically amiss with their being: that they are evil. Willy nilly, they seem to communicate an atmosphere of secret and wicked thoughts which makes those in their immediate neighbourhood shrink from them as from a thing diseased.

And, perhaps, with houses the same principle is operative, and it is the aroma of evil deeds committed under a particular roof, long after the actual doers have passed away, that makes the gooseflesh come and the hair rise. Something of the original passion of the evil-doer, and of the horror felt by his victim, enters the heart of the innocent watcher, and he becomes suddenly conscious of tingling nerves, creeping skin, and a chilling of the blood. He is terror-stricken without apparent cause.

There was manifestly nothing in the external appearance of this particular house to bear out the tales of the horror that was said to reign within. It was neither lonely nor unkempt. It stood, crowded into a corner of the square, and looked exactly like the houses on either side of it. It had the same number of windows as its neighbours; the same balcony overlooking the gardens; the same white steps leading up to the heavy black front door; and, in the rear, there was the same narrow strip of green, with neat box borders, running up to the wall that divided it from the backs of the adjoining houses. Apparently, too, the number of chimney pots on the roof was the same; the breadth and angle of the eaves; and even the height of the dirty area railings.

Santiago Eximeno: ¿Por qué a mí, señor Campbell?




Cuando cayó en mis manos por vez primera una novela de corte fantástico, no una de aquellas donde brotan por doquier dragones y caballeros, ni siquiera una poblada de criaturas mitológicas enfrascadas en una eterna batalla entre el bien y el mal, sino una que reflejaba con estricta pulcritud las finas hebras de espíritu que mezclan el mundo de la vida y la muerte, no pude menos que permitir que mi corazón fuera asaeteado con flechas de admiración y naciera en lo más profundo de mi alma el ansia por, de alguna ignota forma, replicar con mi propia voz aquella experiencia narrativa. Intenté transmitir a mi padre el mensaje que había hallado escondido entre aquellas líneas de letra menuda y grandes márgenes, entre las grises ilustraciones que reflejaban sensaciones de pesadilla imposibles de describir con mayor precisión que el autor, pero su atención derivaba por aquellos años hacia las escenas que protagonizaba con mi madre debido a su adicción al alcohol y las extrañas costumbres de una hija que se resistía a aceptar el mundo tal y como era. Fue por ello que, impelido por un deseo que no había conocido en toda mi vida anterior, decidí iniciar una búsqueda desesperada que me permitiera compartir con otras personas aquella abrasadora pasión por la literatura.
Compartía yo en aquel tiempo una amistad con Ricardo Vidal (aquel que luego sería conocido como Vidales; un estudioso de la obra de los huéspedes, y un compañero inolvidable), un joven delgado y de mirada vidriosa aficionado a los tebeos de superhéroes que realizaba sus primeros pinitos como dibujante en varias revistas del barrio. Aunque nuestra amistad siempre se había conducido por otros derroteros, no dudé en confiarle mi íntimo deseo de comenzar una carrera literaria sin precedentes en nuestro país. Acogió la idea con una sonrisa condescendiente, pues era bien sabido que me apasionaba por una empresa y me lanzaba a ella con furor, pero transcurridos los primeros meses y observados los fracasos abandonaba y volvía a sumergirme en la melancolía de una vida rutinaria, jalonada de borracheras y relaciones con el sexo opuesto que siempre terminaban mal. Sin embargo, cuando tuvo la ocasión de leer mis primeros balbuceos como autor, un cuento breve que bebía de la inspiración de nombres míticos como Quiroga o Rulfo, aderezado con detalles estilísticos de un Luengo en sus mejores tiempos, no pudo menos que replantearse sus convicciones y acompañarme en el que sería, con el paso de los años, el viaje más fascinante que nunca había iniciado.

Margaret Atwood: Corpse parts missing



Corpse parts missing. Doctor buys yatch.


Federico García Lorca: Telégrafo



La estación estaba solitaria. Un hombre iba y otro venía. A veces la lengua de la campana mojaba de sonidos balbucientes sus labios redondos. Dentro se oía el rosario entrecortado del telégrafo. Yo me tumbé cara al cielo y me fui sin pensar a un raro país donde no tropezaba con nadie, un país que flotaba sobre un río azulado. Poco a poco noté que el aire se llenaba de burbujas amarillentas que mi aliento disolvía. Era el telégrafo. Sus tic-tac pasaban por las inmensas antenas de mis oídos con el ritmo que llevan los cínifes sobre el estanque. La estación estaba solitaria. Miré al cielo indolentemente y vi que todas las estrellas telegrafiaban en el infinito con sus parpados luminosos. Sirio sobre todas ellas enviaba tics anaranjados y tacs verdes entre el asombro de todas las demás.

El telégrafo luminoso del cielo se unió al telégrafo pobre de la estación y mi alma (demasiado tierna) contestó con sus párpados a todas las preguntas y requiebros de las estrellas que entonces comprendí perfectamente.

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