Hubo una vez una cama. Y una mujer dentro de ella.
No encima. Ni debajo. Dentro.
Es sabido que se trataba de un castigo muy frecuente para la adúltera en el Renacimiento. Quizás no tanto. Puede que sólo alguna que otra dama se haya visto sometida realmente a este difícil trance. Lo cierto es que Guido Farniessi refiere, en la edición in quarto de su célebre Opúsculo dedicado a la decoración florentina, que así fue ajusticiada la hermosa Verónica Vinebuolla, segunda esposa del noble Giuseppe Vinebuolla, uno de los hombres de confianza de los Médicis. Según este autor, no era para menos. Farniessi cuenta que la disoluta Verónica "pecó varias veces, en su propio lecho conyugal, con distintos amantes, por lo que merecía la pena capital" (sic).
Ser encamada viva es una muerte lenta y horrible como pocas, aunque, siempre según Farniessi, prime el detalle estético: la cama utilizada para tal fin era un modelo apropiadamente alto, de dosel decorado con la hermosa obsesión renacentista por las formas, cuyo cuerpo central, horadado, se adaptaba para recibir una caja paralepípeda en todo similar a un ataúd, aunque forrada con más primor para evitar que la podrida
conclusión en que terminamos de resumirnos infestara el dormitorio de hedores innecesarios. En esta caja se introducía a la culpable, sin vestidura alguna, tapiándose el acceso con lindas planchas de pino, roble o nogal. Su compleja disposición de espacios y agujeros impedía que la desdichada pudiera realizar otra actividad que no fuera respirar con suma dificultad. Por último, se colocaba encima el pesado ajuar de los grandes lechos de la época, y se invitaba al marido ultrajado a dormir en ella. Tal era el rito final de la sentencia: esa última noche (tan opuesta a la primera) que la condenada y su esposo pasaban juntos. Fácil resulta imaginar lo que Farniessi no cuenta: los gemidos, súplicas, gritos y jadeos de la víctima sobre los que se dormiría su cornudo cónyuge, esa canción de cuna que terminaría meciendo dulcemente a su venganza; un tormento adecuadamente terrorífico para el círculo del infierno quattrocentista. Según algunos, el castigo era absoluto, no dejaba resquicios de injusticia: ¿qué mayor pena que morir bajo el marido, para aquélla que ha gozado tanto bajo otros hombres? No en vano advierte Farniessi, con un repunte irónico deplorable, que el encamamiento era una ejecución homeopática: torturar con un terrible simulacro del delito.
Camas con mujeres dentro sobreviven pocas.