Tales of Mystery and Imagination

Tales of Mystery and Imagination

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Salomé Guadalupe Ingelmo: Bajo la superficie

Salomé Guadalupe Ingelmo, escritora española, escritora de ciencia ficción, concurso literario internacional ángel ganivet, autora de microficción


Está absorto ante una vitrina del museo que contiene un primitivo aparato para reproducir audiolibros. Lo que llama su atención no es el extravagante artilugio, cuyo simple mecanismo conoce más que de sobra, ni él audiolibro “El origen de las especies” que reposa a su lado, cuyo banal contenido asimiló en la infancia.
En realidad no está pensando ni en el superado Darwin ni en la chatarra de la que se compone la vieja tecnología. Esa decadente visión simplemente le ha recordado que muy pronto necesitará un nuevo implante de ampliación de la memoria. Es esa reflexión la que le mantiene entretenido ante la familiar vitrina. Su ritmo de absorción de datos ha ido creciendo de forma exponencial en los últimos años, y esto le está obligando a recurrir cada vez más frecuentemente a nuevos implantes. No es que le preocupe su salud, pues jamás pondría en duda la pericia de los cirujanos. Simplemente espera que las autoridades no lo consideren un gasto superfluo.
Esa misma mañana tiene la ocasión de comprobar que sus temores son infundados. Efectivamente, el director del museo ha dado siempre muestras de considerarlo un joven prometedor, pero él es consciente de que su mente no resulta ser la única brillante. Por eso, cuando le ruega con una cierta solemnidad que le acompañe a su despacho, él nada sospecha. Supone que querrá hablar sobre el estado de alguna vieja pieza, comentarle lo que le ha parecido el último artículo que dejó sobre su mesa o algo así. Lo que no espera es que le comunique la decisión del Comité de nombrarle oficialmente su sucesor en la dirección del museo. No puede negar que ése parecía ser su destino natural, pero no pensaba poder alcanzarlo tan pronto.
–Por favor, toma asiento. Verás, el Comité ha seguido muy de cerca tus pasos. Yo mismo les enviaba puntualmente informes sobre tu persona. No les han pasado desapercibidos tus evidentes méritos y han decidido que ya estás preparado para sucederme en mi cargo.

Arthur C. Clarke: Cancel Program GENESIS




God said, 'Cancel Program GENESIS.' The universe ceased to exist.


Ana María Shua: 69



Despiértese, que es tarde, me grita desde la puerta un hombre extraño. Despiértese usted, que buena falta le hace, le contesto yo. Pero el muy obstinado me sigue soñando.


Mary Elizabeth Braddon: The Shadow in the Corner



Wildheath Grange stood a little way back from the road, with a barren stretch of heath behind it, and a few tall fir-trees, with straggling wind-tossed heads, for its only shelter. It was a lonely house on a lonely road, little better than a lane, leading across a desolate waste of sandy fields to the sea-shore; and it was a house that bore a bad name among the natives of the village of Holcroft, which was the nearest place where humanity might be found.

It was a good old house, nevertheless, substantially built in the days when there was no stint of stone and timber--a good old grey stone house with many gables, deep window-seats, and a wide staircase, long dark passages, hidden doors in queer corners, closets as large as some modern rooms, and cellars in which a company of soldiers might have lain perdu.

This spacious old mansion was given over to rats and mice, loneliness, echoes, and the occupation of three elderly people: Michael Bascom, whose forebears had been landowners of importance in the neighbourhood, and his two servants, Daniel Skegg and his wife, who had served the owner of that grim old house ever since he left the university, where he had lived fifteen years of his life--five as student, and ten as professor of natural science.

At three-and-thirty Michael Bascom had seemed a middle-aged man; at fifty-six he looked and moved and spoke like an old man. During that interval of twenty-three years he had lived alone in Wildheath Grange, and the country people told each other that the house had made him what he was. This was a fanciful and superstitious notion on their part, doubtless, yet it would not have been difficult to have traced a certain affinity between the dull grey building and the man who lived in it. Both seemed alike remote from the common cares and interests of humanity; both had an air of settled melancholy, engendered by perpetual solitude; both had the same faded complexion, the same look of slow decay.

Juan Ramón Jiménez: La niña



La niña llegó en el barco de carga. Tenía la naricilla gorda, hinchada, y los ojos de otro color que los suyos. En el pecho le habían puesto una tarjeta que decía: “Sabe hablar algunas palabras en español. Quizá alguien español la quiera”.
La quiso un español y se la llevó a su casa. Tenía mujer y seis hijos, tres nenas y tres niños.
—¿Y qué sabes decir en español, vamos a ver?
La niña miraba al suelo.
—¿Ser nice? —Y todos se reían—. Me custa el soco-late. —Y todos se burlaban.
La niña cayó enferma. “No tiene nada”, decía el médico. Pero se estaba muriendo. Una madrugada, cuando todos estaban dormidos y algunos roncando, la niña se sintió morir. Y dijo:
—Me muero. ¿Está bien dicho?
Pero nadie la oyó decir eso. Ni ninguna cosa más. Porque al amanecer la encontraron muda, muerta en español.

Algernon Blackwood: The Empty House



Certain houses, like certain persons, manage somehow to proclaim at once their character for evil. In the case of the latter, no particular feature need betray them; they may boast an open countenance and an ingenuous smile; and yet a little of their company leaves the unalterable conviction that there is something radically amiss with their being: that they are evil. Willy nilly, they seem to communicate an atmosphere of secret and wicked thoughts which makes those in their immediate neighbourhood shrink from them as from a thing diseased.

And, perhaps, with houses the same principle is operative, and it is the aroma of evil deeds committed under a particular roof, long after the actual doers have passed away, that makes the gooseflesh come and the hair rise. Something of the original passion of the evil-doer, and of the horror felt by his victim, enters the heart of the innocent watcher, and he becomes suddenly conscious of tingling nerves, creeping skin, and a chilling of the blood. He is terror-stricken without apparent cause.

There was manifestly nothing in the external appearance of this particular house to bear out the tales of the horror that was said to reign within. It was neither lonely nor unkempt. It stood, crowded into a corner of the square, and looked exactly like the houses on either side of it. It had the same number of windows as its neighbours; the same balcony overlooking the gardens; the same white steps leading up to the heavy black front door; and, in the rear, there was the same narrow strip of green, with neat box borders, running up to the wall that divided it from the backs of the adjoining houses. Apparently, too, the number of chimney pots on the roof was the same; the breadth and angle of the eaves; and even the height of the dirty area railings.

Santiago Eximeno: ¿Por qué a mí, señor Campbell?




Cuando cayó en mis manos por vez primera una novela de corte fantástico, no una de aquellas donde brotan por doquier dragones y caballeros, ni siquiera una poblada de criaturas mitológicas enfrascadas en una eterna batalla entre el bien y el mal, sino una que reflejaba con estricta pulcritud las finas hebras de espíritu que mezclan el mundo de la vida y la muerte, no pude menos que permitir que mi corazón fuera asaeteado con flechas de admiración y naciera en lo más profundo de mi alma el ansia por, de alguna ignota forma, replicar con mi propia voz aquella experiencia narrativa. Intenté transmitir a mi padre el mensaje que había hallado escondido entre aquellas líneas de letra menuda y grandes márgenes, entre las grises ilustraciones que reflejaban sensaciones de pesadilla imposibles de describir con mayor precisión que el autor, pero su atención derivaba por aquellos años hacia las escenas que protagonizaba con mi madre debido a su adicción al alcohol y las extrañas costumbres de una hija que se resistía a aceptar el mundo tal y como era. Fue por ello que, impelido por un deseo que no había conocido en toda mi vida anterior, decidí iniciar una búsqueda desesperada que me permitiera compartir con otras personas aquella abrasadora pasión por la literatura.
Compartía yo en aquel tiempo una amistad con Ricardo Vidal (aquel que luego sería conocido como Vidales; un estudioso de la obra de los huéspedes, y un compañero inolvidable), un joven delgado y de mirada vidriosa aficionado a los tebeos de superhéroes que realizaba sus primeros pinitos como dibujante en varias revistas del barrio. Aunque nuestra amistad siempre se había conducido por otros derroteros, no dudé en confiarle mi íntimo deseo de comenzar una carrera literaria sin precedentes en nuestro país. Acogió la idea con una sonrisa condescendiente, pues era bien sabido que me apasionaba por una empresa y me lanzaba a ella con furor, pero transcurridos los primeros meses y observados los fracasos abandonaba y volvía a sumergirme en la melancolía de una vida rutinaria, jalonada de borracheras y relaciones con el sexo opuesto que siempre terminaban mal. Sin embargo, cuando tuvo la ocasión de leer mis primeros balbuceos como autor, un cuento breve que bebía de la inspiración de nombres míticos como Quiroga o Rulfo, aderezado con detalles estilísticos de un Luengo en sus mejores tiempos, no pudo menos que replantearse sus convicciones y acompañarme en el que sería, con el paso de los años, el viaje más fascinante que nunca había iniciado.

Margaret Atwood: Corpse parts missing



Corpse parts missing. Doctor buys yatch.


Federico García Lorca: Telégrafo



La estación estaba solitaria. Un hombre iba y otro venía. A veces la lengua de la campana mojaba de sonidos balbucientes sus labios redondos. Dentro se oía el rosario entrecortado del telégrafo. Yo me tumbé cara al cielo y me fui sin pensar a un raro país donde no tropezaba con nadie, un país que flotaba sobre un río azulado. Poco a poco noté que el aire se llenaba de burbujas amarillentas que mi aliento disolvía. Era el telégrafo. Sus tic-tac pasaban por las inmensas antenas de mis oídos con el ritmo que llevan los cínifes sobre el estanque. La estación estaba solitaria. Miré al cielo indolentemente y vi que todas las estrellas telegrafiaban en el infinito con sus parpados luminosos. Sirio sobre todas ellas enviaba tics anaranjados y tacs verdes entre el asombro de todas las demás.

El telégrafo luminoso del cielo se unió al telégrafo pobre de la estación y mi alma (demasiado tierna) contestó con sus párpados a todas las preguntas y requiebros de las estrellas que entonces comprendí perfectamente.

Isaac Asimov: Azazel - The Two-Centimeter Demon



I met George at a literary convention a good many years ago, and was struck by the peculiar look of innocence and candor upon his round middle-aged face. He was the kind of person, I decided at once, to whom you would give your wallet to hold while you went swimming.

He recognized me from my photographs on the back of my books and greeted me gladly, telling me how much he liked my stories and novels which, of course, gave me a good opinion of his intelligence and taste.

We shook hands cordially and he said, "My name is George Bitternut."

"Bitternut," I repeated, in order to fix it in my mind. "An unusual name."

"Danish," he said, "and very aristocratic. I am descended from Cnut, better known as Canute, a Danish king who conquered England in the early eleventh century. An ancestor of mine was his son, born on the wrong side of the blanket, of course."

"Of course," I muttered, though I didn't see why that was something that should be taken for granted.

"He was named Cnut for his father," George went on, "and when he was presented to the king, the royal Dane said, 'By my halidom, is this my heir?' "

"'Not quite,' said the courtier who was dandling little Cnut, 'for he is illegitimate, the mother being the launderwoman whom you '

David Lagmanovich: Los ojos




Estoy harta de sus críticas. Lo que más irrita a mis compañeros de excursión es la mirada que me atribuyen: murmuran que observo todo en derredor, que no dejo de percibir ningún movimiento de ellos, que no se me puede sorprender, que mi nerviosismo es extremo y que todo me entra por los ojos, esos ojos que ellos sienten como una amenaza que les impide toda intimidad. No los culpo: yo también, a veces, querría tener otros ojos. Pero todas las moscas somos así.

Hector Hugh Munro (Saki): The Cobweb



THE farmhouse kitchen probably stood where it did as a matter of accident or haphazard choice; yet its situation might have been planned by a master-strategist in farmhouse architecture. Dairy and poultry-yard, and herb garden, and all the busy places of the farm seemed to lead by easy access into its wide flagged haven, where there was room for everything and where muddy boots left traces that were easily swept away. And yet, for all that it stood so well in the centre of human bustle, its long, latticed window, with the wide window-seat, built into an embrasure beyond the huge fireplace, looked out on a wild spreading view of hill and heather and wooded combe. The window nook made almost a little room in itself, quite the pleasantest room in the farm as far as situation and capabilities went. Young Mrs. Ladbruk, whose husband had just come into the farm by way of inheritance, cast covetous eyes on this snug corner, and her fingers itched to make it bright and cosy with chintz curtains and bowls of flowers, and a shelf or two of old china. The musty farm parlour, looking out on to a prim, cheerless garden imprisoned within high, blank walls, was not a room that lent itself readily either to comfort or decoration.

"When we are more settled I shall work wonders in the way of making the kitchen habitable," said the young woman to her occasional visitors. There was an unspoken wish in those words, a wish which was unconfessed as well as unspoken. Emma Ladbruk was the mistress of the farm; jointly with her husband she might have her say, and to a certain extent her way, in ordering its affairs. But she was not mistress of the kitchen.

Mario Benedetti: El hombre que aprendió a ladrar



Lo cierto es que fueron años de arduo y pragmático aprendizaje, con lapsos de desalineamiento en los que estuvo a punto de desistir. Pero al fin triunfó la perseverancia y Raimundo aprendió a ladrar. No a imitar ladridos, como suelen hacer algunos chistosos o que se creen tales, sino verdaderamente a ladrar. ¿Qué lo había impulsado a ese adiestramiento? Ante sus amigos se autoflagelaba con humor: "La verdad es que ladro por no llorar". Sin embargo, la razón más valedera era su amor casi franciscano hacia sus hermanos perros. Amor es comunicación.

¿Cómo amar entonces sin comunicarse?

Para Raimundo representó un día de gloria cuando su ladrido fue por fin comprendido por Leo, su hermano perro, y (algo más extraordinario aún) él comprendió el ladrido de Leo. A partir de ese día Raimundo y Leo se tendían, por lo general en los atardeceres, bajo la glorieta y dialogaban sobre temas generales. A pesar de su amor por los hermanos perros, Raimundo nunca había imaginado que Leo tuviera una tan sagaz visión del mundo.

Manuel Moyano: EI espíritu del griego



Están ustedes en su perfecto derecho a no creer esta historia, pero yo llegué a conocer personalmente a uno de sus protagonistas, y aunque su argumento requiere la admisión de postulados fantásticos, calificarla sin más de fraudulenta me parecería una frivolidad... —después de hablar así, el viejo dio un largo trago a su cerveza y comenzó con su relato; los circunloquios, los golpes de efecto, las descripciones tan impropias del lenguaje hablado, me hicieron pensar que ya lo había referido otras veces, ante auditorios distintos. Nos acomodamos en nuestros asientos y, no sin resignación, nos aprestamos a escucharle:

Los hechos acaecieron hacia mil novecientos veinte, en el pueblo cacereño de Hervás, y sólo se han transmitido oralmente hasta nosotros —si excluimos una breve nota de prensa en la gaceta local—. La historia gira en torno a un libro dos veces desaparecido el cual, como verán ustedes, no se trata de un libro vulgar. De uno de los protagonistas, Dámaso el pastor (su apellido nos es desconocido), se conserva una fotografía color sepia y en pésimo estado: aun así, se adivina en sus jóvenes rasgos una llaneza de espíritu, una pureza en la mirada como sólo pueden tener los hombres del campo.

Se sabe que, en mil novecientos diecinueve, llegó un nuevo maestro a aquel pueblo con la muy loable intención de desterrar de allí el analfabetismo. Su nombre no nos interesa, porque es un mero agente causal en esta historia, pero acaso no esté de más aclarar que era un hombre con un carácter de hierro. La prueba es que él mismo se dedicó a recorrer las agrestes serranías, y que se trajo de la oreja a aquellos mozos que, menos espabilados, no supieron escabullírsele a tiempo. Entre ellos, el más tosco era Dámaso: cuando el maestro le hizo firmar un documento que lo comprometía a asistir a sus clases una vez por semana, ni siquiera supo cómo agarrar el lápiz para trazar una cruz.

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