Está absorto ante una vitrina del museo que contiene un primitivo aparato para reproducir audiolibros. Lo que llama su atención no es el extravagante artilugio, cuyo simple mecanismo conoce más que de sobra, ni él audiolibro “El origen de las especies” que reposa a su lado, cuyo banal contenido asimiló en la infancia.
En realidad no está pensando ni en el superado Darwin ni en la chatarra de la que se compone la vieja tecnología. Esa decadente visión simplemente le ha recordado que muy pronto necesitará un nuevo implante de ampliación de la memoria. Es esa reflexión la que le mantiene entretenido ante la familiar vitrina. Su ritmo de absorción de datos ha ido creciendo de forma exponencial en los últimos años, y esto le está obligando a recurrir cada vez más frecuentemente a nuevos implantes. No es que le preocupe su salud, pues jamás pondría en duda la pericia de los cirujanos. Simplemente espera que las autoridades no lo consideren un gasto superfluo.
Esa misma mañana tiene la ocasión de comprobar que sus temores son infundados. Efectivamente, el director del museo ha dado siempre muestras de considerarlo un joven prometedor, pero él es consciente de que su mente no resulta ser la única brillante. Por eso, cuando le ruega con una cierta solemnidad que le acompañe a su despacho, él nada sospecha. Supone que querrá hablar sobre el estado de alguna vieja pieza, comentarle lo que le ha parecido el último artículo que dejó sobre su mesa o algo así. Lo que no espera es que le comunique la decisión del Comité de nombrarle oficialmente su sucesor en la dirección del museo. No puede negar que ése parecía ser su destino natural, pero no pensaba poder alcanzarlo tan pronto.
–Por favor, toma asiento. Verás, el Comité ha seguido muy de cerca tus pasos. Yo mismo les enviaba puntualmente informes sobre tu persona. No les han pasado desapercibidos tus evidentes méritos y han decidido que ya estás preparado para sucederme en mi cargo.