El intenso brillo del sol reverberaba en las calles y en las blancas fachadas de las casas; el hombre deambulaba, sudando, bajo el calor del verano.
—¡Dios, debe hacer mil grados!
Debía andar, sin embargo; el médico le había dicho que cinco o seis kilómetros diarios, por lo menos. Era, quizá, la primera vez que lamentara la corta distancia entre su casa y el trabajo. Veía de vez en cuando algunas personas apresuradas que huían del calor de la calle, visiones fugaces que desaparecían por cualquier esquina. La goma del bastón y la guarda metálica de su pierna derecha, escayolada, establecían un ritmo de percusión, lleno también de calor y abotargamiento. El sombrero de esterilla le protegía, pero hacía bajar por su frente gotas de sudor que él enjugaba de vez en cuando, deteniéndose.
«Es un día agobiante..., un día de infierno», pensaba el hombre.
Después de haber recorrido algunas manzanas procurando mantenerse siempre al resguardo de la sombra, emprendió, como todos los días, el regreso a su casa.
Un perro sin collar, vulgar y feo, le asustó al salir inesperadamente de una esquina. Alargó el bastón para ahuyentarle, y el perro cambió de dirección, cruzando la calle. A su vez, el hombre se dispuso a cruzarla. Miró a ambos lados, inútilmente, pues no pasaba ningún vehículo. Apoyó el bastón en el caliente asfalto y adelantó una pierna; pero el bastón permaneció rígido en el mismo punto y casi le hizo perder el equilibrio. El hombre juró entre dientes. Tiró de él. Estaba bien fijo en el reblandecido alquitrán. Bajó de la acera, sintiendo cómo la guarda metálica de la pierna se hundía también en la pastosa mezcla.
—¡Maldita sea, debo ser imbécil! —dijo en voz alta.
Apoyándose en su pierna sana hizo presión con el pie. Pero el hierro se había clavado rígidamente y parecía no querer salir de allí. Se ayudó con las manos, tirando de la escayola y, a cada intento, la cara se le ponía más colorada; después se dio cuenta que el zapato también se había hundido un poco, privando a la pierna sana de movimiento.
Comprendió que se había clavado en el asfalto, sin posibilidad de salir, a no ser que recibiese ayuda.
Miró a ambos lados de la calle, pero no pasaba nadie.
—Tendré que esperar...
Había transcurrido una hora y el hombre continuaba en su prisión. La calle seguía solitaria. En una ocasión creyó ver a alguien; después comprobó que se trataba del perro que él mismo había espantado momentos antes.
Había hecho algunos intentos para desasirse de la negra pasta, sin resultados. Ahora esperaba, simplemente. «Esto, pensaba, me pasa por estúpido; ¿quién me manda pasear a estas horas?... Aunque la culpa no es mía..., el alquitrán no debería derretirse por mucho calor que haga. Por lo menos, no de esta forma.» Pero, fuese como fuese, estaba allí encerrado y tenía que salir.
Miró hacia sus pies. La guarda de hierro se había hundido más y la escayola rozaba el asfalto. La otra pierna también había descendido; el zapato comenzaba a desaparecer. El calor continuaba siendo insoportable y el sol brillaba con una intensidad aterradora. El hombre miraba de vez en cuando hacia las ventanas situadas a su alrededor, intentando ver a alguien que pudiera ayudarle. Pero las ventanas estaban cerradas. Descubrió nuevamente al perro, no muy lejos de él. El hombre silbó y el perro se detuvo, interesado; el hombre fijó sus ojos en los almendrados del animal, que le observaban atentos.
—Hola...
El perro, inesperadamente, dejó de prestarle atención y emprendiendo un trote corto desapareció, definitivamente, detrás de una esquina.
Eran las cuatro de la tarde. El asfalto pasaba seguramente por el momento de mayor recalentamiento. Los pies del hombre se habían hundido más y estaban casi enterrados. Por fin, después de otra media hora, vio a un hombre que se dirigía hacia él. Al descubrirlo le llamó con todas sus fuerzas.
—¡Venga, por favor, venga! —le hizo señas con la mano—; ¡estoy prisionero en el asfalto, ayúdeme a salir, por favor!...
El otro se acercó despacio, mirando extrañado, como si no entendiese lo que le decían. Cuando estuvo más cerca, el hombre comprobó que se trataba de un viejo de unos setenta años, con el pelo gris y una barbita del mismo color. Sus ropas eran blancas y estaban muy usadas.
—¡Mire, mire lo que me ha pasado! ¡Me he quedado pegado en el alquitrán y no puedo moverme!... ¿Sería tan amable de echarme una mano?
—¿Una mano? Sí..., por supuesto. Pero no sé si podré. Estoy bastante débil, ¿sabe?... Pero, ¿por qué no?
Se acercó a él y se colocó a su lado.
—¡Cuidado, no haga eso!... ¡Se pegará también!
—¿Pegarme? —contestó el viejo—; oh, no, no se preocupe, yo peso muy poco.
Debía pesar muy poco, efectivamente; los huesos de la espalda se le clavaban en la chaqueta y sus pómulos sobresalían, rodeados de tirante pellejo.
—Vamos a ver... ¡ah!, tiene una pierna escayolada. ¿Qué le parece si intento tirar de ella? Me parece que será la mejor forma.
Los dos tiraron del yeso. El cuerpo del anciano temblaba por el esfuerzo y la cara del hombre volvió a ponerse roja, pero la pierna no se elevó ni un milímetro.
—No..., no me parece que sea la mejor forma... —el viejo jadeaba—. ¿Sabe qué voy a hacer?... Voy a ir a mi casa, y con la ayuda de mi nieto y una cuerda, probaremos de nuevo. Yo..., ya soy viejo... ¡Vivo aquí al lado y no tardaré ni cinco minutos!
El viejo se alejó con pasos apresurados. «Qué tonto he sido en dejarle partir», pensó el hombre; «he debido decirle que avisase a casa.»
Pasó el tiempo y el viejo no aparecía. El hombre pensó si se habría olvidado o si viviría más lejos. Desconfiaba que volviese cuando, a lo lejos, creyó verlo. Sí, debería ser él... Pero mucho antes de llegar, se dio cuenta que el viejo había marchado en dirección contraria.
Las piernas, ahora, se le habían dormido y las plantas de los pies estaban llenas de hormigas.
—¡Es horrible estar aquí... esperando a alguien que no pasa!... —Fue en este momento cuando vio lo absurdo de su situación. ¡Clavado en el asfalto!... Era ridículo, una ridícula tontería. Muy bien pudiera llamarme Mickey, Goofy o Tom...
El guardia apareció inopinadamente y el hombre lo vio, alto y fornido. Cuando estuvo a su lado comprobó que era bajo y no muy gallardo, con la cara en forma de pera y cicatrices de alguna enfermedad antigua. Le contó su caso atropelladamente y su necesidad de salir.
—A lo mejor si llamamos a los bomberos, lo sacarán en seguida —le dijo el guardia—. Está demasiado hundido en el asfalto para tirar de usted... Se rompería, ¿comprende? Creo que deberán recortar a su alrededor y extraerlo con todo el bloque y después quitárselo poco a poco..., o algo así. ¡Sí, señor!, voy a por los bomberos, ¿le parece?
—¡Sí..., sí! ¡Es una estupenda idea! Pero por favor, dése prisa... Estoy molido...
—No se preocupe, no se preocupe. Estaré de vuelta en cinco minutos.
¡Cinco minutos! El mismo tiempo que el viejo... Claro, que un guardia no es un viejo cualquiera y los bomberos no se andan con chiquitas cuando se trata de salvar a alguien.
Pronto sonarían las sirenas...
Vio a los niños. Mantenía los ojos cerrados, agobiado por tanto calor y tanta espera. Al enterrarse los tobillos, los pantalones habían descubierto parte de la pierna y parte de la escayola. Los niños le miraban.
Eran tres y se escondían; volvían a aparecer; le miraban fijamente, parados. Cuchicheaban entre ellos.
—¡Niños, venid...!
La niña desapareció para volver al momento con tres niñas más. El hombre oyó risitas contenidas y una exclamación de silencio. ¿Qué estarían haciendo? Ciertamente, el espectáculo de un hombre clavado en el asfalto, al lado de un bastón como una antena, no se veía todos los días. Pero los niños parecían mantener cierta precaución.
Uno de ellos, una niñita de cinco o seis años, vestía sólo unas braguitas azules y la piel de todo su cuerpo estaba morena de sol. Era como un pequeño insecto marrón, con un lunar azul.
Por fin se paró. Todos se pararon. Habían llegado a un acuerdo con respecto al hombre.
En fila india se le acercaron, pegados a las casas, y se detuvieron a cierta distancia. Las palabras no le hicieron daño. En realidad no sintió rabia por su impotencia ni odio contra los niños. Fue un desgarro interior que nunca había conocido.
—¡Estás-ahí-pegado-por-cabrón!
—¡Estás-ahí-pegado-por-cabrón!
—¡Estás-ahí-pegado...!
El hombre chilló:
—¡Fuera! ¡Fueraaaaaa...!
El grito le salió sin proponérselo. Fue una especie de alarido con el que se produjo una catarsis liberadora que le tranquilizó. Incluso el sol ya no calentaba tanto y tampoco se dio cuenta que se había hundido varios centímetros más.
Eran dos jóvenes de unos veinte años. Uno con una guitarra, el otro con unos libros.
El hombre los vio llegar hacia él. A unos quince metros lo descubrieron y se le acercaron.
—Señores, por favor... Vienen oportunamente. ¡Miren, miren qué me ha pasado! ¡Ayúdenme..., no puedo salir por mis propios medios! Podrían... ¿Podrían ayudarme?
Los dos jóvenes se miraron y volvieron a mirar al hombre.
—¿Queda muy lejos el circo? —dijo el de la guitarra.
El otro rió la broma, como una rata.
—No..., no me han entendido: estoy prisionero, ¡prisionero del asfalto! Se ha reblandecido por el calor y no puedo salir. ¿Querrían ayudarme?... Por favor, señores...
—Seguramente a Louis Armstrong o Duke Ellington se les ocurriría algo. ¿Por qué no pruebas?
—¡Sí!... ¿por qué no?
—No se trata de ningún circo, de ninguna prueba; es la verdad. ¡No puedo moverme!... Dejen la guitarra, amigos, y ayúdenme...
—Deja los libros, tú.
El otro dejó los libros sobre el asfalto. El hombre, mecánicamente, leyó los títulos: El Hombre Ilustrado, El Jardín de Epicuro, Pensamientos de Pascal, Un Mundo Feliz...
El de la guitarra apoyó un pie en el libro de arriba y rasgueó las cuerdas. Un acorde en tono menor y, después, una séptima disminuida, que puso el contrapunto. La mano derecha estableció el ritmo. Un ritmo sincopado, duro. La mano izquierda recorría el mástil de la guitarra lentamente, con seguridad, introduciendo un prólogo machacante y repetido.
—No... no me han entendido...
—Cállate, imbécil; ¿no ves que está tocando?
Los acordes eran ahora declamatorios, iniciadores de la improvisación. El joven cantó con voz de barítono:
En el mundo no hay justicia:
este hombre se pegó...
…oh, oh, oh,
y se quedará pegado.
Si alguien pasa por su lado
de su facha se reirá
…ah, oh, oh,
y en asfalto morirá...
...ah, oh, oh.
¡Pobre hombre desgraciado!...
—¡Pero, pero!...
—¡Calla, estúpido!
¿Por qué no se acerca nadie?
¿por qué nadie le hace caso?
¿no veis su cara implorante...?
La melodía crecía en ritmo, insistente, pesada. El joven tocaba y cantaba, con los ojos cerrados. Su compañero sonreía, admirado, sin mirar al hombre, como en éxtasis.
...Se está muriendo.
Sólo reclama una ayuda...
pero su color es negro.
—¡Bravo, bravo..., bravo!
La música terminó con un gorgoteo agónico. Los jóvenes respiraron hondo. Recogieron los libros. El compositor recibió las felicitaciones del otro.
—¡Eres fenomenal!... Termínala y preséntala a un concurso. ¡Qué jazz, qué registro, qué patetismo! Se alejaban. El hombre les chilló:
—¡No..., no; no se vayan! ¡Esperen un momento!...
—Señor..., señor... ¿está bien?
Era una vieja, pero el hombre no podía oírla ni verla: se había quedado dormido. La vieja se acercó y le tocó en un brazo.
—¿Está bien, señor?
El hombre dio un respingo, despertando bruscamente. Miró fijamente a la vieja, sin un gesto en el sudoroso rostro, quieto. La vieja retrocedió, tropezando con el bordillo de la acera y estuvo a punto de caer. Huyó asustada.
No sabía cuánto tiempo había pasado antes que se durmiera, ni tampoco le interesaba. El asfalto le llegaba hasta las rodillas. En esta posición soportaba mucho mejor el peso de su propio cuerpo. Su lecho no estaba caliente, como era de esperar; el asfalto envolvía sus piernas suavemente, como una manta.
El gran coche negro se paró a su lado. El sol se estrellaba en la brillante carrocería y una polícroma bandera se alzaba orgullosamente en la aleta derecha. Dentro iba un ministro, el cual preguntó al hombre y al cual el hombre contestó.
—¡No puede ser! ¡Es increíble! El presupuesto para vías municipales fue suficientemente holgado como para que... como para que ocurran estas cosas... ¡Insólito, es insólito! Qué materiales... ¡Qué materiales habrán empleado!... ¡La Ley, señor mío, es la Ley!... Pero me van a oír, sí. ¡Me van a oír!
—¡Sí, excelentísimo señor!
—¡Desde luego que sí! ¡Vámonos!... Y usted no se preocupe. En seguida lo sacarán... lo sacará alguien... no se preocupe. Adiós.
Y el ministro, su coche y su chofer, se alejaron a gran velocidad.
—¡Pero cómo quiere que lo saque si está enterrado hasta la cintura! ¡Ni que fuese una levantadora de pesos!
—¡Pero puede llamar a alguien, avisar a alguien!... Tal vez a su marido.
—A mi marido... ¡ja! No digas gansadas, hombre; ¿es que tengo pinta de tener marido? ¡Y no pongas esa cara!, ni que te fueses a morir... Esto..., ¿quieres que te encienda un pitillo?
—No, gracias, es muy amable.
—Bueno, pichón, como quieras. Tú te lo pierdes. Adiós.
El hombre estaba llorando. Mantenía la barbilla hundida en el pecho y las lágrimas abrían limpios surcos en su rostro, ennegrecido por el sudor y el polvo. Lloraba mansamente, casi en silencio. Su cuerpo se movía como el de un monigote. Los cabellos le caían hacia adelante y estaban pegados a la frente.
Cuando advirtió las sombras y alzó los ojos, un chico y una chica le miraban, algo asustados. Ella tendría dieciséis años, el pelo rubio, los ojos inocentes; él no le llevaría mucha edad. Iban de la mano.
Los ojos del hombre pasaban de uno a otro, silenciosamente.
Los chicos miraban esos ojos tristes, sin comprenderlos bien, y se interrogaban a su vez. Pero no ignoraban la angustia del hombre, su imagen era bien expresiva.
—¿Podemos...? Tenemos prisa...
—Sí, podéis. Sólo..., solamente quiero salir de aquí. Llevo más de seis horas enterrado y nadie... Quiero salir, ¿entendéis? ¡Salir!
El chico miró a su acompañante. Ésta afirmó con la cabeza.
Extendió un brazo al hombre. El hombre aproximó su mano. Cuando las dos manos iban a encontrarse, la muchacha le hizo retroceder y cuchicheó a su oído:
—No le toques... Tiene las manos sucias... todo él está sucio. Te manchará.
—Pero...
—No, que vamos a llegar tarde.
El muchacho miró nuevamente al hombre, que mantenía aún su brazo extendido. Su expresión era desolada, increíble.
Ella tiraba de él y él no dejaba de mirar al hombre.
—Tenemos prisa, ¿sabe? Vamos a un guateque y...
El hombre bajó los ojos y hundió nuevamente la barbilla en el pecho. Pero ya no lloraba. Ya no esperaba nada.
La calle estaba cada vez más transitada. La tarde había refrescado y se llevó el calor del día. El hombre estaba hundido hasta las axilas. Casi todos le miraban al pasar por su lado, con mayor o menor intensidad, desde la rápida mirada hasta el gesto cómico de la risa contenida. El hombre no los veía, no veía a nadie; eran visiones calidoscópicas. Sólo sentía el asfalto, el asfalto que estaba terminando de engullirle. Estaba dentro de un pequeño cerco formado por sillas de madera de un bar vecino; un agente de circulación las había puesto preventivamente.
—Pasarán muchos coches después, ¿sabe? —le había dicho—; y algunos van sin ver. Podrían... Bueno, usted ya me entiende.
El mutismo del hombre no se vio roto para responder las preguntas que le dirigían algunos transeúntes:
—¿Qué le ha pasado? ¿Es una apuesta? ¿Se va a estar muchas horas? ¿Por qué está ahí? ¿Eres un enano? ¿Me deja que le haga una foto? ¡Talidomídico! ¡Estos pobres ya no saben qué hacer para inspirar lástima! ¿Es alguna protesta política? ¡Qué tío imbécil! ¿Le hace gracia llamar la atención? ¿Quiere agua? ¿Quiere vino? ¡Mira, un gamberro!
Una vez murmuró:
—¡Me encuentro solo... solo...! ¡Sáquenme, por favor!...
Pero nadie pudo comprenderle, nadie se le acercaba.
Y al día siguiente unos hombres quitaron las sillas y repararon el suelo, poniendo una nueva capa de asfalto.
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