La primera experiencia pública de la R.T.V. (retrotelevisión) iba a tener lugar en un famoso club de la capital. Los invitados estaban todos muy seleccionados y todas las gestiones y preparativos se llevaron a cabo con gran sigilo. Se trataba de una experiencia demasiado trascendente y convenía medir todos los pasos. El ver el pasado era una experiencia inédita en la historia de la humanidad y convenía que la iniciación tuviera lugar entre personas muy inteligentes y sensibles. Por primera vez, antes que a las jerarquías políticas, se atendió a las jerarquías -digamos- mentales, para su inauguración. Estaban invitados los hombres más destacados intelectualmente de todo el mundo. Era difícil prever lo que podía aparecer en la pantalla retrovisora, así como las consecuencias y medidas que conviniera tomar en un futuro próximo ante tan revolucionaria técnica. Las tristes experiencias a que dio lugar la T.V.I.1 aconsejaban estar en guardia ante cada nuevo paso de la técnica, cada vez de mayor proyección humana. Las últimas estadísticas, a pesar del gran desarrollo cultural experimentado en aquellos años, demostraban que entre los humanos no llegaba al uno por mil el número de inteligencias verdaderamente adultas. Todo nuevo paso había que darlo de acuerdo con esta proporción pesimista.
Las gentes acudieron a la sala de proyección con pleno sentido de la responsabilidad. Todas las caras denotaban preocupación. Nadie parecía tocado de esa superficial alegría que proporciona el snobismo y la autosuficiencia. Eran conscientes que del conocimiento del pasado podrían sacarse útiles consecuencias para el estudio del hombre, de la sociedad, de las relaciones humanas, de las causas de muchos fenómenos todavía confusos... Pero también se intuía que este conocimiento aportaría una idea pesimista de la historia humana y la caída de muchos ídolos y conceptos sobre los que se había basado la civilización todavía imperante.
De otra se sabía que la Historia, la gran historia, había sido construida con materiales tendenciosamente seleccionados, venerativos por la inercia mitologi-zante que domina al hombre, siempre necesitado de idealizar, de engañarse a SÍ mismo, de disimularse la angustia de vivir... Tal vez sería conveniente que el total conocimiento del pasado no fuera popularizado jamás, que quedase en poder de una estricta minoría mundial que poco a poco fuese cambiando la mentalidad del común de las gentes y así hacerles asimilables los cambios de perspectiva.
También se hizo un programa graduado de revelaciones. No se empezaría por «radiografiar» lugares de gran significación histórica, lugares donde habían ocurrido cosas trascendentes, donde podían hallarse mensajes clave y figuras de seres importantes... Donde podían de pronto hallarse conmovedoras decepciones o descubrimientos demasiado decisivos. Había que comenzar por «radiografiar» sitios donde lógicamente sólo habían tenido lugar episodios superficiales, intrascendentes... Parece ser que las primeras experiencias, privadísimas, hechas por los propios descubridores de la R.T.V. (retrotelevisión) habían revelado imágenes estremecedoras. Naturalmente, operaron sobre lugares claves de la historia. Esta experiencia dio la idea de programar cuidadosamente la popularización de la técnica.
Existía la ventaja de que el receptor de las imágenes del pretérito era tan endemoniadamente complicado y caro, que resultaba difícil admitir que cualquier día pudiera ser de uso público, como ocurrió con la T.V.I. De todas formas había que estar prevenido y tomar todas las medidas al alcance de las más sutiles inteligencias contemporáneas. Por eso, a la hora de hacer la primera experiencia ante un público lego en los avatares de la técnica, se había discutido mucho el sitio que convenía televisar, y después de muchas vueltas por parte del comité técnico mundial se había elegido un lugar en el que podían caber pocas sorpresas: el salón de baile de un club, que databa de mediados del siglo XIX. Pensaban los del comité que las películas históricas tenían acostumbrada a la gente, con más o menos mixtificaciones, a este tipo de espectáculos, y que las revelaciones que surgieron no serían demasiado trascendentes.
Antes de comenzar la representación histórica, el presidente del comité, un sabio filósofo especializado en las consecuencias de la técnica, reconocido por las personas inteligentes de todo el mundo, habló primero con gran optimismo de los conocimientos que la nueva invención prestaría a los estudiosos para el conocimiento de los orígenes y proceso constitutivo de la sociedad. Miles de libros iban a quedar invalidados. Pero a la hora de tratar del cambio que estos conocimientos producirían en la mente humana, la necesidad de administrar su conocimiento, su tono fue realmente pesimista: «Creo —dijo textualmente— que tenemos entre las manos un instrumento tan delicado y peligroso como la misma bomba atómica, cuyos efectos destructores ya han experimentado desgraciadamente tantos millones de personas. Si ésta deshizo cuerpos y ciudades, el verdadero conocimiento de la historia de la humanidad cambiará de tal forma nuestros supuestos mentales que es difícil prever. Yo me atrevo a predecir que el conocimiento exhaustivo del hombre a través de la historia incrementará la angustia existencial, rebajará los niveles de aspiración y de la confianza que el hombre tiene en sí mismo. Posiblemente, a la larga, todo redunde en conseguir una humanidad más perfecta, pero durante varias generaciones preveo una depresión difícil de medir... Pero nuestro deber es aceptar todos los nuevos canales de conocimiento que se nos presenten y, en lo posible, manejarlos con la mayor prudencia. Ustedes van a ser las primeras personas no iniciadas que se van a poner en contacto con ese pretérito, que de verdad ha resultado inmortal, porque ahí está, eternamente vibrando en el éter como testimonio irrefutab de las injusticias y las virtudes de los hombres. Los crímenes, las malas obras, desde hoy jamás quedarán impunes. Las reacciones e ideas de ustedes podrán sernos muy útiles para continuar o no trabajando con acierto en esta nueva dimensión de la humanidad.»
Luego tomó la palabra un técnico, y dijo que el receptor del futuro todavía era muy imperfecto. «Harían falta muchos años para conseguir un aparato completamente dócil a las manos del hombre. De momento la selección de tiempos y el aislamiento de imágenes no estaba dominado. Sí se conseguían recibir escenas y figuras existentes en otro tiempo, pero de manera muy poco controlada. Cada estrato del pretérito desarrollado en un lugar requería variables cantidades de rayos XS, todavía imposible de graduar. Aspiramos a que en un futuro próximo podamos ver exactamente lo que deseemos, y durante el tiempo que se quiera, sin interferencias de ninguna clase. Es más, estamos seguros de que podrá conseguirse la visión del pasado más remoto con la misma nitidez que se capta una emisión de T.V. en directo.
De todas formas creo que lo que ustedes van a ver les dará una idea bastante buena de la importancia y avanzado estado de este nuevo ingenio», concluyó.
Y ya, sin más preámbulos, corrieron unas grandes cortinas que ocultaban el salón de baile de aquel antiguo club, y aparecieron una serie de complicados aparatos distribuidos en varios cuerpos, manejados por una media docena de hombres. Luego de una indicación del técnico que habló últimamente, todos aquellos hombres comenzaron a manipular. Para el público ignorante lo único que se percibía era como si unos reflectores poco visibles inundasen de luz aquel gran salón. Luz que variaba de color lentamente y creaba algo así como una atmósfera anaranjada, verde azulada, malva o de todos estos colores más o menos combinados. A veces parecía que era una «luz negra» la que entelonaba todo el salón. En medio de un silencio perfecto se oía un blando y ancho zumbido, como de motores muy perfectos. Pasaron larguísimos minutos sin que se viese otra cosa que aquel gran salón iluminado con luces variadas; sin embargo, nadie perdía la paciencia. Por el contrario, todo el mundo miraba con tensa obsesión los rincones y puertas, hacia todos los muebles, porque de verdad de verdad no se sabía por dónde podía aparecer el primer jirón del pasado. Había gentes verdaderamente emocionadas. Especialmente alguna señora respiraba de manera casi acongojante. Sí habrían pasado quince minutos de espera, cuando surgió un especial murmullo en todas las bocas. Entre la atmósfera luminosa intensísima, casi deslumbrante, creada por aquellos ingenios, de pronto pareció que algo se veía en el techo del salón. Fue una visión rapidísima que en seguida desapareció. Nadie se atrevió a decir exactamente lo que era. Al cabo de unos momentos la visión del mismo objeto duró unas milésimas de segundo más. Por fin, sin apreciarse en toda su corporeidad, como si más bien fuese un dibujo de vagas líneas, sin color entre ellas, apareció una lámpara. Parecía de cristal de roca, una araña de múltiples brazos, con bujías de cera que oscilaban como si las empujase un viento suave. De todas las bocas, en todos los idiomas, surgió la palabra «lámpara». Después de tres o cuatro desapariciones más, la imagen de la lámpara quedó bastante precisa y permanente. Naturalmente, no faltó quien tliese una interpretación simbólica al hecho de ser una luz lo primero que en público se veía del pasado. El técnico dio instrucciones a los que manejaban los aparatos para que no cambiasen absolutamente nada y todos los asistentes pudieran contemplar la lámpara a su sabor. Se hicieron varias fotografías de la aparición. Poco después el técnico dio nuevas órdenes, y los aparatos volvieron a su cambio y combinación incesante de luces. Durante mucho rato no volvió a aparecer nada, pero los espectadores aguardaban excitados, con emoción inédita. Posiblemente se prolongó el impas media hora, y cuando parecía que algunos espectadores se movían en la silla aburridos, surgió de pronto como un relámpago una figura de hombre. Un figura de hombre que marchaba con cierta dificultad al tener que sortear muchos obstáculos. En seguida volvió a surgir por un poco más tiempo. Se vio con nitidez que era un camarero. Un camarero de chaquet, con patillas y bigote, calvo, que llevaba sobre las manos una refulgente bandeja de plata cargada de copas de champán. Marchaba, insisto, con cuidado, como sorteando obstáculos, gentes probablemente. Pero como sólo aparecía su figura resultaba grotesco, en trance de mudo de ballet, unos quites injustificados totalmente. En su semblante se reflejaba la preocupación, el temor de que se le cayera todo aquello, de que se lo tiraran de un empujón, de manchar a alguien. Pero aparte de ese gracioso equilibrio, de ese movimiento circense, movió a risa a todos los espectadores algo difícil de definir. Muy difícil. Aquel hombre en sus ademanes, gestos, talante —aparte de los vestidos y barba- «era muy raro». Es decir, tenía «un algo» que no era peculiar en los hombres de «ahora», de los contemporáneos de los espectadores. Esta impresión quedó confirmada, cuando de pronto, como un manantial abierto repentinamente, el salón se llenó de figuras, de parejas que bailaban un vals. El camarero quedó en un segundo término, bordeando lo que hoy llamaríamos pista. La imagen de aquella multitud que bailaba apareció fijada perfectamente. Hubo suerte. Por los vestidos parecían gentes de hacia 1840 poco más o menos. La impresión de «raro» que produjeron, al igual que antes el camarero, tal vez pueda concretarse de una manera gráfica en aquella expresión emocionada que dijo alguien en inglés sin poder remediarlo: «Acaba de firmarse la ruina total del cine histórico existente.» Ahí estaba el quid. Aquellas mujeres y aquellos hombres que bailaban, como antes el camarero, tenían unas actitudes, unos gestos, una forma de mover los brazos, de inclinar la cabeza, de colocar el semblante, de inclinarse, de ceder el paso, de sonreírse, sorprendentemente distintas de las nuestras. El ritmo de aquellos vivientes, su dinámica, resultaba enormemente graciosa. Tan graciosa, que luego de unos momentos de sorpresa ante la magnitud del espectáculo, casi de manera isócrona, reaccionaron todos los espectadores con unas carcajadas nerviosas, imparables, como ante un sketch de circo totalmente hilarante. Los cuadros y las fotografías que se conservaban de aquella época, y que todos conocemos, apenas pueden dar idea de aquel inusitado concierto de la dinámica humana. Pobres caricaturas las que —bien había dicho el inglés— nos hacían en el cine sobre aquellos tiempos. No sé cómo explicar, pero había un ciertd histrionismo, una redicha majestuosidad, un «natural» engolamiento que resul taba de verdad divertido. La misma forma de reír. No digamos de mirar, todo funcionaba con una mecánica de rara contención y recato, a la vez que con una expresividad casi cómica. Especialmente en los hombres se apreciaba una actitud generativa ante su pareja, ante la mujer, que distaba mucho de las actitudes actuales. Los movimientos nerviosos a la vez que respetuosos del baile, la forma ie poner las manos, la separación entre las parejas, la fijeza de la mirada como ensoñadora, cortésmente engañadora. Destacaba entre las parejas la formada por un señor muy grueso, con la cara abotargada, barbita blanca, y una señora cuarentona, de recio busto, bien enjoyada con unas manos gordezuelas, blanquísimas, que ella misma se miraba con amor, cuando, azarada, quería o parecía querer desviar sus ojos de los de su pareja. El enrojecido caballero la miraba con insistencia sobrehumana, entreabierta la boca y los ojos llenos de una dulzura entre paternal y de lacayo, que resultaba un verdadero poema. Bailaban imparables, sin decir palabra. Él sin cejar en su mirada, ella moviendo la cabeza suavemente halagada, hacia sus joyas, hacia los ojos de él. Ambos entregados, con sinceridad o no, a una ceremonia completísima, sin evasiones, sin la menor msación de provisionalidad. En general esta actitud dominaba en la mayoría de las parejas. Cuando ellos hablaban lo hacían con discreción, midiendo mucho la amabilidad del gesto, dando a sus palabras una especial carga insinuante. Ellas penas respondían, escuchaban con una sonrisa media, complaciente. Generalmente, cuando las damas hablaban lo hacían como con rubor, como deseando que no les notaran que hablaban. Moviendo con delicadeza la cabeza para que . pareja tuviera ocasión de ver su nuca, sus bucles, sus aladares, sus orejas... Yo qué sé. Sería preciso un escrito muy largo para dar idea satisfactoria de la mecánica afectiva, el talante social de aquel mundo tan lejano, tan insospechado.
Bailaban el vals -al menos parecía vals— con gran rapidez, con gran vigor sportivo, pero sin perder un momento cierta compostura escultural. Las parejas emergían y volvían a sumergirse tras una especie de cortina de luz malva. Algo así como si una nube de humo cambiara de volumen y de emplazamiento lavemente. También provocaba mucha hilaridad la pareja que componían un militar de vistosísimo uniforme, de húsar, alto y arrogante, que con los ojos blandos, casi húmedos, con no sé qué extravío romántico, miraba arrobado a su pareja, una señorita casi enana de largos bucles negrísimos. La señorita llevaba ia postura forzadísima al bailar con la cabeza levantada para corresponder a la altísima mirada del militar. A veces desaparecía casi totalmente la figura del militar, y quedaba ella tan pequeñita, sola, con una mano viril en la espalda, y moviéndose con la cabecita muy alzada. O sólo quedaba él, tan alto, sin la mitad los brazos, moviéndose sólo con aquel aire de palmera melancólica. Había vez en cuando así como relámpagos de malva clarísimo que permitían ver la masa de bailarines e incluso figuras del otro extremo del salón. Pero lo más corriente es que se viesen pocas personas, pocas parejas y generalmente incomple:tas. Lo que todos observaron en seguida es que siempre aparecían los mismos tipos: el señor gordo, el militar, etc., como si hubiera personas mejor recibidas que otras por aquellos rayos mágicos. Como si la mayoría tuviera alergia a ser representada. Más de una hora permaneció el baile en sus aspectos dichos ante los espectadores. Era tan delicioso el espectáculo, tan alucinante, que los técnicos no se atrevieron a tocar los receptores hasta que el jefe de todo aquello dio nuevas instrucciones. Cambiaron las luces, y durante muchos minutos sólo se apreciaron cambios de aquella atmósfera coloreada, pero sin figura ni representación alguna. Como al principio. Era una búsqueda en el vacío de verdad emocionante, porque después del baile se pensó que podrían aparecer cosas mucho más extraordinarias. Por fin, al cabo de un buen rato, volvió a surgir la famosa lámpara de cristal de roca, totalmente sola, con la llama de sus bujías oscilante. Ora se veía entera, ora media, ora sólo una o dos bujías. Desapareció y volvió a surgir el camarero famoso que hacía equilibrios con su bandeja entre una multitud invisible. Duró muy poco, tan poco como una nueva ráfaga del baile, hasta que en medio de una atmósfera rojiza intensísima, que hasta ahora no habían conseguido aquellos reflectores, emergió un sillón de Luis XVI, y en él, sentada, una dama ya madura, gordísima, llena de alhajas, con sus orondos brazos al aire y una sonrisa alegre, jubilosa, sobre las temblorosas papadas que enmarcaban su barbilla... Aparecía sola como en una fotografía bien compuesta. Pero se veía que la dama, con una copa en la mano, que manejaba con gran soltura entre sus dedos gordezuelos, se dirigía a otras personas que debían estar en torno a ella, de pie, y que no se veían, que no emergían. La dama gruesa debía estar oyendo cosas muy graciosas, puesto que no paraba de reír, cierto que con gran compostura. Y a su vez se le veía mover los labios y menudear en la conversación con réplicas que a ella misma debían resultarle graciosas, ya que las decía sin cesar en su risa. Alguna que otra vez daba menudísimos sorbos en su copa. En aquella actitud, con la cabeza vuelta hacia sus invisibles acompañantes, permaneció largo rato. Por fin miró hacia el frente, hacia los espectadores, como si ahora tuviera delante a uno de sus interlocutores, que resultaba invisible. La conversación debía de haber subido de interés, porque la risa de la dama era mucho mayor. Todos temían que cayese el champaña de su copa y manchase aquel precioso vestido azul pálido que cubría sus abundantes carnes. Reía y reía apoyando la frente sobre su brazo, acodado en el brazo del sillón, sin dejar de señalar hacia el frente, es decir, hacia la figura que debía haber ante ella y que para los espectadores era transparente. De suerte que daba la impresión de que estaba enfrentada con los espectadores y que a ellos hablaba y a ellos escuchaba. Pero de pronto ocurrió algo que de verdad produjo un escalofrío en todos los televidentes. De pronto, digo, pareció que la señora gorda dejaba de hablar, dejaba de reír un momento y miraba con verdadera atención hacia los espectadores. Hacia los espectadores que hasta aquel mismo instante habían estado desternillándose contagiados por la risa de aquella dama de hacia 1840. Sí, miraba a los espectadores —tal parecía, insisto-, y luego de un ratito de cierta seriedad o perplejidad, la dama reanudó su risa de una manera inusitada, sin compostura ya, con la copa de champaña casi volcada y la otra mano sobre el abundante pecho. Y al reír, entre lágrimas, balanceaba su busto de manera mecánica, nerviosa. Entre las pestañas cuajadas de lágrimas gozosas no dejaba de mirar hacia adelante con una risa cada vez más congestiva. Por fin se le cayó la copa de la mano, y se la vio hacerse añicos sobre el suelo y la dama, ya fuera de sí, con la cara completamente escarlata, retorcerse en el sillón con la mayor descompostura, hasta el extremo de mostrar buena parte de sus piernas oronda-, y calzadas con medias blancas, o rosas casi blancas. De vez en cuando, casi impotente, levantaba su mano gordita y extendía el dedo índice hacia adelante, aunque en seguida tenía que bajarla fatigada por el esfuerzo de su risa. La risa llegó a ser tan espasmódica, que la dama gorda ya se retorcía de manera casi epiléptica con ambas manos en las sienes. Echaba las piernas por alto enseñando sus reconditeces rosáceas. Se desenmarañaba el precioso peinado y reía ya de una manera totalmente innatural, con la lengua fuera, roto el vestido y los ojos cerrados y rojos como heridas. Por fin pudo incorporarse un poco, volvió a mirar con los ojos semiabiertos hacia adelante, y no se sabe bien si al arrancar una nueva carcajada, o tal vez un grito de horror, alzó los dos brazos en alto y quedó desmayada sobre el sillón. Desmayada, que no «muerta», porque aunque tenía la lengua fuera se apreciaba que respiraba en el acompasado alzar y bajar de su pecho imponente. Y así quedó, derrumbada en una postura caprichosa, casi grotesca, con las ropas en desorden y la lengua fuera.
Entre los espectadores se hizo un silencio angustioso. Nada se movía, nadie parecía respirar, todos inmóviles, hieráticos en sus sillas. Mirando sin pestañear a aquella dama de 1840 desmayada sobre un sillón entre unas misteriosas luces color rojizo.
Por fin, uno de los espectadores con voz medrosa dijo: ¡Basta! Inmediatamente dejaron de funcionar aquellos receptores del pretérito y se encendieron las luces normales del saloncito que ocupaban los espectadores. Todos se levantaron de sus asientos con gran silencio y quedaron mirándose entre sí, o mirando al suelo con una dramática, hondísima, horriblemente angustiosa preocupación.
(1) T.V.I.: Televisión indiscreta, capaz de ver las más secretas
intimidades de las personas.
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