Tales of Mystery and Imagination

Tales of Mystery and Imagination

" Tales of Mystery and Imagination es un blog sin ánimo de lucro cuyo único fin consiste en rendir justo homenaje a los escritores de terror, ciencia-ficción y fantasía del mundo. Los derechos de los textos que aquí aparecen pertenecen a cada autor.

Las imágenes han sido obtenidas de la red y son de dominio público. No obstante, si alguien tiene derecho reservado sobre alguna de ellas y se siente perjudicado por su publicación, por favor, no dude en comunicárnoslo.

Elia Baceló: La estrella

Elia Baceló, La estrella, Tales of mystery, Relatos de terror, Horror stories, Short stories, Science fiction stories, Anthology of horror, Antología de terror, Anthology of mystery, Antología de misterio, Scary stories, Scary Tales, Science Fiction Short Stories, Historias de ciencia ficcion


Estábamos todos allí. Lana, como una muñeca rubia colgada de sus cuerdas, con una incongruente faldita roja y el hilo de saliva brillando en su cara pálida; Lon, sus ojos inmensos y oscuros en un rostro casi inexistente; Sadie, moviendo vertiginosamente sus alas, lo que la hacía oscilar a unos centímetros del suelo, mientras mas­ticaba en un gesto de robótica eficiencia esa sustancia verde que tanto le gusta; Tras, encogiendo hasta casi la desaparición su frágil cuerpecillo, su deseo clavado en el cielo, y yo, número cinco, el cie­rre de la estrella, temblando como un carámbano de luz, focali­zando el anhelo. Todos allí, esperando.
Habíamos esperado mucho tiempo. No había ninguna razón para estar ahora más nerviosos que otras veces, pero la tensión se había hecho diferente y sentíamos que lo que ahora esperábamos se estaba acercando. Podríamos haber desaparecido, por supuesto, sobre todo yo, pero éramos la estrella de contacto y no queríamos perdernos en la espera como habían hecho otros antes que noso­tros.
Aún no estábamos seguros de qué íbamos a ofrecerles; hacía tanto tiempo que habíamos perdido el contacto que no sabíamos ya de su deseo ni de su espera. «Somos sabios y hermosos», había dicho Sadie, pero yo entre todos ellos conocía el concepto de la rea­lidad única y sabía que podía ser doloroso para ellos.
-Lento -murmuró Lana, la más verbal después de mí.
-Sí -contesté. Sabía que le gustaba expresar en palabras lo que lodos sabíamos en cualquier caso.
Sentí el deseo de Lon y comencé a focalizar una imagen para sus ojos y los nuestros: la negrura infinita de lo que está fuera y un ar­tefacto de realidad única, objetivamente blanco, deslizándose sua­vemente hacia nuestra espera. Lento. Lleno de realidades múltiples sin focalización.
-Lento -volví a decir para ayudar a Lana.
Nos disolvimos. El paisaje comenzó a volverse azul y anaranja­do, melancólico en cierta forma, como es Tras. Suave. Antiguo,
Nos deslizamos en su percepción y empezaron a surgir las torres plateadas y una música de cristal y campanillas. Sadie bailaba y yo notaba por encima de todos ellos neutralizando la espera. Nos di­rigimos a una torre blanca que se alzaba a varios metros del suelo subjetivo general y penetramos en ella, yo a través del tejado, los otros por las puertas y ventanas, por las paredes. Lana dijo:
-Calor -y todos nos reímos, aliviando la espera. La sala nos dio calor, y Lon hizo caer una ligera lluvia burbujeante que se quedaba colgada de los cuerpos y se iba transformando según los deseos de la estrella. Surgían flores, clavos, luces, sustancias pegajosas y sala­das sobre el cuerpo de Lana que Tras recogía delicadamente con una inmensa lengua azul, globos traslúcidos que contenían imá­genes de realidades muertas y que Lon me enviaba flotando so­bre las alas de Sadie, mientras giraba enloquecidamente cambian­do de forma y de color.
-Estrella pregunta -cantó Lana-. Canaliza, Vai. -Estrella no verbal, Lana. Canaliza, Tras.
Tras recogió la lengua y la convirtió a medio camino en una es­tela de colores. Creó una pirámide de perfumes y los mandó trans­formados en minúsculas bolitas de colores a través de una ven­tana;
Espera. Lentitud. Necesidad del tiempo. No liemos olvidado. Espe­rantos. Esperamos.
Nos envolvió un torrente de especulación procedente de otra es­trella y nos dejamos llevar por el discurso.
Quieren. Qué. No tenemos. No podemos. Para ellos. No es acepta­ble. No somos aceptables. Para ellos. Risas. Risas y cambios y cam­bios y transformaciones. La falda de Lana hinchándose hasta lle­nar nuestro espacio de hilos de suavidad entretejida. Construir una realidad única. Cuando lleguen. Más risas. Cuál. No podemos. Sí podemos. Tedio. Tedio, Tedio. Realidad única.. Absurdo y monstruo­sidad. Hasta cuándo. Curiosidad. Por qué no. Intentar. Esfuerzo común. Risas. Risas. Un juego. Para qué. Para ellos. Demasiado es­fuerzo. Tedioso. No comprenden.

Dejamos ir. La especulación se perdió rodando entre otras estre­llas. Una pregunta hacia Lon, de lodos. Lon sabe más que ninguno de nosotros sobre los otros tiempos. No. Tras sabe más pero no le gusta exhibirlo. Un torrente de imágenes cayendo sobre nosotros y yo luchando por focalizar tantas cosas que no comprendo:
Un mundo de seres sólidos, grandes, fuertes, siempre iguales, compartiendo una realidad única, aceptada en parte por conven­ción y en parte por imposibilidad de salirse de los esquemas. Un mundo de seres asustados a quienes sólo tranquiliza la comprensión intelectual de lo que entienden por realidad. Seres que no pue­den o no quieren compartir sus sueños, sus cambios, sus ca­prichos; que no pueden salirse de la convención que se han ido creando a lo largo de su existencia; que no conocen la dulzura de la canalización, de la focalización, de la estrella.
-Todos así —pregunta Lana, oscilando entre el verde y el malva, su voz como un ruido de metal rascado contra piedra.
-Algunos no -contesta Lon- pero sufren. No están unidos.
-Y si se unen -dice Sadie. Extraña muestra de empatía en Sadie.
-Sufren más. No los comprenden. No los aceptan.
-Antes todos éramos así. -Tras es sólo un jirón de brillante nie­bla en la sala que ahora es oscura.
-Antes -Lana arquea el cuerpo, que chisporrotea en el vacío.
-Antes de nosotros. Antes de la estrella. Cuando éste era para ellos el mundo real. -El flujo de Tras hacia Lon es tan intenso que casi duele. Nos replegamos un poco; ellos lo sienten y aflojan.
-No nos comprenderán -dice Lon-. Sufriremos. Desaparecere­mos, quizá. Son fuertes.
Siento el dolor de la estrella y canalizo desesperadamente hacia el exterior, hacia la realidad objetiva. Las montañas de fuera tiem­blan v se desmoronan lentamente con un estruendo que borro de nuestra percepción. El polvo se deposita mota a mota sobre nues­tra torre, que se encoge y se transforma en una cueva de blandas paredes con un murmullo de música electrónica. Tras crea para nosotros unos cuerpos de músculos firmes y piel suave y nos hace galopar a través de la noche sobre unos seres grandes, peludos, se­dosos, que se mueven velozmente bajo nuestras piernas abiertas. La sensación de poder es vertiginosa pero se agota con mucha ra­pidez. Sadie y yo flotamos sobre ellos y observamos cómo acaban su carrera ante un mar enorme de espumas plateadas. Creamos un bosque y contemplamos el brillo de la luna a través de las ramas, acunados por el rumor del mar.
-Era así antes. -Lana suena dulce, una voz recordada. Su nuevo cuerpo es blanco, grande, femenino (la palabra viene de Lon, no sé lo que significa, pero es hermosa); tiene el pelo largo y los ojos muy abiertos.
-Hace mucho, mucho -contesta Tras, sin palabras. Es difícil ex­presar el tiempo-. Hubo cambios. Así.
Sé que le duele la imagen y me acerco a sus sentimientos, me mezclo con Tras y lo sostengo mientras llegan Sadie y los otros, y Tras transforma en un éxtasis.
El mar se ha vuelto grasiento, huele a olvido y destrucción, ya no hay bosque, ni plantas. La tierra es gris y negra, calcinada. Se sien­te el miedo y la desesperación como una luminosidad amarilloverdosa. Nos abrazamos sin atrevernos a creerlo, sin querer creer que se pueda aceptar una convención así para existir.
-No era una convención -susurra Lon-. Ellos lo hicieron y no pudieron cambiarlo. Por eso se fueron.
-Nosotros podemos. -Sadie se separa de la estrella y convierte el paisaje en una trama de haces de colores que salpican cascadas de chispas en las intersecciones. Todo se llena de música y armonía. De felicidad.
-Nosotros no somos ellos -digo yo con una sonrisa táctil que acaricia su esencia con un contacto fresco y ligero, como una brisa húmeda.
-Sí somos -dicen a la vez Lon y Tras-. Y ellos lo saben. Por eso no comprenderán.
-Todo cambia -canta Lana.
-Ellos no. -Tras y Lon, abrazados, asustados.
-Somos bellos y sabios. Somos felices. Somos la estrella. -Sadie nos lleva arriba y más arriba, volando, girando, flotando, mientras Lana canta.
-Ellos no, ellos no.
Focalizo., focalizo la alegría, la belleza, mientras subimos, subi­mos, ahogamos el miedo, nos perdemos en la estrella, cantamos, volamos, olvidamos, existimos, transformamos, esperamos.


-Ya está a la vista, capitán.
-Sí, ya.
-No pareces alegrarte mucho, Ken, la verdad.
El capitán se pasa una mano húmeda por el pelo revuelto y son­ríe a su segundo.
-¿Se me nota?
Alda le devuelve la sonrisa y se sienta frente a Ken en silencio, esperando la explicación que sabe que tiene que llegar. En cual­quier caso no hay prisa, aún falta bastante para que puedan empe­zar la maniobra de acercamiento. Ken suspira, se levanta, sirve café en dos vasos transparentes y vuelve a su sitio. Alda sabe por su forma de respirar que está a punto de hablar, por eso se queda quieta y empieza a beberse el café sin azúcar en lugar de levantar­se a buscarla.
-Yo es que... -se interrumpe, toma un sorbo de café- no acabo de entender por qué os ilusiona a todos llegar a ese planeta. ¿Qué rayos esperáis encontrar ahí? La prueba viva o, mejor, la prueba muerta del peor error de nuestra historia, de la mayor monstruosi­dad que ha cometido nuestra especie. ¿Qué espera todo el mundo encontrar en ese planeta después de tantos siglos? No puede haber nada. No puede quedar nada de lo que existió, y es aún muy pron­to para que haya surgido algo nuevo. Es una expedición carísima de autocompasión gratuita.
-Y ¿por qué aceptaste el mando?
La respuesta es rápida. La respuesta a una pregunta planteada muchas veces.
-Porque si no lo hubiera aceptado yo se lo hubieran dado al ca­pitán Morales.
Alda asiente, sin hablar. Todo el mundo sabe que el capitán Mo­rales es un fanático restauracionista.
-Si puedo convencerlos de que ahí no hay nada, de que no vale la pena, tal vez empecemos de una vez a mirar hacia el futuro y no sigamos empeñándonos en soñar con el regreso al viejo hogar. ¿Qué regreso? ¿Qué hogar? ¿Qué vamos a hacer ahora después de casi mil años en un planeta destruido por nuestra propia locura -cortó rápidamente el gesto de Alda-, está bien, por la de nuestros antepasados, en el que ya no puede quedar nada que tenga relación.
-Tú sabes tan bien como yo que hay montones de proyectos, y algunos no están mal.
-Como por ejemplo...
-Como por ejemplo el de acondicionar el planeta para la vida, dejar que se instalen los restauracionistas y darnos una oportuni­dad a todos de visitar el origen de nuestra civilización al menos una vez.
-Pero ¿qué origen ni qué historias? Polvo, polvo radiactivo, ce­nizas de lo que una vez estuvo vivo y fue hermoso, una inmensa llanura erosionada por el tiempo y la destrucción artificial, océa­nos degradados donde no queda ni rastro de existencia, un aire que no podemos respirar. ¿Crees de verdad que vamos a encontrar su­pervivientes, hermanos nuestros que han sobrevivido ochocientos años de infierno radiactivo, que vamos a encontrar ni siquiera rui­nas, los originales de todas las fotos y películas que se conservan en nuestros museos, que vamos a poder trazar las fronteras de los an­tiguos continentes...? Si hubiera sabido que pensabas así no hubie­ra dado la aprobación a tu nombramiento.
Alda se mordió los labios. Era amiga de Ken desde hacía casi más tiempo del que podía recordar, y le dolía que le hablara de esa manera cuando sabía perfectamente que su lealtad era absoluta. Sin embargo, su actitud le daba ocasión de preguntar algo que ha­bía querido saber desde el comienzo del viaje.
-Y ¿por qué has elegido a Boris?
Ken levantó la vista del vaso y empezó a reír lentamente, una risa seca y amarga.
-Yo sólo puedo elegir a mi segundo, Alda. Boris es el tercer ofi­cial y te aseguro que hubiera dado diez años de mi vida por no traerlo, pero los restauracionistas son fuertes, más de lo que pare­ce, y necesitaban tener a alguien a bordo. Y en una posición de res­ponsabilidad. Tuve que tragármelo. Así que, ya sabes, más vale que le cuides y me cuides porque, en caso de que nos pase algo a noso­tras, Boris quedará al mando de la expedición.
-Y ¿qué crees tú que pasaría en ese caso?
Ken hizo un gesto vago con las manos.
-Yo qué sé. Cualquier cosa. Es capaz de ordenar un desembarco, quemar la nave y fundar una colonia. Hay suficientes mujeres a bordo y muchísimos embriones congelados.
La risa que se había iniciado ante el tono ligero de Ken fue dan­do paso a un progresivo estupor.
-¿Lo crees capaz?
-¿No has leído el manifiesto restauracionista?
Alda negó con la cabeza.
-Pues te aseguro que vale la pena. Las mejores cualidades heroi­cas de nuestra especie de luchadores condensadas en veinticinco páginas.
-Entonces ¿es verdad eso que se dice de que si el planeta hubie­ra sido entre tanto colonizado por una de las otras especies galác­ticas habría que luchar para recuperarlo?
Ken asintió con una sonrisa torcida.
-Guerra total -añadió-. Hasta el fin. Es... -se interrumpió-, ¿cómo lo llaman? Cuestión de honor, ¿comprendes?
Sus miradas se cruzaron unos segundos.
-Pero ¡tú no pensarás que el planeta esté habitado!
Ken bajó la vista y no contestó.
-Sólo hay una especie, aparte de la nuestra, que sea capaz de acondicionar un planeta -continuó Alda- y tenemos con ellos un tratado de no agresión que nunca ha sido violado.
-Exactamente. -Ken volvió a buscar la mirada de su amiga y sus manos se estrecharon por encima de la mesa.


Estábamos allí. La estrella. Esperando. Ellos estaban muy cerca. Podíamos oírlos respirar y temer. Ellos no nos sentían. «No somos parte de su realidad», había dicho Lon y debía de ser cierto. ¿Cual era su realidad? ¿Qué deseaban ver en nuestro mundo? ¿Cosas como las que creaba Lon, o Tras? ¿O como las imágenes de como había sido antes? ¿Cuánto antes? Mi mente especulativa giraba desgajada de la estrella hasta que me llamaron para canalizar, para conducir lo que llegaba de fuera.
¡Se aceran! Pronto estarán aquí.
Nos mezclamos con las otras estrellas, abrazando, consultando, sintiendo la unión. Y el miedo. El miedo casi desconocido en nues­tra existencia.
Sólo una estrella. La estrella de contacto. Lo otro no es real para ellos. Disolver. Diluir. Desaparecer. Borrarse.


-Bueno, Boris, pues aquí estamos.
La voz de Ken sonó claramente en los auriculares del tercer ofi­cial, pero el comentario era tan trivial que no se creyó en la necesi­dad de dar una respuesta. Su mirada se perdía en la inmensidad de un desierto calcinado y negruzco, cenado hacia el horizonte por una cadena de colinas que podían haber sido inmensas montañas erosionadas por el viento. Según las mejores aproximaciones basa­das en antiguos mapas, estaban en Europa, lo que había sido la cuna de la civilización modera. En todo ese territorio habían exis­tido grandes ciudades rodeadas de bosques, a orillas de ríos cau­dalosos. Una de las zonas templadas del planeta, una de las más pobladas y con mejor nivel de vida, una de las más variadas en paisajes, lenguas y costumbres. Miró desesperadamente al suelo in­tentando encontrar algún vestigio de ese pasado, alguna piedra ta­llada, alguna moneda, lo que fuera, cualquier cosa que pudiera borrar su amargura, al menos durante unos instantes.
Ni él mismo sabía lo que esperaba encontrar allí, pero lo que estaba claro era que ni en sus peores momentos había supuesto que de verdad era eso lo que se iba a encontrar: polvo, desolación, vacío.
Subió a su móvil y lo arrancó violentamente. No se iba a dar por vencido con tanta facilidad. La nave estaba efectuando mediciones y sondeos en todo el planeta bajando incluso a profundidades de kilómetros en las zonas antiguamente pobladas, en los océanos más transitados, en todas partes donde pudiera quedar un vesti­gio... ¿de qué? Ni siquiera él podía estar buscando vida. Eso era absurdo. Pero entonces ¿qué buscaba? ¿La prueba de que otra es­pecie se había instalado en Terra después de que tuvo que ser aban­donada por los escasos supervivientes? ¿Algún indicio de que qui­zá un puñado de humanos había sobrevivido, aunque fuera durante unos cuantos años, a la destrucción total?
Recordó sus sueños infantiles sobre la vieja Tierra, como la lla­maba aún su abuelo, el amor por las antiguas costumbres que ha­bía ido pasando de generación en generación, las visitas domingo tras domingo a todos los museos en que se conservaban restos de aquel otro mundo que él en su imaginación había pintado con los más hermosos colores, sabiendo que era imposible y convencién­dose a la vez de que todo podía ser, si uno lo deseaba de verdad.
Comparaba el paisaje que se deslizaba bajo su móvil con las pe­lículas de historia antigua, y sentía que su garganta se estrechaba. Aquí habían existido enormes bosques verde oscuro que se azula­ban al atardecer, ríos perezosos en otoño, desbordantes en la pri­mavera cuando se llenaban de nieve fundida, altas montañas de cimas blancas contra el cielo azul, miles y miles de animales dife­rentes que no podía nombrar llenando el aire con sus gritos, flores que se abrían al calor del sol y perfumaban el aire húmedo que po­día respirarse sin máscara...
Recordaba también los argumentos de los otros, de los progre­sistas, de la gente como el capitán: "Nuestro mundo es éste»; «¿Qué tenemos que ver nosotros con Vieja Terra?»; «No era todo natura­leza limpia y gloriosa; mucho antes de la destrucción final, Terra era ya un planeta enfermo y degenerado, donde cada día se extin­guía para siempre una especie animal, sus océanos cubiertos de una capa de petróleo que impedía la evaporación, sus bosques mu­riendo poco a poco, su aire cada vez más irrespirable, lleno de ve­neno, su clima alterándose de año en año en un imparable efecto de invernadero que lo hubiera convertido en letal incluso sin la he­catombe nuclear; Terra era ya un cadáver antes de que los humanos la abandonaran».
Y nunca lo había querido creer. Para él Tierra seguía viva en al­guna parte del inmenso universo, como un jardín abandonado es­perando que alguien lo redamara como propio y lo hiciera florecer.
Y él ahora estaba en ese jardín.
Y era un desierto.
Ken volaba en silencio detrás de Boris mirando apenas el paisa­je que se deslizaba bajo sus ojos. No era la primera vez que bajaba a un planeta agostado, pero esta vez era distinto porque aquí había existido vida, la suya, la de su especie. Aquí hombres y mujeres como ella, más pequeños quizá, menos desarrollados, pero tam­bién humanos, habían vivido, crecido, amado, antes de tener que buscar otro hogar entre los miles de estrellas del espacio exterior. Ahora lamentaba haber dedicado tan poco tiempo a estudiar his­toria antigua; no podía imaginarse la vida cotidiana de esas gentes, ni siquiera quedaba una huella en aquella desolación. Sin embargo ese mismo hecho la alegraba. Ella tenía razón. El futuro de su es­pecie no estaba en Terra sino en su nuevo hogar, en su futuro, en los otros planetas que se habían acondicionado para acoger el ex­cedente de población en el espacio periférico de Nueva. Terra. Ha­bía sido un viaje interesante y triste, pero satisfactorio. En unas cuantas horas, en cuanto Boris se cansara de volar sobre el desíerto, regresarían a la nave y en unos días más, con todos los resulta­dos, a casa.
El motor de su móvil emitió un penoso rugido al remontar una cordillera más alta que las anteriores y por un momento tuvo que lu­char contra las turbulencias del aire caliente pegado a la montaña, antes de poder buscar a Boris con la vista. Cuando consiguió equili­brar el móvil y pasar al otro lado, lo que vio la dejó estupefacta.
En lo que debía de haber sido un valle en otro tiempo y que aho­ra era sólo una herida arrugada entre los montes, se alzaba una to­rre de plata. Una torre de unos veinte metros de altura pero que pa­recía mucho más alta porque flotaba a varios metros del suelo, tan sólida y estable como la roca misma en la que hubiera debido apo­yarse. Era delgada y grácil, sin adornos exteriores pero pulida y fina como un juguete de lujo. El sol de la tarde le prestaba un resplandor rosado y resultaba absolutamente incongruente en el paisaje desér­tico que la rodeaba porque no era una ruina de tiempos pasados sino una esplendorosa realidad, como si acabara de ser construida. El móvil de Boris se hallaba caído a sus pies y la figura del tercer ofi­cial se recortaba, diminuta, frente a la base de la construcción. Ken hizo aterrizar su vehículo y avanzó lentamente hasta su teniente.
-¿Lo oye, capitán? -dijo él entonces en un susurro.
A punto ya de contestar «¿Si oigo qué?», calló de improviso por­que ella también lo oía. Una llamada, una llamada imprecisa como un coro de voces medio existentes, medio inventadas, como susurros de niños que se esconden en la oscuridad para que los encuen­tre un adulto y no pueden reprimir la risa. Asintió con la cabeza.
-Comunique a la nave lo que hemos encontrado, teniente. Infor­me de que vamos a entrar a explorar y que nos pondremos en con­tacto con ellos dentro de dos horas. Que hagan análisis y fotogra­fías sin abandonar su posición y que no se inmiscuyan sin una orden explícita.
Dejó a Boris cumplir sus instrucciones y empezó a examinar la torre buscando una manera de entrar en ella. Estaba claro que sólo se podría intentar por una de las ventanas, ya que las dos puertas quedaban demasiado altas y estaban cerradas, pero sólo se podría hacer desde el móvil y en este caso uno de los dos debería quedar­se en tierra. Acababa de decidir que sería ella la que entrara, a pe­sar de la oposición esperable por parte de Boris, cuando éste dijo:
-Capitán, me comunican de la nave que no localizan la torre. Nos ven a nosotros pero, según nuestros instrumentos, la torre no existe.
Antes de que Ken pudiera reaccionar, del fondo de la torre se es­currió un objeto luminoso, una especie de lágrima traslúcida que descendió hasta tocar el suelo.
-¿Qué es eso? -articuló Boris con voz ronca.
-Tal vez un ascensor -dijo Ken.
-¿Instrucciones para la nave?
-Que sigan donde están. Dos horas. Si no volvemos, que bajen a investigar.
Avanzaron hombro con hombro hasta la lágrima v, un segundo antes de reunir el valor suficiente para atravesar su consistencia de cristal gelatinoso, el material se extendió hacia ellos, los envolvió y los succionó hacia arriba, hacia el interior de la torre.
Vibrábamos, vibrábamos. Toda la estrella vibraba transforman­do, transformándonos, decidiendo sin palabras, sin imágenes, tra­tando de adaptarnos a ellos, de no dañar, de no ser dañados. Lon creó la torre y los atrajo. Tras le dio a Lana un cuerpo que pudiera llevar para ellos y yo me transformé según su diseño, listo para el contacto. Eran grandes. Y fuertes. Vestidos con duros objetos me­tálicos y protectores de ojos, de oídos, de respiración. Lon tenía ra­zón: no sabían transformarse. Se quedaron en la sala que Sadie ha­bía creado para ellos mirándolo todo con los ojos muy abiertos, haciendo esfuerzos por controlar la respiración. Todas las estrellas callaban, atentas a Lona y a mí, a Sadie, a Lon, a Tras


Boris sintió un escalofrío cuando las paredes de la lágrima-ascen­sor se disolvieron sobre su cuerpo dejando una lluvia de chispas multicolores. Miró a Lon, y sus ojos siguieron los del capitán has­ta encontrarse con una figura que los esperaba al Fondo de la sala. Era un hombre que podría tener entre los veinte y los cuarenta años, alto y delgado, vestido con unas ropas oro mate que cubrían su cuerpo desde la cintura hasta los pies. Su rostro y su cuerpo eran como la torre, finos y gráciles, más como una obra de arte que como un ser real, pero de una humanidad evidente. No era otra es­pecie la que se había instalado en Terra.
Un segundo después, de detrás del hombre surgió otra figura, esta vez una mujer, tan hermosa y perfecta como su compañero, vestida de negro y plata también desde la cintura, lo que dejaba ver sus pechos redondos y erguidos, cubiertos a medias por su largo cabello, negro y lacio.
Los dos permanecieron en completa inmovilidad mientras Boris y Ken los observaban. Por fin dijo el capitán:
-Somos amigos.
Amigos, amigos, reverberó la voz en alguna parte de su cerebro, como si fuera repetida por un coro invisible.
El hombre y la mujer sonrieron al mismo tiempo, con absoluta precisión.
-Somos amigos -repitieron con una voz plural y lejana, con un fondo de risa, como de juego.
-¿Quiénes sois? -preguntó el capitán.
-Somos. Somos -contestaron.
-Somos vosotros -dijo Lon a través de nuestras sonrisas.
-¿Sois humanos? ¿Supervivientes del desastre?
-Somos la estrella -contestó Sadie.
-No entendemos -dijo Ken.
Nos replegamos. Nos reunimos de nuevo buscando. Buscando cómo. Mostrar. La estrella. La transformación. Sadie bucea en uno de ellos y rescata imágenes, un paisaje, una luz, sonidos, olores.
Boris y Ken se encuentran de repente en un paisaje típicamente alpino: un cielo azul profundo, como de cristal, donde ya aparecen las primeras estrellas, bosques perfumados, principios de la primavera, una brisa fresca y el rumor de un río cercano, un riachue­lo claro de aguas rápidas y espumosas. Boris se agacha hasta tocar el suelo, pasa las manos enguantadas por la hierba húmeda, por una hierba que es real, que no desaparece cuando él la toca, mete la mano en e! arroyo y siente su frialdad a través de los guantes. Empieza a soltarse el cierre del casco cuando la voz del capitán lo deja clavado:
-¡Quieto! Es una orden. ¿No te das cuenta de que es una tram­pa, imbécil? No son más que alucinaciones... -Su voz se corta de rabia, de miedo.
Boris se levanta lentamente, furioso y avergonzado por haber caído en algo tan pueril, frustrado por no poder disfrutar de su sue­ño y, de repente, al alzar de nuevo los ojos hacia Ken, advierte que está desnuda, que están desnudos los dos, con la piel expuesta a toda la radiación, respirando aquel aire envenenado que huele a flores y a hierba, sintiendo las salpicaduras de ese agua que debe de estar podrida y que de hecho no existe, como no existe ese cielo nocturno y esa brisa que le mueve el pelo y que puede sentir en toda su piel como una caricia. Y se echa a reír y abraza a Ken gri­tando entre risas:
-Lo sabía, lo sabía. Podremos volver a empezar en Terra. Pode­mos vivir aquí. Es mucho mejor de lo que yo esperaba. Es un mi­lagro.

Nos sacude el miedo como siempre desde que los esperamos. To­das las estrellas giran enloquecidas. No podemos. No queremos. Ellos. Diferentes. No. No. Compartir. Con dios. Imposible. Focalizo y transformamos, transformamos.
Se encuentran en una playa al amanecer. El frío es tan intenso que duele en la nariz al respirar y en los ojos, donde las pestañas se han escarchado. El resto de su cuerpo está embutido en voluminosos trajes aislantes. Hay un vehículo en marcha junto a ellos. El motor hace un ruido ronco, y de su tubo de escape sale una espesa hu­mareda negra. El mar está gris, cubierto de una capa grasienta que finge colores en el agua quieta. La playa está cubierta de cadáveres de peces, de pájaros, de otros animales que no pueden nombrar.
-Esto no puede ser real -murmura Boris.
-Lo otro tampoco -contesta Ken.
-¿Qué nos pasa, capitán? ¿Estamos muertos?
-Ojalá lo supiera.
-Esto no puede estar sucediendo. No puede ser real.

Todo es real, decimos, todo es real. No entienden. Oyen. No entien­den. Sufren. Seres de realidad única.

Ken y Boris están de nuevo en la sala. Hay miles de velas blancas encendidas, y en el aire flota un perfume dulce, intoxicante. El hombre y la mujer han desaparecido.
-Queremos saber -dice Boris al vacío-. Queremos comprender.
Ken aprieta los labios y calla. Su mente se cierra por momentos a la realidad que la rodea y que no puede existir. Ve cómo se dis­torsionan las facciones del teniente, y clava los ojos en la forma só­lida que poco a poco se va haciendo fluida y luego neblinosa hasta que deja de existir y se encuentra sola en la sala. Trata de huir en un momento de pánico y se da cuenta de que las ventanas han de­saparecido, de que todo es sólido frente a sus manos, frente a su cuerpo y, con un grito ahogado, se deja caer en las almohadas que cubren el suelo y pierde la conciencia.
Boris flota en medio de la nada, gira y gira olvidando más y más deprisa todo lo que sabe, todo lo que cree conocer. No siente su cuerpo y casi no le importa. Oye voces sutiles, risas, pasos. Se pier­de, se entrega y pronto se encuentra flotando con seres casi inma­teriales que le cuentan en imágenes, palabras, olores, tactos, todo lo que quiere saber, todo lo que lo angustia. Se deja llevar y, por un momento, comprende que su concepto de la realidad es un absur­do, que los nuevos humanos se han liberado de las ataduras de lo que es posible y lo que no lo es, que han entrado en otro estadio, en el nivel en que los humanos dominan por fin su planeta porque no están sujetos a él, porque por fin son independientes de todo lo ex­terior y ahora ya nada puede afectarlos. Son hermosos, son supe­riores, son perfectos.
-Despierta, Ken, despierta.
Los ojos de Ken se abren con dificultad, temiendo encontrarse con la realidad de aquella sala inexistente, pero lo primero que per­ciben son los ojos desorbitados de Boris, su mirada enloquecida, su cuerpo tenso, sus manos que la agarran por los hombros y la sa­cuden violentamente en lo que parece un paroxismo de triunfo.
-Los he encontrado, Ken. Los he entendido. Son humanos, como nosotros, sólo que son mejores que nosotros, mucho mejo­res. Son los supervivientes de nuestra propia especie que a través de los siglos se han depurado, se han perfeccionado. Han abando­nado todo lo que a nosotros nos parece básico para dar el gran sal­to. Son el paso siguiente en la evolución.
Ken acoge sin respirar el torrente de emoción que brota de Bo­ris y, cuando este interrumpe su discurso, esperando de ella una confirmación, una mirada, una sonrisa, ella pronuncia la palabra maldita, la palabra más temida por los restauracionistas:
-Son mutantes, entonces.
Boris la golpea violentamente con el dorso de la mano y la san­gre brota, caliente, de su boca. Cuando ya alza la mano para gol­pear de nuevo, se detiene y la mira con lástima.
-¿No has visto a la pareja de antes? ¿Los llamarías mutantes?
-Esa pareja era una alucinación, como todo lo que hay aquí, como lo del bosque, como lo del mar, como esta misma sala. Tú has visto en que condiciones está el planeta. ¿Crees que un huma­no podría vivir aquí sin protección, sin técnica?
-Sé que son alucinaciones. Bueno, más bien proyecciones de sus mentes. Ya te he dicho que ellos son algo más. Yo los he visto. Los he sentido. Son incorpóreos, son algo así como espíritus que pue­den adoptar la forma que quieran v transformar su entorno. ¿Para qué quieren la técnica? Tienen otra cosa. Es... es como magia.
-¿Y tú crees que son humanos? ¿A ti te suena humano todo eso que me estás contando?
Boris baja la vista, confuso. Se sienta en el suelo cubierto de co­jines y se queda un tiempo muy quieto, la vista perdida en el vacío, sus ojos reflejando las llamas de las velas que se queman sin ruido.
Ken habla por fin, muy despacio:
-Boris, si esos seres fueron alguna vez humanos, está claro que ya no lo son. No son como nosotros. No tenemos nada que com­partir.
-Quizá no tengamos nada que compartir, pero tenemos todo que aprender -grita él.
-Yo no quiero aprender eso -contesta ella, en voz baja.
-Creía que los progresistas estabais a favor de cualquier cosa que nos lleve hacia el futuro -el sarcasmo es casi infantil- y eso, ca­pitán, es el futuro. El futuro de nuestra especie. El único. El mejor.
-Entonces el ideal de la restauración de Tierra ya no es tu ideal, ¿no? Ahora se trata de que esos seres -indicó con la mano a su al­rededor- nos enseñen cómo liberarnos de nuestro cuerpo, cómo destruir nuestro planeta y cómo fingir una realidad compuesta de alucinaciones para poder seguir soportando la realidad auténtica, ¿no es eso?
-Ellos no destruyeron su planeta. Lo hicisteis vosotros.
-Lo hicimos nosotros, en todo caso. O nosotros y ellos, si ellos son de verdad descendientes de los mismos humanos que noso­tros. O ellos, si te refieres sólo a los antiguos. ¡Qué más da! ¿Quie­res vivir en un mundo como el que hay ahí afuera, sabiendo cómo es y construyendo torres de plata ficticias que nuestros instrumen­tos no registran?
-¡Sí! -gritó Boris salvajemente-. Eso es lo que quiero. Quiero po­der sentir otra vez la hierba y el agua y el aire libre, aunque sea una creación de mi mente, si yo lo siento como realidad. No quiero tener que hacer una solicitud y esperar seis meses hasta que me concedan treinta minutos en un parque natural, no quiero vivir en cúpulas acondicionadas, no quiero reguladores climáticos y ambientales, no quiero saber exactamente cuándo va a llover y cuánto va a durar la lluvia, quiero aprenderlo que es el mar bañándome en él, sentado a su orilla...
-Y comer aumentos naturales, supongo, directamente sacados de la tierra -añadió ella con una mueca de disgusto-. Y tal vez has­ta cazar, como los primeros humanos. Y caminar para despla­zarte...
-Ellos no necesitan caminar. Ni siquiera desplazarse. Ellos... transforman.
-¿Qué transforman?
-No sé bien... no sé cómo explicarlo. Se reúnen y hacen cosas. Lo que quieren, lo que sienten, lo que necesitan.
-Cosas que no existen.
Hubo una larga pausa. Por fin Ken se puso en pie y se ajustó tor­pemente el traje con las manos enguantadas.
-Nos vamos, Boris.
Él también se puso de pie, lentamente, desnudo.
-Yo me quedo, Ken.
-Tú vienes conmigo, y es una orden.
Boris sacudió la cabeza, despacio, sin apartar los ojos de ella.
-Yo me quedo. Puedes decir lo que quieras en la nave y en casa.
Que me perdí, que tuve un accidente, que decidí quedarme, que me ejecutaste por insubordinación, lo que quieras, pero me quedo.
-Boris, no me obligues a disparar -dijo ella con los dientes apre­tados, su mano derecha cerrada sobre la culata del arma de reglamento.
-Yo me quedo, capitán. -Sus ojos brillaban como si una tenue luz se hubiera encendido en su interior, y su piel se hacía fosfores­cente por momentos mientras su pelo oscuro se movía en torno a su cabeza, lenta, deliberadamente.
La mano de Ken temblaba al sacar el arma, pero Boris no hizo el menor movimiento para detenerla.
-Si no me obedeces inmediatamente, tendré que disparar. Cono­ces el reglamento. Es rebeldía.
-Dispara, capitán.
Por un momento Ken creyó que se trataba de una broma. Una broma cruel de aquellos seres malignos que no podían ser huma­nos. Habían construido a ese Boris que ahora se hallaba de pie frente a ella convirtiéndose ante sus ojos en algo monstruoso para obligaría a matar, pero sólo para ponerla en ridículo convirtiendo su disparo en un haz de chispas de colores o en una bandera de carnaval.
-Te ordeno que vuelvas conmigo a la nave. Tienes tres segundos. Uno. Dos. Tres.
El rostro de Boris se iluminó en una sonrisa, y de sus dientes empezaron a brotar hilos plateados que tocaban el suelo con un chasquido húmedo y creaban una fronda a su alrededor. Ken dis­paró.
La pierna izquierda, el brazo derecho. Boris se dobló de dolor con un grito, y los milagros desaparecieron. Entonces, antes de que ella pudiera preverlo, él saltó sobre su pierna sana tratando de derribaría. Casi sin darse cuenta disparó, y la cabeza de Boris se abrió por arriba en una explosión de sangre. Ken cerró los ojos y se cubrió el visor con la mano izquierda, la derecha agarrotada aún sobre la culata del arma, ahogándose en la magnitud de lo que aca­baba de hacer. En veinte años de servicio era la primera vez que ha­bía matado a conciencia.
El viento que soplaba contra su traje aislante la devolvió a la rea­lidad. Por unos instantes estuvo segura de que, en cuanto retirara la mano, Boris se encontraría a su lado en medio del desierto con la expresión perpleja del que sale de un profundo sueño. Apartó el brazo lentamente, y era casi cierto. Estaban en medio del desierto, sin sala mágica, sin torre de plata; sólo el infinito desierto calcina­do y un cadáver desnudo y destrozado a sus pies, el traje protector unos metros más allá como una concha vacía.
Inspiró hondo y llamó a la nave. No iba a ser agradable pero se había terminado. Era lo mejor que había podido suceder. Ahora ve­ría la opinión pública hasta qué extremos de fanatismo puede lle­gar un restauracionísta, hasta qué punto de locura e incompren­sión. Había sido una mala elección para Boris pero era lo mejor para todos los demás, incluso para la vieja Terra, que podría conti­nuar siendo morada de fantasmas que sólo existían en la mente de Boris y que él le había contagiado. ¿ No había sido él el que prime­ro había visto la torre antes de que ella pudiera remontar la cordi­llera? ¿No habían sido todas sus alucinaciones producto de una mente humana, como la de Boris, alimentada desde la infancia con las imágenes de tiempos pasados? Terra estaba muerta. Muerta y estéril, maldita por milenios, un pedazo de roca notando en la nada. Esa era la única realidad.

Te llamas Nea, decimos con un perfume malva. Eres el cierre de la estrella ahora y yo soy su foco, digo yo. Vas a aprender con nosotros. Transformaremos. Transformarás. Nea dice, aún con palabras, que es un nombre de mujer. Reímos. Aquí no importa. Es un hermoso nombre, dice Sadie entre burbujas blancas. Estoy muerto, dice Nea. Reímos. Reímos. Reímos. Yo también estoy muerto, digo yo, y lo en­vuelvo en una niebla y caemos al suelo gota a gota convertidos en espuma. Todos muertos, susurra, y su voz es triste, triste. Un mun­do de fantasmas. Sólo Vai está muerto, dice Lon, pero no importa. No comprende. Nea no comprende y sufre. Nos acercamos. Apo­yamos. Abrazamos. En la cima rocosa de una alta montaña de con­vención general aparecemos los cinco, la estrella, con Nea. Le crea­mos un cuerpo para que no sufra. Nos mira. Se mira y grita de dolor y de miedo. Nos miramos. Los cinco. No comprendemos todo. Lon y yo entramos en su flujo suavemente, dejando nuestro cuerpo ahí para no dañar a Nea. Vemos lo que ve. Sadie, sus alas traslúcidas, membranosas, las manos diminutas de garras afiladas, la boca redonda, sin labios, manchada de líquido verde, la cabeza sin ojos, sin cabello. Tras, el cuerpecíllo frágil, como un hilo, el crá­neo inmenso, informe, sostenido apenas por un cuello larguísimo, los brazos rozando el suelo. Lana, su cuerpo descoyuntado, sin proporción, la cabecita rubia oscilando descontroladamente, los ojos sin párpados, el hilo de saliva goteando de su boca. Lon, sus brazos sin manos, sus ojos enormes y profundos ocupando la mi­tad de su rostro sin boca. Yo, mi cuerpo anterior que era sólo un cerebro prendido a una masa de materia biológica y que ya desa­pareció hace tiempo. Mutantes, grita Nea, mutantes monstruosos. No comprendemos. No sabemos, pero duele. Nea sufre y nosotros sufrimos. Nos acercamos. Nea grita. Grita. Grita. Abrazamos. Apo­yamos. Giramos. Volamos. Transformamos. Nos transformamos. Ahora el paisaje es verde v dorado. El sol está bajando, y cientos de pájaros negros gritan en el atardecer. Hay árboles en flor, blancos y rosas. Suenan unas campanas dulces en la distancia. Nea ya no gri­ta. Abre mucho los ojos y aspira el aire que huele a hierba cortada y flor de manzano, dice. Está transformando pero no lo sabe. Nues­tros cuerpos son ahora como el de Nea, grandes, fuertes, lisos, de color blanco dorado. Ha construido cuerpos de hombres y muje­res. Vuelve la paz. Es una hermosa realidad, graba Tras en el cielo, un cielo verde con estrellas moradas. Nea se asusta un instante y pronto añade estelas de plata que se cruzan arriba. Sadie nos le­vanta como una polvareda y volamos bajo el cielo, que ahora es violeta y suena como el mar. Reímos. Juntos. Con Nea. Estás en casa., gritamos, cantamos, proyectamos. Focalizo la alegría, la bienvenida, la armonía, la paz, y nos perdemos en la estrella, vi­viendo, creando, volando, girando, girando, bailando, transformando, transformando, transformando. Los seis.

No comments:

Tales of Mystery and Imagination