Estábamos todos allí. Lana, como una muñeca rubia colgada de sus cuerdas, con una incongruente faldita roja y el hilo de saliva brillando en su cara pálida; Lon, sus ojos inmensos y oscuros en un rostro casi inexistente; Sadie, moviendo vertiginosamente sus alas, lo que la hacía oscilar a unos centímetros del suelo, mientras masticaba en un gesto de robótica eficiencia esa sustancia verde que tanto le gusta; Tras, encogiendo hasta casi la desaparición su frágil cuerpecillo, su deseo clavado en el cielo, y yo, número cinco, el cierre de la estrella, temblando como un carámbano de luz, focalizando el anhelo. Todos allí, esperando.
Habíamos
esperado mucho tiempo. No había ninguna razón para estar ahora más nerviosos
que otras veces, pero la tensión se había hecho diferente y sentíamos que lo
que ahora esperábamos se estaba acercando. Podríamos haber desaparecido, por
supuesto, sobre todo yo, pero éramos la estrella de contacto y no queríamos perdernos
en la espera como habían hecho otros antes que nosotros.
Aún no
estábamos seguros de qué íbamos a ofrecerles; hacía tanto tiempo que habíamos
perdido el contacto que no sabíamos ya de su deseo ni de su espera. «Somos
sabios y hermosos», había dicho Sadie, pero yo entre todos ellos conocía el
concepto de la realidad única y sabía que podía ser doloroso para ellos.
-Lento
-murmuró Lana, la más verbal después de mí.
-Sí
-contesté. Sabía que le gustaba expresar en palabras lo que lodos sabíamos en
cualquier caso.
Sentí el
deseo de Lon y comencé a focalizar una imagen para sus ojos y los nuestros: la
negrura infinita de lo que está fuera y un artefacto de realidad única,
objetivamente blanco, deslizándose suavemente hacia nuestra espera. Lento.
Lleno de realidades múltiples sin focalización.
-Lento
-volví a decir para ayudar a Lana.
Nos
disolvimos. El paisaje comenzó a volverse azul y anaranjado, melancólico en
cierta forma, como es Tras. Suave. Antiguo,
Nos
deslizamos en su percepción y empezaron a surgir las torres plateadas y una
música de cristal y campanillas. Sadie bailaba y yo notaba por encima de todos
ellos neutralizando la espera. Nos dirigimos a una torre blanca que se alzaba
a varios metros del suelo subjetivo general y penetramos en ella, yo a través
del tejado, los otros por las puertas y ventanas, por las paredes. Lana
dijo:
-Calor -y
todos nos reímos, aliviando la espera. La sala nos dio calor, y Lon hizo caer
una ligera lluvia burbujeante que se quedaba colgada de los cuerpos y se iba
transformando según los deseos de la estrella. Surgían flores, clavos, luces,
sustancias pegajosas y saladas sobre el cuerpo de Lana que Tras recogía
delicadamente con una inmensa lengua azul, globos traslúcidos que contenían imágenes
de realidades muertas y que Lon me enviaba flotando sobre las alas de Sadie,
mientras giraba enloquecidamente cambiando de forma y de color.
-Estrella
pregunta -cantó Lana-. Canaliza, Vai. -Estrella no verbal, Lana. Canaliza,
Tras.
Tras
recogió la lengua y la convirtió a medio camino en una estela de colores. Creó
una pirámide de perfumes y los mandó transformados en minúsculas bolitas de
colores a través de una ventana;
Espera.
Lentitud. Necesidad del tiempo. No liemos olvidado. Esperantos. Esperamos.
Nos
envolvió un torrente de especulación procedente de otra estrella y nos dejamos
llevar por el discurso.
Quieren.
Qué. No tenemos. No podemos. Para ellos. No es aceptable. No somos aceptables.
Para ellos. Risas.
Risas y cambios y cambios y transformaciones. La falda de Lana
hinchándose hasta llenar nuestro espacio de hilos de suavidad entretejida. Construir
una realidad única. Cuando lleguen. Más risas. Cuál. No podemos. Sí
podemos. Tedio. Tedio, Tedio. Realidad única.. Absurdo y monstruosidad. Hasta
cuándo. Curiosidad. Por qué no. Intentar. Esfuerzo común. Risas. Risas. Un
juego. Para qué. Para ellos. Demasiado esfuerzo. Tedioso. No comprenden.
Dejamos
ir. La especulación se perdió rodando entre otras estrellas. Una pregunta
hacia Lon, de lodos. Lon sabe más que ninguno de nosotros sobre los otros
tiempos. No. Tras sabe más pero no le gusta exhibirlo. Un torrente de imágenes
cayendo sobre nosotros y yo luchando por focalizar tantas cosas que no
comprendo:
Un mundo
de seres sólidos, grandes, fuertes, siempre iguales, compartiendo una realidad
única, aceptada en parte por convención y en parte por imposibilidad de
salirse de los esquemas. Un mundo de seres asustados a quienes sólo tranquiliza
la comprensión intelectual de lo que entienden por realidad. Seres que no pueden
o no quieren compartir sus sueños, sus cambios, sus caprichos; que no pueden
salirse de la convención que se han ido creando a lo largo de su existencia;
que no conocen la dulzura de la canalización, de la focalización, de la
estrella.
-Todos así
—pregunta Lana, oscilando entre el verde y el malva, su voz como un ruido de
metal rascado contra piedra.
-Algunos
no -contesta Lon- pero sufren. No están unidos.
-Y si se
unen -dice Sadie. Extraña muestra de empatía en Sadie.
-Sufren
más. No los comprenden. No los aceptan.
-Antes
todos éramos así. -Tras es sólo un jirón de brillante niebla en la sala que
ahora es oscura.
-Antes
-Lana arquea el cuerpo, que chisporrotea en el vacío.
-Antes de
nosotros. Antes de la estrella. Cuando éste era para ellos el mundo real. -El
flujo de Tras hacia Lon es tan intenso que casi duele. Nos replegamos un poco;
ellos lo sienten y aflojan.
-No nos
comprenderán -dice Lon-. Sufriremos. Desapareceremos, quizá. Son fuertes.
Siento el
dolor de la estrella y canalizo desesperadamente hacia el exterior, hacia la
realidad objetiva. Las montañas de fuera tiemblan v se desmoronan lentamente
con un estruendo que borro de nuestra percepción. El polvo se deposita mota a
mota sobre nuestra torre, que se encoge y se transforma en una cueva de
blandas paredes con un murmullo de música electrónica. Tras crea para nosotros
unos cuerpos de músculos firmes y piel suave y nos hace galopar a través de la
noche sobre unos seres grandes, peludos, sedosos, que se mueven velozmente
bajo nuestras piernas abiertas. La sensación de poder es vertiginosa pero se
agota con mucha rapidez. Sadie y yo flotamos sobre ellos y observamos cómo
acaban su carrera ante un mar enorme de espumas plateadas. Creamos un bosque y
contemplamos el brillo de la luna a través de las ramas, acunados por el rumor
del mar.
-Era así
antes. -Lana suena dulce, una voz recordada. Su nuevo cuerpo es blanco, grande,
femenino (la palabra viene de Lon, no sé lo que significa, pero es hermosa);
tiene el pelo largo y los ojos muy abiertos.
-Hace
mucho, mucho -contesta Tras, sin palabras. Es difícil expresar el tiempo-.
Hubo cambios. Así.
Sé que le
duele la imagen y me acerco a sus sentimientos, me mezclo con Tras y lo
sostengo mientras llegan Sadie y los otros, y Tras transforma en un éxtasis.
El mar se
ha vuelto grasiento, huele a olvido y destrucción, ya no hay bosque, ni
plantas. La tierra es gris y negra, calcinada. Se siente el miedo y la
desesperación como una luminosidad amarilloverdosa. Nos abrazamos sin
atrevernos a creerlo, sin querer creer que se pueda aceptar una convención así
para existir.
-No era
una convención -susurra Lon-. Ellos lo hicieron y no pudieron cambiarlo. Por
eso se fueron.
-Nosotros
podemos. -Sadie se separa de la estrella y convierte el paisaje en una trama de
haces de colores que salpican cascadas de chispas en las intersecciones. Todo
se llena de música y armonía. De felicidad.
-Nosotros
no somos ellos -digo yo con una sonrisa táctil que acaricia su esencia con un
contacto fresco y ligero, como una brisa húmeda.
-Sí somos
-dicen a la vez Lon y Tras-. Y ellos lo saben. Por eso no comprenderán.
-Todo
cambia -canta Lana.
-Ellos no.
-Tras y Lon, abrazados, asustados.
-Somos
bellos y sabios. Somos felices. Somos la estrella. -Sadie nos lleva arriba y
más arriba, volando, girando, flotando, mientras Lana canta.
-Ellos no,
ellos no.
Focalizo.,
focalizo la alegría, la belleza, mientras subimos, subimos, ahogamos el miedo,
nos perdemos en la estrella,
cantamos, volamos, olvidamos, existimos, transformamos, esperamos.
-Ya está a
la vista, capitán.
-Sí, ya.
-No
pareces alegrarte mucho, Ken, la verdad.
El capitán
se pasa una mano húmeda por el pelo revuelto y sonríe a su segundo.
-¿Se me
nota?
Alda le
devuelve la sonrisa y se sienta frente a Ken en silencio, esperando la
explicación que sabe que tiene que llegar. En cualquier caso no hay prisa, aún
falta bastante para que puedan empezar la maniobra de acercamiento. Ken
suspira, se levanta, sirve café en dos vasos transparentes y vuelve a su sitio.
Alda sabe por su forma de respirar que está a punto de hablar, por eso se queda
quieta y empieza a beberse el café sin azúcar en lugar de levantarse a
buscarla.
-Yo es
que... -se interrumpe, toma un sorbo de café- no acabo de entender por qué os
ilusiona a todos llegar a ese planeta. ¿Qué rayos esperáis encontrar ahí? La
prueba viva o, mejor, la prueba muerta del peor error de nuestra historia, de
la mayor monstruosidad que ha cometido nuestra especie. ¿Qué espera todo el
mundo encontrar en ese planeta después de tantos siglos? No puede haber nada. No puede quedar nada de lo que
existió, y es aún muy pronto para que haya surgido algo nuevo. Es una
expedición carísima de autocompasión gratuita.
-Y ¿por
qué aceptaste el mando?
La
respuesta es rápida. La respuesta a una pregunta planteada muchas veces.
-Porque si
no lo hubiera aceptado yo se lo hubieran dado al capitán Morales.
Alda
asiente, sin hablar. Todo el mundo sabe que el capitán Morales es un fanático
restauracionista.
-Si puedo
convencerlos de que ahí no hay nada, de que no vale la pena, tal vez empecemos
de una vez a mirar hacia el futuro y no sigamos empeñándonos en soñar con el
regreso al viejo hogar. ¿Qué regreso? ¿Qué hogar? ¿Qué vamos a hacer ahora
después de casi mil años en un planeta destruido por nuestra propia locura
-cortó rápidamente el gesto de Alda-, está bien, por la de nuestros
antepasados, en el que ya no puede quedar nada que tenga relación.
-Tú sabes
tan bien como yo que hay montones de proyectos, y algunos no están mal.
-Como por
ejemplo...
-Como por ejemplo
el de acondicionar el planeta para la vida, dejar que se instalen los
restauracionistas y darnos una oportunidad a todos de visitar el origen de
nuestra civilización al menos una vez.
-Pero ¿qué
origen ni qué historias? Polvo, polvo radiactivo, cenizas de lo que una vez
estuvo vivo y fue hermoso, una inmensa llanura erosionada por el tiempo y la
destrucción artificial, océanos degradados donde no queda ni rastro de
existencia, un aire que no podemos respirar. ¿Crees de verdad que vamos a
encontrar supervivientes, hermanos nuestros que han sobrevivido ochocientos
años de infierno radiactivo, que vamos a encontrar ni siquiera ruinas, los
originales de todas las fotos y películas que se conservan en nuestros
museos, que vamos a poder trazar las fronteras de los antiguos continentes...?
Si hubiera sabido que pensabas así no hubiera dado la aprobación a tu
nombramiento.
Alda se
mordió los labios. Era amiga de Ken desde hacía casi más tiempo del que podía
recordar, y le dolía que le hablara de esa manera cuando sabía perfectamente
que su lealtad era absoluta. Sin embargo, su actitud le daba ocasión de
preguntar algo que había querido saber desde el comienzo del viaje.
-Y ¿por
qué has elegido a Boris?
Ken
levantó la vista del vaso y empezó a reír lentamente, una risa seca y amarga.
-Yo sólo
puedo elegir a mi segundo, Alda. Boris es el tercer oficial y te aseguro que
hubiera dado diez años de mi vida por no traerlo, pero los restauracionistas
son fuertes, más de lo que parece, y necesitaban tener a alguien a bordo. Y en
una posición de responsabilidad. Tuve que tragármelo. Así que, ya sabes, más
vale que le cuides y me cuides porque, en caso de que nos pase algo a nosotras,
Boris quedará al mando de la expedición.
-Y ¿qué
crees tú que pasaría en ese caso?
Ken hizo
un gesto vago con las manos.
-Yo qué
sé. Cualquier cosa. Es capaz de ordenar un desembarco, quemar la nave y fundar
una colonia. Hay suficientes mujeres a bordo y muchísimos embriones congelados.
La risa
que se había iniciado ante el tono ligero de Ken fue dando paso a un
progresivo estupor.
-¿Lo crees
capaz?
-¿No has
leído el manifiesto restauracionista?
Alda negó
con la cabeza.
-Pues te
aseguro que vale la pena. Las mejores cualidades heroicas de nuestra especie
de luchadores condensadas en veinticinco páginas.
-Entonces
¿es verdad eso que se dice de que si el planeta hubiera sido entre tanto
colonizado por una de las otras especies galácticas habría que luchar para
recuperarlo?
Ken
asintió con una sonrisa torcida.
-Guerra
total -añadió-. Hasta el fin. Es... -se interrumpió-, ¿cómo lo llaman?
Cuestión de honor, ¿comprendes?
Sus
miradas se cruzaron unos segundos.
-Pero ¡tú
no pensarás que el planeta esté habitado!
Ken bajó
la vista y no contestó.
-Sólo hay
una especie, aparte de la nuestra, que sea capaz de acondicionar un planeta
-continuó Alda- y tenemos con ellos un tratado de no agresión que nunca ha sido
violado.
-Exactamente.
-Ken volvió a buscar la mirada de su amiga y sus manos se estrecharon
por encima de la mesa.
Estábamos
allí. La estrella. Esperando. Ellos estaban muy cerca. Podíamos oírlos respirar
y temer. Ellos no nos sentían. «No somos parte de su realidad», había dicho Lon
y debía de ser cierto. ¿Cual era su realidad? ¿Qué deseaban ver en nuestro
mundo? ¿Cosas como las que creaba Lon, o Tras? ¿O como las imágenes de como
había sido antes? ¿Cuánto antes? Mi mente especulativa giraba desgajada de
la estrella hasta que me llamaron para canalizar, para conducir lo que llegaba
de fuera.
¡Se
aceran! Pronto estarán aquí.
Nos mezclamos
con las otras estrellas, abrazando, consultando, sintiendo la unión. Y
el miedo. El miedo casi desconocido en nuestra existencia.
Sólo una
estrella. La estrella de contacto. Lo otro no es real para ellos. Disolver.
Diluir. Desaparecer. Borrarse.
-Bueno,
Boris, pues aquí estamos.
La voz de
Ken sonó claramente en los auriculares del tercer oficial, pero el comentario
era tan trivial que no se creyó en la necesidad de dar una respuesta. Su
mirada se perdía en la inmensidad de un desierto calcinado y negruzco, cenado
hacia el horizonte por una cadena de colinas que podían haber sido inmensas
montañas erosionadas por el viento. Según las mejores aproximaciones basadas
en antiguos mapas, estaban en Europa, lo que había sido la cuna de la
civilización modera. En todo ese territorio habían existido grandes ciudades
rodeadas de bosques, a orillas de ríos caudalosos. Una de las zonas templadas
del planeta, una de las más pobladas y con mejor nivel de vida, una de las más
variadas en paisajes, lenguas y costumbres. Miró desesperadamente al suelo intentando
encontrar algún vestigio de ese pasado, alguna piedra tallada, alguna moneda,
lo que fuera, cualquier cosa que pudiera borrar su amargura, al menos durante
unos instantes.
Ni él
mismo sabía lo que esperaba encontrar allí, pero lo que estaba claro era que ni
en sus peores momentos había supuesto que de verdad era eso lo que se iba a
encontrar: polvo, desolación, vacío.
Subió a su
móvil y lo arrancó violentamente. No se iba a dar por vencido con tanta facilidad.
La nave estaba efectuando mediciones y sondeos en todo el planeta bajando
incluso a profundidades de kilómetros en las zonas antiguamente pobladas, en
los océanos más transitados, en todas partes donde pudiera quedar un vestigio...
¿de qué? Ni siquiera él podía estar buscando vida. Eso era absurdo. Pero
entonces ¿qué buscaba? ¿La prueba de que otra especie se había instalado en
Terra después de que tuvo que ser abandonada por los escasos supervivientes?
¿Algún indicio de que quizá un puñado de humanos había sobrevivido, aunque
fuera durante unos cuantos años, a la destrucción total?
Recordó
sus sueños infantiles sobre la vieja Tierra, como la llamaba aún su abuelo, el
amor por las antiguas costumbres que había ido pasando de generación en generación,
las visitas domingo tras domingo a todos los museos en que se conservaban
restos de aquel otro mundo que él en su imaginación había pintado con los más hermosos colores, sabiendo que era
imposible y convenciéndose a la vez de que todo podía ser, si uno lo deseaba
de verdad.
Comparaba
el paisaje que se deslizaba bajo su móvil con las películas de historia
antigua, y sentía que su garganta se estrechaba. Aquí habían existido enormes
bosques verde oscuro que se azulaban al atardecer, ríos perezosos en otoño,
desbordantes en la primavera cuando se llenaban de nieve fundida, altas
montañas de cimas blancas contra el cielo azul, miles y miles de animales diferentes
que no podía nombrar llenando el aire con sus gritos, flores que se abrían al
calor del sol y perfumaban el aire húmedo que podía respirarse sin máscara...
Recordaba
también los argumentos de los otros, de los progresistas, de la gente como el
capitán: "Nuestro mundo es éste»; «¿Qué tenemos que ver nosotros con Vieja
Terra?»; «No era todo naturaleza limpia y gloriosa; mucho antes de la
destrucción final, Terra era ya un planeta enfermo y degenerado, donde cada día
se extinguía para siempre una especie animal, sus océanos cubiertos de una
capa de petróleo que impedía la evaporación, sus bosques muriendo poco a poco,
su aire cada vez más irrespirable, lleno de veneno, su clima alterándose de
año en año en un imparable efecto de invernadero que lo hubiera convertido en
letal incluso sin la hecatombe nuclear; Terra era ya un cadáver antes de que
los humanos la abandonaran».
Y nunca lo
había querido creer. Para él Tierra seguía viva en alguna parte del inmenso
universo, como un jardín abandonado esperando que alguien lo redamara como
propio y lo hiciera florecer.
Y él ahora
estaba en ese jardín.
Y era un
desierto.
Ken volaba
en silencio detrás de Boris mirando apenas el paisaje que se deslizaba bajo
sus ojos. No era la primera vez que bajaba a un planeta agostado, pero esta vez
era distinto porque aquí había existido vida, la suya, la de su especie. Aquí
hombres y mujeres como ella, más pequeños quizá, menos desarrollados, pero también
humanos, habían vivido, crecido, amado, antes de tener que buscar otro hogar
entre los miles de estrellas del espacio exterior. Ahora lamentaba haber
dedicado tan poco tiempo a estudiar historia antigua; no podía imaginarse la
vida cotidiana de esas gentes, ni siquiera quedaba una huella en aquella
desolación. Sin embargo ese mismo hecho la alegraba. Ella tenía razón. El
futuro de su especie no estaba en Terra sino en su nuevo hogar, en su futuro,
en los otros planetas que se habían acondicionado para acoger el excedente de
población en el espacio periférico de Nueva. Terra. Había sido un viaje
interesante y triste, pero satisfactorio. En unas cuantas horas, en cuanto
Boris se cansara de volar sobre el desíerto, regresarían a la nave y en unos
días más, con todos los resultados, a casa.
El motor
de su móvil emitió un penoso rugido al remontar una cordillera más alta que las
anteriores y por un momento tuvo que luchar contra las turbulencias del aire
caliente pegado a la montaña, antes de poder buscar a Boris con la vista.
Cuando consiguió equilibrar el móvil y pasar al otro lado, lo que vio la dejó
estupefacta.
En lo que
debía de haber sido un valle en otro tiempo y que ahora era sólo una herida
arrugada entre los montes, se alzaba una torre de plata. Una torre de unos
veinte metros de altura pero que parecía mucho más alta porque flotaba a
varios metros del suelo, tan sólida y estable como la roca misma en la que
hubiera debido apoyarse. Era delgada y grácil, sin adornos exteriores pero
pulida y fina como un juguete de lujo. El sol de la tarde le prestaba un
resplandor rosado y resultaba absolutamente incongruente en el paisaje desértico
que la rodeaba porque no era una ruina de tiempos pasados sino una esplendorosa
realidad, como si acabara de ser construida. El móvil de Boris se hallaba caído
a sus pies y la figura del tercer oficial se recortaba, diminuta, frente a la
base de la construcción. Ken hizo aterrizar su vehículo y avanzó lentamente
hasta su teniente.
-¿Lo oye,
capitán? -dijo él entonces en un susurro.
A punto ya
de contestar «¿Si oigo qué?», calló de improviso porque ella también lo oía.
Una llamada, una llamada imprecisa como un coro de voces medio existentes,
medio inventadas, como susurros de niños que se esconden en la oscuridad para
que los encuentre un adulto y no pueden reprimir la risa. Asintió con la
cabeza.
-Comunique
a la nave lo que hemos encontrado, teniente. Informe de que vamos a entrar a
explorar y que nos pondremos en contacto con ellos dentro de dos horas. Que
hagan análisis y fotografías sin abandonar su posición y que no se inmiscuyan
sin una orden explícita.
Dejó a
Boris cumplir sus instrucciones y empezó a examinar la torre buscando una
manera de entrar en ella. Estaba claro que sólo se podría intentar por una de
las ventanas, ya que las dos puertas quedaban demasiado altas y estaban
cerradas, pero sólo se podría hacer desde el móvil y en este caso uno de los
dos debería quedarse en tierra. Acababa de decidir que sería ella la que
entrara, a pesar de la oposición esperable por parte de Boris, cuando éste
dijo:
-Capitán,
me comunican de la nave que no localizan la torre. Nos ven a nosotros pero,
según nuestros instrumentos, la torre no existe.
Antes de
que Ken pudiera reaccionar, del fondo de la torre se escurrió un objeto
luminoso, una especie de lágrima traslúcida que descendió hasta tocar el suelo.
-¿Qué es
eso? -articuló Boris con voz ronca.
-Tal vez
un ascensor -dijo Ken.
-¿Instrucciones
para la nave?
-Que sigan
donde están. Dos horas. Si no volvemos, que bajen a investigar.
Avanzaron
hombro con hombro hasta la lágrima v, un segundo antes de reunir el valor
suficiente para atravesar su consistencia de cristal gelatinoso, el
material se extendió hacia ellos, los envolvió y los succionó hacia arriba,
hacia el interior de la torre.
Vibrábamos,
vibrábamos. Toda la estrella vibraba transformando, transformándonos,
decidiendo sin palabras, sin imágenes, tratando de adaptarnos a ellos, de no
dañar, de no ser dañados. Lon creó la torre y los atrajo. Tras le dio a Lana un
cuerpo que pudiera llevar para ellos y yo me transformé según su diseño, listo
para el contacto. Eran grandes. Y fuertes. Vestidos con duros objetos metálicos
y protectores de ojos, de oídos, de respiración. Lon tenía razón: no sabían
transformarse. Se quedaron en la sala que Sadie había creado para ellos
mirándolo todo con los ojos muy abiertos, haciendo esfuerzos por controlar la
respiración. Todas las estrellas callaban, atentas a Lona y a mí, a Sadie, a
Lon, a Tras
Boris
sintió un escalofrío cuando las paredes de la lágrima-ascensor se disolvieron
sobre su cuerpo dejando una lluvia de chispas multicolores. Miró a Lon, y sus
ojos siguieron los del capitán hasta encontrarse con una figura que los
esperaba al Fondo de la sala. Era un hombre que podría tener entre los veinte y
los cuarenta años, alto y delgado, vestido con unas ropas oro mate que cubrían
su cuerpo desde la cintura hasta los pies. Su rostro y su cuerpo eran como la
torre, finos y gráciles, más como una obra de arte que como un ser real, pero
de una humanidad evidente. No era otra especie la que se había instalado en
Terra.
Un segundo
después, de detrás del hombre surgió otra figura, esta vez una mujer, tan
hermosa y perfecta como su compañero, vestida de negro y plata también desde la
cintura, lo que dejaba ver sus pechos redondos y erguidos, cubiertos a medias
por su largo cabello, negro y lacio.
Los dos
permanecieron en completa inmovilidad mientras Boris y Ken los observaban. Por
fin dijo el capitán:
-Somos
amigos.
Amigos,
amigos, reverberó
la voz en alguna parte de su cerebro, como si fuera repetida por un coro
invisible.
El hombre
y la mujer sonrieron al mismo tiempo, con absoluta precisión.
-Somos
amigos -repitieron con una voz plural y lejana, con un fondo de risa, como de
juego.
-¿Quiénes
sois? -preguntó el capitán.
-Somos.
Somos -contestaron.
-Somos
vosotros -dijo Lon a través de nuestras sonrisas.
-¿Sois
humanos? ¿Supervivientes del desastre?
-Somos la
estrella -contestó Sadie.
-No
entendemos -dijo Ken.
Nos
replegamos. Nos reunimos de nuevo buscando. Buscando cómo. Mostrar. La
estrella. La transformación. Sadie bucea en uno de ellos y rescata imágenes, un
paisaje, una luz, sonidos, olores.
Boris y
Ken se encuentran de repente en un paisaje típicamente alpino: un cielo azul
profundo, como de cristal, donde ya aparecen las primeras estrellas, bosques
perfumados, principios de la primavera, una brisa fresca y el rumor de un río
cercano, un riachuelo claro de aguas rápidas y espumosas. Boris se agacha
hasta tocar el suelo, pasa las manos enguantadas por la hierba húmeda, por una
hierba que es real, que no desaparece cuando él la toca, mete la mano en e!
arroyo y siente su frialdad a través de los guantes. Empieza a soltarse el
cierre del casco cuando la voz del capitán lo deja clavado:
-¡Quieto!
Es una orden. ¿No te das cuenta de que es una trampa, imbécil? No son más que
alucinaciones... -Su voz se corta de rabia, de miedo.
Boris se
levanta lentamente, furioso y avergonzado por haber caído en algo tan pueril,
frustrado por no poder disfrutar de su sueño y, de repente, al alzar de nuevo
los ojos hacia Ken, advierte que está desnuda, que están desnudos los dos, con
la piel expuesta a toda la radiación, respirando aquel aire envenenado que
huele a flores y a hierba, sintiendo las salpicaduras de ese agua que debe de
estar podrida y que de hecho no existe, como no existe ese cielo nocturno y esa
brisa que le mueve el pelo y que puede sentir en toda su piel como una caricia.
Y se echa a reír y abraza a Ken gritando entre risas:
-Lo sabía,
lo sabía. Podremos volver a empezar en Terra. Podemos vivir aquí. Es mucho
mejor de lo que yo esperaba. Es un milagro.
Nos sacude
el miedo como siempre desde que los esperamos. Todas las estrellas giran
enloquecidas. No podemos. No queremos. Ellos. Diferentes. No. No. Compartir.
Con dios. Imposible. Focalizo y transformamos, transformamos.
Se
encuentran en una playa al amanecer. El frío es tan intenso que duele en la
nariz al respirar y en los ojos, donde las pestañas se han escarchado. El resto
de su cuerpo está embutido en voluminosos trajes aislantes. Hay un vehículo en
marcha junto a ellos. El motor hace un ruido ronco, y de su tubo de escape sale
una espesa humareda negra. El mar está gris, cubierto de una capa grasienta
que finge colores en el agua quieta. La playa está cubierta de cadáveres de
peces, de pájaros, de otros animales que no pueden nombrar.
-Esto no
puede ser real -murmura Boris.
-Lo otro
tampoco -contesta Ken.
-¿Qué nos
pasa, capitán? ¿Estamos muertos?
-Ojalá lo
supiera.
-Esto no
puede estar sucediendo. No puede ser real.
Todo es
real, decimos, todo
es real. No entienden. Oyen. No entienden. Sufren. Seres de realidad
única.
Ken y
Boris están de nuevo en la sala. Hay miles de velas blancas encendidas, y en el
aire flota un perfume dulce, intoxicante. El hombre y la mujer han
desaparecido.
-Queremos
saber -dice Boris al vacío-. Queremos comprender.
Ken
aprieta los labios y calla. Su mente se cierra por momentos a la realidad que
la rodea y que no puede existir. Ve cómo se distorsionan las facciones del
teniente, y clava los ojos en la forma sólida que poco a poco se va haciendo
fluida y luego neblinosa hasta que deja de existir y se encuentra sola en la
sala. Trata de huir en un momento de pánico y se da cuenta de que las ventanas
han desaparecido, de que todo es sólido frente a sus manos, frente a su cuerpo
y, con un grito ahogado, se deja caer en las almohadas que cubren el suelo y
pierde la conciencia.
Boris
flota en medio de la nada, gira y gira olvidando más y más deprisa todo lo que
sabe, todo lo que cree conocer. No siente su cuerpo y casi no le importa. Oye
voces sutiles, risas, pasos. Se pierde, se entrega y pronto se encuentra
flotando con seres casi inmateriales que le cuentan en imágenes, palabras,
olores, tactos, todo lo que quiere saber, todo lo que lo angustia. Se deja
llevar y, por un momento, comprende que su concepto de la realidad es un
absurdo, que los nuevos humanos se han liberado de las ataduras de lo que es
posible y lo que no lo es, que han entrado en otro estadio, en el nivel en que
los humanos dominan por fin su planeta porque no están sujetos a él, porque por fin son independientes de todo lo exterior
y ahora ya nada puede afectarlos. Son hermosos, son superiores, son perfectos.
-Despierta,
Ken, despierta.
Los ojos
de Ken se abren con dificultad, temiendo encontrarse con la realidad de aquella
sala inexistente, pero lo primero que perciben son los ojos desorbitados de
Boris, su mirada enloquecida, su cuerpo tenso, sus manos que la agarran por los
hombros y la sacuden violentamente en lo que parece un paroxismo de triunfo.
-Los he
encontrado, Ken. Los he entendido. Son humanos, como nosotros, sólo que son
mejores que nosotros, mucho mejores. Son los supervivientes de nuestra propia
especie que a través de los siglos se han depurado, se han perfeccionado. Han
abandonado todo lo que a nosotros nos parece básico para dar el gran salto.
Son el paso siguiente en la evolución.
Ken acoge
sin respirar el torrente de emoción que brota de Boris y, cuando este
interrumpe su discurso, esperando de ella una confirmación, una mirada, una
sonrisa, ella pronuncia la palabra maldita, la palabra más temida por los restauracionistas:
-Son
mutantes, entonces.
Boris la
golpea violentamente con el dorso de la mano y la sangre brota, caliente, de
su boca. Cuando ya alza la mano para golpear de nuevo, se detiene y la mira
con lástima.
-¿No
has visto a la pareja de antes? ¿Los llamarías mutantes?
-Esa
pareja era una alucinación, como todo lo que hay aquí, como lo del bosque, como
lo del mar, como esta misma sala. Tú has visto en que condiciones está el
planeta. ¿Crees que un humano podría vivir aquí sin protección, sin técnica?
-Sé que
son alucinaciones. Bueno, más bien proyecciones de sus mentes. Ya te he dicho
que ellos son algo más. Yo los he visto. Los he sentido. Son incorpóreos, son
algo así como espíritus que pueden adoptar la forma que quieran v transformar
su entorno. ¿Para qué quieren la técnica? Tienen otra cosa. Es... es como
magia.
-¿Y tú
crees que son humanos? ¿A ti te suena humano todo eso que me estás contando?
Boris baja
la vista, confuso. Se sienta en el suelo cubierto de cojines y se queda un
tiempo muy quieto, la vista perdida en el vacío, sus ojos reflejando las llamas
de las velas que se queman sin ruido.
Ken habla
por fin, muy despacio:
-Boris, si
esos seres fueron alguna vez humanos, está claro que ya no lo son. No son como
nosotros. No tenemos nada que compartir.
-Quizá no
tengamos nada que compartir, pero tenemos todo que aprender -grita él.
-Yo no
quiero aprender eso -contesta ella, en voz baja.
-Creía que
los progresistas estabais a favor de cualquier cosa que nos lleve hacia el
futuro -el sarcasmo es casi infantil- y eso, capitán, es el futuro. El futuro
de nuestra especie. El único. El mejor.
-Entonces
el ideal de la restauración de Tierra ya no es tu ideal, ¿no? Ahora se trata de
que esos seres -indicó con la mano a su alrededor- nos enseñen cómo liberarnos
de nuestro cuerpo, cómo destruir nuestro planeta y cómo fingir una realidad
compuesta de alucinaciones para poder seguir soportando la realidad auténtica,
¿no es eso?
-Ellos no
destruyeron su planeta. Lo hicisteis vosotros.
-Lo
hicimos nosotros, en todo caso. O nosotros y ellos, si ellos son de verdad
descendientes de los mismos humanos que nosotros. O ellos, si te refieres sólo
a los antiguos. ¡Qué más da! ¿Quieres vivir en un mundo como el que hay ahí
afuera, sabiendo cómo es y construyendo torres de plata ficticias que nuestros
instrumentos no registran?
-¡Sí!
-gritó Boris salvajemente-. Eso es lo que quiero. Quiero poder sentir otra vez
la hierba y el agua y el aire libre, aunque sea una creación de mi mente, si yo
lo siento como realidad. No quiero tener que hacer una solicitud y esperar seis
meses hasta que me concedan treinta minutos en un parque natural, no quiero
vivir en cúpulas acondicionadas, no quiero reguladores climáticos y
ambientales, no quiero saber exactamente cuándo va a llover y cuánto va a durar
la lluvia, quiero aprenderlo que es el mar bañándome en él, sentado a su
orilla...
-Y comer
aumentos naturales, supongo, directamente sacados de la tierra -añadió ella con
una mueca de disgusto-. Y tal vez hasta cazar, como los primeros humanos. Y
caminar para desplazarte...
-Ellos no
necesitan caminar. Ni siquiera desplazarse. Ellos... transforman.
-¿Qué
transforman?
-No sé
bien... no sé cómo explicarlo. Se reúnen y hacen cosas. Lo que quieren, lo que
sienten, lo que necesitan.
-Cosas que
no existen.
Hubo una
larga pausa. Por fin Ken se puso en pie y se ajustó torpemente el traje con
las manos enguantadas.
-Nos
vamos, Boris.
Él también
se puso de pie, lentamente, desnudo.
-Yo me
quedo, Ken.
-Tú vienes
conmigo, y es una orden.
Boris
sacudió la cabeza, despacio, sin apartar los ojos de ella.
-Yo me
quedo. Puedes decir lo que quieras en la nave y en casa.
Que me
perdí, que tuve un accidente, que decidí quedarme, que me ejecutaste por
insubordinación, lo que quieras, pero me quedo.
-Boris, no
me obligues a disparar -dijo ella con los dientes apretados, su mano derecha
cerrada sobre la culata del arma de reglamento.
-Yo me
quedo, capitán. -Sus ojos brillaban como si una tenue luz se hubiera encendido
en su interior, y su piel se hacía fosforescente por momentos mientras su pelo
oscuro se movía en torno a su cabeza, lenta, deliberadamente.
La mano de
Ken temblaba al sacar el arma, pero Boris no hizo el menor movimiento para
detenerla.
-Si no me
obedeces inmediatamente, tendré que disparar. Conoces el reglamento. Es
rebeldía.
-Dispara,
capitán.
Por un
momento Ken creyó que se trataba de una broma. Una broma cruel de aquellos
seres malignos que no podían ser humanos. Habían construido a ese Boris que
ahora se hallaba de pie frente a ella convirtiéndose ante sus ojos en algo
monstruoso para obligaría a matar, pero sólo para ponerla en ridículo
convirtiendo su disparo en un haz de chispas de colores o en una bandera de
carnaval.
-Te ordeno
que vuelvas conmigo a la nave. Tienes tres segundos. Uno. Dos. Tres.
El rostro
de Boris se iluminó en una sonrisa, y de sus dientes empezaron a brotar hilos
plateados que tocaban el suelo con un chasquido húmedo y creaban una fronda a
su alrededor. Ken disparó.
La pierna
izquierda, el brazo derecho. Boris se dobló de dolor con un grito, y los
milagros desaparecieron. Entonces, antes de que ella pudiera preverlo, él saltó
sobre su pierna sana tratando de derribaría. Casi sin darse cuenta disparó, y la
cabeza de Boris se abrió por arriba en una explosión de sangre. Ken cerró los
ojos y se cubrió el visor con la mano izquierda, la derecha agarrotada aún
sobre la culata del arma, ahogándose en la magnitud de lo que acababa de
hacer. En veinte años de servicio era la primera vez que había matado a
conciencia.
El viento
que soplaba contra su traje aislante la devolvió a la realidad. Por unos
instantes estuvo segura de que, en cuanto retirara la mano, Boris se
encontraría a su lado en medio del desierto con la expresión perpleja del que
sale de un profundo sueño. Apartó el brazo lentamente, y era casi cierto.
Estaban en medio del desierto, sin sala mágica, sin torre de plata; sólo el
infinito desierto calcinado y un cadáver desnudo y destrozado a sus pies, el
traje protector unos metros más allá como una concha vacía.
Inspiró
hondo y llamó a la nave. No iba a ser agradable pero se había terminado. Era lo
mejor que había podido suceder. Ahora vería la opinión pública hasta qué
extremos de fanatismo puede llegar un restauracionísta, hasta qué punto de
locura e incomprensión. Había sido una mala elección para Boris pero era lo
mejor para todos los demás, incluso para la vieja Terra, que podría continuar
siendo morada de fantasmas que sólo existían en la mente de Boris y que él le
había contagiado. ¿ No había sido él el que primero había visto la torre antes
de que ella pudiera remontar la cordillera? ¿No habían sido todas sus
alucinaciones producto de una mente humana, como la de Boris, alimentada desde
la infancia con las imágenes de tiempos pasados? Terra estaba muerta. Muerta y
estéril, maldita por milenios, un pedazo de roca notando en la nada. Esa era la
única realidad.
Te llamas
Nea, decimos
con un perfume malva. Eres el cierre de la estrella ahora y yo soy su
foco, digo yo. Vas a aprender con nosotros.
Transformaremos. Transformarás. Nea dice, aún con palabras, que es un
nombre de mujer. Reímos. Aquí no importa. Es un hermoso nombre, dice
Sadie entre burbujas blancas. Estoy muerto, dice Nea. Reímos. Reímos.
Reímos. Yo también estoy muerto, digo yo, y lo envuelvo en una niebla y
caemos al suelo gota a gota convertidos en espuma. Todos muertos, susurra,
y su voz es triste, triste. Un mundo de fantasmas. Sólo Vai está muerto, dice
Lon, pero no importa. No comprende. Nea no comprende y sufre. Nos acercamos. Apoyamos.
Abrazamos. En la cima rocosa de una alta montaña de convención general
aparecemos los cinco, la estrella, con Nea. Le creamos un cuerpo para que no
sufra. Nos mira. Se mira y grita de dolor y de miedo. Nos miramos. Los cinco.
No comprendemos todo. Lon y yo entramos en su flujo suavemente, dejando nuestro
cuerpo ahí para no dañar a Nea. Vemos lo que ve. Sadie, sus alas traslúcidas,
membranosas, las manos diminutas de garras afiladas, la boca redonda, sin
labios, manchada de líquido verde, la cabeza sin ojos, sin cabello. Tras, el
cuerpecíllo frágil, como un hilo, el cráneo inmenso, informe, sostenido apenas
por un cuello larguísimo, los brazos rozando el suelo. Lana, su cuerpo
descoyuntado, sin proporción, la cabecita rubia oscilando descontroladamente,
los ojos sin párpados, el hilo de saliva goteando de su boca. Lon, sus brazos
sin manos, sus ojos enormes y profundos ocupando la mitad de su rostro sin
boca. Yo, mi cuerpo anterior que era sólo un cerebro prendido a una masa de
materia biológica y que ya desapareció hace tiempo. Mutantes, grita
Nea, mutantes monstruosos. No comprendemos. No sabemos, pero duele. Nea
sufre y nosotros
sufrimos. Nos acercamos. Nea grita.
Grita. Grita. Abrazamos. Apoyamos. Giramos. Volamos. Transformamos. Nos
transformamos. Ahora el paisaje es verde v dorado. El sol está bajando, y
cientos de pájaros negros gritan en el atardecer. Hay árboles en flor, blancos y rosas. Suenan unas campanas dulces en la distancia. Nea ya no grita. Abre
mucho los ojos y aspira el aire que huele a hierba cortada y flor de
manzano, dice. Está transformando pero no lo sabe. Nuestros cuerpos son ahora
como el de Nea, grandes, fuertes, lisos, de color blanco dorado. Ha construido
cuerpos de hombres y mujeres. Vuelve la paz. Es una hermosa realidad, graba
Tras en el cielo, un cielo verde con estrellas moradas. Nea se asusta un
instante y pronto añade estelas de plata que se cruzan arriba. Sadie nos levanta
como una polvareda y volamos bajo el cielo, que ahora es violeta y suena como
el mar. Reímos. Juntos. Con Nea. Estás en casa., gritamos, cantamos,
proyectamos. Focalizo la alegría, la bienvenida, la armonía, la paz, y nos
perdemos en la estrella, viviendo, creando, volando, girando, girando,
bailando, transformando, transformando, transformando. Los seis.
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