Juan Fernández, protagonista de esta historia, era un doctor joven, de veintiocho años, serio, estudioso, no exento de talento, pero harto pesimista y con ribetes de misántropo.
Huérfano y sin parientes, vivía concentrado y huraño en compañía de una antigua ama de llaves de su familia.
Hacia la época en que le enfocamos se habían recrudecido en nuestro héroe el asco a la vida y el despego a la sociedad. Descuidaba la clientela y el trato de los amigos, que le veían de higos a brevas, y pasaba su tiempo enfrascado en la lectura de obras cuya tonalidad melancólica casaba bien con el timbre sentimental de su espíritu. Agrada saber al desdichado que no estrenó la desdicha y que su menguado concepto del mundo y de la vida halló también asilo en cabezas fuertes y cultivadas. Compréndese bien por qué Juan se solazaba y entretenía en la lectura de Schopenhauer y Hartmann, del antipático y vesánico Nieztsche y del adusto y profundo Gracián. Y el orgullo de coincidir con la opinión de tan calificados varones prodújole, a ráfagas, algún consuelo, a cuyo fugitivo calor sentía deshelarse parcialmente el lago glacial de su voluntad y aliviarse un tanto su dolorosa laxitud de espíritu y de cuerpo.
Para el infortunado Fernández, la vida era una broma pesada y sin gracia, dada por la Naturaleza sin saber por qué ni para qué; el entendimiento era rudimentaria máquina de calcular, que se equivoca en todas las arduas operaciones; nuestro saber, libro viejo, lleno de tachones y lagunas, y cuya fe de erratas tiene más hojas que el texto; los sentidos, rudimentarios y pueriles aparatos de física, sin alcance ni precisión, buenos tan sólo para ocultarnos las infinitas palpitaciones de la materia y los innumerables enemigos de la vida; el corazón, bomba frágil e indisciplinada que se agita intempestiva y dolorosamente en los trances difíciles, anublando la inteligencia y paralizando nuestras manos, y, en fin, la voluntad, algo así como vilano aéreo, fluctuante y a merced de leve ráfaga de viento y que comete la tontería de tomar su movilidad por libertad...
Con tales ideas y los sentimientos correspondientes, excusado es decir que nuestro doctor tenía pocos amigos y menos esperanzas e ilusiones.
Era, sin embargo, bien disculpable y digno de compasión. En dos años había perdido padre y madre amantísimos: aquél, víctima de la tuberculosis; ésta, arrebatada por una pulmonía infecciosa. A la sazón, Juan convalecía lentamente de peligrosa tifoidea, y días antes de enfermar había terminado sin éxito, pero con honra, reñidas oposiciones a cierta cátedra de la Universidad de Madrid.
Para colmo de mala sombra, hasta su novia Elvira, guapetona y equilibrada muchacha, hija de un rico e influyente industrial, comenzó a mostrársele esquiva y displicente. Y a la verdad, razones sobradas había para ello.
Nuestro huraño doctor no fué nunca persona grata a don Toribio (que así se llamaba el padre de la niña). Reconocía éste de buen grado en el aspirante a yerno despejo, laboriosidad y hasta porvenir financiero; pero le resultaban harto antipáticos e intolerables su carácter taciturno y sus desapacibles y sombrías filosofías. Así es que no vió con buenos ojos jamás las relaciones de su hija con Juan, a la sazón médico de la familia (y singularmente de la madre, cuyos histerismos sabía reprimir hábilmente), dejando, no obstante, entrever a los amantes que sólo autorizaría el noviazgo cuando el estudioso doctor, que se preparaba hacía tiempo para oposiciones a cátedras, adquiriese en propiedad la codiciada académica prebenda.
Según adivinará el lector, después del fracaso de Juan arreció todavía la enemiga del
ambicioso padre. Y la pobre Elvira, que había cobrado cariño al novio, mayormente al
verle tan digno de lástima, batallaba dolorosamente entre enconados afectos, sin atreverse
a tomar resolución definitiva. Rechazar sin esperanzas al hombre a quien prometió
fidelidad, y rechazarle a pretexto del reciente desaire académico, constituía crueldad e
indelicadeza de que se sentía incapaz; admitirle generosamente y sin reservas, equivalía a
rebelarse abiertamente contra la paterna autoridad, actitud de indisciplina que ella, hija
amante, sumisa y bien educada, no osaba arrostrar.
Con todo, la balanza del sentimiento se inclinaba visiblemente en contra de Juan, cuyas
fervientes protestas de amor, durante los breves y furtivos coloquios con Elvira, eran
incapaces de contrarrestar la poderosa sugestión de indiferencia y de desvío respirada en
el hogar. Tanto más eficaces resultaban estas sugestiones cuanto que, según era de
esperar, la figura moral de nuestro protagonista, antes sublimada y poetizada por el amor,
se había achicado algo a los ojos de la prudente doncella. El Juan de hoy valía, física e
intelectualmente, menos que el de ayer... Temperamento frío, en quien el corazón no
turbaba jamás las operaciones de la inteligencia, la hija de don Toribio advirtió por
primera vez, con ocasión de la derrota intelectual del joven, los flacos de un talento y de
una cultura que imaginó insuperables. Estudiando a su novio con los ojos avizores del
análisis, creyó percibir, en aquella languidez y anemia consecutivas a la enfermedad, así
como en el sombrío
pesimismo de sus ideas, los estigmas de un físico decadente, incapaz de resistir
briosamente el fardo abrumador del trabajo, y destinado acaso a marchitarse y periclitar
aun antes de gustar las supremas y dulces abnegaciones de la paternidad.
Tamañas desdichas y contrariedades agriaron extremadamente el carácter de Juan,
entenebrecido ya por literaturas mórbidas y filosofías descorazonadoras. Y sintió que el
concepto pesimista del mundo achicaba su propia personalidad. Sucesivamente fué
abandonando esa salvadora confianza en las propias facultades, que nos empuja a renovar
valerosamente la batalla, y que, cuando llegan fracasos y decepciones, estimula
piadosamente la actividad de la imaginación, forjadora incansable de hipótesis
disculpadoras de nuestros yerros y alentadoras del dolorido amor propio.
Toda batalla perdida exige un traidor o un Mefistófeles responsable del inopinado
desastre. Y cuando no le hay -según ocurre generalmente- es menester inventarlo. Sólo a
este título, el hombre, animal de descargas motrices, logra conciliar la calma y recuperar
la confianza en sí mismo. Para no romperse por dentro, fuerza es romper algo por fuera.
Varios son los modos de desahogo: un Bismarck despechado arroja al suelo la loza y la
patea furioso; un opositor fallido debe arrojar -verbalmente se entiende- al arroyo la
justicia del tribunal y la suficiencia de los contrincantes. ¡Ah, de cuántos males nos libra
esa reacción imbécil, pero salvadora; ese soberano derivativo del despecho en lenguaje de
zumba llamado derecho del pataleo!
Mas para lograr rápidamente tan saludable baldeo cerebral (el cual nos deja como
nuevos, reconduciéndonos como hipnotizados y henchidos de vivificante esperanza al
abandono telar), es preciso ser un poco sanguíneo, tener flojas las vías de la inhibición
motriz y emocional y algo turbios también los conceptos de la justicia y de nuestro propio
valer.
Por su desgracia, Juan, de temperamento bilioso, poseía un cerebro emotivo, caviloso y
suspicaz, tan rico en colaterales nerviosas como preñado de imágenes melancólicas.
Lejos de ser un egotista y desdeñoso para el ajeno mérito, tenía clara conciencia de las
propias deficiencias mentales e incurable pequeñez. Y en sus soliloquios, por cada día
más frecuentes, exclamaba a menudo con acento de infinita amargura:
-¡Nada valgo .... nada sé! Siéntome vencido y postrado de cuerpo y alma. ¡Sí!...
Derrotado de alma, porque durante la pasada contienda deslucieron y achicaron mi labor
ausencia de serenidad, enervador insomnio e invencible fatiga; derrotado de cuerpo,
porque durante mi reciente enfermedad las fuerzas defensivas estuvieron a punto de
abandonarme, entregándome a los estragos del microbio... Y si al fin salvé en la lid
intelectual el honor y en la física la vida, hecho quedé lastimosa ruina: el cuerpo
convertido en ruin comedero de gérmenes, el alma transformada en vivero de
pensamientos tristes y sentimientos deprimentes...
II
Transcurrieron cuatro meses más. La herida del amor propio continuaba sangrando. En
crescendo iban la debilidad orgánica y la desgana de vivir. Visiones fúnebres y dolientes
atormentaban sus noches. Hízose por cada día más huraño e inaccesible, abandonó casi
enteramente la clientela y dejó de visitar a la indolente y vacilante Elvira, cuyo despego y
frialdad le exasperaban...
En esta deplorable disposición del ánimo escribió un libro de sentido terriblemente
pesimista, intitulado "Las planchas de la Providencia", fruto de sus sombrías
meditaciones. Tamaña obra, que venía a ser algo así como manifestación tardía y
sistematizada del providencial derecho del pataleo, prodújole, a intervalos, algún
consuelo. Gusta siempre al caído achacar al caballo las faltas del jinete. No critiquemos la
injusticia. ¡Ella nos da fortaleza para persistir en las grandes empresas! ¡Es tan fácil
cambiar de bridón!...
Con todo eso, el día en que Juan escribió la última página de su libro cayó en profundo
abatimiento. Eran las cuatro de tibia mañana de primavera. Las campanas del vecino reloj
sonaban lentas, roncas, cual estertor de moribundo. A lo lejos lanzaba un perro plañideros
ladridos. Oíase a grandes intervalos el aria alegre con que el gallo anuncia la venida del
astro rey, del genio triunfador de la sombra y de la muerte.
De vez en cuando percibíase el estrepitoso rodar de los ómnibus madrugadores, cuyas
trepidaciones, comunicadas a la estancia de Juan, hacían retemblar los muebles, oscilar la
luz y estremecer las cuartillas...
Aquel despertar de la Naturaleza, ansiosa de luz y de actividad; aquella oleada caliente
de vida trafagosa irritaron dolorosamente la sensibilidad enfermiza del infortunado
filósofo, quien, en un arrebato de supremo desencanto, cogió tembloroso las últimas
cuartillas del libro y las arrojó a la chimenea.
¿Para qué escribir?... Por ventura, ¿Puedo modificar el curso del mundo, detener la
marea del protoplasma imbécil, ciegamente precipitado en el abismo del dolor y de la
muerte?... ¡La gloria!... ¿Acaso es más que un olvido aplazado? La humanidad, surgida
de la muerte, en la muerte ha de parar. Nos lo prueban con sus férreas fórmulas la
mecánica del Cosmos y las ineluctables leyes de la entropía. Mis estériles lamentos
¿retardarán una milésima de segundo siquiera el amanecer de ese astro insensible y
rutinario que se prepara a alumbrar (cediendo la energía de su calor) las mismas escenas
de barbarie y desolación en las cuales el individuo es implacablemente sacrificado a la
especie y ésta a la corriente total de la vida? ¿Apiadaré quizá al inexorable destino, a la
incomprensible Providencia, que, sin distinguir el genio del microbio, se complace en
destruir la vida con la vida, como si no bastaran ya, para el infortunio humano, las
abrumadoras fatigas del trabajo, el punzante
sentimiento de nuestra impotencia y la tiranía incontrastable de las fuerzas cósmicas?
Y con gesto de fiero y soberbio desafío, la mirada llameante y fija en la penumbra del
techo, como encarándose con un ser desconocido, exclamó:
Quienquiera que seas, Motor del universo, Genio implacable, Principio inaccesible,
Naturaleza impasible, dime: ¿por qué has creado los enemigos de la vida, las insidiosas y
crueles bacterias patógenas? ¿Qué falta hacían en la economía del mundo? Admito que
un Alejandro endiosado y tirano fuera en lo más esplendoroso de su gloria derribado por
el Plasmodium malafix; comprendo que Napoleón, el furioso degollador de hombres y
debelador de pueblos, cayera en Santa Elena con el estómago corroído por los gérmenes
aun ignorados del cáncer; me explico que Hegel, el prodigioso sofista que paralizó con la
toxina de la Idea el análisis filosófico positivo iniciado por Kant, sucumbiera envenenado
por el bacilo vírgula del cólera; paso, en fin, por que el destino de las naciones y la suerte
de la civilización misma estén a merced de la picadura de un mosquito o del azaroso
vuelo de un esporo; pero ¿por qué escoges también tus víctimas entre los humildes y los
buenos? ¿Cómo consientes que
las bacterias patógenas siembren veleidosamente la muerte en el taller, templo del trabajo
regenerador; en el laboratorio, santuario de la ciencia y augusto locutorio de la divinidad,
y en el surco fecundo donde el labrador, mágico inconsciente de prodigiosa alquimia,
cuaja el rayo de sol para que fulgure un día en el cerebro del genio? ¡Si al menos, a guisa
de compensación, nos hubieras otorgado sentidos e inteligencia poderosos a evitar
tamaños peligros!... ¡Si para preservarlos de tales riesgos contáramos con acuidad visual
suficiente a percibir los gérmenes virulentos; sentido olfatorio capaz de resguardarnos de
los inodoros gases tóxicos; aparato gustativo tan previsor que nos revelara la presencia en
alimentos y bebidas de ptomainas y venenos! ¡Buenos están nuestros sentidos y esa
humana inteligencia, de la tuya reflejo, al decir de cándidos filósofos! ¡Ventanas del alma
abiertas a un negro abismo son ojos y oídos!... ¿Qué físico podría vanagloriarse de la
construcción
de unos groseros instrumentos tan falaces que nos imponen cualidades por ritmos y cuyas
impuras y fragmentarias imágenes son modificadas y turbadas por las leyes de la
relatividad, de la fatiga y del in-paralelismo de la excitación y reacción...; tan poco
sensibles y analíticos, que, de la inmensa variedad de palpitaciones cósmicas, recogen
solamente gama ruin, esto es, una octava cromática, varias de sonidos y un grupito
insignificante de olores, sabores e impresiones táctiles; tan mentirosos, que el visual nos
muestra las estrellas como radiaciones en lugar de puntos luminosos, achica los objetos
distantes, presentándolos sin relieve desde los treinta metros; se fatiga y anubla antes de
los cincuenta años, es decir, en plena virilidad mental, y, en conclusión, padece tantas y
tan torpes ilusiones, que bastan ellas a explicar la génesis de cuantos disparatados
sistemas cosmogénicos y religiosos ha sufrido la humanidad, sistemas que atrasaron y
acaso imposibilitaron para
siempre el reinado definitivo de la verdad y de la ciencia? Y ¿qué diremos del
entendimiento y de la voluntad? Que son digno coronamiento de un engendro infeliz, de
una lastimosa equivocación... Tan endeble es nuestro intelecto que debate aún, como en
tiempo de Jenófanes y de Pirron, la cuestión de la sustancia y el criterio de certeza; la
memoria tan frágil, que, llegados los trances difíciles, se nubla con la emoción, y, en
cambio, hace desfilar, en interminable cabalgata, sus inoportunas imágenes durante las
horas destinadas al sueño; nuestra facultad crítica, tan enteca y miope, que confunde la
verdad con la bondad, la demostración con la creencia, y sigue en todo caso, antes que los
dictados de la razón, el halagador señuelo del deseo. Con ser deplorables y gravísimas las
deficiencias de la sensibilidad y del entendimiento, lo son todavía más las tocantes a la
voluntad. ¡Cuán desarmado y desvalido aparece el hombre en las cruentas luchas por la
vida! ¡Miradle pálido y
tembloroso en presencia del peligro! Parece débil y anonadado, cual pájaro fascinado por
la serpiente. Dispone para su defensa de ojos que atisban al enemigo; de instinto
defensivo, que le dicta las reacciones motrices salvadoras; de previsión, que ordena echar
en la hornilla todo el carbón..., y, sin embargo, llegado el trance supremo, como si un
ángel malo le fascinara, siente el corazón latir dolorosa y tumultuosamente, experimenta
ansiosa opresión en el pecho y ve con angustia que sus brazos flaquean, las piernas se
doblan, y su inteligencia, al primer embite desarmada, se oscurece y entrega. ¿Y éste es el
tan decantado rey de la creación? ¿Esta la imagen de Dios en la tierra? ¡Qué sangrienta
ironía! ¡Qué cruel sarcasmo! ...................................
Al llegar a este punto de sus increpaciones, fragoroso trueno resonó en la estancia, y del
seno de una nube violácea, que inundó de claridad misteriosa el gabinete surgió indecisa
y flotante la sombra de un anciano venerable de luengas barbas, soberano mirar, reposada
e insinuante palabra y gesto de suprema y arrolladora autoridad.
Aterrado quedó Juan al contemplar la fantástica aparición. Y creyendo ser víctima de
terrible pesadilla restregóse instintivamente los insomnes ojos y sacudió su cabeza,
esperando, sin duda, que la visión espectral se desvaneciera.
Mas el genio avanzó hacia el pasmado filósofo, y después de tocarle suavemente en la
cabeza para dar fe de su corporeidad, con acento dulce y piadoso habló de esta manera:
No temas, y calma las inquietudes y angustias de tu doliente corazón. Soy el numen de
la ciencia, destinado por lo Incognoscible a iluminar los entendimientos y a endulzar, por
suaves gradaciones, el triste sino de toda criatura viviente. Muchos son mis nombres:
llámame el filósofo, intuición; el científico, casualidad feliz; el artista, inspiración; el
mercader y el político, fortuna. Soy quien en el laboratorio del sabio o en el retiro del
pensador sugiero las ideas fecundas, las experiencias decisivas, las intuiciones felices, las
síntesis augustas y triunfadoras. Gracias a las confidencias que yo recatadamente deslizo
en el oído de los genios, la infeliz raza humana se aparta progresivamente de los limbos
de la grosera animalidad, Y el grito lastimero del dolor resuena por cada día menos
insistente en las celestes esferas. Bien entiendo de qué nacen, ¡pobres ilusos!, vuestras
amargas quejas. Brotan de dos groseras ilusiones que no me es permitido todavía
(exceptuados
algunos espíritus escogidos) desterrar enteramente de la conciencia humana. Creéis que
en el orden del mundo, impenetrable a vuestra pequeñez, sois fines, más aún: el único fin,
cuando sois meramente medios, rudos eslabones de inacabable cadena, simples términos
de una progresión sin fin... Y este errado supuesto os ha llevado a la manía pueril de
ajustar el mecanismo del mundo al menguado modelo de vuestra personalidad,
atribuyendo leyes y legisladores a los fenómenos, finalidad a las causas, moralidad e
intención a la Naturaleza, olvidando un postulado mil veces demostrado ya por los más
agudos y esclarecidos de vuestros pensadores, esto es, que el Cosmos no es sino un
conjunto de innúmeras realidades que evolucionan necesariamente, no hacia lo mejor,
según vuestro mezquino interés, sino hacia playas remotas eternamente desconocidas
para el hombre y aun para las formas superiores que del hombre han de salir, como sale la
mariposa de la torpe y soñolienta oruga. Vuestro
segundo error consiste en suponer que la Causa primera debe perturbar la augusta marcha
de la evolución, suprimiendo de un golpe el mal, acicate del progreso y despertador del
protoplasma, y anticipando, en provecho de vuestros infinitesimales egoísmos, la plenitud
de los tiempos y el reinado definitivo de la verdad; ¡qué desvarío!
Locura es esperar que el Principio supremo descarte el dolor, al cual la vida está
ajustada como la corriente al cauce; absurdo es asimismo exigir de su infinita previsión
que lance de pronto en las tinieblas de vuestro saber la última verdad incomprensible
hasta para el superhombre. Si por estupenda complacencia consintiera el Incognoscible
rasgar de una vez ante vuestras retinas de topo el sublime velo de Isis, mis palabras te
serían tan extrañas cual podrían serlo para una mosca la audición de la Crítica de la razón
pura, de Kant, o El sistema del mundo, de Laplace. La verdad más general, soltada de
repente, no destruiría el Universo, según declara un espiritual y paradójico pensador;
sería sencillamente como si nada hubiese sido revelado. El Cosmos es un jeroglífico del
cual cada edad alcanzará a descifrar trabajosamente algunas frases, las correspondientes a
la fase evolutiva de la humana especie, porque el progreso positivo consiste en inspirar al
genio solamente
aquella parte de la verdad total susceptible de ser asimilada sin grave daño de la vida
misma. ¡El orgullo y la impaciencia! He aquí los dos funestos impulsos que debéis
desterrar de vuestro corazón si aspiráis a remontar sin lágrimas el calvario de la
existencia. La profunda piedad que tus desgracias me inspiran muévenme a recordarte
algunas verdades sencillísimas, patentes a cuantos pensadores, exentos de prejuicios y de
ridículos endiosamientos, estudian el mecanismo del Cosmos y la historia de la
Naturaleza. Sabe, hijo mío, que el estudio de la humanidad no es el molde vital más
perfecto y complejo que el protoplasma animal guardó en potencia, sino el mejor posible
dentro de las actuales condiciones ofrecidas por lo que vosotros llamáis, con pueriles y
antropomórficas expresiones, la fuerza y la materia. Sois mucho, porque, así como el
microbio es la semilla del hombre, vosotros representáis el germen del superhombre. Sois
poco, porque vuestra inteligencia y voluntad están
rigurosamente acomodadas a las condiciones cósmicas presentes, extraordinariamente
hostiles a las manifestaciones más sublimes de la inteligencia y a los deliquios de la
sensibilidad. El egoísmo te traiciona. Lo que desde el punto de vista de tu interés miras
como injusticia y parcialidad representa en el fondo la suprema equidad y la suma
justicia. Del propio modo que el principio vital, o dígase sistema nervioso, sacrifica la
felicidad y libertad de cada célula asociada a la seguridad y permanencia de la colmena
viviente, así el gran Impulsor de la evolución resolvió la contradicción de apetencias
entre el todo y las partes, sacrificando los individuos a las especies y las formas ínfimas y
rudimentarias a los organismos de superior jerarquía vital. Para la poderosa retina de
Dios no hay distancias ni rigen las leyes de la perspectiva, pues en ella se pintan con
igual claridad y relieve el mar y las olas, los átomos y los astros. En su visión luminosa,
sintética y analítica a
la par, se le ofrecen las vidas individuales cual moléculas perpetuamente renovadas de un
piélago de protoplasma, en cuyas espumas y oleajes columbra ya las formas puras y
aladas del porvenir, única humanidad digna de +l, porque habrá sabido descorrer en parte
la tupida cortina de Maya y podrá asomarse sin vértigos al insondable abismo de las
realidades eternas.
Si la Causa suprema -balbució Juan recobrando la serenidad- atiende en su infinito amor
a la Naturaleza entera, ¿cómo consiente, pues, la sangrienta lucha por la vida, el asesinato
como medio de alimentación, el dolor cual única reacción de la debilidad contra la
fuerza?
-No me es dado desplegar a tus ojos las razones últimas justificativas del perenne
conflicto de la vida, obligada a escoger perpetuamente entre el suicidio y el asesinato.
Baste a tu curiosidad conocer que tamaña desdicha se relaciona con la invencible inercia
de la materia y con la rutinaria tendencia de la forma a estacionarse y retrogradar. Preciso
fué, para impulsar la evolución, instituir el dolor y la muerte, ¡únicos resortes bastante
poderosos a estimular la aptitud creadora y adaptativa de la energía individual. Y como
en la Suprema inteligencia no cabe lo superfluo (porque la superfluidad es un error), hizo
de la inevitable muerte, es decir, del muerto, escabel de la vida, ordenando que las altas
formas se nutrieran de las bajas. No ignoras, por ser harto notorio, que hay una evolución
química paralela a la evolución morfológica, y que los complicadísimos proteidos
cerebrales, base física del pensamiento, resultan de la gradual transformación de los
sencillos
albuminoides elaborados por el vegetal y el animal inferior. Transfiguraciones,
verdaderas resurrecciones de la baja vida son, pues, la conciencia y la razón. De donde se
infiere que la exquisita obra del genio amasada está con propias y ajenas lágrimas. En el
chirrido de la pluma sobre el papel o en el golpe seco del cincel sobre el mármol hay
gemidos de dolor y de fatiga de millones de ínfimas y abnegadas existencias. A
semejanza del fuego fatuo, la idea representa el resplandor póstumo de la muerte.
-Todo esto es cierto y fácilmente comprensible. Natural encuentro que el animal
esencialmente consumidor viva a expensas del vegetal principalmente productor; me
explico también que los carnívoros, y aun el hombre, devoren a los animales inferiores,
conquistando el refinado carbón de la máquina con la violencia con que el minero lo
arranca de las entrañas de la tierra; pero es el caso que, harto frecuentemente, tan sabia
ley de la progresión químico-dinámica se invierte y a su vez la baja vida devora a la alta.
-De nuevo habla tu orgullo. Veo que la infantil ilusión de que el mundo se hizo para el
hombre constituye incurable obsesión de tu espíritu. Eres semejante a esas voraces orugas
que al hallar abrigo y alimento en el fruto presumen que el jardinero lo crió expresamente
para ellas... Abandona tan grosero espejismo, y sabe de una vez que para el Absoluto no
hay elegidos ni aristocracias. Iguales atenciones y cuidados merecieron al Infinito amor la
vida que empieza que la vida que acaba. Sin diferencias de intensidad llegan a las celestes
alturas todos los rumores del mundo vivo, y con la misma misericordia son acogidos los
ayes del microbio, óvulo de futuras humanidades, que los lamentos del homo sápiens,
mezquino embrión del remoto superhombre. Tu piedad, manchada todavía de egoísmo,
no traspasa los límites de la humana especie; la piedad de Dios, pura, infinita e
inagotable, se extiende más allá de la vida, radiando hasta en los más tenebrosos senos
del mundo molecular...
Pero entiende bien...: piedad a priori, sentida cuando surgió en la mente divina la idea de
ordenar la materia y de distribuir la energía, creando los altos potenciales de soles y
nebulosas. Porque +l no retoca su obra como el pintor su cuadro. En el principio, el
sublime Artista dispuso la tela y los colores, animó los pinceles y dejó que el cuadro
mágico del Universo se dibujara por sí solo. Y del color negro, esto es, del dolor, puso la
cantidad estrictamente precisa para estimular el pensamiento y la acción y contrapesar y
hacer codiciable el placer. Y en tanto que la excelsa obra se acaba y surgen del caos del
lienzo el maravilloso edén (que vuestras cándidas biblias pusieron en el principio del
mundo) y los seres supraespirituales y alados destinados a gozarlo y comprenderlo, el
augusto Pintor cifra sus glorias en contemplar cómo cada nueva forma aparecida en el
fondo de la inacabable tela confirma las previsiones de la soberana Inteligencia.
-Pero ¿y las bacterias? repito.
-Esas bacterias tan abominadas por ti desempeñan trascendental misión en la economía
de la Naturaleza. Ellas hacen desaparecer los despojos de plantas y animales, devolviendo
al ambiente el lote de oxígeno, carbono y nitrógeno secuestrado por la materia orgánica.
Merced a su capacidad para vegetar en los organismos débiles y degenerados, corrigen la
disonancia, imperfección o incongruencia de las formas superiores y evitan, por ende,
que la evolución animal se pierda en la degradación y en la impotencia. Invisibles son los
microbios; mas no por perfidia, según irreverentemente imaginas, sino por caridad. Llena
de bondad hacia el hombre, la Suprema previsión les hizo extremadamente diminutos, a
fin de que la presencia de tan severos ejecutores de la divina Justicia no turbara vuestra
razón, agriara vuestros placeres y engendrara el tedio a la existencia. Cierto que la
ciencia, rebelándose, al parecer, contra el destino, ha inventado el microscopio, con la
mira de sorprender
tan minúsculos enemigos (y esto representa ya un fruto intelectual del microbio). Mal
haríais, sin embargo, en vanagloriaros de tan grosero instrumento. Juguete harto
imperfecto todavía, a su capacidad resolutiva escapan millones de vidas infinitesimales,
ultramicroscópicas: las bacterias de las bacterias; el impalpable polvo de miriadas vitales
disperso en el aire, el agua y las tierras; las imperceptibles colonias intracelulares, especie
de federaciones simbióticas, que ahora solamente comienzan a alborear, a título de
arriesgadísimas conjeturas, en la mente de algunos sabios audaces. Algún día os será
lícito quizá rastrear la morfología y costumbres de tan diminutas y ultramicroscópicas
organizaciones confinantes con la nada y muy distantes aún de las más groseras
construcciones moleculares. Mas para ello os será fuerza abandonar los sencillos
principios de la óptica amplificante fundados sobre el fenómeno banal de la refracción de
las ondas luminosas visibles (oscilaciones
bastas sobre las cuales sólo ejercen influencia partículas superiores a unas décimas de
micra ), y recurrir a radiaciones invisibles, infinitamente delicadas y todavía ignotas, de la
materia imponderable. Y así y todo, la ciencia no podrá agotar los dominios de la vida.
Lo invisible, infinitamente más importante que lo visible, os envolverá siempre, y cada
edad tendrá sus enemigos inaccesibles, porque el alazán del progreso sólo galopa
espoleado por el calcañar de la muerte.
-Pero -repuso Juan, animándose por grados- si es cierto que las vidas ínfimas
destructoras del hombre descienden escalonadamente hasta la nada y escapan al poder de
los instrumentos inventados por la ciencia; si, conforme acabo de oír, la misericordia, y
previsión divinas son infinitas, ¿qué le costaba al sublime Modelador del cerebro y de la
retina, las dos más valiosas joyas de la creación, haber amplificado la capacidad analítica
de los sentidos, y singularmente del visual, por donde hasta la invención del microscopio
fuera superflua?
-Porque, según he declarado ya, uno de los primores de la suprema Inteligencia consiste
precisamente en proceder con espíritu de exquisita previsión y, de pulcra y estrictísima
economía. La considerable amplificación de la acuidad visual, sobre no ser posible, en la
fase actual del desarrollo de las formas (para ello fuera necesario turbar el riguroso
encadenamiento de las causas instruído y respetado por Dios), constituyera superfluidad
nociva, por cuanto en la Naturaleza daña siempre lo que sobra.
-Sin embargo -osó insistir Juan-, no acierto a comprender qué inconvenientes se
seguirían del aumento del poder analítico de mi retina...
-¡Desdichado! Tanto valdría producir una monstruosidad y una desgracia. Aun cuando
tus sentidos ganasen en potencia e impresionabilidad, ¿de qué había de servirte la ventaja
(a los fines de ampliar tu concepción del mundo y de la vida) careciendo, como careces,
de un cerebro adecuadamente organizado para registrar y combinar las nuevas
adquisiciones? Cuanto más que tan excepcional privilegio te convertiría en monstruo, en
ser aparte, y representaría, en orden a tu sensibilidad, un semillero de conflictos y
desventuras. De una vez para siempre vas a perder tus candorosas ilusiones. Investido por
el Incognoscible de la virtud de variar los moldes de la vida, operaré en tu obsequio
prodigiosa transformación. Desde mañana, y en cuanto tus ojos se abran a la luz,
contemplarás los objetos, a la distancia de la visión distinta, como si estuvieran dos mil
veces amplificados. Y no siendo mi ánimo apurar demasiado tu paciencia ni acibarar
extremadamente tu vida, te anuncio que tan
extraordinario don sólo durará un año .......................................
Dicho lo cual, desapareció el genio de la ciencia, en tanto que Juan caía en profundo
letargo.
III
Cuando, muy entrada ya la mañana, despertóse Juan, llamóle la atención un fenómeno
insólito. Hallábanse herméticamente cerradas las ventanas y, no obstante, la luz parecía
entrar sin obstáculos, filtrándose por las rendijas del balcón en áureas fajas, dentro de las
cuales mariposeaban, en mareantes giros, infinidad de corpúsculos variables de
dimensión y color.
Eran los unos negros, opacos y esquinados como el carbón; mostrábanse otros largos,
transparentes y brillantes como hilos de cristal (filamentos de lana y algodón); en fin, no
pocos afectaban formas esféricas y ovoideas, diafanidad perfecta, y semejaban a esporos
de mohos considerablemente amplificados por el microscopio. Todas estas flotantes
partículas subían y bajaban, arremolinábanse en raudos movimientos, pasaban
incesantemente de la luz a la sombra, saltaban sobre los muebles, enredábanse en la
cubierta de la cama y en las barbas del asombrado filósofo, y atropellándose en la boca y
nariz, se precipitaban amenazadores en el pulmón con el aire inspirado.
Creyendo Juan ser víctima de estrafalario ensueño, levantóse súbitamente del lecho, y al
cruzar por una de las esplendentes cortinas de luz, vió, estupefacto, su camisa convertida
en algo así como un cañizo tejido de albos, cristalinos y refulgentes cilindros, y sus
manos, ásperas y cruzadas de profundos canales, trocadas en una especie de gigantesco
panal de abejas, salpicado de taladros y erizado de amarillas y transparentes vergas (los
agujeros de las glándulas y el vello).
Miró hacia el lecho, lamido a trechos por varias lengüetas de luz, y descubrió en la
colcha una complicada reja de barrotes de coral. En fin, al recoger una cuartilla del suelo,
vióla convertida en un intrincado amasijo de carámbanos (filamentos de algodón
apelmazados). ¡Era para volverse loco! Transformación tan monstruosa de su cuerpo y de
los objetos que le rodeaban prodújole impresión de profundo terror. ¿Qué significaba
esto?
Acordóse entonces de repente de la visión de la pasada noche y cayó en la cuenta del
origen del estupendo fenómeno. El genio no le había engañado.
Sus ojos se habían convertido en microscopios, y no en virtud de alteraciones en la
dióptrica ocular (imposibles, por otra parte, sin cambiar la forma dimensión del aparato
visual), sino a causa de la extremada finura de la organización retiniana y vías ópticas y
de la exquisita sensibilidad de las sustancias fotogénicas residentes en los corpúsculos
visuales. Cada cono o célula impresionable de la fovea centralis había sido descompuesta
en centenares de sutilísimos filamentos individualmente excitables, y la misma
multiplicación de conductores había sobrevenido también en los nervios ópticos y centros
visuales del cerebro. En realidad, Juan no veía los objetos más grandes, sino más
detallados: el ángulo visual seguía siendo el ordinario; pero, en cambio, la membrana
sensible del globo ocular, de resultas de la susodicha multiplicación de las unidades
impresionables, gozaba ahora de la preciosa virtud de discriminar y diferenciar objetos y
colores bajo fracciones angulares
casi infinitesimales. Por consecuencia de tan estupendo perfeccionamiento, percibía
nuestro protagonista (situado a la distancia de la visión distinta) las cosas como si
estuvieran colocadas en la platina de potente microscopio. Para ver como todo el mundo,
es decir, sin detalles minúsculos, debía alejarse considerablemente de los objetos, los
cuales achicábanse progresivamente con sujeción a las conocidas leyes de la perspectiva
aérea y de la dióptrica de las letras.
Al comprobar nuestro héroe la maravillosa clarividencia de sus ojos, no cabía en sí de
gozo y satisfacción. Por su alma emocionada debió de pasar una ráfaga de esa sublime y
profunda sorpresa que la mariposa siente sin duda al abandonar la máscara de soñolienta
crisálida. El sombrío y pesimista filósofo se había trocado, al influjo de la varita mágica
del numen de la ciencia, en un ser extraordinario, en un genio portentoso. Roto el encanto
del sentido visual, la Naturaleza se le iba a mostrar tal cual es y no como infelices ciegos,
sus compañeros de especie, se la figuraban. ¡Cuántas inapreciables ventajas granjearía
con su excelso privilegio! ¡Qué de pasmosos e insólitos descubrimientos le aguardaban!
De aquel profundo embobamiento sacóle al fin la desapacible voz de la vieja criada y el
agrio rechinar de la puerta, que, al abrirse de golpe, lanzó sobre la cara del filósofo un
vendaval de polvo y de indefinibles basuras.
-¿Quiere el señorito el chocolate?... ¡Son ya las nueve! exclamó la fámula, que, sin pedir
permiso, entró en el cuarto y abrió inmediatamente el balcón.
-¡Cierra, por Dios! gritó Juan, deslumbrada la retina por la formidable claridad del sol y
sintiendo el cuerpo envuelto por corriente arrolladora de partículas brillantísimas, que
amenazaban obstruir sus pulmones.
Eran los detritus de la vida alta y baja, las emanaciones infectas del arroyo; los despojos
alados e invisibles de millones de seres, que, cual culebras, desprenden la epidermis,
arrojándola, convertida en volanderas películas, a la cloaca azul de la atmósfera; los
infinitos bloques de carbón lanzados a guisa de proyectil por el cañón de las chimeneas
de hogares y fábricas; las incontables briznas de seda, lana y algodón arrancados por el
viento de las vestimentas del hombre; las indefinibles virutas microscópicas, en fin, con
que el taller impurifica el ambiente, convirtiéndolo en caótico pandemonium, donde se
mezclan, en confusión desesperante, informes partículas de piedras, colores, metales y
maderas.
Creyó el pobre Juan haber caído en pestilente ciénaga, o asistir a la disolución de un
mundo cuyos elementos hubieran retrogradado al caos primitivo. Y aunque sabía bien
que el organismo posee defensas contra tan furiosa inundación de corpúsculos flotantes,
no podía reprimir las reacciones descompasadas del instinto, que le obligaban de
continuo a cerrar boca y narices, y a proteger los ojos con la mano, temeroso de que
algún gigantesco bloque de carbón no fuera a dislacerar la córnea ocular, menoscabando
el mecanismo del sorprendente instrumento de análisis.
Preciso es confesar que aquella lucha entre la nueva realidad y un organismo dispuesto
y acordado para otra gama de impresiones visuales comenzaba a resultar enfadosa y
mortificante.
La curiosidad de Juan pudo, sin embargo, más que la irritación de sus nervios, y
sobreponiéndose a todo, se vistió rápidamente sin mirar a la ropa; tomó el chocolate sin
examinar su composición; calóse, a fin de resguardar los sobreexcitados ojos, recias y
ahumadas antiparras, y salió disparado a la calle.
El espectáculo que se ofreció a sus ojos semejaba ensueño de naturalista delirante. El
mundo mosaico y el mundo de cristal: estas dos frases resumen las insólitas y
desconcertantes sensaciones recibidas por Juan al hallarse en el torbellino de la calle de
Alcalá y contemplar las aceras, los edificios, los árboles y las personas.
La impresión simple se había convertido en impresión compuesta, y la continuidad en
discontinuidad.
En vez de colores uniformes, jugosos, fundidos por suaves transiciones: en lugar de
superficies tersas y unidas, mostraban doquier los objetos, mosaicos o conglomerados de
partículas coloreadas y agregados de filamentos y células. Masas grises, y aun blancas, a
la vista ordinaria, exhibían granizadas de motas y manchas de color chillón que nadie
hubiera sospechado.
Al mismo tiempo piedras, mármoles, ropajes, árboles, etc., descubrían un fondo como
de cera o de cristal salpicado de oquedades, estalactitas, aristas, grietas y facetas, donde,
descomponiéndose la luz, producía vistosos, coruscantes y variadísimos reflejos.
Reseñemos menudamente algunas de las sorprendentes observaciones hechas por
nuestro filósofo, que imaginaba, en su creciente pasmo, haber sido trasplantado de
repente a otro planeta.
Las hojas de los árboles parecían construidas de innumerables piezas poliédricas,
opalinas y translúcidas, en cuyo espesor se divisaban acúmulos irregulares de esferas
verdes, o sea granos de clorofila y otros corpúsculos incoloros.
El ramillete ofrecido por cierta florista resultó un objeto tan extraño y sorprendente, que
necesitó Juan algún tiempo para comprender su naturaleza. Los pétalos del geranio
semejaban granadas abiertas, cuyos rojos granos estuvieran velados por suave tul; los
cálices de las rosas mostráronse cual blancos panales de abejas, henchidos de rosadas y
fragantes esencias; en fin, las hojas de la azucena parecían colosales y cristalinas tulipas,
rodeando espléndido joyel de topacios y diamantes. Y a esta hermosa obra de naturaleza
añadía aún nuevos prestigios la luz, sembrando de estrellas movibles, cual joyas
tembleques, las infinitas curvas y aristas del artístico y diáfano mosaico.
Pero lo que más le sorprendió fué el insólito y desagradable aspecto ofrecido por el
semblante de los transeúntes. Con el hechizo del color y la lisura y uniformidad del cutis
se había desvanecido la belleza.
¡Siempre el malhadado mosaico quebrando superficies y descomponiendo matices!
¡Una vez más la granizada de infinitesimales y agrios reflejos salpicando de
deslumbrantes chispas los ásperos contornos! Al suave y desvanecido tránsito, de la luz a
la sombra había sucedido la granulosidad cascajosa, la bravía y tosca rugosidad de una
epidermis que, mirado de lejos, tenía algo de la piel del erizo y no poco del escamoso
pellejo del cocodrilo. Grima daba descubrir, hasta en las más tersas y rozagantes mejillas,
informe masa de témpanos céreos, o sea de células epidérmicas semidesprendidas; negros
agujeros correspondientes a las hediondas aberturas de glándulas, y, en fin, matorrales de
recias ballenas, es decir, de vello, cuyos deshilachados cabos, guarnecidos de mugre y de
bacterias, columpiábanse amenazadores en el aire. Acá y allá complicados surcos y
barrancos esculpidos en el amarillento material epidérmico accidentaban aún más las
fronteras de aquellas extrañas edificaciones
orgánicas que evocaban en la fantasía de Juan los monstruos gigantes de la fábula o los
descomunales paquidermos de la fauna antediluviana. A cada movimiento respiratorio se
removían y resquebrajaban, cual terreno estremecido por terremoto, los pliegues labiales,
las ventanas de la nariz y las imponentes garras del monstruo humano, esparciéndose en
la atmósfera un vaho turbio, donde centelleaban al sol hilos gelatiniformes de mucina,
leucocitos coarrugados, láminas epidérmicas e infinidad de bacterias.
Los ojos, sobre todo, producían extraña impresión, mezcla de terror y de sorpresa.
Circundada de dos movibles cortinas de cimbreantes bambúes (las pestañas), descubríase
la córnea a modo de mosaico curvilíneo de cristal; veíase detrás el aterciopelado y
policromo tapiz del iris, y allá en el fondo el purpúreo manto de la retina bordada en rojo
por el rameado vascular y perennemente agitado por el acompasado batir de los glóbulos
sanguíneos.
Desconsoladora igualdad campeaba en los semblantes humanos, en los cuales habían
desaparecido, como por arte mágico, las diferencias de alcurnia, de raza y de profesión.
Esencialmente democrático, el rasero de la tosquedad había uniformado los femeninos
rostros a tal punto, que nuestro desorientado observador no acertaba a distinguir de cerca
la fealdad de la hermosura, la juventud de la madurez. Por otra parte, ¿qué podía importar
a los efectos de la apreciación estética el que aquellos avisperos, yermos y breñales
cutáneos remataran un poco más acá o un poco más allá ni que en aquel almendrado de
carne abundaran más o menos los rameados sanguíneos y las manchas pigmentarias?
¿Qué ganaría la luna con perder algunos cráteres o achicar unas cuantas cordilleras?
Porque, preciso es reconocerlo, para el desilusionado Juan todas las mujeres se
asemejaban al luminar de la noche es decir, que se le presentaban salpicadas de horribles
cicatrices variolosas. Por fortuna, nuestro héroe gozaba de un temperamento poco
inflamable. De querer emular las glorias de Don Juan, hubiérale sido necesario, para no
enfriar eróticos entusiasmos, contemplar a sus conquistas a más de 100 metros de
distancia; proceder amatorio harto anodino que, en orden a eficacia seductriz, fuera como
requebrar a las estrellas a través del ocular del telescopio.
Gradualmente más sorprendido y desilusionado, continuó el clarividente observador su
comenzado paseo. Ofuscado y azorado a causa del polvo que los carruajes y tranvías
levantaban, y protegiendo la boca con el pañuelo antiséptico, llegó a la Puerta del Sol,
respiradero de todos los vahos humanos y cloaca máxima de los detritus aéreos de la villa
y corte. Había franqueado apenas la calle de Carretas y cruzado trabajosamente el
torbellino de insanas emanaciones desprendidas de la pobre y desaseada carne embutida
en el tranvía de los Cuatro Caminos, cuando sintió súbitamente en el rostro la impresión
de un surtidor de partículas mojadas. Era que un tísico plantado en la acera de
Gobernación había tosido y expectorado cerca de nuestro curioso explorador.
¡Qué horror! Al recibir la inopinada rociada y contemplar después sobre el pañuelo la
infinidad de corpúsculos flotantes en las repugnantes salpicaduras, experimentó pavor en
el alma y asco en el estómago, Gracias a su exquisita sensibilidad retiniana, que le
permitía discriminar partículas diáfanas, solamente perceptibles para el micrógrafo en
preparaciones coloreadas (1), reconoció, no sin alguna dificultad, en el esputo discos
anaranjados (glóbulos rojos); esferas transparentes gelatiniformes que se estremecían al
contacto del aire (leucocitos); películas diáfanas, esto es, células epiteliales de la boca y
fauces; fibras elásticas semejantes a látigos chasqueantes; corpúsculos vibrátiles de la
tráquea, cuyos bilianos y aterciopelados apéndices vibraban acompasadamente cual
espigas en campo de trigo; numerosos microbios que retorcían sus flagelos al luchar con
la desecación, y, en fin, la terrible bacteria de la tuberculosis cabalgando amenazadora en
viscosos y
transparentes glóbulos de pus.
¡Y la gente respiraba tranquila aquella niebla en que latía la muerte! ¡Y los gérmenes del
pus, de la pulmonía y de la gripe saltaban de boca en boca sin que las candorosas
víctimas hicieran la menor demostración de defensa ni se percataran de los terribles
huéspedes a quienes habían dado confortable asilo en sus entrañas!
Con ser tan triste y lamentable la escena, había en ella algo que, encadenando
vigorosamente la atención de nuestro héroe, le obligó a inmovilizarse en su observatorio;
refiérome a la condición campechana y esencialmente igualitaria del microbio. Para las
bacterias patógenas, hombres y animales, ricos y pobres representan meros terrenos de
cultivo y albergues por igual provechosos y codiciables.
Era de ver con qué inconsciencia respiraba cierta dama linajuda el bacilo gripal recién
expulsado del pecho de golfa descocada y harapienta. Descendiendo de lujoso coche y en
el momento de penetrar en el Ministerio de la Gobernación, vióse a un arrogante y
soberbio ex ministro aspirar con fruición el bacilo de la tuberculosis, momentos antes
aventado por el ulcerado pulmón de furibundo anarquista. A guisa de serpentinas en
Carnaval, fueron cortésmente cambiados varios micrococos del pus entre ciertos
timadores y algunos inspectores de Policía. Lástima daba sorprender cómo hallaba lecho
seguro y abrigado en la espléndida cabellera de almibarada y relamida señorita el
repugnante germen de la tiña (Achorion, Schoenleinii) desprendido del sucio pelamen de
un pordiosero. En fin, al besarse, dos señoritas amigas se inocularon recíprocamente los
microbios de la erisipela y del escorbuto.
¡Desolador era el espectáculo! ¡Enfrente de los enemigos invisibles, en todas partes,
como únicas armas, la desidia, la indiferencia y la indefensión más absolutas! ¡Y pensar
que los hombres supieron imaginar pararrayos contra las tempestades y fusiles contra
ladrones y forajidos, es decir, contra riesgos y amenazas lejanos, eventualísimos, y no
aciertan a inventar nada poderoso a preservarnos de la agresión de esos arteros y
microscópicos envenenadores, que nos acechan desde lo invisible, inmolando
diariamente en cada nación miles de víctimas!
Apesadumbrado nuestro filósofo por tan dolorosas reflexiones, encaminó sus pasos
hacia el Prado en busca de ambiente más puro y menos peligroso, cuando, al llegar a la
fuente de Neptuno se le ocurrió la desdichada idea de visitar el Museo de Pinturas.
¡Nunca lo hubiera hecho! ¡Qué decepción! El hechizo del color y del dibujo se habían
eclipsado por completo, ostentándose obstinadamente allí, en toda su horrible desnudez,
el aborrecido mosaico que le perseguía cual obsesión alucinatoria.
Surcos, colinas y valles, formados por el depósito irregular de un barniz ambarino
quebrado con agrietamientos que recordaban los generados por el sol estival en las
enjutas charcas; reflejos vivos semejantes a miriadas de estrellas, atrozmente
perturbadores del color y emitidos por cada relieve de ese mar embravecido y congelado;
ramblas y aluviones de arenas y guijarros policromos, vislumbrados al través del turbio
barniz y revueltos y amontonados en mareante confusión: tales fueron las impresiones
recibidas por los asombrados ojos de Juan al contemplar las dulces y pastosas
encarnaciones de las vírgenes de Murillo o las briosas, francas y precisas pinceladas de
los cuadros de Velázquez.
Aparte del aspecto del inmenso lodazal desecado debido al barniz, la pintura,
propiamente dicha, habíase metamorfoseado en grosero mosaico, construido de millones
de piezas de colores simples, agrios e incombinables. Ausentes por completo esos
matices compuestos, esas infinitas y dulces gradaciones de sombra y claridad, encanto y
prestigio del arte pictórico, la situación de Juan delante de un lienzo podía compararse a
la de un paleto que se empeñara en examinar los famosos cuadros de mosaico de San
Pedro en Roma a la distancia de la visión distinta (33 centímetros).
Por poco artista que sea el lector, comprenderá fácilmente las insufribles incongruencias
y disonancias de color, perspectiva y dibujo que chocarían a nuestro héroe. Tan
esquemática e incompleta aparecía la paleta cromática en ciertos lienzos, que se hubieran
atribuído a algún artista afectado de extraño daltonismo. En vano se buscaban en ellos
matices tan importantes como el verde, violado y naranja. Sabido es que los colores
compuestos suelen formarse en la paleta mezclando tintas simples: así, el amarillo y azul
componen el verde; el rojo y azul constituyen el violado, etc. Reducidas por el análisis
tales mezclas a sus componentes, claro es que brillaban por su ausencia las tintas de
combinación, que representan, según es notorio, efecto de la distancia y de la visión
confusa de lo pequeño.
Faltaban asimismo, conforme es de presumir, esos efectos inesperados de vigor y
entonación logrados por los buenos coloristas, manchando valientemente las cabezas con
rayas de verde, morado y aun naranja (2), que la retina del observador, puesta a la debida
distancia, debe fundir y armonizar.
Sin embargo, nuestro desorientado visitante habría conseguido recibir de los cuadros
una impresión estética normal, pero a condición de alejar suficientemente su punto de
vista. Por desgracia, las salas del Museo resultaban harto pequeñas para ello, ni era cosa
de exigir del Estado, para comodidad exclusiva de tan estrafalario parroquiano, la
construcción de un local de dos kilómetros en cuadro.
Del conjunto de sus percepciones plásticas y observaciones anatómicas dedujo Juan que
el arte resiste menos al análisis que la Naturaleza, toda vez que ésta nos brinda, allí donde
la retina agota su poder, formas infinitesimales frecuentemente tan bellas como las
asequibles a la visión vulgar, mientras que el arte, remedo de las groseras impresiones
sensoriales, trabaja con elementos toscos, amorfos, los cuales, a fin de mantener la ilusión
plástica, deben recatarse en los oscuros dominios de lo invisible.
En el fondo de la vida palpita todavía lo vivo; en el de las obras de arte asoma en
seguida lo feo y lo muerto. Cualquiera que sea el espectador, hombre, águila o insecto, el
cuadro de la naturaleza orgánica mantendrá eternamente su misterioso prestigio, es decir,
un cierto escalón de organización y de conciencia inaccesible, al paso que la obra
pictórica, estrecha adaptación a nuestra mezquina percepción óptica, carece de
profundidad y de universalidad (en tanto que objeto de sensación para todos los seres), y
perderá sus encantos el día en que la capacidad cromática y diferencial de la retina realice
el menor avance.
A la salida del Museo del Prado gozó Juan de un espectáculo tan imprevisto como
sorprendente. Durante su visita a nuestra admirable Pinacoteca sopló un cierzo frío y
húmedo, encapotóse súbitamente el cielo y en el momento mismo en que nuestro héroe
llegaba a la calle de Alcalá comenzaron a caer gotas de agua mezcladas con tenues copos
de nieve.
Un poco contrariado, miró Juan en torno suyo y se encontró de repente envuelto en una
cortina de gigantes carámbanos, que, privándole de la vista, le obligaron a caminar a
tientas, como si le rodeara densa oscuridad. Era que, merced a su exquisita sensibilidad
para percibir los contrastes de índices de refracción, el contorno de las gotas de lluvia, de
los cristales multiformes de la nieve y de las burbujas de aire de los copos, dibujábanse
con desusado vigor en su retina. Diríase que el agua del cielo había perdido su ordinaria
diafanidad, convirtiéndose en espuma.
Aunque nuestro héroe, por caminar de sorpresa en sorpresa, iba ya curándose de
espanto, no pudo reprimir cierto estremecimiento al ver cómo se deshacían, al chocar en
su semblante y ropas, aquellos colosales conglomerados de caprichosas y elegantes
estrellas de hielo y cómo las burbujas de aire, entre ellas alojadas, estallaban, a manera de
pompas de jabón, enviando al cielo un último y diamantino reflejo.
¡Lástima que el oído de Juan no corriera parejas con su vista! El espectáculo hubiera
sido aún más sorprendente. El ruido de las descomunales gotas de agua al desparramarse
en el suelo, el zumbido de los copos al rozar el aire, el de las burbujas al reventar,
hubieran producido en sus oídos el efecto de infernal baraúnda, de concierto
ensordecedor.
¡Y qué cosa más extraña la gota de agua! Juan creía saber lo que era un líquido. Se lo
habían explicado en la clase de Física, donde le hablaron de la tensión superficial, y de
esa fuerza de cohesión en cuya virtud la gota tiende a conservar su forma esférica y a
mantener incólume su personalidad, rechazando todas las sustancias antipáticas, es decir,
no humedecibles. Pero este fenómeno, difícil de comprobar a la simple vista, y poco a
propósito por consecuencia para causar honda impresión, mostrábase ahora ante los ojos
avizores y telescópicos de Juan con proporciones y claridad incomparables.
A fin de comprender la extrañeza y asombro de nuestro observador, figúrese el lector
una colección de enormes vejigas de caucho, semejantes a los globos que sirven de
diversión a los niños; imagine algunas de ellas ancladas en una o varias briznas de lana
de la ropa a guisa de aeróstato enredado en la copa de un árbol; suponga que al menor
choque las citadas pompas gigantes segméntanse, como si fueran seres vivientes, en otras
pompas más pequeñas igualmente esféricas...; represéntese todas las extrañas formas de
transición (estalactitas, interrogantes, etcétera), adoptadas por la célula líquida, antes de
rendirse a la ley de la gravedad y decidirse a abandonar el ansiado soporte; añada, en fin,
la brillante imagen del cielo pintada en el curvo espejo de estas proteiformes y espesas
capas cristalinas, y tendrá una idea de la impresión que debió experimentar nuestro héroe
al contemplar de cerca el reino casi inexplorado de la gota de agua, de las células
líquidas.
Al colmo llegó la curiosidad y extrañeza de Juan al vislumbrar en una de tales
formidables bolas cierto infeliz animalículo, microbio quizá, que forcejeaba ansiosamente
por escapar del líquido elemento, cuyas cristalinas fronteras, inconmovibles a sus
ansiosos aleteos, debían parecerle más inexpugnables que muralla de la China. Al fin, el
rudo golpe de un copo de hielo arrojó la citada gota al suelo, en donde, por obra de la
mojabilidad del granito y el consiguiente desparramamiento del líquido, quedó vencida la
tensión superficial y liberado por fin el atribulado náufrago.
No fué ésta la única transformación teatral causada por el agua. El mencionado
chaparrón, lavando fachadas y aceras, zócalos y estatuas, expulsando el aire superficial
de los objetos, barnizando y puliendo, en fin, la ciudad entera, había dado faz nueva y
más prestigiosa y simpática al desdeñado mundo inorgánico. Al través del barniz acuoso
semejaban los zócalos de mármol espléndidas obras de orfebrería cuajadas de diamantes,
de cuyas facetas arrancaba la luz mágicos y coruscantes reflejos. El prosaico almendrado
del granito animóse con inesperados esplendores, luciendo, de mil modos combinados,
las entonaciones verdosas y azulencas de la mica, los nacarinos matices del feldespato y
los diamantinos fulgores del cuarzo, a cuyas bellas aguas añadíanse, por mayor gala y
realce, los delicados cambiantes y vivísimos colores espectrales producidos por la onda
luminosa al interferir en las sutilísimas capas de aire interpuestas en la mica. Y estas
mágicas irisaciones, invisibles a
los ojos vulgares, fulguraban y se eclipsaban, como lluvia de estrellas en el cielo, a cada
cambio de posición del espectador. ¡Todo un mundo de belleza abismado y oculto en lo
infinitamente pequeño!
¡Quién lo diría! Hasta el arroyo se había ennoblecido. Heridos oblicuamente por el sol,
que resplandeció un momento entre nubes, centelleaban en el barro cristales de carbonato
de cal, filamentos argentinos y policromos de seda, hilos de lana comparables al tallo de
las palmeras, trozos de papel parecidos a gigantescos granizados, poliédricas y verdosas
células vegetales, esféricos y brillantes esporos y, en fin, elegantes y caprichosas conchas
de rizópodo (formas orgánicas de la creta).
Por lo expuesto se ve que si a influjo de los excepcionales ojos de Juan el mundo vivo,
singularmente el animal, había perdido sus hechizos, al contrario, el mundo inorgánico
revelaba indecibles y no soñadas maravillas. Por consecuencia de tales descubrimientos,
fué poco a poco cristalizando en el ánimo de nuestro héroe una concepción nueva de la
belleza y fealdad de las cosas. Pensó que, en el orden de las realidades inorgánicas, lo
feo, lo gris, lo amorfo, lo que ni atrae nuestras miradas ni habla a nuestra voluntad,
representa la mezcla confusa y desordenada de elementos cristalinos, bellos en sí, pero
inasequibles a la sensación; al revés, en el mundo orgánico, la impresión de fealdad y de
repugnancia proviene de la intempestiva contemplación de los elementos constructivos
(células, fibras, membranas, apéndices, etc.), infinitamente menos regulares, vistosos y
brillantes, que los integrantes de las formaciones minerales.
-En suma -continuó reflexionando nuestro filósofo-: si en el reino de las rocas descubre
el análisis maravillas ocultas, en el de la vida (y en la obra de arte su remedo) deshace la
belleza, que representa un efecto de la visión sintética del conjunto y de la ingenua
ignorancia de los misteriosos hilos de la urdimbre vital. Por donde se ve que en todas las
cosas hay algo bello y atrayente. Todo es cuestión de colocarse en el adecuado punto de
vista, acercándose con el microscopio o alejándose con el telescopio. Posible es -
conjeturaba Juan- que si en la Naturaleza se dan seres dotados de sentidos menos
analíticos que los humanos les parezcan agradables y bellos muchos de los objetos que
nosotros diputamos desapacibles, inarmónicos e indiferentes. ¡Quién sabe si el insecto
halla las flores infinitamente más bellas que nosotros, y contempla en las arenas de la
tierra y en las estrellas del cielo colores, formas y proporciones vedados a nuestra
sensibilidad! ¿Qué será para el
pájaro el espectáculo de una puesta de sol?...
IV
Poco tiempo después de la exploración que acabamos de referir, y cuando ya iba nuestro
protagonista habituándose a los excesivos resplandores de la luz y a las extravagancias y
sorpresas de aquel mundo tan real, como inverosímil, ocurriósele cierto día asistir a una
función del teatro Real.
Llevábale al aristocrático coliseo su pasión por la música. Y como sabía bien que desde
galerías y palcos las decoraciones, así como los rostros y trajes de los cantantes, le harían
deplorable efecto, resolvió hacer caso omiso de sus impresiones visuales y atenerse
exclusivamente a las acústicas, por fortuna absolutamente normales. Y no halló para ello
mejor expediente que instalarse en el más oscuro y olvidado rincón del paraíso.
Finalizaba el primer acto de Carmen, y resonaban aún en la sala los ruidosos aplausos
de la claque, cuando nuestro dilettante descubrió en un palco a su antigua prometida. Sin
poder contener los impulsos de su corazón (pues todavía la amaba), y resuelto al mismo
tiempo a someter a su ex novia a la implacable ,anatomía del análisis micrográfico,
abandonó su rincón y bajó a saludarla.
El acto que iba a realizar no podía molestar a la familia de don Tomás. Nuestro héroe
había renunciado a ser el prometido oficial de Elvira, y esta circunstancia le daba cierta
libertad para platicar con la esquiva doncella. En realidad, los ex novios no habían
regañado ni había para qué. Ocurrió sencillamente que el termómetro del afecto, que en el
corazón de Elvira no marcó nunca la temperatura de la pasión vehemente, fué bajando
insensiblemente hasta cero. Alejáronse poco a poco las almas, y la romanza del amor,
cada vez menos briosa, dejó de resonar en el oído de la ingrata cuando el corazón se negó
a llevar el compás.
Pues como decíamos, Juan entró en el palco de don Tomás, donde Elvira y su madre,
muy joviales, empolvadas y peripuestas, lucían elegantes vestidos, valiosísimas alhajas y
espléndidos tocados.
Si la intención del protagonista de esta historia fué borrar de su memoria las imágenes
seductoras que conservaba de aquella mujer serena y razonadora; si anhelaba destruir de
una vez la visión plástica de una belleza ponderada, sólida y eucrática, en torno de la cual
imaginación y sentimiento habían alzado prestigioso ensueño de amor, fuerza es confesar
que halló colmadas las medidas.
Completo fué el deshielo de la ilusión. A ello contribuyeron poderosamente varias
circunstancias. En general, la mujer, maestra en el arte de agradar, no ha aprendido aún la
ciencia de la iluminación. En la tertulia o el teatro escoge su asiento a la buena de Dios,
sin caer en la cuenta de que hay luces que achagrinan la piel, turban la armonía del color
y de las líneas y echan diez años encima.
Tal le ocurrió a la infeliz Elvira. Sin el menor recelo instalóse junto a un foco eléctrico
muy cercano, que, alumbrando dura y oblicuamente sus facciones, exageraba las
incipientes y casi imperceptibles arrugas de los veintisiete años, y hacía resaltar
cruelmente los menores accidentes y defectos de la piel. Para colmo de desgracia, el
rostro de nuestra heroína distaba mucho de ofrecer aquellos días la primaveral frescura y
lozanía de otros tiempos. Deslustrábanle no poco las reliquias de reciente erisipela y los
efectos irritantes del frío invernal (enemigo terrible de las encarnaciones delicadas y de
los cutis finos). Contra su costumbre, pues, tuvo la pobre que recurrir al uso y aun abuso
de los afeites.
En vano buscaba Juan, presa del mayor estupor, la correspondencia que pudiera haber
entre aquel inverosímil montón de carne femenina erizado de verrugas, vergas, costras y
escamas, y la poética imagen de la niña gentil guardada en el relicario de su memoria.
¡Qué decepción! Convertida aparecía la cabeza en bosque impenetrable de pardos y
céreos bambúes, manchados de caspa, charcas de esencias y colonias de hongos
microscópicos. En los labios y mejillas refulgía, a la luz eléctrica, un empedrado desigual
de granos rojos y blancos, es decir, de partículas de carmín y blanco de bismuto.
Grumosas y apelmazadas por el cold-cream, cubrían el vello de mejillas y frente
estratificaciones y estalactitas de polvo de arroz, es decir, de globos de almidón. Por entre
los claros del bosque capilar y los témpanos feculentos asomaban acá y allá, a guisa de
enhiestos monolitos, extensas, translúcidas y abarquilladas películas epidérmicas, sobre
las cuales yacían agazapadas serpenteantes
ristras del estreptococo de la erisipela. En fin, para completar este cuadro de fealdad
mencionemos todavía, en los párpados, la presencia de rastros fuliginosos, es decir, de
fragmentos colosales de carbón vegetal, que prestaban a los ojos grotesca expresión de
clown, y en los labios la de una saliva viscosa, donde, muy a su talante y sabor,
gesticulaban y nadaban viveros de bacterias.
Aquello no parecía la angelical compañera del hombre, sino un paquidermo gigantesco
y desaseado, un animal antediluviano de especie ignota, capaz solamente de inspirar
lástima y repugnancia. ¡Qué tremenda desilusión!
¡Y a esto se reduce, en el fondo pensaba Juan para sus adentros, la tan decantada belleza
femenil, la eterna Elena, subyugadora del hombre y principio y causa de tantos desatinos,
desvaríos y crímenes! ¡Y todo para recibir, cual galardón supremo, en nuestros
codiciosos labios, la ola nauseabunda de los microbios salivales y sentir en la piel el rudo
contacto de una epidermis que se desconcha y de un escobillón de cerdas que se dobla!...
Después de dirigir a las damas del palco algunas palabras vulgares y corteses, al objeto
de disimular el infinito desencanto de su corazón, Juan levantóse para despedirse. Y en el
momento en que Elvira, con la sonrisa en los labios, modulaba, con voz dulce y
acariciadora, un "Hasta la vista, Juan", algunas microscópicas gotas de saliva,
proyectadas de la adorable boca, vinieron a rociar el rostro y tersa pechera de nuestro
protagonista. El cual, sin parar mientes en la desatención que cometía, limpióse
rápidamente la cara y manos, como si sobre ellas hubiera caído algún líquido corrosivo.
¡Era que en las salpicaduras del aliento de su amada, otro tiempo aspiradas con deleite,
había creído divisar, cual vagas y amenazadoras sombras, las cápsulas del diplococo de
Frõnkel, del temible agente infeccioso de la pulmonía (3).
La altiva Elvira sorprendió aquel gesto descortés, y en su despecho hizo propósito de no
olvidarlo jamás.
V
La vida del cuitado Juan se iba haciendo por cada día más difícil.
Cierto que su clarividencia portentosa le permitía evitar los microbios; pero tal ventaja
no había influído en su sensibilidad, de cada vez más susceptible, y ajustada, ab initio,
para otra gama de sensaciones visuales.
A causa de esta inarmonía entre la excitación y la reacción, cobró repugnancia al vino,
al agua, a la carne..., a todo. Pasaba los mayores apuros a la hora de comer, y, no obstante
intervenir él personalmente en las faenas cocineriles, esterilizando, filtrando, analizando
y limpiando primeras materias, le ocurría a menudo sorprender en los alimentos y
bebidas bicharracos o bacterias que le asqueaban el estómago y le quitaban el apetito. En
virtud de un fenómeno psicológico difícil de explicar, aun los manjares más limpios y
saludables causábanle repugnancia y escrúpulos.
Porque a sus ojos la carne no era carne, sino paquetes de rojas y contráctiles lombrices
(las fibras musculares estriadas); el tocino aparecíasele como un montón de globos
enormes, semejantes a bomboneras repletas de un líquido aceitoso y de cristalizaciones
radiadas (células adiposas y cristales de margarina); el pan presentábasele cual
conglomerado de granos almidonosos, empotrado en una ganga transparente (el gluten),
donde destacaban toda suerte de inmundicias; el queso se le antojaba asqueroso criadero
de microbios, arca de Noé palpitante de vida inmunda, nauseabunda carroña capaz de
levantar el estómago de un difunto. En ocasiones, al hallarse en el comedor rodeado de
apetitosas viandas, figurábase estar en un laboratorio histológico, ocupado en devorar,
impulsado de extraña aberración, una colección de preparaciones microscópicas. Los
sesos, particularmente, inspirábanle supersticioso terror.
-¿Quién se atreve a comer exclamaba una célula nerviosa erizada de brazos suplicantes
que parecen vibrar todavía con el dolor del golpe mortal asestado por el matarife?
Por de contado, aborreció también el agua común, donde hormigueaban, entre otros
gérmenes, el insidioso bacilo tifoso y el bacillus coli comunis; repugnó el vino,
frecuentemente impurificado con el micoderma aceti y el torula cerevisiae, y la leche,
donde pululaba el bacilo de la tuberculosis, amén de tal cual bacteria de la fermentación,
y acabó por no beber sino agua hervida y previamente esterilizada con la bujía de
Chamberland. Infinitas eran las preocupaciones tomadas por el receloso Juan en el aseo y
esterilización de platos, vasos, botellas, manteles, cuchillos y tenedores. Con tales rarezas
y meticulosas aprensiones, excusado es decir cuál sería el humor de la infeliz cocinera.
Pensó sencillamente que su amo había perdido el juicio.
Y, en efecto, poco le faltó a nuestro protagonista, para dar al traste con su razón. Ante
sus ojos asombrados había huído el encanto de la existencia. Desvanecíanse esos tenues y
rosados velos con que la piadosa Naturaleza disimula la punzante acritud de las cosas y la
ruda contextura del mundo.
Y en punto a desconciertos y a impresiones desagradables, allá se iban el campo y la
ciudad. Así, cuando nuestro héroe paseaba por las afueras, veíase rodeado de enjambre
bullidor de tenues partículas, las cuales, imponiéndose por su tamaño en los primeros
términos, robábale la vista de las azules lejanías.
Mayor tortura experimentaba aún al aventurarse en el tráfago y estrépito de la ciudad.
Perdido y desorientado a causa de la extrema impureza del ambiente, en vano pretendía
enfocar a lejanas distancias (es decir, en las condiciones en que sus ojos hubiéranle
proporcionado imágenes normales de los objetos) edificios y monumentos, carruajes y
personas: una cortina de indefinibles impurezas, continuamente estremecida por el viento
y hasta por las palpitaciones del sonido, esfuminaba los contornos de las cosas y
exageraba la distancia de los últimos términos. Comparable a un viajero sorprendido en
el campo por furiosa nevada, sólo a rápidos intervalos vislumbraba el horizonte.
Únicamente al declinar la tarde, cuando la luz del cielo bañaba la tierra en dulce y
macilento claror, comenzaban a eclipsarse los inoportunos y mareantes polvos
atmosféricos y hallaba Juan tregua a la dolorosa fatiga de sus ojos.
Por esta razón se le veía a menudo, durante el crepúsculo, discurrir o barzonear solitario
por las recónditas veredas del Retiro, bajo las oscuras frondas de los pinos, entregado a
sus reflexiones. Allí, al menos, libre del turbulento oleaje de las sensaciones diurnas,
podía pensar, recobrar la posesión de sí mismo, buceando en el revuelto mar de sus
recuerdos..., en el cual, ¡ay!, necesitaba remontarse muy atrás, recorrer casi enteramente
el registro de la juventud para topar con alguna grata remembranza compensadora del
amargo presente y confortadora de sus desmayos.
VI
Cansado Juan de exploraciones tan curiosas como descorazonadoras, y apercibiendo el
ánimo a más viriles y serias empresas, díjose un día:
Réstanme todavía seis meses de maravillosa clarividencia. Aprovechémoslos, pues, en
bien de la humanidad, es decir, en el cultivo de la ciencia, en el esclarecimiento de los
arcanos de la vida. En mis manos microscopio y telescopio aumentarán estupendamente
su alcance, rindiendo amplificaciones jamás soñadas por los físicos. ¡Qué de portentosos
descubrimientos voy a hacer. ¡Excelsa será mi gloria! Ante los presentes y venideros,
asombrados de mis soberanas conquistas, pasaré sin duda por genio extraordinario, por
un demonio del análisis, por un monstruo de penetración, de intuición y de lógica...
Y lleno de férvido entusiasmo puso manos a la obra.
Comenzó por buscar recomendaciones para los sabios del Observatorio astronómico;
cultivó la amistad de su director, quien, lleno de cortés benevolencia, le permitió, durante
las claras noches estivales, escudriñar con poderoso anteojo los insondables abismos del
cielo. Y tuvo la fortuna de descubrir astros nunca sospechados, cometas invisibles,
nebulosas cuya pálida llama brillaba en negruras del espacio jamás exploradas,
resolviendo de pasada los más arduos problemas de física, química y biología planetaria:
la atmósfera de la luna, la habitabilidad de Júpiter, la cuestión de los canales de Marte, la
composición química de las estrellas, etc. Porque es de notar que a sus ojos la banda
luminosa del espectroscopio estelar revelaba rayas cromáticas y de absorción
absolutamente invisibles para todos los astrónomos.
No contento con tan estupendas revelaciones, montó en su casa un laboratorio
micrográfico y bacteriológico. Y multiplicando la potencia del microscopio por la
maravillosa acuidad de sus ojos escrutó tenazmente las enfermedades de causa ignota,
teniendo la suerte de poner en evidencia los gérmenes ultramicroscópicos de la vacuna,
viruela, sarampión, sífilis, de los tumores... ,qué sé yo!
Cual preciado fruto de tan fecunda labor publicó acerca del mundo de lo pequeño y del
mundo de lo grande, sendas sorprendentes y luminosísimas monografías que renovaban
el pensamiento científico y abrían a la futura investigación espléndidos horizontes...
Pero, ¡ay!, tan admirables hallazgos chocaron con un pequeño obstáculo... No fueron de
nadie creídos.
Decían los astrónomos un poco molestados en su dignidad solemne de sabios oficiales:
¿Cómo vamos a tomar en serio a un iluso que asegura distinguir a simple vista los
satélites de Urano, las tierras y nubes de Júpiter y las estrellas de décimo-sexta magnitud?
Por su parte, los histólogos y bacteriólogos exclamaban:
¿Qué fe vamos a prestar a las descripciones de un mentecato que se jacta de divisar a
simple vista los glóbulos de la sangre y el bacilo de la tuberculosis, y cuyos
estrambóticos hallazgos nadie ha conseguido confirmar?
.............
Aquel escepticismo universal, tan cruelmente mortificante para su amor propio; el
creciente desvío de los amigos, que le diputaban por loco de remate; la aversión
progresiva a los hombres y a las cosas, hizo caer a nuestro filósofo en sombría
desesperación. El mirífico y sobrehumano don que juzgó nuncio de gloria y de ventura
habíase convertido en manantial inagotable de amarguras y desencantos. Como ocurre a
menudo, los ciegos juzgaban al vidente. Quien debía compadecer era compadecido. Una
vez más el genio pasaba por demencia y recogía, en pago de su humanitario y abnegado
esfuerzo, ingratitud e ignominia.
VII
Cierta tarde otoñal, tibia y serena, paseaba Juan por las umbrías alamedas del Retiro, no
lejos de la glorieta del Angel caído. Maquinalmente, y cediendo al reflejismo de sus
músculos, sentóse a la orilla de un seto, bajo los pinos gigantes y enfrente de un claro del
ramaje, especie de locutorio al cual llegaban, vigorosos y vibrantes, el rechinamiento de
los carruajes, las conversaciones de los hombres y las argentinas carcajadas de las
muchachas.
Declinaba el sol lentamente, enrojeciendo las copas de los árboles, dorando y
espiritualizando el rostro de las mujeres. Sentíase llegar poco a poco esa hora melancólica
y dulce en que la Naturaleza se obscurece y las ideas se encienden; en que las pomposas
frondas del boscaje, engalanadas un instante por el sol, cambian su rico matiz anaranjado
verdoso por el azul violáceo; en que la claridad nos abandona como si la tierra cayera en
antro profundísimo. De las alturas de la atmósfera, serena e inmóvil, descendía un
silencio augusto que parecía apagar el rumor de las hojas y el estridor de los carruajes. A
intervalos batían el aire con sus oscuras y mudas alas los murciélagos, semejantes a almas
en pena.
Extremadamente sensible al desfallecimiento de las cosas vivas, el espíritu de Juan se
puso al unísono con el ambiente, sintiéndose penetrado de esa indefinible melancolía que
parece irradiar de la vida vegetal cuando es abandonada del sol, su Dios y su fuerza.
Después de tender nuestro héroe una mirada distraída por el horizonte, a trechos
perceptible por entre los troncos de los árboles, fijóse un momento en el cielo, hacia
Occidente, maculado por una larga pincelada fuliginosa. Era el humo de una fábrica
eléctrica que se disponía a iluminar la ciudad.
Ese humo negro exclamó Juan está ligado a la luz como el dolor al pensamiento.
También yo he ansiado luz, mucha luz, y conseguí, sin duda, alumbrar mi inteligencia;
pero ¡ay! el humo de la llama entenebreció mi corazón y empañó el cielo de mi dicha...
Poco después emergía por el Oriente el astro de la noche, rojo y amenazador como un
espectro trágico. Miróle Juan obstinadamente. Una vez más contempló sus mares
desecados, sus montañas abruptas y peladas, sus cráteres vacíos e inertes, sus grietas
colosales...
¡He aquí -se dijo- la fiel imagen de nuestro aciago destino! También la pálida luna tuvo
un corazón lleno de lava derretida y vivió rebosante de fuerza y de actividad, engalanada
con la pompa de la vegetación, animada por el correr de los ríos, ceñida por el cerúleo tul
de la atmósfera y embellecida por la dorada diadema de las nubes. Por ley ineluctable de
la evolución, hoy la hermosa Diana no es mas que la calavera de un mundo. Sus órbitas
gigantes están vueltas a la tierra, a cuya pujanza y vitalidad dirigieron, sin duda, sus
últimas y envidiosas miradas. De igual modo nuestras órbitas vacías quedarán también un
día orientadas hacia los astros, pero no serán ¡ay! atravesadas por el pincel dorado de la
luz...
Al llegar a este punto de sus cavilaciones cayó Juan en profunda postración. Lo triste
evoca lo triste. A su mente acudieron en tropel dolorosas remembranzas: la prematura
muerte de sus padres, ensueños de gloria desvanecidos, amores sin esperanza. Al exceso
de emoción intensa y angustiosa sucedió un estado de subconciencia durante el cual
percepciones e imágenes lucían a intervalos como llama próxima a extinguirse.
Haciendo, empero, un poderoso esfuerzo interior, a fin de encender de nuevo la luz del
pensamiento, continuó:
Veo negro y siento frío. Me parece que una ola tenebrosa de la noche estelar penetra en
mi alma; que la temperatura glacial de los espacios interplanetarios me empapa como el
errabundo aerolito; que las células de mi cuerpo pugnan por dispersarse como enjambre
de abejas enloquecidas... ¡Lástima que la muerte suspenda la conciencia sin transferirla
del cerebro a la célula y de ésta a la molécula! Momento felicísimo debe ser para los
átomos de carbono y de nitrógeno encarcelados en los albuminoides del protoplasma el
de la liberación definitiva y su libre expansión en los amplios dominios de la atmósfera.
¡Qué placer más grande sería sentirse disolver en la nada; ocultarse de la luz, aleteando
sin rumor, como el murciélago que se refugia en la caverna; caer en el abismo, a
semejanza del barco zozobrado en las tinieblas, sin producir espumas ni remolinos
visibles, sin dejar, en fin, en ningún corazón, el amargor de un sentimiento!
.............
Sudor viscoso y frío bañó el rostro de Juan. Cesaron pensamiento y palabra. Su piel
estremecióse con ese intenso calofrío que traduce las sensaciones oscuras, pavorosas e
indefinibles. Latíale el corazón rápida y descompasadamente, y la sangre, huyendo del
frío periférico, concentraba su calor en las más nobles e importantes entrañas. El hilo,
cada vez más sutil, de la percepción consciente amenazaba romperse. En tan angustiosos
momentos, y a guisa de suprema despedida del mundo ingrato, tendió Juan una postrera y
desmayada mirada a los seres alegres y bulliciosos que a pocos pasos de distancia
representaban la poderosa y obstinada corriente de la vida vulgar, por igual indiferente al
dolor y a la gloria... Y ¡oh cruel ironía! En aquel desfile de cuerpos sin alma creyó ver o
vió realmente a la desdeñosa e insensible Elvira.
Sí... ¡era ella! Venía sobre lujosa carretela; la cabeza iluminada a contraluz, con el
cabello dorado y como incendiado por los últimos arreboles del cielo; con la frente serena
y ennoblecida por los azules reflejos del Oriente; ardientes y arrebatadores ojos negros;
los labios, semejantes a pétalos de geranio, rizados por espiritual sonrisa. Lucía talle
adorablemente femenino, donde resaltaban las graciosas y rotundas curvas juveniles,
triunfadoras de la curiosidad sensual de los hombres y de la inquisición maliciosa de las
mujeres. En fin, la impecable estatua aparecía adornada con un soberbio traje de
terciopelo verde oscuro que, por sabio y artístico contraste, además de dar al cuerpo
aspecto de capullo, sonrosaba hechiceramente el nácar de una garganta de diosa y de unas
manos marfilinas irreprochablemente dibujadas.
Sí... ¡no cabía duda! Era la Elvira de siempre...: la virgen fuerte, equilibrada y serena
que meses antes, en un día aciago, había sido deshecha y envilecida por el implacable
escalpelo del análisis; pero contemplada ahora a la debida distancia, es decir, a la
distancia de la ilusión, acariciada por luz suave y armoniosa, alzada, en fin, sobre el
cristalino pedestal del espacio, merced al cual los soles pierden sus manchas y las lunas
sus cráteres.
Y cuando el casi expirante filósofo, mudo de estupor por la sobrenatural aparición, fijó
los ojos en la radiante estrella y sorprendió una de sus ardientes miradas, sintió de repente
que una oleada de sangre caliente le inundaba el cerebro, y que su corazón, reconfortado,
volvía a latir con el ritmo solemne y brioso de la salud. Habríase dicho que las células de
la colmena vital, antes ansiosas de libertad y expansión, estrechaban de nuevo el nexo de
la solidaridad y de la sinergia orgánicas. Con el retorno de la esperanza, le pareció ahora
la vida, miserable y todo, digna de ser vivida. Y la estupenda resurrección operada fue en
una décima de segundo, el lapso de tiempo estrictamente preciso para sentirse enfocado
por unos ojos piadosos, subyugadores, impregnados de nupciales promesas...
VIII
Al cabo, cumplióse el plazo señalado por el genio. Cierto día, tras sueño letárgico y
restaurador, los ojos y el cerebro del afligido filósofo recobraron su normal modo de ser.
Al contemplar por primera vez, después de un año de análisis despiadado, los seres
vivientes con sus matices continuos y estructuras veladas; al volver a hallar el aire, el
agua, los alimentos y vestidos limpios de asquerosos detritus y de amenazadores
microbios, creyó haberse remontado a un planeta nuevo, presidido por algún Dios
paternal, benéfico y misericordioso.
Progresivamente recobró nuestro protagonista la antigua ingenua serenidad, y curó de
sus rebeldías y pesimismos. La dura lección recibida le hizo más justo con los hombres y
más severo consigo mismo. Una gran luz surgió en su inteligencia, y como consecuencia
de sus nuevas reflexiones se propuso variar radicalmente de conducta.
En adelante fué su más firme resolución ajustar estrictamente su acción y su
pensamiento a las incontrastables leyes de la evolución moral e intelectual de la vida, sin
contrariarlas en lo más mínimo, antes bien, sacando de ellas normas y principios de
conducta individual y social. Su divisa fué la de Epícteto: "¡Oh Naturaleza! Yo quiero lo
que tú quieres."
Por de contado, abandonó para siempre la satánica manía de hacer responsable a la
Providencia del mal físico y moral, considerándolos ahora como indeclinable
consecuencia de la flaqueza e imperfección del mecanismo cerebral. Comprendió que el
dolor y la desgracia, irremediables en el fondo, en cuanto arrancan de la esencia y
contextura misma de la máquina orgánica, sólo pueden paliarse educando a los pueblos
en el altruista amor del organismo colectivo y sugiriendo a los hombres la firme
convicción de que son células hermanas y equivalentes de una unidad viviente superior,
Nación o Estado, cuya prosperidad y felicidad representan la suma de las abnegaciones y
sacrificios individuales.
Fué tolerante con el error, y singularmente con el filosófico y religioso, en los cuales,
cuando la sinceridad les santifica y ennoblece, veía ahora meras reacciones ideales
compensadoras del infortunio, o consoladoras leyendas destinadas a llenar, con el
perfume del ideal, el desierto de una mente sin conceptos y el vacío de un corazón sin
amores. Y cuando el error, por no afectar a lo íntimo de la sensibilidad ni asociarse a un
sistema de ideas compensador de la realidad dolorosa, podía y debía ser desvanecido,
procedía a su extirpación con la suavidad, dulzura y miramiento con que se limpia la
mancha que afea delicada y preciosísima estofa.
Hasta las propias desgracias presentáronsele ahora bajo un aspecto nuevo y
singularmente alentador. Descubría en ellas una como providencial advertencia de la
debilidad creciente de su raza y de la necesidad inaplazable de vigorizarla física y
moralmente.
Y ya en el camino de la justicia y de la sinceridad, cayó en la cuenta de que, en los
desdenes y pretendidas injusticias de los hombres para con él, palpitaba un gran fondo de
sabiduría y previsión social. Lo que, apreciado desde el punto de vista del yo egoístico,
parecía crueldad, mirado desde la serena cima de la utilidad colectiva, transformóse en
caridad bien entendida.
Convertido gradualmente de esta suerte al culto fervoroso de la especie, fué pío e
indulgente con sus adversarios; pues echó de ver que no pocos de los impulsos, al parecer
antipáticos y egoístas de los hombres, representan, detenida y serenamente analizados,
sagradas e imperativas exigencias de la continuidad y prosperidad de la raza.
-Bien hicieron mis jueces decía en desairar a un opositor, estudioso y despierto sin duda,
pero exaltado, desordenado y agrio. Razón tienen también mis amigos en desdeñar a un
camarada pedante y enfático, que cifra su vanidad en acibarar, con sombrías y
desoladoras filosofías, el optimismo y la fe necesarios a la lucha y a la felicidad. No
menos prudente y razonable se mostró Elvira al interrumpir toda relación de afecto con
un hombre débil, enfermo y, por añadidura, estrambótico y malhumorado. En sus frías
repulsas, intolerables entonces para mi egoísmo, hablaba, sin duda, el genio de la especie.
Por irreverente que parezca a los mantenedores del individualismo militante, preciso es
reconocer que, en el contrato del amor, la humanidad por venir es un testigo con derecho
a ser oído y a oponer su veto, si el presumible resultado de la unión conyugal contraría
las sacrosantas leyes de la evolución. Ese testigo de cargo habla a menudo en la mujer
desde el fondo del
inconsciente. Atento al equilibrio de la forma y al progreso de la inteligencia, él fué, sin
duda, quien transmitió a la conciencia de Elvira la sorda protesta de miles de gérmenes
inmaturos recelosos de no ver la luz, el lamento agorero de toda una futura humanidad
amenazada de morir en agraz o de arrastrarse acaso en las ignominias de la degeneración
o de la locura.
IX
Habían transcurrido dos años más. Juan era ya otro hombre. Trocada su psicología,
corregida su conducta, el fruto no se hizo esperar.
Ganó por oposición una plaza de la Beneficencia provincial. La clientela, de cada vez
más copiosa, rendíale pingües beneficios. Sus amigos, ahora muy numerosos y sinceros,
rodeábanle con amor y se hacían lenguas de su bondad, discreción y talento, y hasta de
sus simpáticas flaquezas y defectos. Porque Juan, de acuerdo con la sentencia de Gracián:
"Ten veniales descuidos y defectos para que la envidia se cebe en ellos y no se atreva a lo
mejor", fué por primera vez en su vida jovial, incorrecto, desaliñado, abandonando cierta
solemne tiesura de la dicción y del gesto, así como cierto nimio y meticuloso cuidado de
la sintaxis, que, sobre darle un aire de pedantismo enfadoso, robaban a sus palabras la
espontaneidad y la gracia, la afabilidad y la llaneza, encanto y primor de la conversación
familiar.
Nadie se acordaba ahora de sus antiguas extravagancias y locuras, que las gentes,
piadosamente pensando, atribuyeron al tremendo choque moral producido por la muerte
de sus padres idolatrados.
Y como cerebro y corazón sanos y tranquilos constituyen los mejores tónicos de la
nutrición, nuestro desengañado filósofo mejoró también de naturaleza fisica. Era a la
sazón un apuesto mozo de treinta y dos años, alto, fornido, elegante, con aire bondadoso
e inteligente.
Elvira, la equilibrada y seria Elvira, no se había casado aún. Deseaba don Lucas unirla
en matrimonio con cierto rico comerciante amigo suyo, joven y enamorado, aunque sin
cultura ni talento; pero la avisada doncella no daba fácilmente su brazo a torcer. El
pretendiente distaba mucho de realizar el tipo del intelectual, de voluntad firme y claro
talento, que ella anhelaba para guía y amparo de su vida y prudente freno de su femenil
nervosidad. El Lohengrin esperado debía reunir las cualidades que un célebre autor
diputaba indispensables en el hombre de genio: el espíritu soñador, la cultura y altruismo
de Don Quijote, y la serenidad, robustez y positivismo de Sancho, y hasta entonces el
vigía del corazón no había columbrado el misterioso y encantado esquife.
Por fortuna, la avisada Elvira topó un día con su antiguo novio, el loco y doliente Juan,
el joven ojeroso y pálido, a quien más de una vez sorprendió paseando sus melancolías
por las umbrías del Retiro. Y quedó, al contemplarlo, agradabilísimamente sorprendida y,
más que sorprendida, subyugada. Un fuerte aldabonazo del corazón anunció a la
alborozada doncella que había, por fin, pisado la tierra de promisión.
Conocía, ciertamente, los triunfos y prosperidades de su antiguo amante, pero no pudo
sospechar, nunca la transfiguración admirable operada en su físico, la expresión de
seráfica dulzura de la mirada, la calma y jovialidad encantadoras de su espíritu. Y el
genio de la especie, sonriendo satisfecho, rectificó antiguos presagios. Y como frisaba
Elvira en los treinta años, y no era cosa de perder el tiempo en transiciones retóricas,
visto, además, que Juan se las daba, con razón, de ofendido, resolvió la valerosa doncella
acortar las distancias y derretir de una vez el hielo con una impetuosa oleada de sangre
enardecida. En consecuencia, Juan recibió un día esta breve y expresiva epístola:
"Olvida lo pasado y atente al presente. Y el presente es que tú encarnas el hombre
soñado por mí, y que te amo. No me preguntes el porqué del cambio ni te engolfes en
disquisiciones psicológicas. Yo misma no lo sé. El corazón ha hablado: he aquí todo.
¿Quieres saber lo que dice? Te espero esta noche en el Real."
-Buena señal exclamó Juan al recibir la expresiva epístola: el genio de la especie se ha
reconciliado conmigo.
Y sin que por un momento sintiera la menguada tentación de echar en cara a Elvira
antiguos desdenes, acudió a la cita y reanudó, con más ilusión y cariño que nunca, las
interrumpidas relaciones.
Y se casaron, siendo felices. Y cuentan las crónicas que el genio de la especie no tuvo
motivo de arrepentirse al contemplar, años después, la hermosa y robusta prole.
Notas:
(1) A fin de atajar la extrañeza del lector, recordaremos que el órgano visual de Juan,
además de poseer extraordinaria potencia analítica, gozaba de exquisita sensibilidad para
apreciar los más tenues contrastes de luz. En virtud de esta notable propiedad, células,
microbios y otros cuerpos microscópicos dotados de índice de refracción apenas diferente
del medio en que viven, aparecíansele con entera claridad.
(2) A los legos en materia de física pictórica les recordaremos que tres rayas de color
chillón muy próximas y vistas a distancia, a saber: verde, naranja y violado, dan por
fusión retiniana la sensación del blanco o del gris, a causa de impresionar conjuntamente
un solo cono retiniano.
(3) Recuerde el lector que el germen de la pulmonía habita a menudo la boca, fauces y
fosas nasales de sujetos sanos
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