Estaba en el Museo contemplando extasiado el hermoso cuadro de Van Dyck “El beso de Judas”. De pronto sonó una voz detrás de mí, una voz queda y lúgubre, que me hizo estremecer de espanto.
— ¿Verdad, caballero, que yo tengo cierto parecido físico con el discípulo traidor del Hijo de Dios?
Me volví asustado.
El que me hablaba era un hombre de alta estatura, vestido completamente de negro, el cabello y la barba del color del azafrán, los ojos saltones, la piel colgante, amarilla por la ictericia…
— Y vea usted lo que son las coincidencias —añadió el desconocido— también me llamo Judas como el que vendió á Cristo.
Y sonriéndose tristemente:
— Pero no desconfié usted de mí…
Crea usted que en el fondo soy un buen hombre.
Y agarrándose de mi brazo, como si fuéramos amigos de toda la vida, me invitó á tomar un bock de cerveza.
Yo le seguí maquinalmente, entre asustado y curioso.
Ya en el café, el extraño personaje me contó su historia entre bock y bock de cerveza, hablando siempre con aquella voz queda y lúgubre, que daba escalofríos. No tenia nacionalidad conocida; era judío y había nacido de cualquier madre y de cualquier padre, no sabía dónde. Vivía solo en el mundo, sin mujer, ni hijos, ni amigos. Practicaba la medicina, aunque no era médico —Esto me ha proporcionado el placer —añadió sonriendo— de matar á mucha gente con toda impunidad. —Había viajado mucho, viajaba constantemente. Tenía casi tantos años como la Humanidad. Y le aburría a vida, y ya una vez había intentado suicidare colgándose de un árbol.
— Ya le he dicho á usted —concluyó — que no tengo amigos. Los hombres me inspiran un profundo desprecio. Odio, mejor. Pero usted, sin saber por qué, me ha sido simpático. Tiene usted cara de bueno y de inteligente. Así como yo me parezco al discípulo traidor, usted se parece al Maestro sublime. Y yo necesito, para salvarme, sentir algún afecto noble, amar á alguien, tener un amigo siquiera…
Y cogiéndome las manos y estrechándomelas nerviosamente entre las suyas, heladas como las de un muerto, añadió:
— Sí…, aunque usted no quiera, yo seré su amigo, su hermano… ¡La regeneración del mundo está en el amor! Yo he pasado la vida odiando al Hombre… ¡Si llegase á amar estaría salvado!
Y en voz baja, como si hablara consigo mismo:
— ¡Diecinueve siglos de lucha es ya bastante castigo…! ¡Oh, Padre de todos, ten compasión de mí!
¡Diecinueve siglos! Pensé que aquel hombre estaba loco, y para poner fin á la extraña conversación le ofrecí en términos vulgares mi amistad, y me despedí de él prometiéndole volver pasados tres ó cuatro días á aquel café donde habíamos celebrado nuestra primera entrevista.
Don Judas me estrechó las manos conmovido, intentó abrazarme, y me rogó, con frases de la mayor cortesía, que pagara la cerveza que habíamos bebido, “porque —añadió tristemente—su dinero estaba maldito y no se lo admitían en ninguna parte”.
§
Desde aquel funesto día don Judas fue mi amigo, mi camarada, mi compañero de todas las horas, mi hermano…
Y desde aquel día comenzaron mis desgracias. Don Judas debía poseer un don siniestro, eso que los italianos llama la jettatura, y vivir con él era vivir en la trágica compañía del infortunio y del dolor.
¡Lo que yo he padecido en los tres meses que ese ser maldito ha sido mi amigo!
Yo soy muy débil de carácter, y don Judas se había apoderado de tal modo de mi voluntad, que yo no me atrevía á hacer nada sin su consentimiento y su consejo.
Por mandato imperativo de él coloqué mi modesto capital en acciones de la Sociedad quebró á poco, dejándome en la miseria.
A sus manos murieron, en el espacio de siete días, mi madre, mi mujer y mis cuatro hijos, atacados de una enfermedad extraña, para la que los médicos no encontraban remedio.
Don Judas, que, como le he dicho á usted antes, practicaba la medicina, asistió solicito á mis enfermos, cuidándolos con cariño de madre, actuando á la vez de médico y de enfermero.
A la muerte de mi último hijo, don Judas, completamente desesperado —más desesperado en apariencia que yo— se arrojó en mis brazos declarándose responsable de todas las desgracias que me ocurrían.
—Yo soy un ser funesto… yo soy el genio del mal… Estoy maldito de Dios y de los hombres… He querido regenerarme por el amor y he sido tu amigo leal, tu hermano… Y te he traido la desgracia, y he traído la desgracia á esta casa. ¡Dios no me perdona! Por mi has perdido á tu madre, á tu mujer y á tus hijos. Por mí te has arruinado. Nadie puede ser feliz en mi amor. La cólera de Jehová persogue implacable á todos los que amo.
Y lloraba y rugía, y se arrancaba furioso los recios mechones de su barba roja.
Loco de angustia pregunté:
— ¿Pero quién eres tú entonces?
Se echó á reír. ¡Qué risa la suya! Así deben reír los diablos, si es que ríen.
— ¡Imbécil! ¿No me has conocido?
Yo soy la traición, el engaño, la perfidia, la maldad… ¡Yo soy Judas, el que vendió á Cristo por treinta monedas!
Y agitando en sus manos una bolsa:
— ¡Aquí tienes el precio de mi traición! Por eso te decía que mi dinero estaba maldito y me lo rechazaban en todas partes.
Volvió á reír con su risa infernal de desesperado.
— Mira mi cuello… Aun conserva la señal de la cuerda con que intenté ahorcarme, arrepentido de mi traición. ¡Pero, desgraciado de mí, estoy condenado á vivir siempre!
— ¡No! —Grité loco— ¡al fin llegado tu última hora! ¡Morirás á mis manos, asesino de mi madre, asesino de mi mujer, asesino de mis hijos!
— ¡Sí! —Aulló Judas— ¡mátame por caridad!
Me arrojé sobre él furioso, apretándole el cuello con ambas manos.
Y estuve apretando mucho tiempo.
Por fin le dejé caer al suelo, sin vida, muerto…
Y por haber librado á la humanidad de ese hombre maldito, por haber matado á Judas el traidor, me han traído aquí, á este manicomio…
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