Llueve en finísimas flechas aceradas sobre el mar agonizante de plomo, cuyo enorme pecho apenas alienta. La proa pesada lo corta con dificultad. En el extremo silencio se le oye rasgarlo.
Jacques, el corsario, está a la proa. Un parche mugriento cubre el ojo hueco. Inmóvil como una figura de proa sueña la adivinanza trágica de la lluvia. Oscuros galeones navegando ríos ocres. Joyas cavadas espesamente de lianas.
Jacques quiere darse vuelta para gritar una orden, pero siente de pronto que la cubierta se estremece, que la quilla cruje, que el barco se escora como si encallase. Un monstruo, no, una mano gigantesca alza el barco chorreando. Jacques, inmóvil, observa los negros vellos gruesos como cables.
“¿Este?”. “Sí, éste” -dice el niño, y envuelve el barco a Jacques en un papel que la fina lluvia de afuera cubre de densas manchas húmedas. El agua chorrea en la vidriera y, adentro de la tienda, la penumbra cierra el espacio vacío con su helado silencio.
No comments:
Post a Comment