La Tierra aún no había aparecido en el espacio. El astronauta consultaba nervioso los controles. Ningún fallo. Diez años viajando a la velocidad de la luz no eran suficientes como para disipar la esperanza de retornar al mundo, que era como regresar a un pasado que parecía perdido para siempre. Había olvidado la noción del tiempo. Únicamente los relojes terrestres le mantenían en una realidad que era vaga en sus pensamientos. Pero la Tierra se dejó ver. Era un ínfimo punto entre millones de puntos. Era un diminuto grano de arena entre los millones de una playa. Diez años son muchos años. ¿Me esperarán? Todo fue calculado con rigurosa precisión. Y no existe ni error de segundos. Pero es posible que se hayan olvidado de mí. Son muchos años diez años. Si la radio hubiera funcionado no me habría sentido tan solo. El contacto con los demás finalizó casi con el principio del viaje; cuando escuchaba a mi hijo, el penúltimo: «¿Son tan grandes las estrellas como dicen los libros o son tan pequeñas como se ven desde la terraza de casa?» No le pude contestar. Y el otro, mi último hijo, que ya tendrá nueve años, ¿cómo será? ¿Niño o niña? ¿Y cómo se llamará? ¡Oh, esto debería ir más de prisa! Qué cosas digo, ¿más de prisa? ¡Si voy a la velocidad de la luz, a esa velocidad que antes se creía que no se llegaría alcanzar! (Aquel ínfimo punto tomó el tamaño de la cabeza de un alfiler). ¿Y Helen?
Le dije que cuidara las flores del jardín, que las regara todos los días. ¿Lo habrá hecho? ¡Las rosas! ¿Por qué no estará el Universo lleno de rosas? Este frío espacio, estas extrañas y a veces monstruosas tinieblas... Ahora me parece imposible que hayan transcurrido diez años en esta cápsula, que haya dejado la Tierra hace tanto tiempo. Se me hacía interminable, desesperante. Era como huir de la Tierra. Esa es la sensación que nos da a los astronautas: que huimos de todo, que deseamos emprender una nueva vida más allá de las estrellas (Aquella cabeza de alfiler tomó el tamaño de una pelota de tenis). ¡Son deliciosos los pasteles de manzana de Helen! Y el quedar amodorrado con el periódico en la mano después del almuerzo. Estar rodeado de rostros, de gentes que ríen, de gentes que hablan, de flores, de montañas que sobrepasan en el horizonte la altura de los edificios. Hasta me parecen hermosos los camiones de la basura. No apreciamos en la Tierra todo el valor que la vida encierra. Una procesión de caracoles, los piececitos de un recién nacido... No, no lo apreciamos con toda su intensidad. Tengo miedo. Tengo miedo de regresar y no saber volver a ser un simple hombre. Tengo miedo. Miedo... ¿Huirán de mí? Esta escafandra es ahora como mi piel. Los alimentos encerrados en bolsas, las más sencillas de las necesidades humanas disueltas por medios químicos... En esta cápsula he hecho mi vida, he construido un hogar. Pero un hogar muerto... ¿Se acostumbraría a desenvolverse de nuevo en la sociedad un naufrago que regresara de una isla desierta después de muchos años? Esta cápsula es esa isla desierta. ¿Qué sociedad me aguarda? ¿Seguirá Helen con sus pasteles de manzana? Tal vez ya no se planten flores... ¡Diez años rodeado de mecanismos, de fórmulas, moviéndome en un espacio reducido! Y todo para que, tal vez, me den una palmada en el hombro y me digan: «Este trasto en que viajó se ha quedado viejo. Ya sabemos todo lo que nos pueda comunicar» (Aquella pelota de tenis tomó el tamaño de un globo). ¿Y qué les diré? ¡Hay tanto que decir! Pero todo se puede reducir a unas palabras, a unas simples palabras. Besaré a Helen como si no hubieran pasado diez años. Ella tendrá la belleza de siempre. Esa belleza serena. Quizá la esté idealizando demasiado... Es horrible, ¿y si Helen no fuera como la he recordado durante todo este tiempo? No, la siento a mi lado, la he sentido siempre. ¡Cuántas veces me faltó su aliento junto al mío! El aliento real, no el que producen los recuerdos. Otra vez los pasteles de manzana, el oír llorar a los niños... ¡Si ya no lloran! El mayor debe tener veinte años. Tal vez me encuentre con que soy abuelo. No, no vayas tan lejos. ¡Es como salir de un profundo letargo, es como volver a nacer, es como volver a vivir! Llevaré al más pequeño de mis hijos al parque de atracciones. Subiremos juntos a los columpios, a los toboganes, a los tiovivos... ¿Y si ya no existen los columpios o los toboganes o los tiovivos? (Aquel globo tomó el tamaño de la Tierra). Aterrizaré en el lugar marcado. ¿Me esperarán? Fotógrafos, preguntas de los periodistas, abrazos. Pero yo quiero ver a Helen y a mis hijos. Sólo deseo verlos a ellos, así sabré que realmente soy yo, que sigo siendo el mismo. Antes de emprender el viaje pensaba en el regreso. Un automóvil rodeado de guirnaldas por el centro de las avenidas principales de la ciudad. Gritos, aplausos, confetis que cubrirán mi cuerpo y un mar infinito de manos que intentarán tocarme. ¿Será así? Ya no me importa. Tal vez llore. Alguien se extrañará de que llore un astronauta. Y he llorado tantas veces en estos diez años... Cada vez que la cápsula avanzaba más en el espacio se me antojaba que cada vez más me alejaba de mí mismo. Y hasta pensé que era un instrumento adosado a los instrumentos. ¡La Tierra! Ese color verde y azul de los mares, ese color indescriptible de los continentes...
Al abandonar la cápsula, contempló un paisaje desértico. Nada.
Un viento helado le sobrecogió. Sintió cómo se enredaba por entre sus cabellos después de haberse despojado de la escafandra. Consultó una y mil veces los mandos. Todo estaba sin error. Había descendido en el lugar indicado, aquello era la Tierra.
Pero no había nadie.
Nadie.
Nada.
¿Y Helen, y los niños, y el presidente, y los científicos, y los periodistas, y los amigos, y las naciones, y las fronteras, y los árboles, y los toboganes? Parecía que la Tierra había sido afeitada por completo. El astronauta comenzó a caminar. La brújula señalaba el Norte. Y al Norte estaba, o había estado o estaría, su hogar. Allí tenían que hallarse Helen y los niños. Unas rayas horizontales que formaban horizontes a los cuatro vientos le acompañaban. Y llegó al lugar. Sabía que era aquél por la montaña que se levantaba sobre un cielo azul insultante. La ladera, en otros tiempos henchida de bosques y ahora de polvo calcinado. El astronauta se sentó en el mismo sitio en donde todas las noches contemplaba las estrellas. En aquel lugar en donde Helen se le acercaba y, a su lado, le hablaba de aquella vida que comenzaba a latir en sus entrañas. En aquel lugar en donde soñó tantas veces viajar por el Universo. El astronauta lloró. Pero sin Helen y sus hijos, sin el Presidente, sin los fotógrafos, sin una multitud que se hubiera extrañado de sus lágrimas.
Otra vez el viento helado le sobrecogió. ¿Y si el tiempo le hubiera adelantado a todos? ¿Y si el tiempo le hubiera dejado demasiado tarde? Sólo le quedaba una esperanza: que la Tierra se abriera, que aflorara de su seno las semillas y que éstas cubrieran los campos. Nuevamente o por primera vez. De todas formas sería un principio.
Y el astronauta aguardó a que el polvo le cubriera, a que su cuerpo fuera semilla.
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