Las primeras veces no le dio demasiada importancia. Le había sucedido que, en lugar de apearse en Fontana como de costumbre, lo había hecho una estación antes (en Diagonal) o una o dos después (en Lesseps o en Vallcarca). Entonces se recriminaba andar siempre tan distraído. Tan absorto, tan enfrascado, como le había dicho mil veces Muriel.
Empezó a preocuparse el día en que, al levantar la mirada de unos papeles que llevaba consigo, descubrió que había llegado a la estación de Poble Sec. Así pues, ¡había cogido la línea 3 en sentido contrario! Se trataba, sin duda, de una distracción de gran calibre, porque requería situarse en el andén equivocado. Descendió del vagón, pasó al otro lado y se puso a esperar el metro siguiente, mientras se hacía el firme propósito de prestar un poco más de atención a sus acciones.
Pero solo un día más tarde, al abrir los ojos (insólitamente había encontrado un asiento libre y se había entredormido, mecido por las sacudidas del tren) y hallarse en la parada de Urquinaona, se asustó de verdad. ¿Línea 4? Esta vez ya era demasiado, ¿dónde había ido a coger el metro? Se angustió al constatar hasta qué punto iba despistado por la vida, y se prometió que no le volvería a ocurrir. Pero la situación se fue repitiendo, y en días sucesivos apareció en estaciones de la línea 2 (Sant Antoni: tuvo que salir a la calle y tomarse un café en Els Tres Tombs para reponerse), de la misma línea 4 (una vez llegó hasta Joanic, y una señora le miró con malos ojos cuando le preguntó si no era Fontana) e incluso de la 5, una línea que creía que ya estaba fuera de servicio. Nunca lograba llegar a su destino a una hora razonable y ya había notado inequívocas miradas de desaprobación.
Le daba cierta vergüenza hablar de su problema, pero al final se decidió a comentarlo con su amigo Albert, el nihilista.
–Parece un caso de desubicación –opinó Albert–. Seguro que se relaciona con lo de tus ojos.
–¿Los ojos? –preguntó–. ¿Qué les pasa a mis ojos?
Albert le miró con gesto de sorpresa y extendiendo las palmas de las manos, como diciendo: “Pero, hombre…”
–¿Y qué te va a pasar? –replicó con incredulidad–. Pues que se te giran hacia dentro, eso es lo que te pasa.
Se hizo un silencio. Al cabo de unos segundos, haciéndose cargo de la situación, Albert remató:
–Es muy desagradable. Las pupilas se te meten en las cuencas y los ojos se te quedan en blanco, sin mirar a ninguna parte. Da angustia y un poco de miedo.
Él seguía sin pronunciar palabra. Albert advirtió su desolación.
–¿Pero de verdad que no te habías dado cuenta? ¿Nadie te lo había comentado aún?
–¿Y qué puedo hacer? –interrogó por fin, con un murmullo.
Albert se encogió de hombros.
–No lo sé –suspiró–. Prueba a coger el autobús. O camina, que es muy sano.
Se pasó tres días mirándose al espejo esperando que los ojos se le volviesen hacia dentro, pero no apreció nada raro. No sabía qué pensar y quiso consultar a Alfred, que no era tan amigo suyo como Albert, pero al menos tenía la ventaja de no ser nihilista.
–Pues mira, ya era hora de que alguien te lo dijese, chico –sentenció Alfred, intentando fingir aplomo–. Eso que haces con los ojos es tremendo.
–¡Pero si no hago nada! –protestó.
–Se te quedan abiertos de par en par y completamente blancos, como si te los hubieran pinchado con un alfiler –precisó Alfred–. En serio, impresiona.
Tragó saliva y quiso saber desde cuándo recordaba Alfred lo de sus ojos.
–Oh, diría que te he conocido siempre así –respondió sin vacilación–. Yo, hasta cierto punto, he podido acostumbrarme, pero hay a quien le resulta muy difícil de soportar. ¿Por qué crees que te dejó Muriel?
Quiso responder, pero sintió que se ahogaba y le fue imposible articular palabra. Alfred continuó:
–Ella te quería, ya lo creo que te quería. Hasta que una tarde me explicó, llorando en la barra del casinet, que mil veces había intentado hacerte entrar en razón para que no volvieses los ojos hacia dentro. Y que todo había sido en vano. Dijo que no podía continuar así… Lo siento, chico.
Siguió una ronda frenética de consultas. Todos le corroboraron el fenómeno de los ojos en blanco, y uno a quien llamaban Eudald incluso tuvo la poca delicadeza de hablarle de globos oculares. Por fin, harto de observarse en el espejo, se decidió a visitar a su madre.
–Hijo mío, siempre te quisimos tal como eras –declaró con voz temblorosa–. Pero a tu pobre padre le ponía muy triste lo de tus ojos. Incluso en la cama del hospital, justo antes de morir, me pidió…
No pudo acabar: se interrumpió con un llanto discreto y amargo. Salió deprimido de casa de sus padres y se fue a buscar la línea 3 para encaminarse a Fontana. Al bajar se encontró en la playa de la Mar Bella. Había un grupo de niños jugando a pelota y un par de homosexuales tumbados sobre la arena, desnudos bajo un cielo de nubes bajas. Entonces la descubrió. Caminaba sola por la orilla, con las perneras remangadas y aquella blusa blanca que solía ponerse en sus momentos de mejor humor.
–¡Muriel! –gritó–. ¡Muriel, soy yo! ¡Espérame!
Muriel se detuvo. Él salió corriendo a su encuentro, pero a los pocos pasos tropezó con una raíz y cayó sobre la arena cuan largo era. Se incorporó un poco avergonzado y empezó a sacudirse la ropa. Entonces la descubrió ante sí. Estaba más guapa que nunca, con una sonrisa como un sol de primavera, y le miraba fijamente a los ojos.
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