Tales of Mystery and Imagination

Tales of Mystery and Imagination

" Tales of Mystery and Imagination es un blog sin ánimo de lucro cuyo único fin consiste en rendir justo homenaje a los escritores de terror, ciencia-ficción y fantasía del mundo. Los derechos de los textos que aquí aparecen pertenecen a cada autor.

Las imágenes han sido obtenidas de la red y son de dominio público. No obstante, si alguien tiene derecho reservado sobre alguna de ellas y se siente perjudicado por su publicación, por favor, no dude en comunicárnoslo.

Victor Hugo Pérez Gallo: La abominación de Ur

Victor Hugo Pérez Gallo, Escritor Cubano, Relatos de misterio, Tales of mystery, Relatos de terror, Horror story, Short stories, Science fiction stories, Anthology of horror, Antología de terror, Anthology of mystery, Antología de misterio


Nos conocíamos desde la infancia.

Por eso todos se sorprendieron tanto cuando lo maté.

Cuando la policía llegó, solo quedaban restos sanguinolentos y casi irreconocibles de quien en vida fue Miguel Robles, ingeniero en minas; mi amigo de siempre. Y nadie más que yo estaba cerca de tales despojos… así que el juicio fue rápido; la fiscalía lo tuvo fácil.

En realidad, me condenaron a muerte… aunque luego tuvieron la «misericordia» de cambiar mi sentencia: atribuyéndome desórdenes mentales; me enviaron al hospital psiquiátrico.

¿Loco?, ¿yo?

No.

Necios, ellos.

No saben del horror, de la podredumbre nauseabunda, del terror total del que salvé sus mediocres vidas.

Y es mejor que jamás lo sepan.

Existen en el universo fuerzas indescriptibles que dormitan en profundos abismos, esperando la señal para despertarse y diseminar el caos. Formas que existieron antes de los humanos y que sin duda alguna heredarán este planeta, que hoy llamamos nuestro dominio, porque su paciencia las hace capaces de esperar durante eones. Entes poderosísimos, más allá de nuestra comprensión y de toda nuestra orgullosa ciencia materialista.

Yo lo sé.

Yo los he visto cara a cara.



Supongo que el principio de todo podría ser Moa.


Allí existe una oscura universidad que se agota en turbios laberintos y cuyo claustro de profesores tiene la triste fama de ser los más raros de Cuba. Miguel me contaba que algunos de ellos negaban la fuerza de gravedad, mientras que varios otros afirmaban haber hallado un elemento químico nuevo. Hasta hubo un físico que tenía un cuadro de Einstein en un latón de basura y lo escupía todos los días. Siempre creí que eran exageraciones suyas y que el Instituto Superior Minero Metalúrgico de Moa era solo una más de nuestras universidades, de las que nuestro país se siente tan orgulloso. Con la única diferencia de que allí se estudian ciencias que están más cerca de la Tierra, de sus abismos insondables.

Esa es la clave, tal vez: Geología, Minas, Metalurgia, son las carreras que se allá se imparten.

Miguel primero se hizo ingeniero en minas en ese instituto y luego se quedó a vivir en la misma Moa.

Así que dejé de verlo por años. Se me hizo un hábito diario preguntar por él. Su madre, llena de orgullo, me decía que era un ingeniero famoso y que trabajaba en una de las minas más profundas del país, un riquísimo yacimiento de cromo situado en una región lejana y selvática llamada Punta Gorda.

Un día supe que había sufrido un accidente o algo así, y que le habían dado de baja por la enfermedad mental que tal suceso le había causado.

Poco después me lo encontré casualmente frente a su vieja casa colonial y me saludó con alegría. A simple vista parecía una persona por completo normal. Solo me sorprendió un poco el que, cuando abrí los brazos y los tendí para estrecharlo como se hace entre buenos amigos, él fingiera no advertir mi gesto y hasta retrocediese un poco.

También advertí que su musculatura perfecta, resultado de tantos años de esforzada gimnasia, y que siempre le envidié, continuara incólume: Miguel era el mismo de siempre, un tipo duro.

Pero por otro lado, la edad parecía haber caído con súbita e inexplicable violencia sobre él; tenía el pelo lleno de canas, y descolorido el tatuaje que desde la juventud adornaba su brazo derecho.

¿Efectos del accidente, quizás?

Como dos amigos cualquiera que se reencuentran, hablamos, reímos evocando viejas andanzas… y al fin me invitó a su casa para tomarnos una botella de ron.

El pobre: no tenía idea de que con esa acción estaba echando la primera paletada de tierra sobre su propia tumba.

El caso es que nos tomamos la botella.

Y la segunda, y la tercera...

Hasta que, no sé a qué hora de la noche, pues ya estábamos bastante borrachos los dos, me invitó a bajar al cuarto de desahogo, donde dijo tener algo muy especial que mostrarme.

El objeto en cuestión no era más que una pequeña roca blanca con forma de rombo cortado a la mitad… pero en manos de Miguel relució de pronto con mil colores que es imposible describir. También me llamó la atención su peso aparente, que se me antojó desmesurado para su pequeño volumen; mi forzudo amigo lo sostenía con ambos brazos, y sus gruesos músculos estaban contraídos.

Recuerdo haber pensado que fingía; ningún mineral de la Tierra podría ser tan denso.

—Ella me habla —dijo Miguel, fijando en mí sus ojos excitados. Y en ese momento lamenté haber dejado que bebiera tanto; nunca me han gustado demasiado los borrachos—. Me habla —repitió, y se rió al ver mi confusión—. ¿No me crees? —y entonces, resollando por el esfuerzo de sostener la piedra con una sola mano, con la otra tomó la mía y la puso encima.

Otra sorpresa; la extraña roca estaba tibia, como si la hubieran sacado del fuego tan solo unos segundos antes.

Desagradablemente tibia, de hecho.

Por puro instinto, aparté la mano como si hubiera tocado un ser vivo, capaz de arañar o morder.

—Víctor, por años fuiste mi mejor amigo… así que voy a contártelo todo —dijo él, con los ojos brillantes, y, colocando con cuidado la piedra blanca sobre la mesa cercana, cuyas viejas patas crujieron bajo su peso, confirmándome así de paso que debía ser de veras imponente, se lanzó a una convencida perorata:

Todo empezó hace ya tiempo, cuando aún era estudiante de primer año en Moa. Revisando un viejo librero me tropecé por puro azar con los diarios de Mendiola, Raúl y Cuesta, tres profesores que abandonaron la Universidad años antes de que yo ingresara, y en circunstancias bastante misteriosas. Uno muerto, el otro desaparecido, el otro… mejor ni hablar de eso. Lo curioso es que los tres, cada uno sin saber de las elucubraciones del otro, coincidían en suponer que cierto misterioso talismán de extraños poderes, estaba oculto en el subsuelo de Cuba. Más exactamente, en Punta Gorda. No me tomé muy en serio aquella inexplicable seguridad, hasta que, cuando me enviaron justo a ese yacimiento, se me ocurrió buscar el dichoso objeto en mis ratos libres, aunque sin creer en su existencia. Bueno, pasaron los años, y aunque sin obsesionarme, la verdad es que busqué, busqué… y un día tuve éxito donde ellos habían fracasado. Encontré esta… piedra. También, como a ti, me llamó mucho la atención su inexplicable, monstruoso peso. Supongo que no proviene de nuestro planeta. Cuesta especulaba en sus notas que quizás fuera un fragmento del núcleo de una estrella de neutrones. Pero eso no es lo más raro, sino que, como los tres hipotetizaban, y aún no entiendo sobre la base de qué esotéricas informaciones, he descubierto que funciona como una especie de puerta interdimensional. En ciertas circunstancias, genera un… ni sé cómo definirlo… a fin de cuentas, el antropólogo eres tú, tal vez un túnel que nos comunica con otras épocas u otros mundos. Bueno, la encontré en una galería de la mina… o ella me encontró a mí, el episodio fue bastante raro, no te lo contaré en detalle porque algo me dice que no me creerías. Especialmente considerando que cuando la tuve en mis manos, toda esa sección de la mina colapsó de pronto, y perdí el conocimiento bajo los escombros. Era como si una fuerza inexplicable tratara de que aquella roca no saliera a la luz. Los del equipo de rescate que me sacaron de debajo de toneladas de roca confesaron que no entendían cómo había sobrevivido… Por suerte me dio tiempo de esconderla bien antes del misterioso accidente, y luego pude regresar y recuperarla sin mayores problemas. Pero ahora estoy intranquilo desde hace unos días; sé que ellos la buscan, que saben que la tengo, y están rondando mi casa. Por eso solo salgo de día… y bien armado.

Concluyó, mostrándome entonces lo que escondía entre el cinturón y los pantalones.

Di un respingo, asombrado y, ¿para qué negarlo?, también un poco asustado: era un cuchillo de los que llamamos matavaca, pero tan grande que parecía más bien un machete.

Comprendí al punto por qué no me había dejado abrazarlo; para que no me diera cuenta de que estaba armado.

¿A qué o a quiénes temía mi amigo?

¿Quiénes eran aquellos misteriosos «ellos»?

Empecé a preocuparme. Tampoco me han gustado nunca los locos; intenté calmarlo, pidiéndole que me diera el cuchillo… pero no pude.

—¿Hasta tú piensas que estoy enfermo de los nervios? ¿Tampoco me crees? —dijo con amargura—. Pues ahora te mostraré cuánto te equivocas…

Retrocedí, temiendo que me atacara, furioso. Pero su acción, completamente distinta, me sorprendió: en vez de abalanzárseme agresivo, cuchillo en mano, tan solo se arremangó la camisa hasta el hombro, permitiéndome ver de nuevo el viejo tatuaje de la serpiente con alas confinada en un puño cerrado, ahora con su tinta empalidecida…

Y con un gesto violento, se cortó la palma de la mano, demostrándome de paso que el matavaca no solo era grande, sino que además estaba tan afilado como una navaja de afeitar.

La sangre fluyó, cayendo sobre la mesa, sobre la piedra, que al instante comenzó a brillar en la penumbra. Entonces Miguel sujetó mi mano.

Juro que me resistí, pero no sirvió de nada; él era mucho más fuerte que yo…. Y además, tenía aún el cuchillo Tras breve forcejeo, me obligó a tocar la piedra, que él mismo aferró por el otro lado.

Y ocurrió.

Apenas mi mano rozó la piedra caí como en una especie de somnolencia. Los policías y psiquiatras a los que se los he contado después lo atribuyen al efecto del ron. Pobres diablos sin imaginación, suponen que simplemente caí dormido en el sótano por culpa de la borrachera.

Cómo me habría gustado que así fuera…

Pero juro que no era un sueño, sino una realidad diferente a la que fui a dar. Otro mundo en el que, aun estando presente, no tenía voluntad ni decisión; solo podía mirar y escuchar a través de mis atrasados y humanos sentidos, que tampoco eran del todo míos.

En esa realidad había un hombre atándose la correa de su sandalia y, no sé cómo, pero supe que, de algún modo, ese hombre era yo mismo.

Ya no más Víctor Hugo, el antropólogo que buscaba los secretos de la Semiótica Cultural en las teorías de Clifford Geertz, sino Nimrod, hijo del poderoso Cus. Y Seba, Havila, Sabta, Raama y Sabteca eran mis hermanas y hermanos, padres y madres de futuros poderosos pueblos.

Porque no era yo un Nimrod cualquiera, insisto, sino justo ese Nimrod; el más hábil localizando, persiguiendo y matando toda clase de presas con el arco, la lanza y el hacha. Aquel del que, muchos siglos después, podrían todos leer en La Biblia «vigoroso cazador delante de Yahvé».

Nimrod, el futuro rey de la llanura de Sidar…

Pero eso sería en el futuro; en aquel momento era solo un joven príncipe atándose la sandalia, la espada de bronce en el suelo a su lado.

Fue muy raro. Yo era él y a la vez seguía siendo Víctor, y estaba sobre él y a sus lados, y ya él-yo, tras envainar la espada en la funda enjoyada que colgaba del rico tahalí terciado sobre sus-mis hombros desnudos, bajaba-bajábamos la colina al encuentro de una bella muchacha de pelo negro y le hablaba en una lengua arcaica cuyas palabras no comprendía, pero cuyo significado resonaba sin embargo claramente dentro de mi cabeza.

El extraño poder de la piedra me había permitido burlar el tiempo. Y ahora me encontraba en una época perdida, muchos años antes de Cristo, en un tiempo donde las altas y gruesas murallas de Babilonia, la grande, todavía tenían fresca la argamasa que unía sus piedras.

—¿Babilonia? —dijo la muchacha, que al instante supe que se llamaba Mizraim—, qué cosas tienes, Nimrod… querrás decir Babel —y se rió cristalinamente, mirando una amalgama de casas, por encima de cuyos techos, a lo lejos, se alzaba una alta torre de ladrillo rojo que, por la profusión de andamios que la adornaban, supuse ingenuamente, aún a medio construir.

Yo no supe qué decir ante su corrección, pero ella me dio un beso y se echó a correr hacia Babel.

La seguí, por supuesto. ¿Babilonia? ¿Babel? Qué más daba. Yo era joven, ella también, y además hermosa; sus ojos eran como palomas, sus piernas como gacelas.

Así llegué a la ciudad que no era tal todavía, sino apenas un caos de casas, ánforas de vino, mercaderes fenicios pregonando a puro grito en sus calles, vendedores callejeros de mirra y áloe profiriendo alaridos igual de estentóreos y hetairas con sus sexos oscuros transparentándose provocativos bajo sus finas túnicas de Tiro.

Babilonia-Babel, la grande.

Nunca ha existido urbe que pueda comparársele.

Era mi ciudad y yo su príncipe; todos me conocían y saludaban, a la vez con simpatía y con respeto rayano en la sumisión.

Hasta que me encontré con Nared, el jefe de la guardia real, que me preguntó azorado adónde iba, aconsejándome de inmediato que buscara refugio lejos de las calles, porque se acercaba la caída de la noche y con ella la terrible hora de los efim.

¿Los efim?

Los efim…

Súbitamente supe-recordé quiénes eran y qué hacían y la rabia me enardeció.

Los efim, servidores del dios Tiamek, bilis despreciable de Anu. Antiguos sicarios humanos que habían renunciado a su condición a cambio de la inmortalidad, entrando al vil servicio del malvado hermano gemelo de Tiamat, la horrible diosa serpiente del mar, cónyugue de Kingu, el dueño de las tablillas del destino.

Seres poderosos y fortísimos, de tres metros de estatura, oscuros y alados, que venían todas las tardes a destruir nuestra Torre. Y no era que no hubiera aún finalizado su construcción… es que nos lo habían impedido. Porque estábamos malditos por Tiamek, el envidioso de los hombres.

Recordé mis constantes discusiones con mi padre, el rey Cus, para convencerlo de que había pasado suficiente tiempo desde nuestra derrota, que ya éramos lo bastante fuertes de nuevo y que debíamos enfrentar de una vez y por todas a esos abominables engendros que tenían su sede en la Ur de los caldeos, malditos sacerdotes adoradores de Dagón, Tiamat y Tiamek, con el poder de convertirse en serpientes, escorpiones y otros animales inmundos.

Precisamente a ellos llevaban como tributo sus siervos, los obedientes efim, nuestras mejores mujeres y nuestros productos de la tierra, condenándonos al hambre por temporadas completas. Y no contentos con eso, aún intentaban todos los días devastar los restos de la Torre que resistían a su destrucción.

Como cada día, el crepúsculo era la hora terrible de los efim.

Ya las personas corrían llenas de terror, ya el mercado quedaba vacío. Ya el cielo se oscurecía, más que por el ocaso, por las nubes de alas membranosas de los efim, que arrojaban pesadas rocas y puntiagudos dardos sobre nuestra orgullosa y desgraciada Torre que, de estar a medio construir, pasó directamente a ser ruina sin conocer jamás el esplendor para el que fue concebida.

Porque la Torre fue concebida no solo como un reto a las alturas, sino también a los dioses mismos. Su cúspide debería haber llegado hasta el mismo cielo, y más que por soberbia ni vanagloria, para hacernos famosos. Y para darnos acceso a todo el conocimiento del mundo, volviéndonos semejantes a los dioses que lo atesoraban en las alturas.

Tal había sido el noble plan de mi padre Cus. Era un plan grandioso, sin duda…

Pero Tiamek, dios celoso del creciente poder de los hombres, decidió prohibírnoslo…

Los dioses son falibles y desafiables; aferramos nuestras armas y lo enfrentamos.

Fue una batalla gloriosa, que duró varios días con sus noches… pero al final fuimos derrotados.

Nunca vimos a Tiamek. Los efim, con su fuerza inhumana y su dominio del aire, bastaron para decidir su favor el conflicto.

Y fue la ruina de nuestra ciudad.

Recuerdo confusamente las llamas, la destrucción, los gritos de terror de las mujeres, al orgulloso remate de la Torre cayendo entre nubes de polvo y humo, por entre las que volaban los mismos monstruosos alados servidores de Tiamek que acababan de derribarla.

Aquello había ocurrido tiempo atrás, cuando yo solo era un niño que lloraba y balbuceaba en brazos de su nodriza.

Pero ya habían pasado años de tal desastre.

Ahora yo era un verdadero hombre y no aguantaría más esa afrenta a la dignidad de nuestro pueblo.

Es la ley de la guerra y de la vida. El triunfador que no remata al vencido debe siempre esperar y temer su revancha.

¡Y por Marduk que estaba cansado de todo aquello!

Me quité la mano de Nared de encima y corrí a la Torre. En ese momento escuché un grito; era uno de esos engendros que se llevaba volando a Mizraim hacia la cúspide de la Torre.

No lo pensé dos veces; desenvainé mi espada de bronce y subí de cuatro en cuatro los peldaños de la escalera de caracol que rodeaba toda la imponente construcción, ennegrecida y quemada años tras año por los fuegos rencorosos desatados por los ataques del séquito de Tiamek… pero aún en pie. Como yo, como nuestra ciudad toda.

Los efim se entretenían en saquear las casas y palacios, abajo, y la gente huía de su terrible presencia.

Como de costumbre.

Pero hoy iban a cambiar un poco las cosas.

Casi sin aliento alcancé la cima de la Torre y allí me enfrenté con mi destino: Robram, el temido líder de los efim.

Todavía puedo recordar sus ojos, de un inhumano rojo encendido. Sus orejas apergaminadas y puntiagudas, su rostro cubierto mil veces de un único tatuaje que se repetía como un patrón blasfemo sobre su piel, confundiéndose con las cicatrices de mil batallas que la laceraban. Su musculatura poderosíma, sobre todo la del pecho, encargada de mover las dos gigantescas alas adosadas a su espalda, erizadas de feroces agujas de hueso.

Entre sus manos de garras terribles, Mirzaim estaba tan inerme como el cordero entre las garras del león. La estaba desnudando sobre la piedra gris, con evidentes y terribles intenciones, pero al escuchar mi grito de batalla se irguió en toda su estatura y soltó una carcajada siniestra y opaca.

—Estúpido humano —me dijo luego—, ¿qué haces? Mejor corre para salvar tu vida y déjame terminar lo que he empezado… no se debe hacer esperar a una dama ¿no? —tras lo que me dio la espalda como a un siervo insignificante.

Ningún príncipe de Babel podía tolerar aquella afrenta.

Mi espada se partió en mil pedazos en su espalda nudosa. Indemne, Robram se volvió lentamente y me dijo, con calmada sonrisa:

—¡Nimrod, hijo de Cus!, ¿hasta cuándo nos estarás importunando? ¿Cuándo te convencerás, gusano, de que la Tierra toda es de los efim? Que sus mujeres nacen solo para nuestro placer y que ustedes, viles esclavos apenas si sirven para el sacrificio a nuestro padre Tiamek, el invicto Dios de las espadas y los vientos.

Entonces, sin que pudiera impedírselo, se movió tan rápido como la tempestad sobre la estepa, y con una sola de sus manos enormes y de fuerza increíble me sujetó por la cintura y me levantó en peso, sosteniéndome sobre el vacío pese a todos mis forcejeos.

Me creí perdido.

—Hasta ahora habíamos obedecido la orden de nuestro señor Tiamek de respetar tu vida y la de tu soberbio padre, porque el mayor castigo para la altivez de un gobernante no es la muerte, sino obligarlo a ver cómo sufren sus súbditos sin que pueda hacer nada por atenuar su miseria... pero nuestra paciencia tiene un límite, y tú lo has cruzado con tu estúpido ataque. Nimrod, hijo de Cus, morirás aquí —me espetó, siempre calmado, pero ahora mostrando todos sus dientes, más terribles que los colmillos del más feroz de los leones—. Tu cuerpo será comida de perros y cerdos; tus huesos serán polvo y nadie se acordará nunca más de tu nombre. Tu padre morirá junto a tus hermanos, y en vez de tu olvidada dinastía seremos nosotros quienes gobernaremos en toda la llanura de Sidar y en el mundo…

Pero de repente su voz calló; hizo una mueca de dolor y una hoja filosa le brotó ensangrentada del pecho.

Por un largo instante aún me sostuvo, como reacio a creer lo que le ocurría.

Yo también me quedé mirando estúpidamente la punta de aquella espada ensangrentada, hecha de un material oscuro y poderoso, hasta que Robram me lanzó con ligereza casi despectiva al suelo de la Torre, y arrancando con un alarido de rabia el arma de su pecho inmenso, la arrojó al suelo y se volvió para enfrentar a su nuevo enemigo.

El primer deber de todo capitán de la guardia es proteger a su rey y a su príncipe.

Por supuesto, era el fiel Nared, que había subido tras de mí, y tomando la misma espada que el prepotente efim dejara confiado a un lado mientras desnudaba a la muchacha, se la había hundido en la espalda para salvarme.

Buen Nared. Le debo la vida.

Que Marduk lo tenga en su gloria.

Porque su fidelidad le costó cara; como si no tuviera herida alguna, en un instante Robram lo hizo pedazos con sus garras. Pero cuando creía que yo sería el siguiente, echó a volar seguido de los demás monstruos.

Solo entonces me di cuenta de que ya no estábamos solos; la guardia imperial nos había seguido por las escaleras de la Torre y arrojaba nubes de flechas encendidas a los efim para ahuyentarlos, pues los sicarios de Tiamek solo temen al fuego.

Pasando sobre el cadáver aún tibio de Nared, tomé la espada de Robram y la detallé admirado. El hombre moderno que soy comprendió al punto que estaba hecha de acero, algo común en nuestra época, pero inimaginable en tan remota edad.

¡Con razón partía las espadas de bronce como mantequilla!

El arma, larga, curva y de un solo filo, recordaba a una antigua katana japonesa, aunque sin la guarda. Acudió a mi mente una antigua leyenda de Okinawa: dicen que el misterio de la forja de los sables samurais se lo había entregado a un herrero, a cambio de sus dos hijas mellizas, precisamente un demonio…

Quizás la espada del demonio me permitiera matarlo.

Animado por tan sutil esperanza, levanté el arma ante la multitud que nos miraba y los convoqué a luchar contra Tiamek:

—Pueblo de Babel ¿hasta cuándo soportaremos las incursiones de los sicarios de Tiamek bajando la cabeza y escondiéndonos en nuestras casas como ratas que temen al hurón? ¡Basta ya de darle dócilmente nuestros hijos, basta ya de gemir sumisos bajo su esclavitud! Si pudimos construir la Torre ¡también podremos vencerlos si nos unimos contra ellos! Estos años de paciente resignación han sido el peor de los errores. Pero los hombres son hombres precisamente porque pueden aprender de sus errores. Basta ya de esperar temblorosos las terribles visitas de los efim, perros de Tiamek; los que tengan un corazón en el pecho, los que sientan que no tienen nada más que perder… que me sigan a Ur; vamos a cazar a esos monstruos en su propia madriguera. Y que no haya temor en nuestros pechos, sino júbilo: si morimos, habremos muerto como hombres, como guerreros: luchando. Pero si vencemos, juro que reconstruiremos la Torre, y aún más alta que antes, como eterno recuerdo de nuestra victoria.

Todos gritaron y levantaron espadas, arcos y picas.

Todos menos mi padre, que se encerró en su palacio, aterrado. Cuando lo vi se mesaba los cabellos y su ropa estaba llena de ceniza. Consternado, me dijo que no temía por su vida, porque a fin de cuentas ya era un hombre viejo, sino por la mía, y por la de su ciudad. Me dijo que llevaba el ejército a su destrucción definitiva y que después de mi derrota nuestro pueblo sería esparcido por la faz de toda la tierra.

—No solo te enfrentas a Tiamek, sino a todos los dioses. ¿Acaso no has aprendido la lección que nos costó la Torre? Nosotros, los hombres, no podemos oponernos a los designios de los dioses, hijo mío —fueron sus palabras finales, llenas de temor disfrazado de sensatez.

Confieso que abandoné sus estancias sombrío y pensativo. ¿Estaría tal vez suicidándome junto con todos los que creían en mí? ¿cómo saber si en la empresa que emprendería al día siguiente me esperaban el fracaso o el triunfo?

Me dormí cavilando al respecto.

Soñé.

Esa noche apareció ante mí Marduk, el Padre de todos los hombres. Venía montado en su carro de siete caballos, y yo empuñaba las riendas a su lado. Como mi padre, el Divino trató de persuadirme de que no enfrentara a Tiamek en batalla, que le dejara eso a los dioses, que bien saben arreglar sus asuntos entre ellos sin necesidad de la ayuda de los simples mortales. Ya le llegaría su hora al malvado…

Me desperté sudado en medio de la madrugada, pero tan firme era mi decisión de matar a Tiamek, a Robram y a los demás efim por todo lo que habían hecho padecer a nuestro pueblo, que decidí no prestar atención al sueño.

Como sabe todo hombre moderno, los sueños son sueños y nada más que sueños…

Partimos al amanecer.

Los caminos para llegar a la Ur de los Caldeos siempre han sido tortuosos, y todo guerrero veterano conoce que mientras más nutridas son las tropas, más lentamente avanzan.

Como marché con el ejército completo, pasaron siete días y siete noches antes de que llegáramos ante sus murallas de más de diez metros de altura.

Para nuestra inmensa sorpresa, no había rastro de los feroces efim, ni tampoco nos esperaba en sus almenas ejército alguno en pie de guerra. Las gigantescas puertas hechas de cedro y roble estaban abiertas de par en par, las calles desiertas, los edificios vacíos.

Tan grande era la ciudad que pasaron otros siete días con sus siete noches antes de que llegáramos a su centro. Sin encontrar rastros de los efim. Mis hombres empezaron a alegrarse, imaginando que habían escapado todos, pero yo no podía creer en tanta suerte y me mantuve vigilante.

Durante aquella semana de marcha, mis hombres y yo pasamos en horrorizado silencio ante construcciones ciclópeas que solo habríamos imaginado en los más locos sueños. Capiteles multicolores, inmensos palacios llenos de pedrería y oro, calles que desembocaban en plazas donde solo había un pozo…

Ah, aquellos pozos…

Varios de mis guerreros más fuertes se atrevieron a beber de ellos, y uno tras otro todos enloquecieron con el agua de esos huecos sin fondo, que parecía limpia, pura y cristalina.

A otros los perdí cuando, llenos de codicia, se aventuraron a entrar en los palacios llenos de riqueza y no salieron más.

Efim o no efim, Ur no es una ciudad amable con los forasteros que se adentran en pie de guerra por sus recovecos. Nuevas y terribles sorpresas nos aguardaban.

Al cuarto día de marcha a través de la ciudad fantasma llegamos a una plaza blanca poblada de árboles extraños que daban una sombra fresca, entre pequeñas fuentes de agua y mesas dispuestas como para un convite con odres de extraños vinos, cúmulo de peces y animales asados y bellas muchachas de pecho descubierto y orejas adornadas con zarcillos de oro, que servían las mesas vestidas apenas con mínimos taparrabos.

Eran las primeras habitantes de Ur que encontrábamos.

No daré detalles… solo diré que casi habría sido preferible enfrentar a los efim. Aquellas beldades parecían humanas, pero en realidad no lo eran, sino bestias feroces con la engañosa forma de ángeles. Perdí a muchos otros hombres en medio del frenesí de la lujuria y la gula.

La lujuria de ellos…

Y la gula de ellas.

Cada día, cada instante pasado me costaba más hombres. Y ni siquiera había aún entrado en combate, ni visto al primer efim. Porque no me hacía ilusiones: tendríamos que enfrentarlos, tarde o temprano.

Pronto caminaban junto a mí apenas un puñado de soldados y supe que por largos siglos se cantaría el fracaso de aquella marcha pero no volví atrás. Eran pocos los guerreros que permanecían a mi lado, pero eran también los mejores, los más fieles, los que habían resistido a todas las astutas trampas y las malsanas tentaciones y hechizos de Ur la maldita.

Con ellos me sentía capaz de conquistar el cielo y hasta el infierno.

Pero incluso a ellos los fui perdiendo. Uno a uno.

A la séptima jornada el ambiente cambió. Y digo jornada porque en realidad no teníamos noción del tiempo, nadie sabía si era día o noche. Los templos y los edificios eran tan altos que casi tapaban el cielo, y solo una tenue luz que parecía llegar de todas partes y a la vez de ninguna, marcaba nuestro camino.

Las bestias que habían fingido ser mujeres nos seguían, en silencio. Mil veces habría preferido que nos atacaran, antes que aquella ominosa, expectante presencia.

Quedábamos solo cuatro del gran ejército que había partido de Babel cuando llegamos a un inmenso espacio vacío en cuyo centro se alzaba un templo de columnas tan gruesas que no habrían cabido en la plaza mayor de nuestra ciudad, y tan altas que se perdían en el cielo.

No tenía techo, o no se le veía, de tan elevado.

Entramos.

Un cántico atonal parecía venir de todas partes. Eran miles de los odiosos sacerdotes de Tiamek, arrodillados ante el santuario y murmurando plegarias a su dios.

Y el aspecto de algunos no era del todo humano.

Uno de mis hombres desenvainó la espada y comenzó a acuchillarlos en un extraño frenesí de furia vengadora. Ninguno de nosotros trató de detenerlo, pero tampoco lo imitó.

Y es que no tenía sentido su furia. Los sacerdotes heridos caían al piso sin defenderse, sangraban y acto seguido se incorporaban y continuaban en su obscena letanía como si tal cosa.

Mató a decenas de ellos… en vano; no se defendían y volvían a alzarse, a seguir invocando. Hasta que el horror fue mayor que la furia, y el soldado cayó arrodillado, exhausto.

Cuando pudo ponerse de pie, volvió sobre sus pasos, aterrado, y los otros lo siguieron. Retrocedieron corriendo hacia la multitud de falsas mujeres semidesnudas que nos seguía desde días atrás, y que los absorbió como antes hiciera con sus infelices compañeros.

Ojalá puedan descansar en paz. Creo que la última expresión que vi en sus rostros fue de alivio; el hambre inhumana de aquellas bestias-mujeres era algo que podían entender.

En cambio, la pasiva incapacidad de morir de aquellos sacerdotes me aterró hasta a mí, lo confieso.

Solo que yo no me rendí. Yo era Nimrod, hijo de Cus, príncipe de Babel; así que, no sé si impulsado por la terquedad, el valor o las simples ansias de venganza, pero seguí caminando inexorable hasta el santuario.

Y ahora las mujeres-que-no-eran-mujeres ya no me siguieron.

El mar de sacerdotes se abría a mi paso, cerrando filas detrás de mí.

Al fin pisé los escalones y comencé a subir, hasta la cumbre, contándolos.

Aunque muy pronto perdí la cuenta de los peldaños.

Tantos eran.

Fue un largo ascenso.

No sé si duró un día, una semana, un mes o un año.

Llegué arriba exhausto, pero aún decidido a todo.

La sala en la cima estaba alumbrada por una luz cuyo origen era tan misterioso como la que me había guiado a través de las calles de la ciudad fantasma.

Lo primero que vi, en el centro de la estancia, fue un altar que era un lecho. Sobre él yacía una muchacha, a la que al punto reconocí como Mizraim. Aunque inmóvil, aún respiraba.

Quise tomarla y huir, pero una risa me detuvo. Y qué extraño fue escuchar aquella alegre carcajada en el lugar al que había acudido a luchar hasta el final, a dar o recibir muerte.

Tras el lecho había un hombre sentado en un trono, tomando parsimoniosamente uva tras uva de una gran fuente situada sobre un escabel a sus pies. Me miraba y saboreaba lentamente cada fruta, dejando caer al suelo las semillas.

Supe que era Tiamek. El señor de los efim. Mi archienemigo.

Señaló despectivo a Mizraim:

—¿Te la quieres llevar?, pues adelante, hazlo —me dijo, y su voz tenía las resonancias de la música—. Pero puedo darte mucho más que eso —se incorporó para acercarse a mí… y desconfiado, yo aferré la espada con tanta fuerza que me dolió—. No creo que eso sea necesario —sonrió—. No quiero hacerte daño. Pídeme lo que quieras y te lo daré. Te ofrezco todos los reinos del mundo y su gloria.

De repente vi innumerables naciones que me rendían pleitesía y legiones enteras de guerreros que conquistaban a sangre y fuego para mí nuevos territorios, mujeres y placeres innumerables.

—¿O prefieres el poder que da el dinero, la senda del mercader y el prestamista?

Ahora vi innumerables fuentes de las que brotaban arroyos de monedas de oro y brillantes piedras y hermosas espadas con hojas hechas de acerada luz y empuñaduras resplandecientes.

Entonces supe que no había sinceridad en su corazón y que intentaba engañarme y distraerme con meras ilusiones. Y decidido a combatir treta con treta, empecé a acercármele muy despacio, manteniendo la boca y los ojos muy abiertos, como si el asombro colmara mi pecho.

Siguió mostrándome cosas, tentándome, y cada vez yo estaba más cerca.

Hasta que casi estuve a su lado. Lo detallé: tenía la figura de un hombre alto y rubio, atlético, pero no excesivamente musculoso. Los ojos de un azul frío, el cabello dorado… muy diferente a mi raza de hombres color del bronce con el pelo rizado y los ojos oscuros.

Era hermoso, pero no me engañaba. La maldad reptaba en su corazón, si es que un dios puede tener un corazón.

Me abrazó como un padre a un hijo, diciéndome:

—Nimrod, hijo de Cus… amigo mío; puedes tener lo que quieras, mujeres bellas, ejércitos, riquezas, hermosos adolescentes… Solo arrodíllate y adórame.

Para el hombre moderno que de algún modo seguía siendo, aquella podría ser la solución perfecta a todos los problemas. Evitar el conflicto final de imprevisible desenlace. Negociar. Rendirse al poder superior. Cooperar con lo inevitable. Enriquecerme.

Pero el guerrero que había en mí no quería evitar, ni negociar, ni rendirse, ni cooperar, ni aceptar lo inevitable.

Solo quería venganza.

No obstante, por un momento hasta Nimrod vaciló, y lo sé porque yo también soy él.

Por eso sonreí, abracé al Dios Tiamek, y lo besé, le dije «¡que así sea!»… y entonces le clavé hasta el mango la acerada espada de Robram en la espalda.

Fue un golpe traidor, pero no me arrepiento.

Traicionar a un pérfido que había usado sucias ilusiones para vencerme no era deslealtad.

Súbitamente los muros cayeron y yo estaba en una habitación infinita, llena de paredes rojas, llamas a mi alrededor, gritos de los condenados quemándose eternamente y rodeado de los terribles efim y entonces pude ver la verdadera imagen de Tiamek…

Que es indescriptible. Porque él era todos los efim y a la vez ninguno, y todos los efim eran él, como todas las abejas son la colmena. Un amasijo amorfo de alas cartilaginosas, ojos imprecisos, pelos nauseabundos y garras agónicas que abarcaba todo el espacio frente a mí. Su voz provenía de todos los lugares o del interior de mi cráneo, no lo sé.

En ese momento me di cuenta de que la espada se había derretido en su carne y solo tenía en mi mano la empuñadura con dos cuartos de hoja.

Llena de rabia, aquella voz-que-no-era-voz me decía que era un estúpido hijo de hombres, un tonto que había desaprovechado la oportunidad de la inmortalidad y que por eso sería horriblemente castigado.

Y me sentí levantado por los aires y atado a algo de indescriptible color, como muchas luces y sombras y garras que me iban despedazando en pleno vuelo en medio de un olor pútrido. Los pedazos torturados de mi cuerpo caían a través del espacio, pero como por arte de magia siempre me regeneraba nuevamente para hacer más prolongado el sufrimiento; el fuego quemaba mi garganta y mis ojos perdían visión…

Pero ya sabía de qué pérfidos trucos era capaz el artero Dios Tiamek, para cuyo poder la realidad y la apariencia son solo dos caras de la misma moneda.

Por eso, en un esfuerzo supremo, alcé el trozo de espada que no había soltado y lo clavé con fuerza en el mismo centro de la sombra que me elevaba desgarrándome.

Con un alarido inhumano, Aquello me soltó. Y caí al vacío.

Largamente…



Cuando recobré el sentido estaba en el cuarto de desahogo de Miguel. Lo miré, aún exánime… y supe lo que tenía que hacer.

Lo que no significa que fuese fácil, ni mucho menos.

Antes de que se despertara por completo, tomé su propio cuchillo y lo degollé.

No, no fue sencillo en absoluto. Habíamos sido muy amigos.

Al final abrió los ojos, me miró como con asombro con aquellas pupilas en las que ya se veía la muerte y el fin… y juraría que aquella mirada postrera era también de agradecimiento.

No quiero pensar en la otra posibilidad…

En el suelo, entre los añicos de la vieja mesa que no había podido resistir más tiempo su terrible peso, la piedra seguía brillando tenuemente.

Ya sospechaba que nada en el mundo podría destruirla, pero de todos modos lo intenté. En vano, por supuesto. Cuando la volví a golpear por cuarta o quinta vez con el cuchillo ensangrentado, un fulgor extraño brotó de sus entrañas, partiendo la hoja de acero y derribándome, exánime.

Así me encontró la policía.



Escribo esto porque alguien tiene que hacer algo, y pronto. Ya. La piedra ha desaparecido, quizás hasta haya vuelto al subterráneo santuario de Punta Gorda donde la tomó mi amigo. O a otro escondrijo cualquiera.

Ojalá que haya sido a otro…

Me preocupa lo que puede haber sido de los diarios y las notas del viejo Cuesta. Miguel nunca me dijo que los hubiera destruido, o al menos ocultado. Y sospecho que en Moa, en los claustros de esa terrible universidad aún sobrevive el culto oscuro a Tiamek. El antiguo ritual sigue allí, perpetuándose, creciendo bajo nuestra ignorancia inocente, tras el telón de inocentes estudios científicos de la Minería y la Geología.

Quizás aún no sea tarde… pero debemos de hacer algo ya si queremos que el horror perpetuo no se enseñoree sobre nuestro mundo.

El hospital no ha sido tan duro como me temía. El psiquiatra que me está tratando incluso se ha vuelto amigo mío y ya no me pone camisas de fuerza, al percatarse de que solo escribo y escribo, y que ya no me dan los ataques de antes. Si me porto bien y tomo todos los medicamentos, cada día hasta me regala varias hojas en blanco para que escriba mis «raras fantasías», como él las llama.

Pero es insistente, eso sí. Ayer me preguntó de nuevo por qué fue que maté en realidad a mi amigo… ¡Por Dios! ¿Cuántas veces se lo voy a decir?

La culpa fue de la serpiente alada sostenida en un puño que Miguel tenía tatuada en su brazo.

El mismo horrible dibujo que, grabado a fuego innumerables veces, yo jamás podría olvidar cómo adornaba el rostro de Robram, el cuerpo humano de Tiamek.

No comments:

Tales of Mystery and Imagination