En vida, Gil Balduquín había sido un pobre de espíritu. Pero, a pesar de esta cualidad, fue un deplorable funcionario público. Tenía en su alma un granito de soñador que, por lo visto, es incompatible con el tipo del perfecto fósil chupatintas vulgaris, especie muy extendida en este reino de moluscos adheridos a la roca del Estado. Gil fue oficial tercero de la Dirección de Cuentas Incobrables, covachuela de gran utilidad nacional, como su título expresa. Gozaba de cuarenta y tres duros al mes, con los que tenía que dar de comer —¡oh, qué ficción alimenticia!— a varios rapazuelos esqueléticos y a una esposa gruñona, cuyo vientre habíase inflamado mucho con los abundantes y excesivos alumbramientos. Pero Gil no era anarquista, como parece lógico después de conocer su pa raíso familiar. Gil era hombre de orden y tenía miedo a la venida del bolcheviquismo. Esta majadería se le contagió al oírsela a su jefe, que era una especie de ballenato con anteojos y gorrito, propietario y un poco prestamista y miembro de la Liga Antipornográfica, cosa razonable a su edad, ya que, como hemos dicho en otra parte, la moral es el sarampión de los viejos. A todos les da…
El pobre Gil, intoxicado por el estilo de las minutas, era infeliz, y un día tuvo la mala ocurrencia de suicidarse.
Fue a primero de mes. Después de cobrar en la oficina, al tornar a su casa se halló sorprendido con el lechero, el panadero, el tendero y el carnicero y otros más minúsculos proveedores de la familia Balduquín, que habían decidido celebrar junta general de acreedores en el rellano de su piso. El pobre Gil sintió, al verlos, la desagradable emoción de un conejo en una asamblea cinegética. Como le era imposible pagar a todos, concibió el igualatorio propósito de no pagar a nadie. Pero los honrados comerciantes le gritaron ciertas palabras que, pronunciadas en la calle, justificarían una multa de cincuenta pesetas; le agitaron por las solapas del gabán y le rompieron un ala de su hongo. Los enemigos eran gente bien alimentada y de una musculatura muy superior a la de Gil Balduquín, que sólo se nutría con chocolate crudo los más días del mes.
El pobre Gil recibió una regular somanta; pero conservó para lo que él había oído llamar el sagrado del hogar sus cuarenta y tres duros intangibles. Todas las vecindonas habían salido a sus puertas, en chanclas y con el moño al trote, a gozar del bellaco espectáculo. Gil ni siquiera intentó defenderse de los agresores. Recibió la paliza heroicamente, aunque toda la gentualla, al observar su pasividad, opinó que Gil era un cobarde. La defensa de sus cuarenta y tres duros fue magnífica y conmovedora, aunque incomprendida. Pero es que él sabía que era preciso comprar zapatos a todos los chicos…
Y no intentó pegar porque lo consideró un alarde ridículo. Tenía las manos débiles y el resuello metido dentro del cuerpo por las cotidianas griterías de su jefe. En este caso, lo heroico fue dejarse zurrar como un saco de paja y sonreír como un estoico ante las patadas en los riñones y los puñetazos en el maxilar.
Pero he aquí que en medio de la tremolina, salió su esposa. Le vio y le metió para dentro como una cosa derrumbada. A Gil le dio vergüenza que su esposa le viese así de tundido y de humillado. Fue un resabio romántico de la juventud, en la que gustamos de aparecer como Amadises ante nuestras amadas. Ella tampoco reconoció el valor heroico de su actitud, y exclamó, mirándole con desdén:
—Has debido tirarlos a todos por las escaleras. ¡Eres un pobre diablo!
Gil sorbió una lágrima. Dejó casi todo el dinero sobre la camilla —se quedó con una peseta— y se fue otra vez a la calle, recomendando al salir a su incomprensiva cónyuge, con su humildosa voz de pobre hombre:
—No dejes de comprar eso a los pequeños…
Verdaderamente, los infelices andaban desde hacía muchos días con los pies en el suelo, por haber tenido la inoportunidad de caer, al venir a esta bola, en el hogar de un burocratilla español, animal entre molusco y camaleón, mártir de la Administración pública y última ruedecilla de la maquinaria social. Se fue de su casa y vagabundeó por la ciudad. El pobre de espíritu pesó el dolor oscuro de toda su vida, y con la fugaz irascibilidad de los débiles, quiso rectificar su eterna mansedumbre con un acto de valor. Y pensó en suicidarse, que es la resolución que se ofrece en primer término a los pobres de espíritu como él.
La vida había sido un legado desagradable de su progenitor, otro Balduquín también de la clase de fósiles chupatintas. Había heredado juntamente la anemia por mala alimentación, y un cólico de gerundios de carácter crónico.
Desde niño hasta sus cuarenta años, la Necesidad, la flaca y parda compañera, le atenazó cruel. Siempre el hambre en el umbral de su hogar, siempre los nudillos descarnados de la pobreza llamando a su puerta. Es difícil detallar el dolor tragicómico de esas vidas de Balduquines. Es el frío —tienen tan pocas mantas en el lecho, y su sistema de calefacción se retrotrae al arcaico brasero que atufa, en el que se caen los Balduquines párvulos y cuya eficacia se reduce a quemar la suela de los zapatos—; es el aburrimiento, la pena, el fracaso, la falta de esperanza. ¿Qué mejoramiento obtiene cada Balduquín cuando asciende, cada diez años? Un poquito más de calderilla, disputada rabiosamente por sus cofrades de covachuela. En torno a cada ascenso, luchan los chupatintas como perros sarnosos por un hueso. ¡Pobres gentes sin fuerza ni dignidad colectiva, llenas de minúsculas malignidades y pobreza de espíritu, que, como no han sabido ser una entidad social respetable, aguantan en su trasero remendado todas las patadas más o menos directoriales! ¿Qué Balduquín no está lleno de deudas? ¡Gil había sufrido mucho con el acoso de los acreedores, y, sobre todo, aquel día, que habían llegado a tundirle, a humillarle, a arrastrarle por el suelo, como si fuese un pingo! Y todo esto delante de las vecindonas, delante de ella —la que fue ella en unos versitos absurdos de cuando eran novios—, a la que seguía amando a pesar de aquella inflación antiestética del vientre. Ella no había comprendido su heroísmo, le había tratado con desdén. ¡Era preciso morir! ¡Estaba tan harto!
Pensó en sus niños, y una lágrima se le deslizó por la nariz, quedándosele colgando en la punta. A ella le quedaría viudedad, el donativo de Montepío de Balduquines y el importe de un seguro de vida que el previsor Gil había ido pagando con la calderilla reunida que se hubiera gastado en fumar. ¡Eran tres mil pesetas lo que su familia reuniría a su fallecimiento! ¡Pobre gente, la que para tener tres mil pesetas juntas era preciso que estirase la pata el cabeza de familia!
Después de escoger minuciosamente la manera de quitarse de en medio, pensó en cierto estanque que hay en la Moncloa, que ya ha servido para el baño final de algunos desgraciados. Casualmente Balduquín se había traído de la oficina un voluminoso expediente para despacharlo en casa. ¡Había tanto trabajo en el Negociado, trabajo inútil, naturalmente, pero que servía para justificar los cuarenta y tres duros del día primero! A pesar de la refriega, Balduquín no abandonó su expediente, como un militar no hubiera abandonado su bandera. Ahora le serviría para realizar su siniestro propósito. Se ataría al cuello el expediente, y al estanque… ¡No había miedo de que saliese a la superficie con tantos kilos de sintaxis burocrática colgando del pescuezo!
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