A Isaac Asimov
Ninguna sociedad acepta a sus escritores
hasta que ha asimilado lo que dijeron. (Octavio Paz)
Recuerda la promesa arrancada a Janet: cuando no quedase vida en él, cuando el corazón dejase de latir, esa prisión deteriorada sería cenizas al viento. El escéptico humanista deseaba volver al polvo. Él, aquejado de pteromeranofobia, añoraba el aire. Un hombre es sólo una azarosa combinación de casualidades y contradicciones.
Le costó mucho comprender. Le ha costado aún más aceptar. Tras el apagón, la nada. Sólo una neblina reconfortante, un sopor acogedor: la ausencia de los sentidos, el reposo del intelecto, la codiciada inconsciencia… El fin de la angustia. Todo cuanto había esperado tal y como lo había supuesto: el Paraíso. Por un tiempo. Hasta que un día, como Lázaro, escuchó la llamada.
―Padre, ¿qué debemos hacer? Tú lo habías previsto. Líbranos de todo mal ahora ―la voz suplicante le saca de su ensimismamiento.
Ha pasado muchos años en esa pequeña caja de metacrilato que preside la Sala de los Destinos. No se queja; aun sin cuerpo, sigue sintiéndose cómodo en los espacios reducidos ―ha descubierto otra clase de memoria que trasciende la memoria de la carne―. Algunos días el viejo racionalista aprecia la ironía. Naturalmente podrían haber escogido a cualquier otro científico eminente, uno más brillante que él. O quizá no: sólo un maestro de la ciencia-ficción se habría enfrentado a la realidad, a las profecías que antaño creyó inocentes frutos de su ingenio. Sólo un escritor se creería aún capaz de ofrecerle un final alternativo ―uno incluso feliz― a la humanidad.
Los Jueces, todos por debajo de los cincuenta, dan muestras de impaciencia. Demasiado jóvenes para entender que el tiempo es tan relativo como irrelevante es su respuesta. Poco importa ya el hongo que crece por momentos, oscuro y amenazante. Mientras las calles, ignaras, preparan los festejos por el bicentenario de su advenimiento, el descomunal guijarro surca los cielos resuelto, como lanzado por una mano gigante de puntería divina.
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