Samaritana, Retrato de Salomé Guadalupe Ingelmo por Alejandro Cabeza |
No creáis nada por el simple hecho de que muchos lo crean o finjan que lo creen; creedlo después de someterlo al dictamen de la razón y a la voz de la conciencia.
Buda
La diferencia entre un esclavo y un ciudadano
es que el ciudadano puede preguntarse por su vida y cambiarla.
Alejandro Gándara
Cuando el teniente O’neal entra en el cubículo de la capitán Jenkins, la encuentra entretenida practicando su deporte favorito: infligirse cortes en la cara interna del antebrazo, en la carne tierna cubierta por una delicada piel de alabastro casi translúcida, que revela el trazado de sus venas. Una piel que él ha besado en alguna ocasión.
La teniente, que maneja la cuchilla con la maestría del experto, observa fascinada cómo la sangre brota de cada nuevo corte. Aunque todos son pequeños, se vuelven cada vez más profundos. Está tan enfrascada en su tarea que ni siquiera le oye entrar.
―Perdón, capitán. He llamado a la puerta, pero quizá no me haya oído ―dice incómodo.
Mientras habla se esfuerza por no mirar el brazo surcado de viejas cicatrices, costras y heridas frescas. Aunque la autolesión es una práctica frecuente entre los soldados y la población civil, y él mismo ha recurrido a ella en alguna ocasión, no soporta la idea de que la capitán desfigure ese cuerpo perfecto innecesariamente. Pero sobre todo le preocupa que la frecuencia y regularidad con la que disfruta de su pasatiempo sea indicio de un desequilibrio mental incurable.
A todos, en la base y en el resto de la ciudad ―y por cuanto él sabe también en el resto de ciudades de la Confederación y en todo el mundo―, se les suministran los mismos fármacos para combatir la angustia y mantener a raya las fobias y manías. Sin embargo ha tenido oportunidad de escuchar retazos de conversaciones susurradas entre los doctores de su regimiento, y así ha descubierto que algunos individuos no responden positivamente al tratamiento. El desajuste entre el mundo en el que viven y el mundo en el que desearían vivir es tal que no lo soportan, y reaccionan aumentando su grado de agresividad. Aunque el teniente O’neal carece de formación médica, deduce que esa circunstancia ha de verse agravada en el caso de la capitán. Pues los militares, a diferencia de la población civil, no toman regularmente inhibidores de la agresividad. De hecho, a quienes son enviados a las fronteras más conflictivas, se les suministran potenciadotes de la misma durante las semanas previas a su partida.
―No se preocupe, teniente ―la mujer abandona su tarea pausadamente, sin dar muestra alguna de pudor. No parece considerar su hábito un signo de debilidad. O, si lo hace, no le importa revelarse débil ante el capitán. Se siente cómoda con él. Y eso es algo que no le sucede con el resto de compañeros con los que se acuesta.
El ejército no permite que sus integrantes tengan pareja estable ni hijos ―incluso reduce los encuentros con los padres y familiares estrechos al mínimo indispensable―, aunque ve con buenos ojos las relaciones entre los soldados siempre que sean esporádicas y de naturaleza puramente física. Se fomentan los encuentros anónimos, guiados por la urgencia de los impulsos sexuales, pero se persigue y castiga severamente cualquier comportamiento sospechoso de romanticismo. No obstante el teniente le resulta muy estimulante. Tanto que a menudo irrumpe en sus sueños a pesar de los supresores químicos de la actividad onírica y del Supervisor del Sueño. No importa el contenido programado por los doctores ni la potencia a la que regulen el aparato. Los electrodos que colocan en su cabeza no logran evitar que él reaparezca cada noche. Incluso cuando está despierta, se convierte en protagonista de sus fantasías. Y a pesar de los riesgos que ello entraña, ha de reconocer que no está dispuesta a renunciar a ese pequeño placer.
Nunca han entrado juntos en combate, pero sospecha que, de encontrarse en una situación límite, los sentimientos que empieza a experimentar hacia ella podrían poner en riesgo a ambos. La primera regla de oro del buen soldado advierte de que cada uno debe pensar únicamente en sí mismo, es su propia seguridad. Sólo así se logra reducir el número de bajas. Por eso intenta con todas sus fuerzas apartarla de su mente. Aunque los indudables esfuerzos se revelan vanos.
―El coronel quiere verla en su despacho inmediatamente ―anuncia tras una larga pausa durante la cual ha sopesado la posibilidad de que los superiores estén al corriente de su comportamiento anómalo.
―El avión les aproximará cuanto pueda a su objetivo, pero aún deberán realizar un largo recorrido por el desierto. Si se acercase demasiado, correrían el riesgo de ser descubiertos. Y es de vital importancia que el enemigo no se percate de su presencia hasta que hayan dado ustedes con la doctora Ahmad y la hayan sacado del campo en el que se encuentra. Es una gran oportunidad para obtener un ascenso. Espero que sepa agradecérmelo algún día ―el coronel ensaya una mirada lasciva. Al no recibir ninguna respuesta, el hombre de mediana edad carente de atractivo decide dar por concluida la conversación con su subordinada―. Ahora más vale que mueva el culo y prepare su petate. El avión sale dentro de dos horas ―espeta visiblemente irritado―. Por cierto, se me olvidaba: tiene usted que elegir a un compañero de misión. Dada la naturaleza de la misma, éste deberá ser necesariamente un hombre.
Es consciente de que su elección no resulta la más apropiada. Sin embargo, antes de que pueda darse cuenta, se oye decir: “el teniente O`neal, señor”.
―Hay algo que no entiendo, capitán: si esa mujer ha sido capaz de encontrar la cura para la hipovolemia filoviridoica severa, ¿por qué el Bloque Árabe Unido no ha financiado sus experimentos? ¿Por qué la tienen encerrada en un campo de detención y reeducación en mitad del desierto?
―Porque ha sido muy crítica con el régimen. Y los disidentes no son tratados con mano blanda en el Bloque.
―No lo dudo. Pero la población civil no muere sólo en nuestra Confederación o en la Alianza Europea. Miles de personas sufren las consecuencias de la enfermedad también en el Bloque. ¿Acaso ellos son tan estúpidos o tan crueles como para no querer salvar a su gente?
―No lo sé, David ―reconoce, llamando por primera vez al teniente por su nombre.
Una vez localizado el campo, empieza la parte más arriesgada de la operación: la capitán deberá infiltrarse en el recinto disfrazada de reclusa y ganarse la confianza de la doctora, hasta lograr convencerla de que escape con ella. Si el temor a las represalias o la suspicacia hiciesen ese plan inviable, tendría que reducirla y sacarla de allí por la fuerza.
―¿Cree que podrá hacerlo sola?
―No me queda más remedio. Yo puedo pasar desapercibida ahí dentro, pero para usted resultaría imposible.
―Ten mucho cuidado, Jane ―implora el teniente mientras se esfuerza por atisbar sus ojos tras el tupido velo que los cubre.
Bajo esas incómodas mortajas es imposible distinguir a unas mujeres de otras. Se acerca a las reclusas y llama a todas por el nombre de la doctora. Pero lejos de obtener respuesta, sólo logra sembrar la desconfianza entre sus nuevas compañeras. Al poco todas la rehúyen como si fuese portadora de la hipovolemia filoviridoica severa. Hasta que un día despierta sobresaltada con una mano tapándole la boca.
―¡Tss! ¿Está loca? Si sigue así, conseguirá que la maten. Es usted de uno de los estados de la Confederación Americana, ¿verdad?
―¡Qué tontería! ―replica.
―Habla bastante bien el árabe y su acento no está nada mal. Mientras siga limitándose a responder con frases cortas, dará el pego. Siempre y cuando deje de soñar en voz alta, claro está. Por cierto, ¿se puede saber quién es David?
La capitán Jane lleva demasiados años necesitando hablar con otro ser humano, y no se le ocurre nadie mejor que esa desconocida. Decide contarle sus intimidades, esas que jamás podría revelar a los médicos de la base sin arriesgarse, en el mejor de los casos, a un consejo de guerra.
―Sé que hay algo anormal en mí. No debería soñar, pero lo hago. Hace algún tiempo que los sistemas de sueño inducido no me sirven para nada. Cada vez más frecuentemente no veo las imágenes que mis superiores han ordenado programar para mí, sino otras totalmente distintas que escapan al control de los médicos y al mío propio. Por el momento he conseguido que mi anomalía pase desapercibida, pero acabarán por descubrirme antes o después. ¿Soy un monstruo, doctora?
―En absoluto. Soñar es la actividad más humana que existe. Yo diría que es usted una esperanza para todos nosotros. Una promesa para la raza humana.
―Hay algo más… ―añade titubeante―. Me hago daño ―explica con aire infantil mientras deja al descubierto su antebrazo.
―Es una reacción normal, propia de los individuos que padecen una gran ansiedad. Cuando se somete a un sujeto a una presión excesiva y éste no encuentra otra válvula de escape, desarrolla una agresividad que termina dirigiendo contra sí mismo. Es una reacción típica de los animales enjaulados. A usted la convencieron de que vivía permanentemente amenazada: el Bloque, que presuntamente pretende aniquilar su cultura; las recurrentes epidemias de hipovolemia filoviridoica severa… Es normal que se haya convertido en una olla a presión. Y por lo que veo, su organismo rechaza los inhibidores… ―reflexiona en voz alta―. Yo diría que es una buena señal. Muy buena señal. Quizá todavía haya esperanzas de volver a ser libres.
Durante los días sucesivos hablan mucho por las noches, mientras las demás duermen. Parece existir una cierta complicidad entre ambas. Aunque ésta se esfuma cada vez que la capitán recuerda el propósito de su misión. Entonces la doctora se pone súbitamente tensa. No está dispuesta a escapar. Y a la capitán le repugna la idea de tener que sacarla de allí contra su voluntad y recurriendo a la violencia. Por eso intenta evitar el plan alternativo y se esfuerza por convencer a su nueva amiga con argumentos razonables. Aunque es consciente de que no le queda demasiado tiempo. Cada día que pasa allí dentro, aumenta el riesgo de ser descubierta.
―Pero ¿por qué no quiere acompañarnos? ¿Por qué se obstina en condenarse a morir aquí dentro cuando podría ser libre?
―¿Libre? ¿Llamas libertad a lo que impera en la Confederación? Yo viví allí hace algunos años, cuando era una joven estudiante de medicina. Y recuerdo que la libertad consistía en un espejismo. Además merezco ser castigada. Ninguna pena logrará limpiar mi conciencia.
―¿A qué maldito lavado de cerebro la ha sometido su gobierno? ¿Cómo puede decidir inmolarse sabiendo que podría salvar usted a millones de personas?
―¿Salvar? ¿Qué dice usted, criatura?
―Si viniese con nosotros, la Confederación pondría a su disposición todos los medios necesarios para que fabricase usted la vacuna y el tratamiento contra la hipovolemia filoviridoica severa a gran escala.
―Ya veo. Sus superiores le han contado una sarta de mentiras. Yo jamás experimenté para encontrar su cura. Simplemente soy su creadora. ¿De verdad tú te crees más libre que yo? Mírate bien. Puede que yo viva prisionera bajo este velo, pero al menos me queda la esperanza: aún puedo soñar libremente por las noches. Tú ni siquiera sabes lo que es eso.
―No es cierto ―se revela con un enternecedor mohín como si estuviese a punto de echarse a llorar.
―Y ¿qué sueñas, Jane? ―pregunta la doctora en tono maternal.
―Quiero despertarme cada día sin pensar que algo terrible me amenaza. Sueño con un hombre. Con una familia y una vida tranquila, sin más miedo.
―Es el teniente O’neal, ¿verdad?
―Sí ―se ruboriza la capitán.
―Entonces huye y llévatelo contigo, Jane. Escapa de tu mundo y también del mío. El mío no te permitirá hacer tu sueño realidad. Y el tuyo ni siquiera te permitirá soñarlo. Debes crear tu propio paraíso lejos de los hombres, querida. Si lográis sobrevivir, quizá podáis convertiros en unos nuevos Eva y Adán. Quizá logréis repoblar la tierra de seres verdaderamente humanos un día. Debéis encaminaros al sur, a las marismas donde, en tiempos de mis antepasados, se refugiaban los proscritos que se atrevían a oponerse al poder despótico de los palacios y templos.
―Pero eso se encuentra más allá de los límites de seguridad ―exclama horrorizada―. Allí estaríamos expuestos a la enfermedad y pereceríamos en pocos días víctimas de dolores terribles. Perderíamos sangre por todos los orificios de nuestro cuerpo, los órganos internos se colapsarían y el sistema nervioso sufriría daños irreversibles en las primeras veinticuatro horas ―recita de memoria los terribles síntomas aprendidos en el manual.
―¿Cómo puedes ser tan inocente? No has entendido nada, ¿verdad? Ese virus no existe. Nunca fue capaz de reproducirse de forma natural ni resultó contagioso. Podrías vivir junto a los afectados y comer de su mismo plato o mantener relaciones sexuales con ellos sin riesgo alguno. No se propagó por el mundo gracias a la extrema movilidad de la que sus pobladores gozaron antaño. Fue y sigue siendo una epidemia controlada, provocada por los gobiernos de cada uno de los grandes bloques para deshacerse de los disidentes y sembrar el terror entre la población. Para convencer a la pobre gente de que sin su protección quedarían a merced del enemigo. Fue la excusa perfecta para cerrar las fronteras y alimentar el miedo y el odio hacia los extranjeros en cada rincón del mundo. No existen los buenos y los malos, Jane. Sólo los reyes y los peones. Y de éstos últimos se puede prescindir sin ningún género de remordimiento. Tú no has sido enviada aquí para evitar que el Bloque siga produciendo el virus con mi fórmula o para conseguir un medicamento para los habitantes de la Confederación que están enfermos. Tú no has sido enviada para liberarme, sino para raptarme. Lo que tu gobierno necesita no es una cura para su gente, sino alguien capaz de producir el virus en sus propios laboratorios. Alguien que les permita ahorrar la exorbitada cantidad de dinero que pagan cada año al Bloque para obtener las dosis del virus que serán inoculadas en los desafortunados elegidos.
Al Qurnah, 29 de mayo de 2065
A pesar de la gran labor que está realizando, la doctora aún no se ha perdonado. Temo que quizá no lo haga jamás. Sin embargo a menudo parece satisfecha cuando regresa de visitar a sus pacientes. Yo también me siento orgullosa, porque si no la hubiese convencido de que huyese con nosotros, ahora esta gente no tendría ningún consuelo. Pasa la mayor parte del día yendo de choza en choza para paliar el sufrimiento de quienes enfermaron en parte por su culpa. También estudia mi sangre. Está intentando sintetizar un bloqueador de los inhibidores empleados en la Confederación y en el Bloque, a los que yo me revelé inmune. Pero aun así le queda algo de tiempo para jugar con el pequeño David. Es un niño muy despierto y obediente. Quizá demasiado para mi gusto.
A veces su padre y yo le exigimos que ejecute órdenes estúpidas o a todas luces injustas. Y cuando él se dispone a acatarlas, le amenazamos con un castigo ejemplar. No somos sádicos: no pretendemos que viva en el terror, sino que aprenda a razonar por sí mismo y a decidir qué órdenes deben ser obedecidas y cuáles no. Queremos que sepa distinguir qué señores merecen respeto y obediencia y cuáles deben ser combatidos. Y así quizá un día se convierta en un moderno Moisés o un nuevo Espartaco para todos nosotros.
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