Nuestras bandas eran paralelas, pero nuestros horarios eran distintos: mientras yo avanzaba hacia el zepelín de las cuatro de la tarde, ella volvía a casa en el zepelín de los trabajadores que salían a las tres y media. En incontadas ocasiones nuestros ojos se habían encontrado, anhelantes. Aquella sombría tarde de verano, ella se decidió: sus labios se desprendieron de su hermosa boca y llegaron hasta los míos como pájaros blancos, aleteando suavemente. En el mismo instante ella cayó fulminada; de la ventana de su departamento había salido un rayo violeta que se insertó limpiamente en su nuca. Comenzaron a sonar las sirenas; todos en las bandas permanecimos quietos. Yo levanté la vista hacia la ventana, aún llevaba aquellos labios trémulos pegados a mi boca. Entonces lo vi: el Compañero Asignado de ella me miraba con ojos encendidos. Pronto llegarían los miembros de la guardia de Orden para los Trabajadores y se lo llevarían, quizás para siempre.
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