I: El museo
Hay sacramentos del Mal a nuestro alrededor
ARTHUR MACHEN
Dos leyendas circulan en torno al Museo del Chopo. La primera nos habla de una ciudad espantosa construida alrededor de este bello Templo (que alguna vez alojó a una orden hermética llamada "La Cruz Resplandeciente", integrada por masones defraudados y altivos rosacruces) con el propósito de, llegado el día, poder tragárselo vivo: un gran monstruo de concreto gris engullendo a una pequeña, pero espléndida, quimera de hierro verde. La idea de una ciudad construida para destruir a la belleza sigue dotando a mis pensamientos de una cierta melancolía que la segunda leyenda, opuesta radicalmente a la primera, esfuma de inmediato. Se refiere también a un Templo, pero esta vez consagrado al oscuro ritual de la diosa Cibeles, ignorado sobreviviente de los horrores de la Inquisición, destinado a convertir, una vez que haya signos propicios en el cielo, a la gran ciudad que lo rodea en un gran sucedáneo del Templo: una pequeña quimera de hierro verde extendiendo su roña iniciática hasta sustituir con el suyo el parco estilo del gran monstruo de concreto y reclutar a sus habitantes, que hasta entonces no han sido otra cosa que autómatas, entre los adeptos a un culto cuyos orígenes se pierden en la noche de los tiempos. Ambas leyendas, divulgadas seguramente por jóvenes aficionados a las ciencias ocultas, me satisfacen sólo hasta cierto punto, pues entreveo, en esa mortificación del hierro, en ese cúmulo de incipientes gárgolas de utilería, al Gaudí primigenio, que construye un templo, sí, pero no un templo real, humano, sino una siniestra farsa, una burla cósmica de los templos que construyen los hombres, y es que, ante ciertas edificaciones providenciales, el hombre sabe reconocer la escritura blasfema que difamará para siempre su memoria.
También hay quienes, en un afán de armonía general, quieren aliviarnos un poco diciendo: tanta belleza reunida en tan pequeño apéndice de tan enorme monstruo termina por opacar la fealdad del conjunto, pero desgraciadamente esta hipótesis, aunque romántica, es falsa: ninguna estrella, por luminosa que sea, nos hace olvidar la noche que la contiene.
Un dios me ha dado en un sueño ámbitos de fiera luz y complicada imaginería de metales, y he creído discernir en ellos las galerías de un Museo de Historia Natural cuyas vitrinas exponen todo aquello que Barnum y sus discípulos han preferido dejar en el olvido: hermafroditas, hombres-lobo, inquietantes enanos momificados o conservados en formol, dientes de vampiro, maletas, lámparas y libros de piel humana, mandrágoras, algas alucinógenas y, ocupando el espacio central, la osamenta semicarcomida de un monstruo que los anales de la paleontología no registran: el Megalorium Tremens, dinosaurio alado, bicorne y a todas luces carnívoro que asoló los bosques petrificados del carbonífero con su pestilente carga de furia primitiva y huesos que son músculos que son huesos, rey innegable de los vertebrados habidos y por haber, presidiendo su cohorte de fenómenos con las cuencas vacías que los siglos quieren ornar de telarañas. Mirarlo, imaginar los ojillos brutos que alguna vez brillaron ante la carne fresca es quedar petrificado, ser por un momento el fósil de un insecto extinto que, como castigo por mirar demasiado aquello que ni ojos animales ni ojos humanos debieran ver, ha quedado plasmado en un trozo de ámbar.
El sueño, empapado en luz verdosa, se sucede con la lentitud angustiada de los laberintos, galería tras galería, y cada vitrina supera en originalidad y en horror a la precedente, siendo única en su clase y, aunque en apariencia insuperable, prefigurando siempre a otra aun más atroz. El sueño se desvanece cuando, ante la penúltima pieza de la colección (es tan horrible que algo peor no se concibe) retrocedemos, temblando, y al tratar de huir nos damos cuenta de que todas las galerías conducen fatalmente a esa vitrina que, además, carece de clasificación o notas explicativas. No he podido nunca recordar con precisión su contenido, pero si una piedad del dios me lo impide, no quisiera nunca dejar a ese dios tejer su lenta pesadilla más allá de donde acostumbra, porque entonces el olvido no sería un consuelo ni tampoco, sospecho, lo sería el despertar... si es que tal cosa es factible cruzados ciertos límites...
Disfrazado de Museo, el edificio pasa como tal durante la vigilia, y un dios misericordioso ha querido que, por esta vez, la máscara sea la cara y que el Museo sea el Museo y no el Infierno. Pero nos ha legado el sueño, que los concilia, porque hay una región (que algunos llaman el Museo) donde el sueño y la muerte son la misma cosa.
2: H. P. Lovecraft
Hay hombres que hablan solos con su sombra
Y clavan en la luna de jacinto
Dones de clara luz, color extinto,
Mas este nada sino espantos nombra.
Dudosa de su curso va la alfombra
Poblando de arabescos el recinto.
No hay nadie. Estoy aquí. No soy distinto
AI rey que hace prodigios y se asombra.
Del triste Marte en clámides de amonio
El Morador Fatal envió su frío
Mandato, que es un ángel o un demonio.
Una cosa perdí, sin ser su dueño:
Fantasma acaso, palidez de estío
Disuelta en el aroma de mi sueño.
3: El escarabajo
Me aproximé, una tarde del verano de 1946, para ver mejor la pieza de escultura primitiva que un arqueólogo profesional me había enviado aquella mañana. Según él, provenía del Gales druida y representaba al terrible Zoigor-Asenathoth, deidad primigenia regidora del Fuego Que Se Arrastra Y Enloquece. A primera vista, parece ser un escarabajo idealizado a extremos patológicos: los cuernos que lo coronan están dirigidos a puntos diferentes del espacio, su coraza estuvo recamada alguna vez de piedras preciosas (un rubí, un granate perviven) y parece hallarse en decisiva posición de ataque. Un segundo vistazo nos hace percibir algo atroz, algo inhumano y abominable, quizás en el estilo de la pieza: su barroquismo arabesco contrasta violentamente con la tosquedad primitiva de las obras celtas de entonces. O quizás ese algo provenga del material utilizado: mármol, absolutamente inencontrable en una región de piedra pómez como Dillington. Todo parece indicar que su finalidad iba más allá de lo simplemente decorativo, pues jugó en sus días un papel tan importante como el del sacerdote de mayor gradación en un culto espantoso y, por lo demás, rodeado de una espesa tiniebla reverencial. La nota que acompañaba al escarabajo justificaba el envío de la siguiente manera:
"No pierda la cabeza, Cabot, descifrando los caracteres que figuran en la sólida base de acero de la pieza. Yo, que soy un experto, la he perdido averiguando a qué idioma pertenecen. Están redactados en lenguaje Chian. Quizá esto no le diga nada, pero en Chian están redactados los Manuscritos Pnakóticos y las Arcillas de Piltdown, de rara y triste memoria. Son, para acabar pronto, el único elemento celta (iba a decir humano) de la pieza. Los sacerdotes tenían sus razones, respetables sin duda, en utilizar Chian y no runas al escribir esta frase, que supongo en verso —pues lo indescifrable a veces rima, por más indescifrable que sea—- y dirigida, más que a otros adeptos al culto, a la divinidad en torno a la cual éste circula o, al menos, a un personaje capaz de dominar unos cuantos idiomas no humanos... o que se avienen mal a los giros lingüísticos de que es capaz el hombre. Lo dejo, pues, frente a tan raro ejemplar histórico y lo conmino a usted, que tan cerca está del arte fantástico, a ejecutar una pieza que se atreva a competir en cualquier sentido con este curioso escarabajo en gran escala que, dicho sea de paso, extraje de la sección 'escultura primitiva' del museo del Chopo.
Suyo afectuoso,
Albert M. Wilcox"
Como no disponía a mis anchas de la pieza en sí, le saqué un vaciado en yeso antes de devolverla a su vulgar y empolvada vitrina. Fue tal la fascinación hipnótica que irradió a mis ojos desde el primer momento que, además, le tomé una serie de fotografías enfocadas desde diferentes ángulos para clavarlas frente a mi escritorio y así tenerlas presentes siempre. Del vaciado en yeso hice un pisapapeles como nunca había soñado tener. Pronto descubrí que, de una u otra manera, fotos y pisapapeles me inspiraban argumentos e imágenes tremendamente superiores a los que normalmente salían de mi pluma, y cargados de una energía y un estilo tales que no parecían míos, imágenes y argumentos más descabellados que los de cualquier escritor imaginativo. Fue la época de mis Gárgolas (sonetos góticos) y de mis Flores de Lemuria (cuentos de la cripta) y constituye lo que podría llamarse la etapa de influencia "benigna" del escarabajo. Entrecomillo el adjetivo porque hay en él cierta contradicción: en sentido de creatividad la influencia era positiva, pero hablando del carácter de las vibraciones, creo que ni el mismo doctor Frankenstein habría temblado tanto ante su propia creación como yo lo hice ante las mías. No quise ver el alto precio que me estaba costando la posesión simbólica de la pieza, incluso físicamente: había empalidecido y adelgazado y era presa de repentinos ataques de furia cuyas consecuencias podría narrar, si estuviera dotado del don del habla, mi gato. Las pesadillas demenciales que coronaban mis noches de apretados garabateos no bastaban para disuadirme: todo valía la pena con tal de ejecutar obras de la magnitud y profundidad que logré entonces.
Mis sueños no eran sino la continuación y epílogo de los textos recién terminados, y entre uno y otro voces insinuantes me susurraban cosas como: "Necesitamos tu cabeza y tus manos" o "Disto mucho de ser un pisapapeles, Cabot", de manera que las noches, en vez de mitigar los dolores sufridos y devolverme las energías agotadas durante el día, lo dilataban exprimiendo mi cerebro, sometido a una actividad ininterrumpida y sin término visible que, al superar los límites del cansancio, me convirtió en una máquina productora de alucinaciones incontrolables, en un obrero del delirio malgré lui. La sospecha constante de que alguien o algo espiaba mis enfermizas anotaciones desde un punto estratégico era un foco de angustia peor del que me producía la convicción irrevocable de que mi cerebro y mis manos obedecían a un impulso absolutamente fuera del alcance de mi voluntad. Mi actitud no era la del escritor, sino la del escriba, y durante los breves respiros concedidos por esa fuerza manipuladora (destinados a comer y a defecar) me partía la cabeza entablando tétricas relaciones entre ciertos libros leídos en tardes lluviosas y el nefando influjo del escarabajo. Algún párrafo de algún volumen poseía la clave, pero en vano fatigué mis últimas neuronas libres tratando de averiguar cuál. Fui a dar, por fin, con el pretexto de buscar material utilizable, a las páginas roñosas del nebuloso Libro del Kraken, del mil veces infame De Vermis Misteriis, del aborrecible y numinoso Cantos del Dhol, pero no fue sino en el blasfemo Necronomicon donde Abdul Al Azred, el delirante, supo indicarme, por medio de alusiones veladas y estrangulados murmullos, el camino a seguir.
Al Azred concilia, en un insuperable juego de artes combinatorias, el horror absoluto con la belleza más alta de que es capaz el espíritu, barnizando con poesía los caos más amorfos de la noche intergaláctica, la risa del vampiro en la oscuridad de su cripta, la desolación fatal de ciertos páramos venusinos, el enjambre de libélulas espectrales que surge, zumbando, de las profundidades de un templo cuyos únicos habitantes son el miedo y el silencio, las quejas plañideras de una parvada de demonios al cruzar el cielo encapotado del Gobi. A través de interminables páginas venenosas y como asfixiadas por una hiedra letal, nuestro árabe loco describe por primera vez la historia secreta del mundo, que refiere las discordias sostenidas entre Dioses Primigenios (Dioses ante cuya D mayúscula Dios Nuestro Señor no tiene nada qué hacer), el castigo de unos, la huida de otros y la manera ritual de liberar a los que todavía esperan, durmiendo un sueño parecido a la muerte, la hora de la Venganza. El poeta loco habla de cómo el hombre, pequeño en la grandeza de su vanidad, sigue ignorando el carácter esencial de estas Potencias, más antiguas que el mundo e infinitamente más duraderas, Potencias que no titubean en reducir a polvo al desventurado que osa inmiscuirse en sus asuntos echando un vistazo fugaz... y en el capítulo consagrado a las profecías, Al Azred nos hace dudar definitivamente de suya, en sí, dudosa lucidez, cuando asegura, en tono bíblico, el regreso del gran Cthulhu, presenciado por los hielos eternos y las diez lunas que rotarán alrededor de nuestro planeta en un futuro incierto, cuando una rara especie de escarabajos dotados de razón e inteligencia suplante al hombre, robando primero su espíritu, luego su ropaje carnal...
Paralizado ante mi descubrimiento, que corroboraba mis sospechas y les confería un halo de insoportable espanto y abismal vértigo, utilicé el poco dominio de mí mismo que me quedaba en prender fuego a mi estudio, huir del sitio lo más pronto posible y recluirme a voluntad en un asilo para locos.
Mi estancia aquí no ha de prolongarse demasiado. Ningún electroshock ha podido destruir al Demonio que llevo dentro y el acto incendiario fue un acto simbólico, inútil a fin de cuentas: la influencia del escarabajo sigue cobrando fuerzas y he redactado esto en un periodo de distracción o asueto del Monstruo Regulador de mis manos y mi cerebro... El final es inminente, pero me resisto a terminar esta narración con la misma frase que el señor Kafka utilizó para iniciar una de las suyas, No es difícil adivinar cuál...
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