Tales of Mystery and Imagination

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Ignacio Aldecoa: La muerte de un curandero meteorólogo

Ignacio Aldecoa



La tierra se resquebrajaba en los bajos de las vaguadas por donde antes corrían los arroyos. Se habían hecho romerías a las ermitas pidiendo agua. Los pájaros se caían de calor; las culebras se achicharraban por las piedras calientes, y en el río, casi muertos, los peces naufragaban flotando. Una nube tenía esperas de novia, y el vientecillo del norte, bendiciones de fortuna.
El curandero, metido en oficios de meteorólogo, había regado su campo y el de sus vecinos con agua del cirio pascual, que mata el sapo y hace crecer el pan. El curandero había prometido cambios frotándose las manos con tierra. También le había encendido a San Patricio dos velas de buena cera, para que la lluvia llegase. Tenía algo de brujo, sabía la virtud de las hierbas y llevaba un secreto piscator en la cabeza. Su nariz le daba los cambios, y en el frotarse las yemas de los dedos con la corteza de los árboles notaba cómo iba a asomar la oreja el tiempo. Esta vez se equivocaba.
La gente bebía el agua de los pozos, que daban lugar en su derredor a la única vegetación verde posible, y que parecía que servían de guarida a todos los culebrones del campo. Daba miedo asomarse ellos, de profundos y misteriosos. Los niños les tenían un santo horror, porque podían ser las mismas bocas de los infiernos por donde los diablos salen a hacer el mal y los hombres entran al caliente lodo eterno. Cuando los franceses, sirvieron, según contaban, de fosas comunes, sin posible averiguación de lo que albergaban. En un cubo una vez salió una herrumbrosa hebilla de cinturón militar.
Los pozos desencadenaron una epidemia de tifus, que las visitas y la terapéutica del médico del pueblo vecino no lograron cortar. Epidemia que el curandero no acertaba a resolver tampoco con untos, elixires y dietas. El curandero se desprestigiaba a ojos vistas delante de sus paisanos.
De los Monegros siempre han llegado los cuervos al Condado. Vienen en grandes bandadas, hambrientos y crascitantes. Desconciertan el campo y aran los sembrados. Los cuervos aragoneses son tardos de vuelo y les cuesta marcharse de donde se afincan. El curandero los solía cazar, porque del corazón, con ajos, se hacía una buena mixtura para el reúma y para las caídas. Las bandadas acababan con las cosechas del año, ya casi perdidas, y hacían que corriera el único viento posible en aquel horno: el viento de las alas de la miseria. Algunos mozos se fueron a las poblaciones de la costa cantábrica, buscando trabajo y alivio a los miedos de la mala suerte. Y así se iban quemando los días y los campos de Treviño, la tierra santona y trabajadora, que se cerca de montes para librarse de la mala influencia del mundo que la abraza y la exprime como una uva diminuta, sangrante y viva.


El curandero había tenido otro buen oficio en su primera juventud, que fue el de mocillo cosario de la diligencia que iba de Vitoria a Santa Cruz; después volvió a su tierra. Había aprendido de sus viajes muchas cosas. ¡Tantas hay de Vitoria a Santa Cruz, de Santa Cruz a Vitoria, para el buen alumno que quiera enterarse de la vida! Había conocido a muchos señores curas, a muchos aldeanos ricos, a otros más pobres, a un notario, a médicos, a pirabanes de ferias, a holgantes de mercado, a la madre sabia y a la hija parda y a la manta que las cobija. Se había guiado, con el tiempo, por el reuma del cochero y con la salud por el dedo de Dios Padre, que a uno le envía males y a otros se los quita. Algo, también, había leído, y sabía escribirles las cartas a los que el trabajo les despreocupó de aprender. Era medio oficiante de amanuense, medio labrador, y todo con tres cuartos de hombre sano, abnegado, dispuesto a hacer el bien y aconsejar de lo que le permitía su experiencia que, sin ser mucha, era sentada.
Al curandero le podían ver en el pueblo casi todos, y no ver una familia que se remachaba de cristiana y se daba tanto a la usura como a las torpezas del vicio - del vicio en general -. Ya se habían corrido lenguas y dimes de aquí y diretes de donde se siembra con poco grano, al parecer, pero con mucho rendimiento. Del pobre, había certificados orales de brujo y tradición de que no andaba a derechas en las cosas santas.
El curandero no era casado, y habíase traído una chica, ¡quién sabe de dónde!, un año que estuvo ausente por tantarantanes de la fortuna. Se decía que su no casamiento se debía a que era vate de pocas cuerdas, cuando no rincollo. Él se desentendía de estos hablares y no se andaba por las ramas pajareando de buen cantor o de otras cosas.
La chica iba para los catorce, haciéndose una mujer, y el curandero la quería como a una hija. La rondaba un mozo bueno y desgarbadote, algo soplador de pitos y trabajador si es que los hay. No le desencantaba al curandero esta pareja y aun se hacía cabalas de lotería para cuando se casaran, si es que iba en serio, al cumplir la hembra los dieciséis. Mas como la gente, sin ser mala, es aburrida y peca de charlatana, también se dieron a destrenzar lo que, siendo muy natural, había de tener con el tiempo visos de pecado secreto. El curandero, que si se despreocupaba de lo que de él decían no quería hacerse el sordo al campaneo sobre su ahijada, le dio dos morrones a un mozo, que le andaba fabricando cantos cada vez que la muchacha salía a la calle de la carretera a pasearse con su galán.
El pueblo se sobreavisaba de que no les iba a ser tan fácil abaratarles la vida de deberes, si siempre reaccionaba así. Viejas y jóvenes se aplicaban en el cuento, en el ultraje y en el fijar consecuencias arbitrarias sobre cada paso y aun sobre cada sonrisa. Los hombres, torpemente, como quien dice de mala gana, cuando era bonísima, ayudaban por secreta conveniencia. El calor concentraba el veneno; el cielo azul vidriaba los ojos, y las fiebres hacían nacer fantasmas del mediodía.
El cura era de la llanada, buen cura de pueblo, con las riendas del gobierno en las manos, otros sistemas no entendía, y llevándose bien con todo el mundo. Jamás tuvo un lío con nadie, excepto cuando le arreglaron la iglesia, cosa que en seguida contaremos. El había advertido bondadosamente al curandero que se anduviese con cuidado y no operara con violencia, porque iba a ser peor, ya que la gente estaba envenenada por lo que ocurría y que de este veneno se lavaría con el agua, ya tan repetida. El curandero se estuvo quieto contemplando, pero el pueblo le calificaba supersticiosamente y le hacían la vida imposible.
Se andaba ya diciendo que la culpa venía de antiguo y que había que echarlo del pueblo, hacer de él un vagabundo, romperle las costillas a pedradas, y así todo andaría mejor de lo que andaba. El cura se opuso, enfadado, y los metió en vereda de buen caminar.
Aquí viene bien lo del enojo primero, que ocurrió al arreglar la iglesia. Así pasó: Comenzaron a murmurar que si el cura se había quedado con la mejor huerta, y se preciaban de hombres que le iban a arrancar las berzas en cualquier momento. El cura trabajaba, fuera de sotana, en mangas de camisa y pantalón de pana ocre, sujetado con una faja roja. Trabajaba hecho un aldeano. A medida que pasaban los amenazantes delante de la cerca, él les convocaba con palabras fuertes, que lo calificaban de hombrazo. Los feligreses se le intimidaron.
- Fulano, Fulano, ¿no decías que querías llevarte una berza? Pasa a cogerla.
- Mire usted, señor cura, que yo no fui, que fue...
- Pasa a cogerla.
Y les hizo llevarse, uno a uno, la huerta, para que aprendieran con quién se jugaban la tela, no fueran los muy cabestros a seguir hilando dichos sobre su honorabilidad. Desde entonces le respetaron, casi por miedo, casi por entusiasmo.
Cuando les dijo que en el asunto del curandero se anduvieran con ojo, todos se callaron y se apearon del burro de la discordia; pero a los días le había ardido un trigal, al meteorólogo, y a los cinco la avena, todo como de casualidad.
De la chica y del mozo dejaron de contar, no les fuera a salir la criada respondona tras de un cuchillo cachicuerno. El curandero no se molestaba ni en ir a las casas de los enfermos. Aquel mes murieron cinco vecinos.
Un día, bajo la parra seca de la casa del cura, estuvo dialogando con éste. Pensaba marcharse del pueblo. El cura siguió recomendándole calma.
El calor, en Treviño, había hecho un infierno del campo. Crecían los hormigueros y no había forma de salirle al paso a la epidemia. Quien más quien menos, todos estaban algo enfermos. Las urracas, por otra parte, se comían lo poco que quedaba en los campos, trillados por los cuervos.
El curandero lió sus bártulos, cerró la casa y se fue. El cura fue el único que salió a despedirle a la carretera. Se marcharon hacia Las Ventas, en su carro de bueyes para llegarse a Vitoria a venderlos, y si te he visto no me acuerdo. Aquel día hacía más calor que nunca. Los árboles casi vibraban de secos. Por la carretera adelante les sorprendió un viento pesado y cálido; después, unas nubes dispersas; a última hora, un tormentón tremendo.
Parecía que las nubes bajaban a la conquista de Treviño de los altos cercanos, negras y robustas, a caballo de sí mismas, con gran aparato de tronada y rayos dispersos.
El curandero y la muchacha se refugiaron bajo un olmo, cubriendo los bueyes como mejor podían; más tarde tuvieron que guarecerse debajo de la carreta. La tormenta estaba encima de ellos, echándoles su manteo. Así pasaron dos horas. Luego siguieron hacia Las Ventas, meta a la que nunca llegaron. Un rayo los tronchó en el bosquecillo de la entrada del pueblo. Los bueyes fueron encontrados pastando el ramojo de la vera.
En el pueblo los vecinos se alegraban con el agua, olvidando al curandero y a la moza. El cura se tornó sombrío y cambió de residencia, a sus instancias en el arzobispado. El pueblo entero se negó a que recibiera la pareja sepultura en su cementerio. Fueron enterrados en el campo santo de Las Ventas, donde se dice que se cogen los mejores caracoles del Condado. Los caracoles aquel año estaban secos, como la tierra, hasta el tormentón que les hizo salir de la fría hierba de las tumbas a orear su vanidad de cisnes monstruosos y diminutos del mundo de los muertos.
El mozo buenote y grandullón se puso en relaciones con una su parienta, rica en tierras y en fealdad.

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