En otra edad hubo un mundo poblado de seres a los que llamaban hombres.
Con el tiempo algunos envejecieron. Pero otros vivían en las ciudades, o en las llanuras, o en las islas, o en el mar.
En aquel mundo los navíos abrían al partir sus velas radiantes, y el alba apagaba, poco a poco, las luces del puerto. Los hombres caminaban sobre el verde sonoro de las hierbas, o sobre la tierra yerma, o sobre los caminos de piedra. Se oían voces que a veces se convertían en gritos, pero luego callaban, y quedaba entre el musgo el sonido de la torres lejana. Otras veces había cólera, o angustia, o tristeza entre los hombres. Pero el sol centelleaba de nuevo en las cumbres y los marineros trepaban alegremente a los mástiles. También había odios, maldad y resentimientos. Eran, por eso, hombres. Pero a la otra mañana florecía de reflejos el faro, como de oro, cerca del mar quieto o embravecido. Más allá un niño jugaba con el viento, y en las laderas danzaban los dorados viñadores. La huerta resplandecía de mariposas azorada, y en la loma se remontaba una cometa por las tardes. Los hombres bebían vinos pálidos o enrojecidos, o el agua de las quebradas, o se aturdían de ron. Otros rezaban en paz, o temerosos de su alma, o porque padecían. Creían. Amaban, o sufrían. Era la vida del mundo, o bien la muerte, pero una muerte que se sentía llegar como una niebla infinita. En otros tiempo más antiguos también había vivido el pirata, que relampagueaba de gritos en un aire de cuchillos, o el bruñido caballero de hierro. Los hombres eran los hombres: a veces buenos, a veces malos, pero siempre los hombres. Y pensaban largamente frente al sonar andariego del río. Y cantaban en las casas que fulguraban de cal, o en los altos muros almendrados, o en las fábricas, o en los patios dónde latían las sombras. Se llamaban Simbad o Juan, o quién sabe cómo. Y vivían.
Pero un día, a la anochecida, llegó un extraño ser; que no era un hombre. Acaso una bestia, o un fantasma. Las gentes de la tierra no lo sabían. Y, para reconocerlo, encendieron las lámparas. Y empavorecieron. Quisieron entonces huir al mar, a las montañas, al río. Pero la tierra ya no era la tierra; ni el mar, mar; ni el aire, aire; ni los hombres, hombres..
Todo era una nada de púrpura: apenas tinieblas que ardían.
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