La voz no humana me llegó de lo alto: “¡Agostino, Agostino!” Levanté la cabeza y lo vi. Estaba echado en el tejadillo calentándose al sol. Desde el paseo se avistaba su cabeza y el extremo delantero de las patas, con las garras bien recogidas.
—¡Agostino, Agostino! —repitió, y se puso en pie, estirándose y desperezándose, mirándome fijamente:
—¡Soy yo, tu amigo Mario!
Mario Cavalcanti se había matado con su moto hacía menos de un mes. Miré estupefacto al gato romano, lustroso, que se hacía pasar por mi amigo. En la tapia y el paseo del río flotaba la soleada mañana invernal.
—¿Te ha comido la lengua el gato? —bromeó, típico de Mario.
—Quiero prevenirte —prosiguió, cambiando a un tono grave, lacónico. Y arqueó el lomo trazando un rápido garabato con la cola:
—La muerte no existe, muchacho: pero no te hagas ilusiones. ¿Ves aquel perro que está haciendo caca en la farola? ¿Te acuerdas de Enrique Vinuti, el primero de nuestra clase, el preferido de los maestros que nunca fumaba ni se pajeaba y que murió de meningitis?
Miré horrorizado.
—El mismo —maulló—. Estás avisado.
Sin decir más, giró hacia los árboles, dio una voltereta, saltó y desapareció en el tejado.
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