En el vigésimo aniversario de la publicación de Anno Dracula,
bajo la amenaza hecha realidad,
como humilde homenaje al visionario Kim Newman
Bajo la luz artificial del inflexible farol, la muchacha ofrece mecánicamente el gesto lascivo tantas veces ensayado. Está tan desmejorada que no parece una cálida.
La respiración afanosa de la desventurada acaba en un gemido sofocado. El sonido del impasible metal marca el final del acto, íntimo y sórdido al tiempo: las escasas monedas rebotan contra el empedrado. Ruedan aquí y allá, produciendo un sumiso tintineo. Yace tendida en el suelo, ojerosa, demacrada: tan débil que apenas puede arrastrarse para recogerlas. A medida que él penetraba la carne, su menudo cuerpo iba resbalando sobre la pared del patio en el que desempeña con discreción su oficio. La mente se ha deslizado también: ahora reposa en una indulgente inconsciencia, un lugar en el que no debe preocuparse por el alquiler del cuarto compartido, ni por los chulos para los que son obediente rebaño. Ni siquiera, por los clientes que las ordeñan a su antojo. Los caballeros se adentran en el East End sólo para saciar su apetito.
El cielo del gueto hierve de rudimentarios ingenios voladores, de alas membranosas. Únicamente las gafas de visión nocturna evitan las colisiones. Funesta bandada eclipsa la pálida luna. Su sombra se proyecta amenazadora, avanza imparable. Aunque la clase humilde es prolífica, en pocos años esas criaturas desnutridas no podrán alimentar a los aristócratas y burgueses que viven de ellas, a los miles de devotos neonatos y a los pocos fríos antiguos ‒las ávidas sanguijuelas de rancio linaje‒.
Cuando la epidemia comenzó a extenderse, aceptó convertirse en hagiógrafo de los Padres Oscuros. Así logró eludir los campos para no bautizados. El escritor acelera el paso. Procura no mirar al cielo. Ni al suelo. Pero la tentación vence a la prudencia: los orificios en el cuello de la muchacha, unos ojos que se clavan en él acusadores, lo hipnotizan. Recuerda su Irlanda natal ‒abusada por los corsarios ingleses‒, los siniestros cuentos durante la eterna convalecencia infantil... Ahora los monstruos de su madre parecen seres inocentes. Es la era del hombre: ¡Dios salve a la reina!
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