Observa extasiado la armoniosa danza de las patatas que pilpilean en la lumbre. Es consciente de que sin las tradiciones él no sería nada, y sospecha que dentro de no mucho tiempo, cuando los jóvenes hayan olvidado por completo el pasado y las costumbres de su tierra y los viejos ya no tengan cabeza para podérselas recordar, morirá definitivamente. Por eso se obstina en seguir cociendo las patatas lentamente, muy lentamente, en olla de barro y sobre las brasas del hogar. Los modestos tubérculos canturrean su monótono “chup, chup” tímidamente. Su suave gorjeo se convierte en un arrullo para el anciano que duerme en la habitación contigua.
El duende remueve delicadamente el contenido de la olla con una cuchara de madera y se lleva un poco a la enorme boca, en la que siempre parece pintarse un gesto risueño y un poco travieso. Mientras degusta con glotonería la sencilla vianda, sonríe satisfecho. Las patatas casi están en su punto. Dentro de muy poco adquirirán la textura melosa que tanto gusta a su anfitrión. Entonces podrá retirarlas del fuego y dejarlas al amor de la lumbre para que se mantengan calientes hasta que se levante y decida comer.
Se considera un buen cocinero, pero aún así recuerda con nostalgia los tiempos en los que la esposa del anciano preparaba galletas y pasteles de los que él daba buena cuenta por las noches.
―¡Ajá! Te pillé, bicho del demonio.
El inesperado fogonazo de luz coge por sorpresa al duende, que esta vez no ha oído llegar a la sigilosa propietaria de la casa. Evidentemente ya es demasiado tarde para escabullirse de un salto, de modo que no se le ocurre nada mejor que seguir royendo su botín a dos carrillos. Se introduce las galletas en la boca a gran velocidad, sin darse siquiera el tiempo de tragarlas, hasta que sus hinchados mofletes son incapaces de albergar ni un pedacito más de dulce.
Cuando el esposo de la encolerizada repostera llega a la cocina bostezando y frotándose los ojos, encuentra un pequeño hombrecillo sentado en el suelo. La criatura custodia el bote en el que su mujer suele guardar las galletas entre las escuálidas piernas, lo abraza tiernamente. Su juboncillo rojo está lleno de migas. Cuando el pequeño ser intenta lanzarle una sonrisa entre tímida y avergonzada, algunos pedazos de galleta se le escapan entre los labios.
―¡Qué desfachatez! No sólo se pasa la noche haciendo ruido, sino que además se come nuestro desayuno.
El diminuto trasgo parece arrepentido. Agacha sus enormes y puntiagudas orejas como haría un perro cogido en falta. Sus ojillos negros y vivaces evitan los de los irritados humanos.
―Y tú, Manuel, ¿acaso no le vas a decir nada?
―Por supuesto ―responde con desgana, interesado únicamente en zanjar lo antes posible la conversación para poder volver a la cama―. Muchacho, la próxima vez procura tomarte las galletas con un vaso de leche para ayudarlas a bajar. Así no se te quedarán atascadas en el gañote ―sugiere al duendecillo, que le observa aliviado y agradecido mientras recoge concienzudamente las últimas migajas desperdigadas sobre su ropa y se las introduce como buenamente puede en la boca llena.
Manuel se dirige de nuevo hacia la alcoba arrastrando pesadamente los pies. Atrás quedan los reproches de su airada esposa, que ahora parece más enfadada con él que con el propio intruso.
Sus ágiles manos desatan el paño de cocina que utiliza como mandil. Mientras se rasca la mata de pelo desgreñada que corona su cabeza, repasa mentalmente todas las tareas del hogar que deberá realizar antes de que el anciano despierte. Afortunadamente la casa es muy pequeña y su mobiliario extremadamente modesto, de forma que en realidad hay poco que limpiar. Tras haber barrido, se dispone a recoger los platos de la noche anterior. Como siempre, lavará muy sigilosamente los cacharros y después hará la colada. Sin duda ésa es la tarea más ingrata de cuantas le esperan a lo largo del día, pues siempre ha temido y odiado el agua. Es tal su aversión por el líquido elemento que muchos años atrás le hizo desistir de declararle su amor a una bella náyade de la que se había prendado durante uno de sus ocasionales paseos por el cercano bosque. Sin embargo, por ese anciano ha vencido sus instintos y ha dominado sus miedos. Aunque siempre se calza unos gruesos guantes de goma antes de meter las manos en el fregadero.
Siente que se lo debe. Aún recuerda cómo, cuando su esposa se quejaba de sus travesuras, él le defendía. “No lo hace por maldad. Simplemente es su naturaleza. Y contra la naturaleza no se puede luchar”, solía decir. Durante muchos años había soportado con estoicismo sus diabluras. Jamás se alteraba cuando le tocaba buscar por toda la casa los objetos que él cambiaba constantemente de lugar. Y cuando desparramaba la leche sobre el fuego, era él quien borraba concienzudamente las huellas del desastre para que su mujer no se enfadase. Incluso había logrado convencer a su esposa de que no intentase echarle de la casa encargándole una de esas tareas imposibles con las que tradicionalmente las gentes se deshacían de sus duendes domésticos. Se había mostrado tan paciente como suele ser un padre ante las travesuras de sus hijos.
En Navidades, a escondidas de su esposa, incluso le dejaba algún pequeño presente bajo el abeto de plástico, fruslerías que según los libros de duendes son del agrado de los de su especie, sobre todo pequeños objetos brillantes. Tenía siempre la delicadeza de ofrecérselos primorosamente envueltos y metidos después en una cajita sobre la que cada año dejaba la misma nota: “para Manolito con afecto”. Por eso sospecha que, en el fondo, para él siempre ha sido el hijo que no llegaron a tener. Y por eso se siente responsable del bienestar de su benefactor ahora que éste ya es anciano.
Cuando su esposa murió, él decidió dejar de gastarle sus habituales bromas durante un tiempo por respeto a su dolor. Al principio le costaba mucho contenerse. Cada vez que veía un plato o una taza fuera de la alacena, le asaltaba la tentación de estamparlo contra el suelo sólo por escuchar una vez más ese estruendo que en sus oídos sonaba a música celestial. Pero con el tiempo, y gracias a una gran fuerza de voluntad, acabó dominando sus impulsos.
Desafortunadamente para cuando consideró que podía dar por concluido el luto y volver a sus acostumbradas diabluras, el anciano había empezado a manifestar comportamientos anómalos. En ocasiones parecía desorientado dentro de la casa, y muchas veces le echaba la culpa a él de la desaparición de objetos que dejaba olvidados en cualquier rincón. Al principio pensó que había decidido jugar a un juego nuevo, que se había propuesto que intercambiasen sus papeles para hacerle probar un poco de su propia medicina.
Entonces decidió sorprenderle comportándose como un duende trabajador y responsable. Se levantó muy temprano y liberó el pequeño huerto de los hierbajos, ató convenientemente las matas de habas, espolvoreó las patatas con una mezcla de azufre y cobre y regresó a casa con una pequeña cesta llena de verduras frescas. La dejó en el zaguán y esperó –ilusionado como un niño a pesar de sus más de doscientos años– agazapado tras el viejo paragüero para no perderse la reacción del anciano. Sin embargo, para su asombro, no dio signo alguno de estupor. Simplemente llevó la cesta a la despensa, convencido de que él mismo había recogido las verduras del huerto.
Comprendió de golpe que el anciano estaba empezando a perder la cabeza, y lloró mucho por él. Por él y por sí mismo, pues se dio cuenta de que nunca más podría volver a comportarse como un trasgo mientras su benefactor viviese. Los duendes del hogar sienten mucho apego por las familias con las que comparten casa, y ese anciano se había convertido en lo más similar a un padre que un ser como él, nacido de de la tierra del bosque como una humilde seta, podría llegar a tener jamás. No estaba dispuesto a abandonarle ahora que le necesitaba. Los juegos y las chiquilladas se acabarían para siempre. Por él maduraría y se convertiría en un trasgo responsable.
Día tras día hacía diligentemente las tareas del hogar: limpiaba la casa y preparaba la comida antes de que el anciano se levantase, y luego se retiraba a su escondite en el desván. Desde allí le oía llamar insistentemente a su esposa. “Se habrá acercado hasta la aldea para hacer la compra”, solía acabar diciendo siempre. Pero como cada día perdía más la noción del tiempo y de la realidad que le rodeaba, al poco se olvidaba de ella y se enfrascaba en su pasatiempo preferido, que consistía en tallar figuras de animales en madera de roble. Cuando el día era bueno, sacaba una silla a la puerta de casa y allí trabajaba bajo el sol. Cuando el frío llegaba a la comarca, daba forma a la madera en la cocina, al amor de la lumbre. Y así pasaban los días uno tras otro, todos iguales.
–Madrugaste mucho, hijo –oye a sus espaldas la voz ronca del anciano, a quien las muchas horas en la mina y los cigarros sin filtro han terminado pasando factura.
–Es que quería fregar los platos antes de que usted se levantase, padre –explica sonriente al tiempo que le muestra las manos enfundadas en los guantes de goma.
–¿Desayunaste ya?
–No, aún no.
–Pues entonces deja eso y ven a desayunar conmigo. Ya se encargará de los platos tu madre cuando vuelva. Esta mujer… parece que siempre anda haciendo la compra.
–No crea. Preparó magdalenas antes de marcharse. Aproveche, que están recién hechas –le ofrece orgulloso los bollos que él mismo sacó del horno hace sólo una hora.
–Tu madre siempre ha sido una buena esposa, una mujer muy trabajadora y una gran cocinera. Recuerdo que una vez, cuando eras tú muy pequeño, te encontró en la cocina dándote un atracón de galletas y se enfadó muchísimo.
–Sí, yo también lo recuerdo. Solía hacer esas incursiones nocturnas a menudo, sólo que la mayor parte de las veces conseguía que pasasen inadvertidas.
–Siempre fuiste un niño muy glotón. Y fíjate tú, a pesar de todo lo que comías, te quedaste más bien canijo. Has debido de salir a tu abuelo materno, porque mi padre, que en paz descanse, era corpulento como un buey. Y yo también tuve buena planta hasta que los años empezaron a encorvarme. ¿Te acuerdas de cuando aún era joven? ¿De cuando jugaba contigo a la pelota y te lanzaba por los aires? –pregunta, pues hace ya mucho tiempo que los deseos y los recuerdos se confunden en su trastornada cabeza.
–Cómo no he de acordarme, si cada noche, a pesar de volver cansado del trabajo, ayudaba a madre a bañarme y me cogía en sus rodillas para darme de cenar. Y en su día libre, en lugar de quedarse en la cama durmiendo, se levantaba temprano porque sabía que su hijo le estaría esperando en la cocina, impaciente por salir al bosque de su mano. Me enseñaba los nidos de los picapinos y las madrigueras de los turones. En primavera y verano recogíamos fresas y moras. Y en otoño, setas. Nos acercábamos hasta el riachuelo para ver saltar a las ranas y a veces pescábamos algún pececillo que luego madre freía para la cena. Recuerdo que todos los chavales de la escuela me envidiaban, porque ningún otro padre pasaba tanto tiempo con sus hijos como el mío. Y recuerdo que me sentía afortunado por tener el mejor padre del mundo –y así el duende relata una tras otra todas las experiencias maravillosas de la infancia que nunca disfrutó con tanta emoción y afecto como si de verdad las hubiese vivido.
–Nosotros tampoco podíamos haber tenido un hijo mejor. Deseamos mucho una criatura. Cuando tú llegaste a esta casa, trajiste la alegría contigo. Tu madre te regañaba a menudo cuando eras pequeño, pero no debes tenérselo en cuenta. Ella también te quiere con locura. Simplemente pasaba mucho más tiempo contigo que yo, y es normal que te reprendiese con mayor frecuencia. Eras un niño muy travieso y le hacías perder los nervios. Pero siempre fuiste muy bueno: a pesar de todas tus trastadas, no había maldad en ti. Tus bromas eran inocentes y no tenían consecuencias graves. Siempre has sido un orgullo para nosotros, hijo –añade mientras moja la segunda magdalena de la mañana en el café con leche.
–Lo sé, padre. Lo sé.
El trasgo posa sobre el frágil hombro su mano de dedos largos y huesudos. Una mano de artista, como siempre dice el anciano, pues el amor de padre es ciego.
Al principio tuvo mucho miedo de salir de casa a plena luz del día. Sin embargo, obligado por las circunstancias, superó el temor a ser perseguido por los vecinos. El anciano ya no podía valerse por sí mismo y corría el riesgo de perderse de camino a la aldea. Había llegado el momento de demostrar hasta qué punto estaba dispuesto a sacrificarse por él. Así, un día, el trasgo cambió su picudo gorro de fieltro rojo por un vulgar sombrero para la lluvia que, bien calado, le cubría convenientemente las puntiagudas orejas y apenas dejaba ver sus diminutos ojillos traviesos, se calzó las madreñas para no embarrarse los botines de puntera retorcida, se encomendó a todos los santos a los que la anciana solía rezar cuando le encontraba saqueando la cocina y echó a andar en dirección a la aldea, dispuesto a hacer la compra para la semana o morir en el intento.
Ciertamente sus ochenta centímetros de altura y su aspecto un tanto grotesco llamaron bastante la atención al principio. Sin embargo, con el tiempo, los vecinos acabaron por acostumbrarse a su presencia, y su sentido del humor conquistó a muchos de ellos, que lo saludaban desde lejos: “¡eh, Manuel! ¿Cómo va eso?”. Pues había decidido que, en el mundo de los hombres, su nombre sería Manuel. Manuel como su padre.
Al poco caminaba con la cabeza alta por las calles. Ya no intentaba pasar desapercibido ni escondía sus peculiares orejas bajo ridículos sombreros. Su físico no parecía incomodar a la gente. De hecho, aunque no se le pudiese considerar bien parecido, se había percatado de que la hija del boticario se mostraba interesada en él. Era bonita e inteligente, pero lo que más apreciaba en ella era su sentido del humor. A pesar de que aún no le había pedido ninguna cita, ya empezaba a calcular cómo podrían ser sus hijos. Había oído decir que sus primos los duendes irlandeses tenían por costumbre desposar humanas, así que la idea de aquel enlace no parecía tan descabellada.
Aunque sólo sabe gatear, se mueve con una asombrosa soltura por toda la casa. Resulta imposible ponerle límites a su curiosidad ni freno a sus travesuras.
–Tenga, padre –dice mientras recoge al pequeño del suelo y lo deja sobre las rodillas del anciano. Mientras estoy fuera, cuéntele a Manolito aquella vez que madre y usted me pillaron hinchándome de galletas en la cocina.
La criatura aún es demasiado pequeña para hablar, de forma que no puede quejarse de haber oído la misma historia cientos y cientos de veces. Además parece no importarle demasiado escucharla una vez más, pues se diría hipnotizado por la voz de su abuelo.
–Me marcho, cariño, no quiero llegar tarde al curso. Ya has visto lo bien que le están yendo a mi padre los ejercicios para la memoria que nos enseñan –se despide poniéndose de puntillas para besar a su esposa.
El pequeño ríe todo el tiempo y se aferra con sus largos dedos al chaleco del anciano. Tiene una mata de pelo desordenada y rebelde como la de su padre, pero de un rojo encendido como la larga trenza de su madre. Los cabellos le crecen de punta como las púas de un erizo, así que no logran disimular las desproporcionadas orejas puntiagudas que al cachorro de Terranova que compraron cuando él nació tanto le gusta mordisquear. Sus ojos son pequeños y negros como los de su padre, pero ha tenido la suerte de heredar la naricilla diminuta y respingona de su madre. Su aspecto es grácil y sus miembros muy delgados. No obstante, como por el momento crece a un ritmo normal, es probable que alcance una estatura aceptable para un humano.
Su abuelo lo mira con devoción y se dice que es el niño más hermoso que haya visto jamás, el mejor nieto que habría podido tener.
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