Hay cosas en la vida, y eso incluye a esta ciudad de México, que más vale que nunca averigüemos. La ignorancia nos permite dormir con placidez en la noche, y concentrarnos en nuestros respectivos trabajos. Por ejemplo: ¿se ha preguntado usted qué les sucede a las personas que se quedan dormidas en el Metro, cuando éste llega a la terminal de una línea, lo que causa que no escuchen las advertencias que les piden abandonar el vagón y sigan adelante en el mismo, adentrándose en un profundo túnel oscuro que aparentemente no lleva a ninguna parte? La verdad es que esa es una de las cosas que en realidad no nos conviene averiguar, si es que queremos mantener la ilusión de que vivimos en un universo nacional.
Sin embargo, no está de más tomar algunas precauciones sencilla, que bien pueden evitarnos experiencias en verdad lamentables. Una de ellas es la de no dormirse nunca en el Metro, en especial, después de la puesta del sol.
Para Arturo Marquina, periodista ya no tan joven, y autor ocasional de relatos de ciencia ficción, cuentos de horror y novelitas policíacas nunca publicadas, el descuido le produjo un extraño desarreglo que sus amigos califican casi de locura. Se niega Arturo, quien es una persona sensata, racional y de buen humor, a acercarse siquiera a las entradas del Metro. Se rehúsa también a pasar por encima de las ventilas o registros del sistema de transporte colectivo de esta capital. En eso puede ponerse hasta agresivo y desagradable. Marquina se niega a hablar de esa extraña fobia que le aqueja. Siempre logra desviar la conversación cuando se le interroga al respecto. Sólo una vez, en una cantina de Bucareli, después de varias horas de consumo y animada conversación, llegó un momento en que se puso serio e hizo una advertencia a uno de los amigos, que le dijo que utilizaba el Metro cotidianamente, y en especial a altas horas de la noche.
“¿Llegas a alguna terminal a esas horas?”, preguntó Arturo. Ante la respuesta afirmativa, nuestro amigo abandonó su discreción. “¿Tú sabes lo que le ocurre a las personas que se quedan dormidas en los vagones que siguen avanzando después de la última estación?”. –“La verdad, no”-, repuso el compañero. “Yo sí lo sé”, continuó Arturo. “Esto que te voy a contar no es un cuento, te pido que me lo creas, por tu bien. Nunca lo repetiré ante ustedes”.
“Fue justo hace un año. Serían cerca de las once y salía yo del trabajo después de un día durísimo. Tomé el Metro en la estación Hidalgo, y me dirigí hacia Tacuba. Ahí transbordé hacia Barranca del Muerto. Ya a esa hora, el Metro va casi vacío. Cerca de Tacubaya me quedé dormido. El tren llegó sin duda a la terminal, sin que yo despertara. No oí la distorsionada voz que de advertencia que sale del sistema de sonido, ni el insistente pitido del silbato electrónico que anuncia las paradas. Unos segundos después, cuando ya el vagón se dirigía hacia el inquietante túnel que continúa el trayecto, alcancé a ver el letrero y la insignia de mi estación de destino, la cual quedaba atrás. Con preocupación y fastidio, pude ver que no iba sólo. Unos asientos más adelante iba un tipo viejo y desastrado, en evidente estado de ebriedad, que seguía dormido y cabeceaba con cierto ritmo. Pensé que quizá el tren cambiaría de vía y regresaría por el mismo trayecto en unos instantes más. Pero no fue así.
El vagón siguió adelante, se desvió hacia la derecha y después de avanzar varias decenas de metros, hizo alto en un lugar totalmente oscuro. El motor se detuvo, y lo mismo la ventilación. El silencio más absoluto cayó sobre nosotros. Fue entonces cuando las luces se apagaron. Ahí empecé a sentir algo de miedo. Había un poco de claridad, proveniente de la parte posterior del túnel. Por fortuna traía mi linterna de bolsillo, y además ésta tenía pilas. Me paré y me dirigí a mi aún dormido compañero de tribulación. Me acerqué a él y lo sacudí por el hombro. Me preguntó qué pasaba y rápidamente le expliqué nuestra situación. Respondió con una imprecación y puso su rostro contra la ventana para tratar de ver dónde nos hallábamos. Me di cuenta que este vagón se quedaría ahí toda la noche, por lo que me dispuse a tratar de forzar una de las puertas. Era inútil. Me convencí que sólo saltando a través de una de las ventanas podríamos salir del carro. Fue entonces cuando oí un ruido en el techo. Algo cayó encima del vagón y lo recorría. De pronto, se escuchó otro ruido en el extremo opuesto del carro. Dirigí el haz de mi linterna y pude ver una sombra que caía al suelo después de haber entrado por la ventana.
-¡Vaya, al fin!... ¡Oiga, necesitamos que nos ayude a salir!”-.
No hubo respuesta.
El borracho fue más directo. Avanzó hacia el intruso y lo tomó por las ropas.
-¡Sáquenos de aquí! ¡Esto es un atropello, malditos burócratas!-.
El extraño no respondió, sólo levantó una mano. A la luz de mi linterna pude ver que era blanca como la harina, delgada y fibrosa, y con unas larguísimas uñas que semejaban garras. Como un rayo, esa mano rasgó la garganta del pobre vagabundo. Fue entonces cuando vi el rostro del ser que tenía enfrente. Pálido, calvo, con enormes ojos amarillos, orejas largas, una nariz grotescamente respingada con dos protuberancias carnosas en la punta. Vi como abrió la boca llena de dispares y puntiagudos dientes, que pronto recibió el borbotón de sangre que salía del desafortunado pasajero. Fue en esos momentos cuando recibieron mis narices la patada del nauseabundo olor que despedía esa criatura. El espectáculo y el olor me hicieron de inmediato vomitar. En medio de las arcas de la basca, escuché otro ruido metálico detrás de mí. ¡Alguien más entraba al vagón por otra ventana! No esperé un segundo más. Me lancé hacia el primer intruso, que aún se cebaba en su víctima, y derribándolos a ambos llegué a la ventana por donde había penetrado el primer monstruo. Escuché un forcejeo detrás de mí, con el que sin duda el invisible perseguidor se habría paso también entre la pareja víctima-victimario que se interponía entre nosotros. Salté fuera del vagón y logré caer en el suelo sin dislocarme siquiera un tobillo. Emprendí la huída, como un poseso, hacia el extremo iluminado del túnel. Detrás de mí se dejaba oír un jadeo que acompañaba rítmicamente a un penetrante chillido.
La luz aumentaba poco a poco. Sentía que mi perseguidor rápidamente iba descontando ventaja. Decidí voltear la cabeza... y quizá eso sea lo que más me ha desgraciado la vida de toda esa experiencia. Vi a un ser similar al que había despedazado al pobre ebrio en el vagón, nada más que éste mostraba una regocijada sonrisa idiota. En la penumbra del túnel veía su tez, amarillo limón, y su larga frente con que se relamía con anticipación. Por fortuna, de frente llegaba otro tres de vagones del Metro. Salté a su paso y alcancé la parte central del túnel. Mi perseguidor no quiso hacer lo propio. Recorrí los últimos metros que me separaban ya de la iluminada estación. Al llegar a ella, subí al andén. Justo a tiempo. Unos metros atrás la criatura, que se había desplazado por el techo del túnel, asida de sus largas garras, tanto de manos como de pies, cayó detrás de mí y alcanzó a lanzarme un zarpazo a la pantorrilla”.
Arturo nos mostró una cicatriz, que aún dejaba ver las huellas de una prolongada infección que apenas había sido dominada.
“Y en el andén, emprendí la carrera hacia la calle. No me detuve hasta llegar a mi departamento, donde atranqué la puerta y me refugié en un garrafón de mezcal.
Me expliqué por qué en los talleres del Metro se trapea y se friega con tanto esmero el piso de los vagones todas las mañanas. ¡No se duerman en el Metro! Si lo hacen, corren el peligro de, por lo menos, no volver a dormir nunca más con tranquilidad”.
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