Y cuentan que don Gonzalo Fernández de Vivar y Montero, durante la conquista, buscó afanosamente por estas tierras la fuente de la eterna juventud. En medio de los pantanos, en la selva, en los páramos, registró el aire, oteó el lugar donde nacen las aguas, investigó de boca en boca las viejas leyendas. En su caballo pinto vagó muchos años por esos lugares hasta que un día percibió un pequeño cambio: algo así como un anuncio, como un signo. Una transformación del aire, del color de los árboles, del olor del agua. Avanzó hasta un claro del bosque y presenció un espectáculo que lo dejo maravillado. Un tigre, corpulento y feroz, rugido manchadoanaranjado, las garras poderosas y fuertes, el ojo girando, buscando el colmillo dónde hincar y destrozar, frente al enemigo que lo esperaba sereno con un algo de quietud en el cuerpo. El tigre gigantesco dio un salto en el aire, rugió, cayó levantando la hojarasca, viró presto a continuar el ataque, hasta que sintió el feroz golpe, la mortal desgarradura, la sangrienta herida en el vientre. La libélula había hecho presa de él, le había dado el golpe mortal y el tigre empezó a morir bajo la vibradora luz de sus alas. Don Gonzalo acarició su barba de 95 años de longitud, espoleó su caballo y penetró en la floresta húmeda. Y aquel día de gracia de San Martín, en medio de frescas hierbas, con pájaros dorados dando vueltas de carnero en el césped, con roedores de ojos plateados durmiendo la siesta en sus orillas, encontró la fuente de la eterna juventud. Bajó de su caballo pinto y, tembloroso, hincó la rodilla en tierra, declarando esa fuente propiedad de Fernando e Isabel de Castilla, sacó de su armadura el gran escapulario obsequio del Papa, penetró en la fuente, avanzó mientras entonaba cantos de alabanza a Dios y a María Santísima y murió ahogado en las turbulentas aguas.
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