Y Dios, desde la mata de su solitud, de las distancias y del tiempo, había emprendido la búsqueda. Como un aire de luz se desplazaba por el espacio infinito. Se había posado en planetas de piel de niebla, en estrellas de entrañas irisadas, había viajado cubierto por el polvo de un sol moribundo, se había metido en interminables ojos estelares, y había llegado a galaxias llenas de un silencio blanco y duro. Fatigado, descendió un día en un planeta calafateado por nieves eternas. Se dejó caer junto a una montaña gemidora y mirando hacia el espacio, hacia un solecito tibio y unos astros diminutos que lo acompañaban, decidió suspender la búsqueda, regresar a su estrella apagada, y en el paroxismo de su soledad y desesperación, la blasfemia estalló en sus labios cuando dijo:
-He sido un iluso; el hombre no existe.
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