La chica me resulta indiferente, ni me gusta ni me desagrada. Su pongo que en otras condiciones hubiera encontrado reconfortante esa sonrisa tan suave como una brizna de hierba. Pero ahora me da igual. No me importa que sea joven y bonita. De verdad. Ya no valoro esas cosas. Sin embargo expele vida por cada uno de sus poros, casi puedo ver cómo emana de ella, es una corriente fresca, como una ráfaga de brisa en un mediodía de agosto. Eso ya me gusta más. En cuanto ha entrado ha llamado mi atención, resalta entre tanto hombre como una manilla de color, pero ahora me fijo con más interés.
Veo que lleva una carpeta de promoción de El día del perro, supongo que es una periodista que ha venido al festival a i abrir el estreno. La acreditación que cuelga entre sus pechos la identifica como Jana Agudo. No me importa su nombre. Esas cosas ya no tienen ningún valor. Está sola y algo desorientada. Insegura, pregunta si el asiento está libre por mera educación, porque sabe que ésa es su localidad. Ocupa su butaca. El viejo crítico que está a su lado apenas le ha contestado, no le ha hecho demasiado caso. A él, como a mí, también le da igual ella.
La chica mira a todos los lados con curiosidad, parece una cría de gacela, inquieta y algo asustada, oteando entre la hierba. Además del artículo, escribirá un comentario para su blog, seguro. Por supuesto, no me ve. Ojea el contenido del dossier de prensa sin demasiado interés, sólo por hacer algo, es evidente que se siente un poco fuera de lugar, seguro que es su primer evento. Dobla y desdobla la esquinita de la carpeta sin percatar se de que lo está haciendo. Se muerde suavemente el labio inferior —justo donde llevó unos meses el piercing que se le infectó, todavía queda un pequeño punto oscuro— en un gesto que cualquier chico encontraría encantador. Saca su móvil del bolso bandolera y lo apaga, no sin antes dedicar más tiempo del necesario a asegurarse de que no tiene ninguna llamada perdida. No, él no la ha llamado, ni le ha enviado ningún mensaje. Guarda el móvil de nuevo, mordiéndose el labio con más fuerza. Casi se le cae la carpeta. El crítico la mira con reproche ante el veloz movimiento de ella para capturarla al vuelo. Jana sonríe disculpándose. Su rostro se llena de luz amortiguada. Me resulta indiferente.
La sala está llena, con un suspiro lento se apagan las luces, un par de rezagados aceleran para llegar a sus localidades, las conversaciones desaparecen muy despacio, como amores olvidados, y comienza la proyección.
El brillo de plata siempre nos reclama. Y allí acudimos, no podemos evitarlo, no debemos luchar. Ocupamos nuestros puestos. He observado que siempre tendemos a ponernos más o menos en la misma zona. Resulta curioso. Supongo que es algo implícito en la naturaleza humana, pero, claro, eso no lo acaba de explicar. La chica se ha sentado cerca de donde yo suelo ponerme, he tenido suerte. Será para mí. Los demás me miran con algo que podría pasar por envidia, tiene mucha vida. La oscuridad nos envuelve.
Los primeros minutos de las películas siempre están cargados de expectación, no es una emoción que me resulte especialmente interesante, pero aun así no puedo dejar de anticipar el dulce momento de la captura.
Empiezo a sentirlo. Al principio es tan leve como la onda que produce una hoja al caer en el estanque. Me gusta.
La película avanza y los espectadores se dejan llevar por la historia. El día del perro es especialmente terrorífica, mejor. Siempre son películas de terror. Ésa es la condición. El cine si la película no es de terror no tiene demasiado sentido. Sé que hay quien acude, pero no acabo de entenderlo. Imagino que buscan tranquilidad y oscuridad, quizás olvido, en cualquier caso,, no es lo mío.
No miro la pantalla, no me importa la absurda historia que allí se cuenta. No quito la vista de la chica, es una promesa de placer. Ya he dicho que, en realidad, ella me es indiferente, sólo es la que acarrea la mercancía, sólo la portadora; en otras ocasiones han sido hombres maduros. O viejas. Aunque los niños son los mejores, oh, los niños y su inocencia... Pero, de verdad, me da igual.
Me muevo despacio hasta situarme detrás de Jana. No quiero que nadie me perciba. Me sitúo correctamente, procurando no rozar al tipo de atrás, nunca se sabe quién puede notarte.
Su melena cubre la parte de arriba del respaldo como una colcha deshilachada. Su cabello es largo, supongo que a su chico le gustará dejarlo resbalar despacio entre los dedos y sentir su finura de agua. No entiendo por qué pienso esas cosas. Ya no lo echo de menos. Ya no.
Extiendo mis manos hasta casi rozar su pelo. No. Ella me da igual. Estas cosas me son indiferentes. Retiro mis dedos de aire. En la película un gato ha saltado sobre la protagonista y le ha dado un susto de muerte. Los espectadores han gritado, parece mentira que todavía funcione el viejo truco del gato. Cae una piedrecita en el estanque del miedo, crece la onda.
Cruzo muy lentamente la fila hasta colocarme enfrente de la chica, soy menos que una sombra, menos que el viento en calma. Mantiene apretada la carpeta promocional contra su pecho, como si eso pudiera protegerla de algún peligro. O de mí. Me pregunto durante unos instantes cómo serán sus
pechos. Menudos y suaves, seguro. Pero en seguida me doy cuenta de que no me importa, no es relevante. Ella me da igual. Esas cosas ya no me interesan. Quedaron atrás, en el olvido hace demasiado tiempo.
Estudio su rostro con detenimiento desde menos de un palmo de distancia. Sus pupilas se dilatan, aterrorizadas. En la pantalla el psicópata ha tomado un enorme cuchillo. No puedo esperar más y poso mis manos en sus sienes. Jana grita cuando el asesino sorprende a la protagonista.
Capturo. Y la ola me recorre. Siento el helado calor de su miedo, es reconfortante. Es tan humano, tan cristalino... Dejo que su vitalidad y su miedo me anden despacio. Me llenen. Me colmen. Oh, diablos, es una sensación casi vivida, casi real. Es un poco como volver a estar vivo, es lo más parecido a sentir que podemos sentir. Miro a mi alrededor, allí están los otros, cada uno aferrado a su propio portador, intentando capturar su terror, ansiando volver a existir a través de su miedo. En una patética parodia de cópula espiritual.
Sí, captamos el miedo de los espectadores, nos alimentamos de él, lo necesitamos para continuar con nuestro trágico simulacro de existencia. Es nuestra única esperanza, nuestra única razón de ser. En la muerte no existen las emociones, nos están vedadas; no podemos sentir, por eso nos tenemos que conformar con capturar los pequeños retazos del terror que experimentan los portadores.
A medida que la película avanza siento más el miedo de Jana. La chica es especialmente sensible, mis dedos inexistentes, hospedados en su piel, perciben parte de ese temor y lo transmiten a mi alma sin cuerpo. El miedo nos alienta, nos da fuerza, nos mantiene. Somos los fantasmas del cine, los vampiros de las emociones. Desechos sin vida destinados a vagar, intentando captar la más mínima presencia de vida y de temor. Piltrafas sin sentimientos propios condenados a robar lo que los espectadores sienten. Carroñeros del miedo. Piénsalo, ¿acaso el sitio más adecuado para un fantasma no es una sala de cine en la que se proyectan películas de terror? ¿Dónde si no pueden las .almas en pena encontrar el miedo que necesitan para reencontrarse con su pasado muerto? En cada sesión nos aferramos a los espectadores con nuestros dientes renegridos, nos posamos sobre ellos como obscenos amantes frígidos siempre insatisfechos, les acariciamos con el fango untuoso de nuestros dedos quebrados, ocupamos el mismo espacio que ellos adentrándonos en sus entrañas como parásitos intracarnales, palpamos sus cuerpos con nuestras manos de ciénagas repletas de insectos, clavamos nuestras uñas resquebrajadas en sus almas desprevenidas, traspasándoles pena y dolor, y robando sus emociones, lodo para sentir su miedo. El terror es fuerte, el terror es la base ele la vida, por eso nos gusta rozarlo, porque es casi como volver a estar un poco vivos.
Me quedo junto a ella, captando su inquietud, su nerviosismo. Lo que experimento no se puede calificar de vida. Al igual que tampoco se puede decir que el cadáver cubierto con una sábana en la morgue está vivo por el hecho de que sufra imperceptibles espasmos musculares o expulse los últimos gases. Pero es lo único que tenemos, el miedo, el cuerpo bajo la mortaja.
La acompaño durante toda la proyección. En el último rollo, Jana cierra los ojos asustada. La jauría de perros zombis ha rodeado a los protagonistas en una pequeña caseta. Su rostro es perfecto, la veo tan desvalida, tan triste, tan frágil... Y yo también cierro los ojos. Y me pregunto cómo sería volver a estar vivo, volver a sentir algo por una chica como ésa, volver a amar. Ese sentimiento no se puede capturar. No se puede reproducir. Ya lo tengo olvidado.
Y veo sus pupilas bajo los párpados cerrados. Y son como tardes dulces repletas de sueños lánguidos. Y la siento más profundamente. Y no sé cómo, pero sé que su chico la ha dejado hace poco, justo antes de que ella viniera a Sitges, que ha preterido a la morena del bar.
Y me acerco a sus labios entreabiertos por los que escapa una respiración agitada. Me pregunto qué sentía su chico cuando los besaba, qué sentiría yo. Miel, probablemente. Aunque ya no recuerdo cómo se siente la miel.
Jana tiene miedo, y yo lo percibo con ella. Y vivo un poco más. Abre los ojos para seguir la película. Dejo caer mis labios sobre los suyos. Es un aleteo de mariposas azules.
Grita. Uno de los perros ha saltado al interior por una ventana.
El miedo atraviesa mi tráquea de sombra y llega hasta mi corazón de noche, es un leve hálito. Es una contracción muscular, es un susurro bajo la sábana de la morgue, es un espasmo en la oscuridad. Lo más cercano a la vida que estaré nunca más. Me dejo llevar. Beso su boca desde dentro. Y experimento, inesperadamente, algo parecido a la luz. Aquí hay más que miedo. Siento más. Capturo algo nuevo. Muerdo su paladar con encías descarnadas.
Luz. Siento luz. Una implosión de soles muertos. ¿Qué estoy capturando? ¿Qué es esto? Entonces se me ocurre que quizás pudiera ser ese amor negado, retenido en su joven corazón ilusionado, ese amor rechazado por su amado. Es como si las puertas de mi percepción se hubieran ampliado. Como si la estrecha ranura por la que escapaba el miedo de Jana se hubiera abierto dejándome entrever el luminoso interior de su alma enamorada. Un destello de vida. De auténtica vida. De amor.
Dejo que me cubra, que me posea, es maravilloso. Es como sacar la cabeza a la superficie después de haberse quedado sin aire debajo del agua. Es como volver a sentir el picorcillo del sol en la piel después de estar encerrado en una fría celda. Es como ser acariciado después de haber muerto.
El tiempo carece de sentido en la eternidad, pero tarde o temprano la película siempre acaba. El asesino se aleja hacia la luna llena escoltado por su jauría de perros zombi y los créditos comienzan a aparecer mientras suena un rock estruendoso.
Las luces se encienden y los murmullos renacen. Los espectadores se ponen en pie y comienzan a desfilar despacio, renuentes, hacia la salida. Veo a los míos, intentan conseguir los últimos retazos de emoción, se aferran a sus espectadores con tentáculos viscosos, sorbiendo, aspirando, anhelando. Sé que gritarían de desesperación, si pudieran gritar, y si pudieran sentir desesperación. La sesión ha acabado.
Jana Agudo suspira aliviada. Lo ha pasado fatal, nunca se acostumbrará a este tipo de películas. El viejo crítico que estaba a su lado sonríe con crueldad, machacará ese título. La chica sigue apretando la carpeta contra su pecho. Los míos dejan partir a sus portadores de miedo, les dan las últimas tristes caricias y dejan que el nudo se desate muy despacio. Nos tenemos que conformar con estas migajas. Vagan al otro lado de la sala, al olvido de la luz.
Jana avanza hacia el pasillo y algo extraño ocurre: me arrastra con ella. Podría liberarme fácilmente de esa tracción, de ese campo magnético que me atrae hacia ella. Pero no lo hago. Dejo que me lleve. Me adhiero a su cabello y cabalgo su longitud.
Los demás me miran asombrados, no saben lo que ocurre. La chica me lleva con ella. Y yo me dejo llevar hacia el exterior de la sala en la que moramos, rumbo a la luz.
Me aferró a los poros de su piel, como el bebé hambriento al pecho materno, como el moribundo a la esperanza, como el agua a la arena. Y dejo que me lleve con ella, prendido a sus cabellos, asido al interior de sus párpados, convertido en la humedad que recubre su lengua.
Los míos me llaman con ensordecedores aullidos silenciosos. Saben lo que significa abandonar el cine.
Quizás estén equivocados. Quizás sí pueda salir a la luz, a la vida.
Al amor.
El rostro de Jana es maravilloso. Me adhiero a él. Salimos muy juntos del cine. Siento la luz. Oh, la luz...
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